RITMOS Y ANTINOMIAS ESPIRITUALES
P. Tomás Spidlik S.J.
"La teología que quiere respetar la piedad -escribe Gregorio Palamas- se ve obligada a afirmar a veces una cosa y a veces otra, siempre que una y otra sean verdaderas. Pero contradecirse en las afirmaciones no pertenece más que a los hombres totalmente privados de inteligencia" (1). O también: "Es necesario saber ver el equilibrio entre las dos partes de la antinomia" (2).
No nos sorprende el hecho de que el pensamiento teológico sea antinómico. Pero el principio de la teología monástica fue siempre el siguiente: no afirmar con la boca a no ser lo que antes se ha experimentado con la vida. De lo cual se sigue que si los monjes dicen cosas diversas significa que también sus vidas son diversas. Pero si la vida de los monjes era diversa, nos preguntamos: ¿dónde y cómo ha desaparecido el antiguo ideal de una vida que es monotropos, unida, unificada y que sigue, según la interpretación evagriana, al mismo nombre de monje, de monos, uno? (3).
Ante un mundo lleno de multiplicidad, de contradicciones, de divisiones, la vida monástica debe, según la visión evagriana, ofrecer no sólo una visión de paz sino también de una perfecta unidad, garantía de la mente unificada en sí misma o una con Dios uno.
Pero los monjes bizantinos ¿fueron en verdad así? Sus discusiones y sus luchas ocurridas, en el período del esicasmo en el monte Athos, parecen turbar profundamente aquel antiguo ideal. Los monjes no llegaban, al menos así parece, a ponerse de acuerdo ni siquiera sobre la cuestión fundamental: cómo concebir la auténtica vida monástica.
Hago previamente esta espiritual cuestión al tema que propongo: desarrollar la dialéctica de dos formas de vida del monaquismo bizantino: la perfecta vida común en el cenobio y, a la par, la tendencia esicasta que florece en el aislamiento. Como el tema viene ya propuesto desde el punto de vista histórico, yo me centro sobre el aspecto que podría llamarse "ideal", para sopesar mejor los motivos que hubo de una y otra parte, para descubrir, si es posible, dónde se encuentra el justo equilibrio de la antinomia.
La oposición de las dos tendencias se delinea claramente. Por una parte está la llamada reforma estudita, inspira en un "fiel retorno a los Padres"; ella inaugura, en efecto, un nuevo y grandioso período del monaquismo bizantino.
Después de la victoria sobre los iconoclastas, como notan algunos (4), la ciudad de Constantinopla parecía un gran monasterio con sus numerosos conventos, influyentes y bien organizados. Los monjes misioneros llevaron esta concepción de vida también a los países eslavos y a donde se extendía el influjo de Bizancio.
Las reglas estuditas fueron copiadas e imitadas. Hay diferencias de un lugar a otro, sin embargo el espíritu fundamental es igual: la perfecta vida cenobítica parece ser una segura garantía del genuino espíritu monástico. Los rusos declaraban abiertamente que la introducción de la regla estudita en las colonias y en los eremos significa pasar a lo mejor, al modo de vivir más perfecto (5).
¿Quién de los antiguos Padres osaría decirlo de una manera tan ingenua? Casiano, que trata las ventajas y desventajas de las dos vidas, cenobítica y eremítica, concluye que ambas son "parciales". La circunstancia que Casiano conserve en el texto latino el término griego meriké, insinúa que ésta fue una opinión muy marcada por las grandes autoridades de Egipto (6).
No debe sorprendernos que también en el reino de Bizancio debiera nacer pronto una fuerte oposición contra la prepotencia del espíritu de los estuditas, comenzando por el gran místico Simeón el Nuevo Teólogo y culminando en el esicasmo del Monte Athos. Se sabe que en Rusia ambas tendencias llegan a un conflicto al comienzo del siglo XVI (7). La historia del monaquismo bizantino es, bajo este aspecto, más equilibrada, con oscilaciones y compromisos entre las dos posturas antinómicas. Pero propiamente por este motivo es muy instructiva y conserva su actualidad respecto a los problemas de hoy.
Hay entonces dos tendencias opuestas entre sí. Por una parte se afirma: el monje, para ser monje, debe vivir en la vida comunitaria junto con los otros (la opinión establecida por el Código Latino hace poco tiempo). La otra parte afirma con insistencia: monje viene de monos, sólo. La vida común sirve como una útil preparación, una escuela de educación para los principiantes, pero la perfección no se alcanza sino en la soledad.
Ambas tendencias justifican su postura con argumentos, con razones espirituales y humanas. Busquemos ahora presentar un elenco de ambas en forma de oposiciones, expresadas como títulos antinómicos.
I. EL RETORNO A LOS PADRES O MÁS BIEN A LA VOZ DE LA PROPIA CONCIENCIA
Es casi el primer principio de la reforma estudita: el "retorno a los Padres", que quiere decir a los escritos de los Padres. Su lectura es semejante a la de la misma Escritura. Basta escuchar lo que Teodoro Estudita dice de Basilio: "Quien se deja guiar por él, es guiado por el Espíritu Santo y quien no confía en él, no cree en Cristo que ha hablado a través de su boca" (8). Esta estima por la tradición da a la vida del monasterio una unidad histórica: él descubre, por así decir, su identidad a través de los siglos.
Cuando se pinta un ícono, en primer lugar se trazan las líneas tradicionales del cuadro y sólo en ellas, luego, el pintor desarrolla su arte personal. Las reglas monásticas son consideradas de manera semejante. Los santos personajes sobresalen de estas reglas, como un icono tradicional de un cierto tipo de santidad monástica.
La tradición es considerada sagrada y comienza a tener un peso cada vez más determinante en cualquier controversia. La fórmula: "así enseñaban los Padres" se vuelve casi mágica. La vida monástica de los Padres no sólo está garantizada por una larga experiencia sino que también está inspirada por el Espíritu Santo. Pero no estamos seguros cuando se trata de hombres recientes. Un tradicionalista convencido, José de Volokolamsk, reformador monástico en Rusia con el espíritu de los estuditas, lo afirma candidamente: "El hombre de hoy se ha vuelto tan débil en la fe, que no es más digno de ser iluminado por el Espíritu Santo" (9).
Para confirmar esta sentencia toma, a través de Juan Crisóstomo (10), la expresión clásica de déuteros ploûs, la segunda navegación: "la primera se hace con velas, o sea con el Espíritu Santo, la otra con los remos, o sea con las escrituras sagradas" (11) es decir con los escritos espirituales.
Que esta actitud tiene muchas ventajas, está fuera de toda duda. Dio nacimiento al medioevo bizantino. Pero pronto, desde el inicio, se notan también enormes desventajas. Como el arte iconográfico que, en un cierto período, se degenera en su oficio, así en la vida según las "santas reglas" aparecen hombres que dejan de creer en la posibilidad de una verdadera santidad personal que es irrepetible.
Bajo este aspecto, la experiencia de Simeón el Nuevo Teólogo fue característica (12). El joven veinteañero, de hermoso aspecto, con modales elegantes, comienza a leer los libros santos. ¿De qué tipo? No las reglas monásticas, ni las instrucciones ascéticas, sino las biografías de los santos. Son las personas "vivas" las que le interesan, no las enseñanzas abstractas. Los otros lo desaniman diciendo que tales santos no existen ahora. ¿Y él?. "No puedo creerlo.. Entonces diré: ¡Señor ten piedad! ¿Acaso el diablo se ha hecho más fuerte que Dios nuestro maestro por el hecho de haber atraído a todo el mundo a su lado, de tal modo que no quede ninguno del lado de Dios?" (13).
Simeón empieza a buscar no un monasterio sino un hombre. Finalmente lo encuentra en la persona de Simeón Estudita. ¡Qué cosa no haría para estar a su lado!" Al fin entra en el monasterio de los Estuditas sin ignorar el orden rígido que allí dominaba. Pero el orden no lo convirtió, fue, al contrario, la causa por la cual fue echado fuera, novicio demasiado irregular en las prácticas comunes. Pero él ya tenía su formación espiritual. Su maestro le dio para leer a Marcos el Eremita: Sobre la ley espiritual (14). El joven queda impresionado por una sentencia (15); "si quieres curarte, permanece atento a tu conciencia, haz todo lo que ella te dice y encontrarás gran provecho".
Estamos entonces frente a dos actitudes diversas de la pedagogía espiritual que duda siempre entre las dos posiciones opuestas del dilema: partir de la ley de Dios para formar la conciencia o, al contrario, partir de la voz de la conciencia y aceptar las leyes eternas según los reclamos del corazón. Simeón, el Nuevo Teólogo elige decididamente el segundo camino.
¡Escuchar la propia conciencia, aceptarla como guía principal en la vida monástica! Este programa aparece tanto más fascinante cuanto el estudismo se hace más legalista a tal punto que la conciencia personal es dejada de lado.
El problema, en espiritualidad, es antiguo. En la interpretación de Orígenes la ley escrita es un don de Dios para purificar, curar nuestra conciencia personal, como el pozo de Jacob que los Filisteos han contaminado con arena (16). Las Escrituras, para Basilio, son una "farmacia" donde se encuentran los medicamentos para curar el corazón (17).
Así se hablaba en tiempos de los Padres. Pero José de Volokolamsk no cree en la curación de la conciencia. El pensamiento propio equivale al pecado, puesto que tenemos tal abundancia de bellas leyes -como arena del mar- escritas por el Espíritu Santo (18).
No nos asombramos, entonces, que el "retorno a los Padres" interpretado de este modo, debiese suscitar la reacción opuesta que podía, por otra parte, recordar también ella ciertas sentencias de los Padres, como aquella de S. Antonio: "¿Qué es primero, la mente o los libros?. Quien tiene una mente sana, no tiene necesidad de libros" (19).
2. EUTAXIA O IDIORRITMIA
Otro elemento de antinomia puede ser formulado en los siguientes términos: la eutaxia, belleza del orden, y la idiorritmia, la espontaneidad del ritmo personal de vida.
De hecho son dos rasgos característicos del espíritu griego desde el mismo comienzo de la civilización: el amor a la libertad personal y a la vez la admiración por el orden. Los hebreos, se suele decir (20), encuentran a Dios reflexionando sobre su historia; los griegos, en cambio, mirando el mundo. Lo que encantaba tanto en el cosmos era el orden perfecto, como el de una gran ciudad (megálé polis), habitación común de Dios y de los hombres (21).
Después del hebreo Filón, los Padres de la Iglesia se dieron cuenta que una idolatría del orden conduce al ateísmo velado bajo la bella forma de un "dios cósmico", que no es otro que el Dios – fatum, la necesidad de las leyes físicas (22). Se esforzaban por defender la paternidad de Dios más allá de las leyes cósmicas. Pero no se atrevieron nunca a proponer el problema como un dilema: o Dios personal o el orden del cosmos; como aparece en los filósofos y en el determinismo científico moderno. Para los Padres griegos, al contrario, el orden perfecto es la prueba de que Dios Padre muestra en el cosmos su poder (23).
¿No se podría quizás considerar como expresión artística de esta mentalidad la iglesia de Santa Sofía en Constantinopla? Quien la ha visto una vez, escribe Bulgakov (24), queda impresionado para siempre de lo que allí se le revela: el mundo en Dios y Dios en el mundo. Esta basílica es, a los ojos de Bulgakov, un "canto del cisne", resumen de lo que la Iglesia de siete Concilios dio a la Iglesia Universal. En fin, también el hombre bizantino debe sentirse a sus anchas ubicado bajo la cúpula, en medio de la armonía de las líneas y de las luces. También los rusos, cuando vieron este templo en plena acción litúrgica y en el tiempo de su máximo esplendor, confesaron, como afirma el relato de la conversión de San Vladimir: "No sabemos si estamos aún sobre la tierra o ya en el cielo" (25).
En este mundo ordenado, también la convivencia humana, las relaciones entre las personas deben ser ordenadas y justamente proporcionadas.
El emperador Constantino VII Porfirogénito, en su introducción a la obra sobre las ceremonias de la corte, ve en estas ceremonias un reflejo del orden cósmico: "Que el poder imperial pueda, ejercitado con orden y con medida (rythmo kai taxei) reproducir el movimiento armonioso que el Creador dio al universo entero; entonces (el Imperio) aparecerá ante nuestros súbditos más majestuoso y, al mismo tiempo, más agradable y admirable" (26). Esto que era un ideal demasiado elevado para la corte del imperio, debía realizarse en un monasterio. Cuántas veces leemos en las reglas de Basilio la exhortación de que todo sea hecho eusjrmónos kai kata taxin, según la justa forma y siguiendo el orden (27).
Sin embargo, no sólo el reciente pensador N. Berdiaev (28) sino también los antiguos Padres descubrieron que en esta bella concepción (artística) de la vida se esconde un gran peligro. El hombre, individuo, un pequeño mundo, un microcosmos, está formado según el gran mundo, el macrocosmos. "En el cosmos los acontecimientos de nuestra vida siguen el movimiento de las estrellas", decían los astrólogos fatalistas. A ellos responde Gregorio de Nissa: ¡Sería indigno! El hombre, imagen de Dios, es incomparablemente superior a todos los movimientos del cosmos (29). Por eso los cristianos se sienten liberados de la esclavitud del orden cósmico. ¿Pero deben quizás caer en la esclavitud del orden comunitario de una sociedad estatal o también del monasterio?
Un convento bien ordenado tiene un ritmo bello. Pero el alma humana tiene también ella su propio ritmo. ¿Y debería someterse al de los otros destruyendo su espontaneidad? Sabemos que todos los grandes artistas son "desordenados". La inspiración no soporta el cronómetro. ¿Lo deben soportar los inspirados de Dios, los grandes santos? Algunos, como hemos visto en Basilio y en Teodoro Estudita, lo soportaban porque lo habían elegido y lo admiraban. Pero, digámoslo sinceramente, también porque ellos mismos habían creado este orden con su inspiración. Los otros, en cambio, fueron metidos dentro, y puede darse que con toda la buena voluntad no logren adaptarse al ritmo común.
El idios rythmos fue proscripto como un vicio también por Juan Clímico (30), aunque él mismo sabía cuán difícil es, a veces, rezar junto con los otros, dado que el ritmo de la recitación es diferente para cada persona (31).
Pero el monje no reza sólo durante el oficio en el coro. Toda su vida debe ser una plegaria continua (32). ¿Porqué no abandonarse al ritmo propio?, o sea, como dice con horror José de Volokolamsk a propósito de ciertos monjes, que se preguntaban "si no sería mejor vivir donde no existan ni leyes ni reglamentos, donde no se impone ni deber, ni fardo, ni prohibición... donde cada uno pueda vivir independiente y libre, según su comodidad y su elección" (33). El autor ruso imploró a sus monjes que no hablaran así, pero fue demasiado tarde. En su época la idiorritmia ya estaba aprobada como un modo legítimo de vivir: y no quedó relegado sólo a los eremos, sino que invade también a los grandes conventos para desintegrarlos (34).
En vano las autoridades eclesiásticas buscaban frenar este proceso. Lo cual significa que también la otra parte tenía sus buenas razones para transformar la idiorritmia de vicio en una virtud.
3- EL COMBATE EXTERIOR, O MÁS BIEN EL COMBATE INTERIOR
Buscar la paz no es privilegio de los esicastas. La desean todos los hombres de buena voluntad: ella es presentada como el don mesiánico, en la Biblia (Is. 9, 6), y debe permanecer, por lo tanto, como programa para todos los monjes. Sin embargo, el antiguo adagio si vis pacem, para bellum! ("¡Si quieres la paz, prepara la guerra!"), paradojalmente también se verifica en la vida monástica. La paz viene luego de muchas luchas (35). Esto vale tanto para los cenobitas como para los solitarios. Pero el tipo de lucha, como nota Evagrio, es diferente. Los que viven en comunidad deben combatir contra sus hermanos negligentes. Pero esta lucha no es tan pesada como se podría creer; dura es la guerra que debe hacer el solitario directamente contra los demonios "desnudos" (36). En el primer caso el campo de esta batalla es el monasterio, en el segundo es la misma alma con sus inclinaciones y sus pensamientos.
Tener un monasterio donde se vive pacíficamente, donde un hermano ayuda al otro a servir a Dios, ¿quién no lo desearía? Juan Clímaco compara la buena comunidad a los caballos que corren juntos y cada uno busca adelantarse al otro. Así debieran hacer los hermanos en el crecimiento de la virtud (37). Pero, en cualquier lugar se infiltran los negligentes. ¿Cómo corregirlos? Si son incorregibles Basilio aconseja echarlos del convento sin piedad para que ese poco de mal fermento no eche a perder toda la masa (38).
El medio menos drástico es la corrección fraterna y paterna, considerada como un gran servicio de la caridad. Si el caballo debe ser apaleado cuando se sale del camino, tanto más el hermano respecto al camino del Señor, escribe José Volokolamsk (39). Y él sabía que este principio, en los monasterios rusos, no se realizaba sólo metafóricamente. San Teodosio de Pecersk, cuando decide introducir la regla de los estuditas, pasaba (después de la oración vespertina) con el bastón por los corredores, y en la penumbra sucedían cosas ra- ras (40). Pero era necesario hacer de todo para introducir o restablecer la paz monástica, garantía de fervor y de progreso espiritual.
No puede sorprender el que algunos no se sintieran suficientemente preparados para hacer esta guerra santa, especialmente cuando los ánimos estaban agitados por las disensiones teológicas, como, por ejemplo, con las controversias en torno a Gregorio Palamas (controversias palamíticas). Se retiraron, entonces, a la soledad. Pero allí encontraron otra guerra: tes kardías, la guerra del pensamiento. Por una equivocación curiosa, el editor Cotelier imprimió: tes porneias, de la impureza (41). ¡Como si las tentaciones del solitario fueran tan sólo ésas! Toda especie de pensamientos malos asalta al eremita, día y noche. El campo de batalla es su corazón. Delante de su puerta debe colocar un ángel con la espada de fuego (42), es decir la continua atención, prosoché (que es la madre de la oración, proseuché), o sea la phylaké, la custodia, la nepsis, sobriedad (43). Sabemos bien que los esicastas se mostraron los mejores maestros de la psicología religiosa, y la Filocalia es el mejor manual para alcanzar la paz interior.
Si la lucha del corazón es más dura, también el resultado es más duradero. El corazón pacificado se convierte en una fuente en la cual se refleja el cielo. Entonces, en este momento, tocamos el punto central de la paz monástica. Ella no puede ser un fin en sí mismo; el silencio sagrado no sirve para descansar, sino para escuchar. Nadie duda de que el silencio pertenece a la vida monástica, como ya mucho antes este "modo de vivir pitagórico" pertenecía a la vida filosófica y a todo ejercicio de la actividad del espíritu. Por eso por todas partes se encuentran sus elogios (44). Y es a causa de estos elogios que hemos olvidado que en sí mismo es un término más bien peyorativo. Reducir a alguno al silencio es privarlo de su dignidad humana, porque el hombre, por naturaleza, es esencialmente logikós, lo que para Gregorio Nazianceno significa "dotado de palabra", capaz de diálogo (45).
Por este motivo el silencio, en su sentido positivo, no puede ser un medio para privarse de toda comunicación, sino, al contrario, debe servir para identificarla. Lo que interesaba a los monjes en primer lugar era el diálogo con Dios. Este diálogo podía ser perturbado por los diálogos con los hombres. Por eso la exigencia de la vida común en el monasterio es un silencio tal que no se pronuncie, según la regla de Basilio, ninguna "palabra vana", tal que no sirva a la pie-dad (46). Es un silencio exterior que debe colaborar de tal manera que la oración no sea un monólogo, un discurso hecho a Dios, sino un verdadero diálogo, que consiste tanto en el hablar como en el escuchar.
La oración común está organizada de tal manera que el monje pronuncie la oración y a la vez escucha la palabra de Dios que, en el tiempo libre, penetra aún más profundamente en el corazón.
Por esto tanta importancia tiene en los cenobios la Lectio divina (47). Ella encuentra allí un ambiente propicio, sagrado.
Pero Dios habla también de otros modos y, en cierto sentido, el lugar primero lo debe tener la palabra interior, la inspiración divina en el corazón. Para sentirla no es suficiente el silencio exterior, sino que necesita ejercitarse en el silencio interior, el cual, como suelen subrayarlo los esicastas, conduce a los estados místicos, siendo la "oración del silencio" el supremo grado de la oración (48).
En este punto tocamos, evidentemente, ciertos elementos de la vida espiritual que valen para todos, sean cenobitas o eremitas. La diferencia consiste en la mayor o menor atención sobre uno u otro aspecto. Los esicastas estaban convencidos, y no sin razón, de que el hombre no aprende de veras a distinguir los pensamientos y a ser dueño de su corazón si no es en la soledad. En la comunidad está demasiado distraído por las cosas exteriores, aunque reine un gran silencio. El cenobita tiene ante sus ojos a los otros y olvida fácilmente lo que sucede en su propio corazón. Combate con sus superiores, con sus hermanos, y no con el diablo.
¿Qué responden los cenobitas a estas objeciones? Admiten el ideal y admiran a quienes lo alcanzan. Sin embargo relatan gustosos los hechos dolorosos respecto de monjes que han enloquecido en la soledad y que bajo el pretexto de combatir a los diablos se dejaban seducir por sus propias fantasías tomándolas como inspiraciones divinas. El Patericón de Pecersk está lleno de estos relatos sobre monjes seducidos por el diablo en la soledad y curados gracias al retorno a la vida común con los otros hermanos (49).
4- LA ORACIÓN – EL TRABAJO
¿La oración sola o también el trabajo? Así podemos formular el problema que desde antiguo preocupaba a los monjes.
¡Ora et labora! Las palabras de S. Benito se repiten hasta hoy. Pero no nos damos cuenta que ellas son fruto de una larga discusión y parecen ser una especie de componenda, y esto en una cuestión muy importante como es el fin de la vida monástica. Según la legislación de Justiniano (50), ella no tiene otro objetivo que la contemplación. Los monjes tomaban literalmente la exhortación de S. Pablo: "Orad sin interrupción" (I Tes. 5, 17). Pero ellos rechazaron también la herejía de los mesalianos, para los cuales el trabajo sólo conviene a los laicos, sucesores de Marta que se fatigaba para el Señor, mientras que los monjes prefieren seguir a María en la contemplación a los pies de Jesús (Luc. 10, 42) (51).
Los monjes ortodoxos no rechazaron el trabajo en el desierto. El trabajo monástico es un tema interesante para estudiarlo, como demuestra un libro de A. Quacquarelli (52).
Sin embargo no era siempre igual el motivo que los empujaba a esta actividad.
Ciertamente, como para Antonio y otros solitarios, el trabajo no era más que un desahogo, un medio útil para no enloquecerse por el esfuerzo continuo de la oración (53). Por eso el trabajo es querido sólo según este criterio: en cuanto no molesta a la oración explícita.
La solución teorética de este problema, como leemos en Orígenes, Afrate, Agustín, Benito (54) es más ponderada, deja el camino abierto hacia otra dirección. En estos textos clásicos se lee que el trabajo, sabiamente alternado con la oración, como tal en sí mismo ya vale como oración (55).
Se trataba de ver cómo, en la práctica, el trabajo fuese una verdadera oración, porque sólo así se podía satisfacer el mandamiento del apóstol: "Orad sin descanso" (1 Tes. 5, 17).
Pero Basilio tuvo el coraje de dar vuelta el problema, propuesto en estos términos. ¿El hombre fue creado sólo para rezar?. Seremos juzgados por nuestras obras: No sólo los laicos, sino también el monje debe "abundar en las obras de Dios" (56). Basilio no llama opus Dei sólo a la recitación de los salmos, como sucede en la terminología benedictina, sino a todo trabajo hecho con buena disposición, diáthesis agathé (57). Los monjes basilianos no trabajan tan sólo dentro de la clausura. El mismo Basilio no olvidó que era médico, y utilizó su arte durante las calamidades públicas (58).
Si los monjes basilianos trabajaban, de los estuditas se puede decir que trabajaban muchísimo; la polyergia es una nota característica de su fundador (59). Además fue un óptimo organizador. No es de maravillarse que los monasterios tuvieran un buen rendimiento incluso desde el punto de vista económico, podían construir iglesias magníficas, bibliotecas, mantener escuelas, orfanatos, asilos para ancianos, etc.
Pero parece que a veces trabajaban también cuando no había una necesidad en particular. El biógrafo de S. Atanasio Atonita se excusa que su héroe, al comienzo, "trabajaba poco". ¡Era un hombre! Más tarde remedió ese defecto plantando viñas (60). No hablemos de San Máximo Causocalivita, quien adoptó la hermosa costumbre de construir una campana y luego fundirla. Sin embargo es justamente él quien tiene esas magníficas visiones descriptas en la Filocalia (61). Pero todo esto pone en peligro el ideal de la vida monástica. El trabajo organizado y provechoso para los otros implica preocupaciones. Pero no hay peor enemigo de la oración, de la unión con Dios, que los merimnai, las preocupaciones materiales (62). Según la bella definición de Juan Clímaco, la verdadera oración está olvidada de las cosas inútiles y de las útiles" (63).
Los esicastas, aunque no sean mesalianos, no favorecen demasiado el trabajo, especialmente lo que llamamos actividad apostólica. La dejan gustosamente a los obispos y sacerdotes. Ellos son laicos que tienen derecho a la vida privada. Toman el consejo de Casiano: Monachus fugiat mulieres et episcopos ("que el monje huya de las mujeres y de los obispos") (64), porque tanto las mujeres como los obispos, bajo aspectos distintos, hacen participar al monje de sus preocupaciones.
Pero el solitario ¿está verdaderamente libre de toda preocupación terrena por el solo hecho de que no trabaja? En las Colaciones de Casiano el abad Juan discute este problema y busca optar por las ventajas de la vida cenobítica o de la vida eremítica, en este tema. Es verdad que en la vida común hay diversas preocupaciones, pero también en la vida eremítica hay una peor que todas las otras: la preocupación por el día de mañana, el ocuparse de qué se comerá (65).
La solución del problema, encontrado por los esicastas del Monte Athos es ideal. Viviendo en los llamados hesycasteria dependientes del monasterio se tiene una doble ventaja. Por una parte se sigue el ritmo solitario, se cultiva la amerimnia. Por otra parte la dependencia del monasterio quita también la preocupación por el alimento. Una situación que parece ideal.
5- ACCIÓN SOCIAL O LA CARIDAD PURAMENTE ESPIRITUAL
Esta antinomia se refiere al modo de cómo practicar la caridad. La caridad supone el compartir. Pero ¿a qué nivel estamos obligados a realizarlo? ¿A nivel puramente espiritual, en el Espíritu, o se exige una comunión concreta, social, visible? Se sabe que el famoso capítulo 7º de las Reglas mayores de S. Basilio contiene un ataque despiadado contra los eremitas respecto a este tema. La vida solitaria no ofrece ocasión para ejercitar la caridad y no puede, por lo tanto, ser considerada como camino válido para el progreso espiritual. Pero ¿Quién entre los eremitas ha pretendido alguna vez negarlo?
Oratio de divina et sancta caritate (66) es el título del último capítulo de la Historia religiosa de Teodoreto de Ciro, quien asegura que todo lo que los ascetas hacen en su soledad no tendría sentido si no fuese motivado por la caridad.
Pero a pesar de esta solemne afirmación, queda alguna duda: el amor de Dios es inseparable del amor al prójimo y este último presupone el compartir. Sabemos cómo justamente el problema de la participación o comunicación entre las personas es de actualidad en la filosofía moderna (67). Pero siempre fue actual. Los monjes estaban de acuerdo con los filósofos modernos al constatar que sería injusto medir el contacto con los otros sólo según las palabras. La verdadera comunicación se establece por medio de todas las esferas conscientes e inconscientes de la personalidad. Los monjes cristianos reconocían como más importante la esfera del Espíritu, el tercer componente del yo divinizado. La comunión, en este caso, se puede efectuar también sin contactos materiales y su medio principal es la oración.
Para poder comprender mejor esta posición recordemos la famosa tricotomía antropológica de los Padres Griegos. El cristiano, hombre espiritual, es definido por San Ireneo (68) como compuesto de tres partes: la carne, el alma y el Espíritu Santo. Siendo social se comunica con los otros. Están aquellos que realizan esta comunicación prevalentemente al nivel de la carne. Pero tal unión vale poco; antes que esa debe preferirse... la unión de los pensamientos. Pero para los cristianos tampoco es esta unión la que se busca. Debemos comunicarnos al nivel del Espíritu. En esta unión consiste el misterio de la Iglesia, y aún más la unidad entre los miembros de una comunidad monástica.
La pregunta concreta se propone en estos términos: la comunión a nivel de la carne y al nivel del alma, o sea todo el conjunto de la vida social, ¿ayuda o disturba a la verdadera unión en el Espíritu?
Bajo este aspecto la actitud de San Arsenio, prototipo de los esicastas, es muy característica. Queriendo salvarse pidió su politeia, es decir su palabra programática, al mismo Dios. Y escuchó el famoso dicho que con sólo tres palabras expresa los grandes me-dios y el fin de la vida esicasta: "Huye, calla, estate tranquilo (hesychadze)" (69).
El toma el consejo con tanto vigor que mereció un llamado de atención de parte de los monjes con quienes se rehusaba del todo a conversar: "Arsenio, ¿no nos amas?". Ante tal reclamo necesitaba justificarse. Entonces el anciano puso a Dios por testigo al declarar que amaba a todos. Pero al mismo tiempo suspiró: No puedo abandonar a Dios y estar con los hombres". Es esta una frase extraña cuando pensamos en la unidad esencial entre el amor de Dios y del prójimo. Por eso Arsenio justifica sus palabras: "Dios sabe que yo os amo, pero no puedo estar a la vez con Dios y con los hombres. Arriba, en lo alto, miles y miríadas (de ángeles) tienen un solo querer, en cambio los hombres tenemos quereres múltiples. Y por eso no puedo dejar a Dios y estar con los hombres" (70). En su modo de afrontar el problema Arsenio tenía ciertamente razón. Toda multiplicidad, y en particular la multiplicidad de los quereres humanos, es contrario al ideal de la vida monástica que debe ser monotropos, toda unificada en sí misma y con Dios.
No podemos imaginar que Basilio ignorase o minimizase el problema. Sería también injusto creer que Teodoro Estudita, tras sus huellas, quisiera fundar la convivencia monacal sobre la base solamente de la armonía del orden externo. En efecto, Basilio proclama que sus hermanos lograrán superar la multiplicidad nociva con una sola condición: que todos los hermanos sean homopsychoi (71), que tengan, según el ejemplo de la Iglesia naciente en Jerusalem "un solo corazón y una sola alma" (Hechos 4, 32).
Tanto Basilio como Teodoro creían firmemente en la posibilidad de realizar una perfecta homopsychia en los monasterios. La misma fe inspiró, más tarde, a Rublev a proponer ante los ojos de los monjes rusos la imagen de la Santísima Trinidad como ejemplo de vida común. Pero bajo este aspecto hay ciertamente muchos que son más pesimistas o más realistas: "Qué hermoso y qué bueno habitar los hermanos en unión" (Ecce quam bonum et quam jucumdum habitare fratres in unum (Sal. 123, 1). ¡Este Salmo es más fácil cantarlo en el coro que vivirlo en la comunidad!. ¿Debemos maravillarnos entonces, que sean muchos los que repiten la experiencia de Arsenio? "No puedo abandonar a Dios y estar con los hombres". El famoso Tace, fuge, quiesce ha sido retomado por todos los esicastas como el principio fundamental de su vida. Pero también ellos debían sentir frecuentemente la objeción contra Arsenio. "¿No nos amas?" Inútil es pretender llegar a la contemplación sin la caridad que es la "puerta de la gnosis" como afirma también "el teólogo del desierto" Evagrio Póntico (72). El amor de Dios es inseparable del amor fraterno, la caridad fraterna supone la comunión. Pero aquí se trata de una cuestión de fondo. La comunicación del alma supera ampliamente la de los cuerpos. Lo sabían los filósofos griegos clásicos que escribieron sobre la amistad (73). Pero los cristianos, como lo hemos indicado, se atreven a continuar el razonamiento, colocándolo sobre un plano más elevado: la comunión del Espíritu Santo es preferible a la que se da en las potencias intelectuales o volitivas. Podríamos decirlo creando un nuevo término griego: no importa tanto su homopsychoi, más bien es necesario ser homopneumatikoi, comulgar y unirse en el Espíritu. Fueron justamente los esicastas quienes daban siempre claros testimonios de esta unión, con los dones de la comunión espiritual, de cardiognosis, visión lejana, pero en especial con el don de la comunión por excelencia: la dirección, la paternidad espiritual (74).
6- LA VIDA LITÚRGICA O EL MÉTODO FÍSICO DE LOS ESICASTAS
Ciertamente, los solitarios tienen la desventaja de estar privados de ese medio de comunión espiritual que es la liturgia, la cual, más tarde, llegó a ser fuente de tanta inspiración. Digo "más tar-de" porque al inicio los monjes fueron más bien escépticos respecto a las bellas celebraciones. "No se viene al monasterio -escribe San Teodoro Estudita- para escribir o cantar bellas canciones" (75). Pero enseguida las celebraciones litúrgicas alcanzaron su perfección precisamente en los monasterios. La belleza de los ritos, el "cielo en la tierra", eleva el alma (76). Los antiguos monjes temían que los medios de devoción fuesen demasiado corporales. La vida monástica es angélica. Sin embargo, en el fondo, consentían que estos "ángeles viviesen en el cuerpo". No se debe despreciar sino utilizar como instrumento por medio del cual expresar las relaciones del alma con Dios.
El eremita está privado de todo esto. Y, bajo este aspecto, ¿no será, quizás, su modo de vivir un retroceso? ¿un retorno al falso angelismo gnóstico?. Desde este punto de vista no tenemos duda. La vida eremítica no favorece las funciones litúrgicas. Pero un cierto "lenguaje del cuerpo" debía encontrarse también en los solitarios. Practicaban muchas metanie, inclinaciones y postraciones, señales de la cruz.
Pero esto no es su mérito. Estas prácticas eran aprendidas en el monasterio. Ellos, tan sólo, han hecho un descubrimiento. En la vida común se distinguen ciertos gestos litúrgicos de los gestos profanos. Los gestos sagrados son tales porque significan la elevación de la mente a Dios como, por ejemplo, las manos alzadas o los ojos vueltos hacia el cielo. Pero estos gestos litúrgicos están limitados por el ritmo de la vida. Los solitarios tenían la libertad de hacer muchas metanie, pero también esto debía tener una medida. Entonces descubrieron otra cosa: ¿porqué no dar un significado sagrado a esos "gestos" que son inseparables del ritmo de la vida, como por ejemplo la respiración y el latido del corazón?
No queremos tratar aquí las cuestiones que se refieren el así llamado "método físico" de los esicastas (77). Me parece justo en esta ocasión subrayar este aspecto que normalmente viene olvidado: el lenguaje del cuerpo en la oración solitaria, una especie de liturgia secreta.
Para finalizar debemos intentar alguna conclusión que, ciertamente, no es fácil. Hasta ahora no hemos hecho otra cosa que una larga comparación, un díptico de razones en favor de un estilo de vida o del otro. Paradojalmente, de ambas partes se puede tener razón. Y esta situación, como es de esperar, causó continuas excitaciones, un "oscilar" entre una y otra parte.
Hubo algunos espíritus fuertes que eligieron decididamente una dirección combatiendo la otra. Pero estos fueron normalmente reformadores que buscaban remediar las desviaciones de la parte opuesta. Los sabios monjes "oscilaban" de una parte a otra. Muchos santos comenzaron como esicastas y terminaron fundando un monasterio cenobítico, y también a la inversa.
Estamos tentados de decir que una cuestión tan importante no ha encontrado aún una solución satisfactoria, y es propiamente esta incertidumbre que, con el tiempo, debía debilitar el monaquismo. Pero antes de pronunciar el juicio definitivo, veamos si no se ha encontrado quizás una solución.
En este momento me permito hacer un salto histórico, tomando en consideración el monaquismo ruso. Como he dicho, al inicio del siglo XVI, las dos tendencias llegan a un conflicto. Dos grandes reformadores monásticos: José de Volokolamsk y Nilo Sarski se opusieron. Cada uno reclama para sí las razones que hemos visto. Lo que podemos pedir a la historia es esto: ¿cuál fue el resultado de estas reformas? La respuesta, desde los hechos históricos, es clara: Ambos tuvieron un notable éxito, pero sólo por una generación posterior a la muerte de los reformadores. Luego vino nuevamente la decadencia. La reforma más permanente del monaquismo ruso vino más tarde con el despertar de la dirección espiritual, con la aparición de los staretz, padres espirituales por excelencia (78). Ellos resolvieron la cuestión no en el plano institucional, sino personalmente. Sólo la clarividencia de un padre "diacrítico" puede decidir el momento justo en el cual un hombre tiene necesidad de la comunidad y del apoyo necesario del orden, y cuando, al contrario, son momentos que aconsejan dejarlo solo.
El plano institucional tiene siempre, desgraciadamente, graves dificultades para poder realizar esta elasticidad de posturas: o se hace profesión de vida común o se es un eremita. El derecho las considera dos vocaciones diversas. Sin embargo la solución bizantina de monasterios cenobitas con la posibilidad de esicastas en dependencia del mismo monasterio es quizás un experimento más que interesante en el que podrían pensar también los canonistas, suponiendo, sin embargo, siempre la dirección espiritual.
Así podremos decir que no sólo un buen teólogo, sino también un buen canonista, unas veces dice algo y otras lo contrario, pero no se contradice, como no se contradice la vida en su ritmo espiritual.