EL MARTIRIO,
SIGNO PRECLARO
DE LA SANTIDAD DE LA IGLESIA
P. Luis González Guerrico
Hemos tomado el título de una cita de la reciente encíclica Veritatis Splendor, que como sabemos, se refiere "al conjunto de la enseñanza moral de la Iglesia". Es oportuno entonces preguntarnos por la razón de esta inclusión. ¿Por qué el Papa ha dado este relieve singular al acto principal de la virtud de la fortaleza? ¿Por qué el martirio ha merecido figurar en un pronunciamiento de moral fundamental siendo un acto moral particular? Si bien hay referencias a otras situaciones especiales, virtudes o pecados, las mismas son más bien traídas como ejemplo. Nuestro tema, en cambio, abarca un desarrollo sistemático de varios parágrafos. ¿Cuál es, reiteramos, la intención de esta mención explícita?
La respuesta la encontramos en el mismo texto cuando nos dice que "el martirio es el testimonio culminante de la verdad moral", "que existe un testimonio de coherencia que todos los cristianos deben estar dispuestos a dar, incluso a costa de sufrimiento y de grandes sacrificios", y que "el cristiano, implorando con su oración la gracia de Dios, está llamado a una entrega a veces heroica" para mantener la fidelidad al orden moral.
Podemos decir entonces, con toda seguridad, que la inclusión del martirio en la encíclica tiene el propósito de poner de relieve esta enseñanza de siempre: en el camino ordinario de cada hombre hacia su fin, resuena, permanentemente, la invitación divina al heroísmo, como un eco eterno del "si quieres ser perfecto" (Mt. 19, 21), con que el Señor llama al joven rico a seguirle en la abnegación total. Fundamentando esta respuesta podemos decir que la teología moral de Santo Tomás, que brinda su apoyatura doctrinal a la encíclica, es ante todo un camino de perfección y que la búsqueda de la unión con el Dios tres veces Santo es el faro iluminador de todo su desarrollo. No tanto una moral de pecados y de preceptos negativos, cuanto una moral de virtudes bajo el influjo de los dones del Espíritu Santo. Entendida la virtud, por supuesto, en su sentido primigenio de lo más perfecto en el orden de una actividad, de incesante tensión a lo máximo, a lo eminente, a lo que nos va acercando día a día a aquella meta sin meta que nos propone el Señor: "Sed perfectos como es perfecto mi Padre celestial" (Mt. 5, 48).
La teología espiritual tiene varias vías de aproximación para llegar a la noción de perfección cristiana. Podemos decir que ser santo es vivir plenamente el misterio de la inhabitación trinitaria en el alma, o bien que es la perfecta configuración con Jesucristo o bien que es la más completa conformidad de nuestra voluntad con la divina. Pero todas ellas pueden reducirse a la excelencia de la caridad o sea la perfecta unión con Dios por el amor. Con San Juan de la Cruz podemos decir: "a la tarde te examinarán en el amor". Es decir al terminar cada jornada, después de cada empresa o sufrimiento, al final de la vida, todas tus acciones y omisiones serán valoradas por la calidad del amor. Pero este amor para ser auténtico supone reverencia a la ley de Dios. "No son los que me dicen: Señor, Señor, los que entrarán en el reino de los cielos sino los que cumplan la voluntad de mi Padre que está en el cielo" (Mt. 7, 21), dice el mismo Jesucristo que enseñó que el cumplimiento de los preceptos morales es la puerta de entrada al cielo (Lc. 18, 18). Y esto aunque comprometa la propia existencia: "el que ama su vida la perderá". Estas frases del Evangelio nos hablan de entrega total, de no anteponer nada a la voluntad divina significada en los mandamientos, ni siquiera el valioso bien de la propia vida. Esta caridad suma incluye obligatoriamente, nos dice el Papa, "el respeto a sus mandamientos incluso en las circunstancias más graves y el rechazo de traicionarlos aunque fuera con la intención de salvar la propia vida". Menos autorizados estamos, todavía, agreguemos, a posponer el cumplimiento de la ley moral en vista de otros sacrificios menores a la vida misma.
Pero no es esta la respuesta del mundo de hoy. Al secularismo que pretende construir una sociedad sin Dios se corresponde una moral sin dogmas, sin verdades absolutas.
Estamos ubicados frente a un problema crucial de la ética de nuestros días, cual es la desvalorarización de la universalidad de las normas morales, en aras de un falso humanismo. Los errores "teleologistas", "proporcionalistas" y "consecuencialistas" señalados por la encíclica, no pretenden otra cosa que hacer incierta la objetividad moral.
Dicen algunos de los seguidores de estas teorías que con la actual preponderancia del positivismo cientificista sólo sería razonable proponer a los hombres de hoy, exclusivamente, aquello que se pueda verificar de modo tan indiscutido como las fórmulas matemáticas o técnicas, y como en el ámbito de la religión y de la moral no podríamos ofrecer certezas verificables de este modo, cada uno debería ver por sí mismo cómo llevar a cabo su opción moral. Aparecen entonces las soluciones arriba mencionadas que, como dice el Card. Ratzinger al presentar la encíclica, son "puentes tendidos sobre el abismo del relativismo, que en concreto es un escepticismo respecto a todo aquello que se refiere propiamente a lo humano".
En efecto, para llegar a estos planteos es necesario partir de la desconfianza en el poder del hombre para llegar a la verdad y de la negación de toda posibilidad de la entrega total de sí mismo. La severa respuesta del Papa: "es falso todo significado humano que se pretendiese atribuir, aunque fuese en condiciones excepcionales, a un acto en sí mismo moralmente malo", descalifica absolutamente estas soluciones.
Frente a esta visión incrédula, mezquina y tímida del hombre, que no es moderación sino mediocridad, la moral católica nos habla de verdades absolutas que debemos servir para ser verdaderamente señores de nosotros mismos. La auténtica dignidad del hombre consiste en llevar lo que es propia mente humano, la inteligencia y la voluntad, hacia su plenitud. No hay grado mayor de humanidad que la unión de la inteligencia y la Verdad Absoluta y la adhesión de la voluntad al Bien Infinito.
Es aquí donde aparece toda la fuerza moral del martirio ya que es exaltación de la perfecta humanidad y de la verdadera vida de la persona que encuentra su plenitud en la unión con Dios. El mártir es un testigo del valor de las cosas divinas y del menosprecio, frente a éstas, de todo lo terrenal, incluso la propia vida.
Desde ya que es imposible este absoluto y total don de sí sin una fe intrépida, que es precisamente una de las condiciones del verdadero martirio y es también criterio para distinguir al mártir según la doctrina tradicional de la Iglesia, de aquel que muere sólo por defender sus propias convicciones. Sólo es mártir, en sentido estricto, el que muere por la fe verdadera, como enseña el sermón 88 que se atribuye a San Máximo: "la madre del martirio es la fe católica que ilustres atletas sellaron con su sangre", o como varias veces reitera San Agustín diciendo que "al mártir no lo hace la pena, sino la causa", es decir no lo que sufre sino por qué sufre. Verdadero mártir es el que padece por Cristo, el que muere por la fe, pues lo mismo que ha padecido un mártir puede haberlo padecido cualquier otro por una mala causa. Buena prueba de ello es lo que ocurrió en el Calvario, nos dice el mismo Padre de la Iglesia, donde "el tormento era igual pero la causa separaba a aquellos a quienes unía la misma tortura", y precisamente la fe del buen ladrón que confiesa a Cristo es lo que le abre las puertas del cielo. Y no una fe cualquiera pues esperaba, absurdamente, en el reinado de aquel a quien veía crucificado, a quien veía morir como él. Fe extraordinaria que hace exclamar al santo doctor de Hipona "¡qué fe! ...¡Grande fue este ladrón! Hizo fuerza y arrebató el Reino de los cielos".
Por supuesto que no sólo la fe hace mártires sino todas las virtudes, como enseña Santo Tomás, con tal que sean verdaderas virtudes cristianas, es decir que procedan de la fe, ya que "las obras de todas las virtudes, en cuanto referidas a Dios son profesiones de fe, en la cual se nos hace saber que Dios las exige de nosotros y nos premia por ellas" (Suma de Teología, II-II, 124, 5).
Escuchemos lo que Monseñor Adolfo Tortolo enseñaba a los cadetes del Colegio Militar cuando le pidieron una clase sobre la actitud anímica del militar ante la muerte:
"La fe, en cambio, nos invita a purificar nuestra alma con la aceptación de la muerte, no a la manera de los estoicos sino como pecadores que salen al encuentro de Dios y que para lavar sus vestiduras nupciales necesitan la inmolación de la propia vida, el mayor de los bienes naturales. Pero entonces la muerte se presenta como una ofrenda de la propia vida... La muerte en su mismo acto purifica, redime, eleva. La muerte como ofrenda de la vida es la culminación del tiempo dado por Dios y devuelto a Dios según la intensidad de la vocación vivida. En ese final y en ese comienzo el cristiano toma en sus manos -como hombre que vive su conciencia sacerdotal- el don de la vida natural y la ofrece a Dios destruyéndose e inmolándose en reconocimiento a la infinita majestad de Dios y en prueba de su entrega definitiva al Ideal".
El martirio, entre todos los actos virtuosos, muestra en grado superlativo la perfección de la caridad, como enseña Santo Tomás en la Suma de Teología (II-II, 124, 3). Ya que tanto más se ama una cosa cuanto mayores renuncias y sacrificios se hacen por ella y entre los bienes de esta tierra el más amado por el hombre es la vida. Despreciarla por amor a Dios es signo de máxima caridad.
No hay martirio, entonces, sin fe pero tampoco lo hay sin caridad como nos lo dice expresamente San Pablo: "si entregara mi cuerpo a las llamas, si no tengo caridad no me sirve para nada", y agrega San Agustín:
"aunque se llegue al martirio, aunque se llegue a la efusión de sangre, aunque se llegue a la carbonización del cuerpo, nada vale por falta de caridad. Añade la caridad y aprovecha todo, quita la caridad y todo lo demás no sirve de nada".
La razón de esto es que la disposición a morir por El es la única respuesta adecuada que un cristiano verdadero puede dar a Cristo. "Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos" (Jn. 15, 13) dice el Señor y así como El la dio por amor a los hombres, debemos nosotros también, si se ofrece la ocasión, ofrendarla por amor a nuestro Redentor.
"La caridad -enseña Santo Tomás en la Suma de Teología- inclina al acto del martirio como primero y principal motivo, al modo de una virtud que impera. De ahí que el martirio sea acto de la caridad como virtud imperante y de la fortaleza como principio del que emana. Por eso resplandecen en él ambas virtudes, pero el mérito le viene de la caridad, como a todo acto virtuoso y por eso sin caridad no vale" (II-II, 124, 2 ad. 2).
Junto a la fe y a la caridad ha aparecido la fortaleza cuyo acto principal es, precisamente, el martirio. Hablar de fortaleza es hablar de combate. El mártir es el atleta invicto que atraviesa incólume el campo de batalla que es la vida cristiana. La idea misma de milicia, de combate cristiano, se ve hoy a menudo negada por vastos sectores de la Iglesia. Me refiero a lo que llamamos progresismo cristiano, continuador del modernismo condenado por San Pío X, que propugna una religión indefinida, sin dogmas claros, como ya hemos dicho, y por supuesto, sin normas morales absolutas que puedan urgir nuestra conciencia. Basta mencionar simplemente la frecuencia con que Juan Pablo II menciona este peligro en la citada encíclica para comprender su importancia. Va de suyo que para estas posturas sincretistas o falsamente humanistas como les llama el Papa, el combate cristiano no tiene ningún sentido: jamás podrán sus cultores ser signo de contradicción como predijo Simeón, ni concitarán el odio del mundo como lo anunció Jesucristo solemnemente, porque la misma idea de enfrentamiento claro y decidido les parece incompatible con una concepción cristiana de la vida. Concepción cristiana, por supuesto, que construyen a su sabor, al modo irenista donde tienen lugar todas las posturas menos la verdad sin aditamentos. "Sí sí, no no" sea vuestro lenguaje, nos enseña el Evangelio; a ellos en cambio los veremos llenos de dualidad y timidez, mereciendo el justo reproche de Isaías: "Hay de los que llaman al mal bien y al bien mal!".
Qué lejos están sin embargo de las enseñanzas de la Iglesia... Desde San Pablo que nos exhorta a combatir el "buen combate de la fe", a "tomar las armas de Dios" y a "embrazar el escudo de la fe... contra los dardos de Satanás", hasta Juan Pablo II que reivindicando el sentido castrense de la vida cristiana declaraba a André Frossard:
"La lucha es con frecuencia, una necesidad moral, un deber... el hombre tiene que enfrentarse con el mal y luchar por el Bien todos los días. El verdadero bien moral no es fácil, hay que conquistarlo sin cesar, en uno mismo, en los demás, en la vida social e internacional".
Y en este combate cristiano al que todos somos llamados, forman en primera fila los mártires que no sólo luchan denodadamente sino también con verdadera alegría, como enseña San Juan Crisóstomo en este vibrante texto:
"No os extrañéis que haya llamado coro y ejército a la muchedumbre de los mártires, poniendo a una misma cosa dos nombres contrarios. Coro y ejército son cosas de suyo muy contrarias pero en los mártires se unifican y confunden. Ved de qué manera: como danzantes corrían alegres a los tormentos y como guerreros se mostraban en todo varoniles y esforzados, y vencieron a sus enemigos. Considerados en sí mismos y por fuera los hechos, son verdaderamente lucha, guerra y ejércitos de combatientes; pero si miráis a la mente y espíritu de los luchadores, todo es allá danzas y convites y fiestas y extremado regocijo" (San Juan Crisóstomo, Homilía en la Fiesta de todos los mártires, II, Homilías selectas de San Juan Crisóstomo, traducidas del griego por el P. Florentino Ogara S.J., Madrid, 1905).
Martirio y combate es una ecuación frecuentísima, incluso desde la primera época de la Iglesia. Eusebio de Cesarea se refiere a la muerte de San Pedro y San Pablo diciendo que fueron "coronados en el combate por Cristo". Más explícitamente en la Passio Policarpi se dice a modo de epílogo: "tal fue el combate del martirio cumplido por Policarpo, obispo de Esmirna".
Pero nada de esto sería posible claro está, sin la gracia divina. Oigamos otra vez al Crisóstomo:
"También aquí hay dos escuadrones: mártires y tiranos. Pero qué diferencia, los tiranos están armados los mártires luchan desnudos; y la victoria la ganan los desnudos, no los armados. ¿Quién no se asombra de que el azotado triunfe del mismo que le azota, el atado de quien le ata, el quemado de quien le quema, el muerto, en fin, de su mismo matador? ¿No ves cuánto más espantosa es esta lucha que aquella? Terrible es ciertamente la guerra, pero es en ella natural; al contrario del martirio, donde todo supera al curso natural de las cosas, para que entiendas que estas hazañas son propias de la gracia de Dios" (S. J. Crisóstomo, H. Fiest. de los mártires, II).
Ya volveremos sobre la gracia al hablar de la relación entre el mártir y Cristo pero ahora, dejando de lado el acto martirial en sí mismo consideremos el valor que tiene frente a los demás hombres cristianos y a la Iglesia misma.
Ante todo, hemos de destacar su mérito como docencia viva. Al igual que Sócrates que deja a sus discípulos con su muerte la suprema lección de la coherencia total y absoluta, hasta la muerte, de lo vivido y lo enseñado, el sacrificio del mártir "nos enseña -dice el Papa- el esplendor y universalidad de la verdad moral".
Hablar de esplendor de la verdad es hablar de belleza, y aunque parezca algo forzado no lo es, y realmente la norma moral nos pone en contacto con ella. Hay belleza infinita en Dios que es el término a que nos conduce el camino moral. El martirio como espectáculo de belleza imponente hizo exclamar a San Agustín que la vida "es un anfiteatro donde se lucha teniendo a Dios por espectador". También, por otra parte, el alma del santo resulta de una belleza indescriptible; recordemos simplemente que Santa Teresa para hablar de esto nos dice que el alma del justo no es otra cosa que "un paraíso", "un castillo todo de un diamante y muy claro cristal", algo de tan sublime belleza (que) "no hallo ya cosa con qué comparar la gran hermosura de una alma" (Moradas, Cap. I). El cielo con sus coros exultantes de santos y ángeles que reciben el alma del mártir en su ascensión gloriosa es también un cuadro de hermosura sublime:
"En efecto estos dolores -dice otra vez San Juan Crisóstomo- tan espantosos e intolerables, los pasan los mártires en un momento; una vez pasados suben al cielo, precedidos de los ángeles y escoltados de los arcángeles, que no se avergüenzan de obsequiar a sus consiervos, antes están dispuestos a hacer cualquier cosa por ellos, como ellos a su vez todo lo padecieron por su común Señor Jesucristo. Llegados que son al cielo, les sale a recibir el coro de las potestades. Porque si cuando llegan a una ciudad atletas extranjeros, el pueblo en masa afluye de todas partes, y rodeándolos se fija en la proporción y bizarría de sus miembros, con cuanta más razón, al entrar en el cielo los atletas de la virtud, acudirán los ángeles y las potestades, y rodeándolos por todas partes se fijarán en sus heridas, los saludarán alegremente y los abrazarán como a príncipes que vuelven de la guerra y del combate cargados de trofeos de victoria. Después, acompañados de numerosa comitiva los llevan a la presencia del Rey de los cielos, a aquel trono lleno de inmensa majestad, ante el cual asisten a un lado los querubines, y a otro lado, los serafines" (Crisóstomo, Ho. Fiesta Mart., V).
Pero la verdad no sólo es belleza esplendorosa. Es también universalidad, como enseña el Papa y la oblación del mártir ratifica este carácter universal. Si hay circunstancias en que Dios puede pedir al hombre la entrega total de la vida, la ofrenda del máximo bien propio en el orden natural, es porque la ley que El nos ha dado comprende a todos los que participan de la naturaleza humana, sin excepciones de ningún tipo. Nadie muere por cosas que cambian, que hoy existen y mañana ya no están. Podemos morir sí por certezas muy hondas, por principios inmutables que alimentan ideales grandes detrás de los cuales descubrimos al mismo Dios. Los mártires son testigos privilegiados de ese carácter permanente e inexcusable de los preceptos de la ley moral.
Estas normas son absolutas porque arraigan en la inmutabilidad y en la eternidad de Dios que da también su fijeza a la naturaleza humana. El Creador no cambia ni puede cambiar, la esencia del hombre pensada por El en la eternidad es también inmutable. Debe también ser permanente, entonces, el camino moral que une a la creatura con Dios.
El mártir es pues testigo de la Verdad de Dios, de esa Sabiduría Divina que se contempla a sí misma y en sí misma abarca todas las cosas. De aquí el carácter directo e inalterable de esta manifestación de la verdad, como expresa claramente San Pablo: "Por esto no desfallecemos, sino que, desechando los tapujos vergonzosos, no precediendo con astucia ni falsificando la palabra de Dios, manifestamos la verdad y nos recomendamos nosotros mismos a toda humana conciencia ante Dios". (2 Corintios 4, 1-2); lo mismo enseña San Agustín, destacando la unión de Cristo Verdad con el mártir que da testimonio de la Verdad:
"Los mártires, ¿no son por ventura testigos de Cristo, que dan testimonio a la Verdad? Y, mirándolo bien es testimonio dado por El a sí mismo: dentro en efecto de los mártires habita El para que den testimonio de la Verdad". (San Agustín, Sermón 152/128, 3).
Aparece aquí otro fundamento de la perennidad de las normas morales y es su vinculación con Cristo, siempre el mismo, "ayer, hoy y siempre" (Heb. 13, 8). El es el camino inmutable y único a Dios: "nadie va al padre sino por Mí", y es también el Verbo Eterno que piensa de una vez y para siempre todas las cosas. Y ese mismo Cristo que no cambia ni puede cambiar, es el que combate en los mártires como nos dice también San Agustín:
"en la persona de los mártires venció quien moraba en ellos ya que la gloria de la cabeza reluce sobre las manos y los pies" (Sermón 74).
Profundicemos esta maravillosa unión del mártir con Jesucristo, por la gracia, recordando ante todo que la ley del Nuevo Testamento es precisamente la gracia derramada en nuestros corazones, como enseña San Pablo, que establece asimismo el contraste con la antigua ley. La nueva actúa desde dentro mismo del alma transformándola toda en Dios, divinizándola podríamos decir, en la medida en que el hombre corresponde a la acción sobrenatural.
Esto podemos verlo claramente en el caso del martirio. Por ser una gracia, un don gratuito, no puede el hombre temerariamente buscar el sacrificio por causa de la fe. Hacerlo es tentar a Dios exigiéndole algo que sólo por pura benevolencia El da a quien quiere. Por eso era reprobado el que se ofrecía espontáneamente a los perseguidores. Leemos en el relato del martirio de S. Policarpo:
"Entonces un cristiano de nombre Quinto, natural de Frigia, que había casualmente venido de su patria, apresuradamente, por su propia voluntad de sufrir el martirio, se presentó muy confiado al sanguinario juez. Mas la flaqueza venció a la voluntad. Pues apenas le soltaron las fieras, aterrado a su sola vista, empezó a no querer lo que había querido, y, pasándose al bando del diablo, aprobó lo mismo que había venido a combatir. Así, pues, a éste logró el procónsul, con muchos halagos, persuadirle a sacrificar. De ahí que no debemos alabar a aquellos hermanos que se ofrecen espontáneamente, sino a los que hallados en sus escondrijos, se muestran más bien constantes en el martirio. Así, en efecto, nos lo confirma la palabra evangélica y nos lo persuade este ejemplo, en que vemos que cedió el espontáneo y venció el forzado".
La gratuidad del martirio queda clara al manifestarse que Dios elige a quien quiere, como continúa diciendo San Policarpo:
"Una vez que estéis enterados, comunicadlo, a vuestra vez, a todos por cartas, a fin de que en todas partes sea bendecido el Señor por la elección de sus siervos".
Los mártires tenían la convicción absoluta de que esta elección divina importaba un alto honor totalmente inmerecido. Santa Sinforosa compelida por Adriano a sacrificar a los dioses o a ser ella misma sacrificada, contestó:
"¿Y de donde a mí tanto bien que merezca ser inmolada con mis hijos como víctima de Dios?"
Del mismo modo San Ignacio de Antioquía nos dice en una de sus cartas:
"Cierto que deseo sufrir el martirio: pero no sé si soy digno de ello".
Y en el momento de ser sentenciado exclamó:
"Gracias te doy Señor, porque te dignaste honrarme con amor perfecto hacia ti, atándome con cadenas de hierro a tu Apóstol, Pablo".
También San Policarpo hace referencia a este honor en la oración que pronuncia antes de ser quemado:
"Yo te bendigo, porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo".
Pero Jesucristo no sólo elige a los mártires para este alto honor, sino que se une a su destino, combatiendo y venciendo en ellos. Dios que había asistido a los judíos en la salida de Egipto prometiéndoles: "Yahvé combatirá por vosotros", y que en el Nuevo Testamento había anunciado a los Apóstoles: "Yo estaré con vosotros hasta el fin de los siglos", no iba a dejar de asistir a los mártires, con su vigorosa presencia. San Ignacio de Antioquía mantuvo su ánimo en alto en el largo itinerario del martirio porque "llevando a Jesús por compañero de camino en aquel viaje -nos dice- antes bien con la dificultad y sufrimientos cobraba nuevas fuerzas, daba mayores muestras de vida y amaestraba a las Iglesias". En la carta a los esmirniotas expresa que "estar cerca de la espada es estar cerca de Dios, y encontrarse en medio de las fieras es encontrarse en medio de Dios"; y al emperador Trajano que de paso por Antioquía lo interrogó preguntándole si llevaba a Cristo dentro de sí le respondió: "Sí, porque está escrito: habitaré en medio de ellos y entre ellos me pasearé", y por eso pudo escribir a los magnesios que se logra escapar de la malignidad del príncipe de este mundo y alcanzar a Dios "si en El resistimos". Los párrafos introductorios del Martyrium Polycarpi traen una clara referencia a la asistencia de Jesucristo:
"Y en efecto presente con ellos el Señor, aceptada tan fiel oblación de sus siervos, no sólo los encendía en el amor de la vida eterna, sino que templaba la violencia de aquel dolor de manera que el sufrimiento del cuerpo no quebrantara la resistencia del alma. Y es que el Señor conversaba con ellos y El era espectador y fortalecedor de sus ánimos, y con su presencia moderaba los sufrimientos y les prometía, si perseveraban hasta lo último, los imperios de la celeste corona; y más adelante se insiste que el diablo, cierto, inventó mil maquinaciones; mas la gracia de Nuestro Señor Jesucristo vino, contra todas ellas, como defensora fiel de sus siervos".
El santo obispo no ignoraba la necesidad que tenía del auxilio para soportar la tribulación que se avecinaba y por eso en su escondite se daba "día y noche, sin interrupción alguna, a la oración, imploraba el auxilio de Dios para ser más fuerte en el suplicio". Su oración fue escuchada y por eso "mientras Policarpo hablaba (en el proceso) un resplandor de gracia celeste penetró su rostro y su sentido, de suerte que el mismo procónsul estaba espantado" y antes de ser quemado, pidió que no lo aseguraran al poste "pues el que me dio el querer me dará también el poder y hará tolerable a mi voluntad el fuego ardiente".
El mártir lo da todo y sólo le queda la gracia de Dios que lo acompaña en el momento culminante: "Mi amor está crucificado y no queda ya en mí fuego que busque alimentarse de materia; sí, en cambio un agua viva que murmura dentro de mí y desde lo íntimo me está diciendo: Ven al Padre".
El martirio consiste formalmente como ya hemos dicho en el ofrecimiento a Dios de la propia vida por causa de la fe, lo que nos lleva a considerar este sacrificio como asociado a la Pasión de Cristo. Esto estaba bien claro para San Ignacio de Antioquía que escribe a los romanos:
"No me procuréis otra cosa fuera de permitirme inmolar por Dios, mientras hay todavía un altar preparado"; y, más en la misma carta, exclama con aquellas palabras que se han hecho célebres: "permitidme ser pasto de las fieras, por las que me es dado alcanzar a Dios. Trigo soy de Dios, y por los dientes de las fieras he ser molido, a fin de ser presentado como limpio pan de Cristo", y agrega: "suplicad a Cristo por mí para que por esos instrumentos logre ser sacrificio para Dios".
Temiendo la falsa caridad de los discípulos que puede apartarlo del martirio les dice:
"Perdonadme: yo sé lo que me conviene. Ahora empiezo a ser discípulo. Que ninguna cosa, visible ni invisible, se me oponga, por envidia, a que yo alcance a Jesucristo. Fuego y cruz, manadas de fieras, quebrantamientos de mis huesos, descoyuntamientos de miembros, trituraciones de todo mi cuerpo, tormentos atroces del diablo, vengan sobre mi, a condición sólo de que yo alcance a Jesucristo".
Y continúa San Ignacio asociando claramente este sacrificio a la Pasión del Señor:
"Permitidme ser imitador de la pasión de mi Dios. Si alguno le tiene dentro de sí, que comprenda lo que yo quiero, y, si sabe lo que a mí me apremia, que haya lástima de mí, a trueque de sufrir juntamente con El, todo lo soporto, como quiera que El mismo, que se hizo hombre perfecto es quien me fortalece".
También San Policarpo presenta su propio martirio como sacrificio ofrecido a Dios en unión a la Pasión de Cristo, como lo dice explícitamente en la oración que pronuncia antes de ser muerto:
"Yo te bendigo porque me tuviste por digno de esta hora, a fin de tomar parte, contado entre tus mártires, en el cáliz de Cristo, para Resurrección de eterna vida en alma y cuerpo, en la incorrupción del Espíritu Santo: Sea yo con ellos recibido hoy en tu presencia, en sacrificio pingüe y aceptable, conforme de antemano me lo preparaste"
El mártir es el que ha cumplido hasta el fin las palabras del Evangelio: "nadie tiene amor más grande que el que da su vida por sus amigos" (Jn. 15, 27), ofreciéndose con lo más valioso que tiene aquí en la tierra como sacrificio a Dios. Al hacerlo se une muy especialmente al sacrificio redentor de Cristo completando lo que falta a su Pasión (Col. 1, 24), y es el mismo Salvador el que combate en los mártires (Col. 1, 29) y el que triunfa.
El martirio unido a Cristo cabeza de la Iglesia nos lleva al principio de nuestro desarrollo donde lo calificamos, siguiendo a Juan Pablo II, de "signo preclaro de la santidad de la Iglesia".
Al confesar en el Credo que ella es Santa, Unam, Sanctam, Catolicam et Apostolicam, queremos indicar ante todo la santidad de su fundador.
Cristo Cabeza de la Iglesia, al encarnarse asumiendo la naturaleza humana, trae al mundo el testimonio más excelente y verdadero de la santidad infinita de Dios. La santidad que es la misma vida divina, abismo de pureza intangible, donde están sumergidas eternamente las Tres Divinas Personas, acompaña la vida terrenal de Jesucristo desde el momento mismo de su entrada en el mundo y resplandece en todas sus obras. También brilla, por supuesto, en la constitución de su Iglesia a la que deja santísimos principios para santificar con ello a los hombres. Santa es la doctrina del evangelio, santos los sacramentos, santísima la gracia que el Señor derrama como lluvia incesante sobre su Iglesia.
Pero estos principios santos han de ser fecundos, "bonum diffusivum sui", y por eso han de engendrar la santidad de sus miembros. Por eso San Agustín llama a la Iglesia "arca que custodia a los santos" (in Ps. 28, n. 10) y San Cirilo de Jerusalén nos dice que es "imagen e imitación de la celestial (donde los santos asisten al trono de Dios)", (Cateq. 18, 23). Si el fin de la Iglesia es santificar a los hombres y Dios está con Ella (Mt. 28, 20), es lógico que nunca podrá defeccionar en la consecución de este fin.
Por eso, además de la santidad de su fundador y de sus principios es necesario que en todas las épocas de la vida de la Iglesia haya santos. Entre ellos, siempre han tenido un rango privilegiado en el honor y el culto, los mártires, los que han confesado a Cristo con sus vidas y blanquearon sus vestiduras con la sangre del Cordero.
Toda la historia de la Iglesia está jalonada por el testimonio heroico de los mártires. San Esteban y los Apóstoles sacrificados en odio a Jesucristo, las víctimas de las feroces persecuciones de los emperadores romanos, los que murieron por defender la fe íntegra ante las herejías de todos los tiempos, los heroicos misioneros mártires que unieron a la palabra salvadora la efusión redentora de su sangre, los innumerables cristianos que dieron su vida perseguidos por ideologías ateas como los muertos por la revolución francesa o las víctimas del comunismo. Los que en nuestros días muestran el coraje de la confesión intrépida de la verdad de Cristo en la China comunista, en Sudán, en Birmania y en tantos lugares donde hoy, en este fin de siglo "pluralista", hay sitio para tantas creencias absurdas y reli-giones perversas, pero no lo hay para proclamar el evangelio con todas sus exigencias. También es verdad hoy lo que decía Tertuliano en el siglo II:
"entre nosotros está permitido adorarlo todo menos el Dios verdadero" (Apolog. 24, 6 y 10).
No sólo fueron regados con la sangre de los mártires todos los tiempos de la vida de la Iglesia y todos los lugares del orbe , sino también todas las clases de personas:
"¿Ligera la carga de Cristo?, -nos dice San Agustín- Si le confesaron varones y soportaron cosas extraordinarias; confesáronle niños, confesáronle doncellitas; el sexo fuerte y el débil, la edad mayor y la menor, todos merecieron confesarle y ser coronados" (Sermón 2/126, 13).
Y no sólo de todas las edades, también de todos los estados de vida; papas, obispos, sacerdotes, reyes, guerreros, padres de familia, madres abnegadas, jóvenes y niños sin compromisos de estado todavía pero totalmente fieles a su promesa bautismal, adornan la hermosura de la Iglesia con la púrpura de su sacrificio.
Este testimonio supremo es garantía de fecundidad santificadora, como nos dice San Agustín predicando sobre el martirio de las santas Perpetua y Felicita: "a ejemplo (de Cristo Cabeza), los mártires dieron su vida por los hermanos y regaron la tierra con su sangre para que germinara esta mies abundantísima de los pueblos cristianos. Fruto somos de sus trabajos" (Sermón 74/280, 6). O como nos enseña Tertuliano en su clásico texto: semen est sanguis christianorum, la sangre de los mártires es semilla de nuevos cristianos. Pero esta levadura martirial no sólo nos llama a ser cristianos sino a resplandecer en santidad, a vivir las exigencias de la moral hasta sus últimas consecuencias, ya que, nos dice el Papa, el mártir "ilumina cada época de la historia despertando el sentido moral". Nos impulsa al seguimiento más riguroso del Rey de los mártires, tras cuyas huellas gloriosamente sangrientas llegaremos al Padre.
Tiene también el carácter eficaz de un "reproche viviente a los que transgreden la ley de Dios". En efecto, cómo podremos instalarnos cómodamente en el pecado mirando a quienes han "resistido hasta la sangre en la lucha contra el pecado", según nos exhorta San Pablo. Cómo podremos excusarnos de evitar el mal moral cuando tantos ejemplos tenemos de los que prefirieron morir antes que pecar. La canonización presenta a los mártires como ejemplo de verdadera vida cristiana, de realización práctica del evangelio, de adaptación de la regla evangélica a las más diversas situaciones y capacidades. Ellos junto a los demás santos, nos muestran la imitación sublime de Jesucristo porque son la parte más auténtica del pueblo de Dios, los mejores miembros de su Cuerpo Místico.
Desde el cielo, los que ya han llegado a la meta nos recuerdan que estamos llamados a una entrega heroica, enseñándonos que el supremo ideal que nos propone Jesucristo es posible porque ellos, hombres débiles como nosotros, han llegado ya a la gloria y desde allí nos invitan a subir con las palabras mismas del evangelio: "entra en el gozo de tu Señor" (Mt. 25, 21).