LA HORA DEL MÁS PEQUEÑO

 

P. Fr. Alberto E. Justo O.P.

 

Quizá sea ésta la oportunidad de encarar el tiempo y su misterio de un modo nuevo.

Estas horas tienen una particularidad que no podemos desconocer, son -casi todas ellas- imprevistas, no obedecen a proyecto alguno y carecen de coherencia con lo presumible, en el conjunto de los pasos de toda vida.

Las decisiones que, tantas veces, otorgan un sentido e imprimen una dirección no son, por lo general, mantenidas, porque el ambiente o los asedios que someten al hombre reducen, notablemente, las posibilidades de permanencia y constancia suficientes.

Se trata, por otra parte, de una suerte de ascenso del caos. Lo que ha de estar debajo aparece arriba y es imposible descubrir un orden en semejante descalabro.

Pero la vida interior del hombre, lo que acontece en su corazón, en su centro, no se detiene jamás, a pesar de las condiciones exteriores que parecen atenazarlo y oprimirlo hasta la asfixia total.

Nada de todo ello afecta el orden escondido. Ninguna sorpresa podrá arrebatarle la vida real que se desenvuelve y expande, oculta a los ojos impertinentes.

La dimensión de profundidad es la vida verdadera, que sólo tiene a Dios por testigo. Señalar y recordar esta verdad es urgente y necesario, sobre todo para combatir cualquier género de descorazonamiento.

¡La vida no se detiene jamás! Como tampoco se detiene la historia de la santidad en la Iglesia. Es posible que desde fuera no se logre observar la realidad y, mucho menos, analizarla. Seguramente más de una mirada no logrará romper o atravesar la caparazón y ver el tesoro o el secreto que cela...

Pero las aguas de Siloé fluyen en el silencio y lo oculto es ¡tantas veces! lo más real. ¡Triste aquél que elude o desprecia lo que no comprende!.

Vayamos, ahora, a los reflejos de esta vida verdadera en la superficie...Porque, desde luego, existen y es preciso aprender a leerlos... Es donde llegaremos a descubrir algo del Misterio de la Cruz...

Una presencia nueva que aparece aconteciendo, sin ninguna introducción. Se la percibe precediéndonos y aún cuidando nuestro andar. ¿Dónde tiene su raíz, en qué lugar propiamente se halla?

Sobre todo nos deja sorprendidos. Quiero decir que no ha sido posible prepararse. Es como si se hubiera anticipado a cualquier expectación. En efecto, no la imaginábamos así.

He aquí el Cordero de Dios (Jn. I, 36). Presencia silenciosa, apenas señalada. El Cordero, Jesús pasaba. Comenzó a venir y a caminar a nuestro lado. Mientras íbamos hablando y razonando y nuestros ojos no podían reconocerle (Luc. 24, 15-16).

Sólo la fatiga de un camino. Nada más. Pero la figura del Cordero superaba, trascendía, cualquier suposición nuestra.

El Vulnerable es el vencedor de toda potencia y del poder acumulado. Sólo el Cordero degollado, sólo el Único Verbo surgido del silencio.

Por ello los ojos no podían reconocerle. Sobre todo porque iban hablando y razonando. Víctimas de esa lógica implacable que no concede espacio alguno a la misericordia...

Es este el instante y el lugar decisivos. Sólo aquí es posible entrar. Porque el dolor puede y ha de ser muy grande y la apertura muy pequeña.

¿Apertura pequeña? Sí, en efecto, se nos concede (y no necesitamos más) un espacio asaz exiguo a fin de enfilar en lo interior. El Huerto de los Olivos no es muy grande. El Calvario es más bien pequeño y todo el mundo pasa y menea la cabeza (Mc.,15, 29). Rechácese todo temor..., pese a que el pueblo está allí mirando, y los príncipes mismos se burlan, diciendo: a otros salvó; sálvese a sí mismo...(Lc., 23, 35). Es claro que el lugar apenas alcanza una porción de terreno. El griterío aumenta a veces y los gruñidos de las fieras llegan con el viento a los oídos más sensibles.

Basta un pequeño lugar para la manifestación del Paraíso. Jesús, acuérdate de mí cuando llegues a tu reino. El le dijo: En verdad te digo, hoy estarás conmigo en el paraíso (Lc., 23, 42-43).

Hoy mismo. Ahora. En el pequeño e inmenso ámbito del Misterio de la Cruz se oye la Palabra que es Promesa, inmediata, en el fondo mismo del alma. Una sola es la Vida. Aunque aquí o allá parezca otra cosa y las tinieblas cubran toda la tierra hasta la hora de nona...(Lc., 23, 44).

Al pie de la Cruz... Lo que circunda el Calvario... Allí, ¿qué es lo que está cerca o qué lo que está lejos?

Parece que no existen fronteras con lo más cercano. ¿Cuál es la distancia? ¡La distancia es infinita! Lo que hay en el Inocente, entre su propia inocencia y el pecado que lo agrede. El Inocente pasa desapercibido, quizá, en medio de las tormentas del mundo. O puede ser que el odio lo circunde y aún algunos lo acusen o amenacen. Pero, en todo caso, la distancia es infinita.

Y su espacio es, en cierto modo, pequeño. No hay grandes dimensiones en este mundo. Se da lo suficiente, nada más. Y aún, a veces, menos. Si la distancia es infinita lo medible es exiguo. La distancia de que hablamos no se mide. No existe posibilidad de descubrir al inocente en su pequeña gruta, en su lugar medible...

Escondido y manifiesto. Escondido en lo más grande, manifiesto en lo pequeño. Glorioso en la cumbre del misterio, irrisión y burla de otros, cuando lo ven pequeño, despojado e indefenso.

¡Espacio pequeño! En efecto, se trata de una nueva quietud, no sujeta a los tamaños y bravas concurrencias del mundo que se va... En ese espacio, muy pequeño pero sin límites, se gesta la historia verdadera. Porque se proyecta desde el silencio de lo cotidiano y desde el dolor hacia una meta definitiva.

Tened ceñidos vuestros lomos y encendidas las lámparas, y sed como hombres que esperan a su amo de vuelta de las bodas, para que, al llegar él y llamar, al instante le abran. Dichosos los siervos aquellos a quienes el amo hallare en vela; en verdad os digo que se ceñirá, y los sentará a la mesa, y se prestará a servirlos. Ya llegue a la segunda vigilia, ya a la tercera, si los encontrare así, dichosos ellos (Luc., 12, 35-38).

El espacio pequeño es la vigilia, ya la segunda, ya la tercera. ¡El que vela y espera! Allí teje su vida y descubre el silencio. A pesar de vecindarios hostiles, a pesar de las horas siniestras.

¿No se percibe ya la llamada? ¿Tan duro está el corazón que no la oye? Sí, en medio de la historia, en el constante tráfago de hombres y de pueblos, con desengaños o premios, en medio de lo que sea... hay quienes supieron oír y ver...

Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguien escucha mi voz y abre la puerta, yo entraré a él y cenaré con él y él conmigo (Apoc., 3, 20).

¿Cómo abrir la puerta a Dios? ...

"y llamando Juan a dos de ellos los envió al Señor para decirle: ¿Eres tú el que viene o esperamos a otro? Llegados a Él, le dijeron: ¿Eres tú el que viene o esperamos a otro? En aquella misma hora curó a muchos de sus enfermedades y males y de los espíritus malignos e hizo gracia de la vista a muchos ciegos, y tomando la palabra, les dijo: Id y comunicad a Juan lo que habéis visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos quedan limpios, los sordos oyen, los muertos resucitan, los pobres son evangelizados; y bienaventurado quien no se escandaliza de mí (Luc., 7, 18-23) ¡et beatus est, quicumque non fuerit scandalizatus in me!"

En esta nueva bienaventuranza se esconde un gran secreto... ¿Cuáles fueron las enfermedades, los males, las cegueras y las lepras que sanaba el Señor? ¿Simplemente lo que superficialmente así nos parece, o hay, además de esos morbos enumerados, algo mayor? ¿No será que los observadores superficiales pueden escandalizarse de ciertas curaciones o del mismo perdón? ¿No será que cierto rigorismo muy humano resista al don de Dios?

¡Bienaventurado quien no se escandalice! Bienaventurado quien acoja, con toda el alma, el don gratuito de Dios.

Posiblemente los discípulos entendieran muy poco. Necesitaban ver y tocar y preguntar de nuevo. No acertaban a reconocer, quizá, la grandeza y la gloria manifestadas en la desproporción del regalo del Señor. ¿Qué decir? ¡Ay de quienes se asustan por tanto amor!

Tampoco ha de escandalizarse nadie por la lentitud y peso de la Historia. Ni, menos aún, por la falta de límites precisos o de fronteras bien trazadas. Todavía el trigo está mezclado con la cizaña y no es hora de separarlos.

En definitiva, abrir la puerta a Jesucristo comporta, ante todo, no escandalizarse de Él... No rechazar el misterio, ni temer lo que se ve y lo que no se ve. Abrir el corazón sin cuidado ni reparo, ... sobre todo cuando no se entiende.

Como sabemos, cuando partieron los mensajeros de Juan, Jesús pronunció un elogio del Bautista. Y acabó diciendo: Yo os digo: no hay entre los nacidos de mujer profeta más grande que Juan; pero el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él (Luc., 8, 28).

Esto del más pequeño no puede pasar desapercibido. El más pequeño, el que no aparece, ha abierto la puerta. Sabe abrir la puerta o la abre, simplemente, sin necesidad de más o menos.

El más pequeño... No nos atrevemos a definir. Quizá fracasáramos en semejante intento. El más pequeño... Sólo puede entenderse en clave evangélica, sólo frecuentando, asiduamente, la Palabra del Señor. Sólo, en definitiva, la Gracia que ilumina el corazón.

Jesús... dijo: Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque ocultaste estas cosas a los sabios y discretos y las revelaste a los pequeñuelos (Mt., 11, 25).

Los pequeños son, también, los puros de corazón. Aquellos cuya alma es límpida y transparente para recibir el don de la Luz. Aquellos que verán a Dios (Mt., 5, 8).

Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce al Hijo sino el Padre, y nadie conoce al Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo quisiere revelárselo (Mt. 11, 27).

Ábrase, de par en par, la puerta interior. El pequeño es el que descubrió su hondura, porque es pequeño sólo quien se despoja, desprende o separa de cualquier impedimento o equipaje. En efecto, el mayor abandono coincide con el más pequeño.

También es él quien puede pasar o permanecer en los espacios más reducidos y hallar, a través, los mayores y más despejados horizontes. De lo más pequeño se pasa a lo más grande...

Por tanto no entendemos pequeñez como resultado de una comparación (con un supuesto más o menos grande) sino como adelanto en un desapego de lo que no es Dios. Es, en suma, ser hijo, totalmente hijo, en el Único Hijo, Jesucristo, recibiendo su Vida por el Espíritu Santo.