SCALA CLAUSTRALIUM
TRATADO SOBRE EL MODO DE ORAR A PARTIR DE LA PALABRA DE DIOS
CARTA
DE GUIGON II, cartujo,
a su amigo Gervasio, sobre la vida contemplativa (*)
El hermano
Guigón a su querido hermano Gervasio: gózate en el Señor.
Me siento como obligado a amarte, porque tú empezaste a amarme antes; y me
siento
impulsado a escribirte, porque con tus cartas me invitaste a escribir primero.
Por eso me he
propuesto transmitirte alguna cosas que había ido pensando acerca del ejercicio
espiritual
de los monjes, para que tú, que al experimentarlas las has aprendido mejor que
yo al
tratarlas, seas juez y corrector de mis pensamientos. Y con razón te ofrezco a
ti el primero
estas primicias de mi trabajo, para que recojas tú los primeros frutos de la
nueva planta,
porque en tu frágil soledad, arrancándola con loable hurto de la servidumbre
del faraón, la
colocaste en un ordenado ejército armado, injertando sabiamente en el olivo el
ramo de
olivo silvestre cortado con arte.
I. Descripción de los cuatro peldaños de la escalera espiritual
Cuando cierto
día, ocupado en un trabajo manual, había empezado a pensar en la
actividad espiritual del hombre, se presentaron repentinamente a mi consideración
los
cuatro peldaños espirituales, a saber, la lectura, la meditación, la oración
y la
contemplación. Esta es la escalera de los monjes (Scala Claustralium) por la
que se elevan
de la tierra al cielo, compuesta en realidad de pocos peldaños, pero de inmensa
e increíble
magnitud. Su parte inferior se apoya en la tierra, mientras que la superior
penetra las nubes
y escruta los secretos del cielo. Estos peldaños se distinguen tanto por sus
nombres y su
número como por su orden y su función. Si uno examina diligentemente sus
propiedades y
funciones, el efecto que produzca cada uno en nosotros, cómo se diferencian y
en qué
relación jerárquica están entre ellos, entonces considerará breve y ligero
el trabajo y la
aplicación que se les haya dedicado, frente a la gran utilidad y dulzura que
aportan.
En efecto, la lectura (lectio) es la inspección cuidadosa de las Escrituras con
entrega de
espíritu. La meditación (meditatio) es la concentrada operación de la mente
que investiga
con la ayuda de la propia razón el conocimiento de la verdad oculta. La oración
(oratio) es
la fervorosa inclinación del corazón a Dios con el fin de evitarle males y
alcanzar bienes. La
contemplación (contemplatio) es la elevación de la mente mantenida en Dios,
que degusta
las alegrías de la eterna dulzura.
II. Descripción de las funciones de los cuatro peldaños
LECTIO/MEDITATIO:
Habiendo, pues, descrito los cuatro peldaños nos queda por ver
ahora sus funciones. La lectura busca la dulzura de la vida feliz, la meditación
la halla, la
oración la pide, la contemplación la experimenta. Porque el mismo Dios dice:
Buscad y
hallaréis, llamad y se os abrirá (Mt 7, 7).
Buscad leyendo y hallaréis meditando, llamad orando y se os abrirá
contemplando. La
lectura pone en la boca pedazos, la oración le extrae el sabor, la contemplación
es la misma
dulzura que alegra y recrea. La lectura se queda en la corteza, la meditación
penetra en el
pulpa, la oración en la petición llena de deseo, la contemplación en el goce
de la dulzura
adquirida. Para que esto pueda verse con mayor claridad proponemos un ejemplo
entre
muchos. En la lectura escucho esto: Bienaventurados los limpios de corazón,
porque ellos
verán a Dios (Mt 5, 8).
He aquí una palabra breve, pero suave y llena de múltiples resonancias,
ofrecida como
un racimo de uva para alimento del alma. Ante ella el alma después de haberla
examinado
diligentemente, dice para sí: aquí puede haber algo bueno, volveré a entrar
en mi corazón e
intentaré si me es posible comprender y encontrar esta pureza. Esta es, en
efecto, algo
precioso y deseable, alabada por tantos pasajes de la Escritura, a quien la
posee se le
llama dichoso y se le promete la visión de Dios, esto es, la vida eterna.
Deseando, por
tanto, que se le explique esto más plenamente, empieza a masticar y a triturar
esta uva
poniéndola, como si dijéramos, en el lagar, después estimula su razón para
indagar en qué
consista y cómo pueda adquirirse esta pureza tan preciosa y deseable.
III. Función de la meditación
Ahora se pasa a la atenta meditación, que no se queda fuera, no
permanece en la
superficie, sino que da un paso más, penetra en el interior, escruta todo en
detalle.
Considera atentamente que no se dice: Bienaventurados los limpios de cuerpo,
sino de
corazón, porque no basta tener las manos limpias de malas acciones, si nuestra
mente no
está limpia de pensamientos impuros. Y esto lo confirma la autoridad del
profeta que dice:
¿Quién subirá al monte del Señor? o ¿Quién habitará en su templo santo?
El que tiene
manos inocentesy puro corazón (Salm 23, 3-4).
Considera aun cuánto desease ese mismo profeta la pureza de corazón pues
orando
decía:
Crea en mí, oh Dios, un corazón puro (Salm 50, 12), y también: Si hubiera
visto
iniquidad en mi corazón, el Señor no me hubiera escuchado (Salm 65, 18).
Piensa cuán solicito era el bienaventurado Job en la custodia de su corazón
cuando
decía:
He hecho con mis ojos el pacto de no mirar a doncella alguna (Job 31, 1).
Mira qué violencia no se hacía este hombre santo que cerraba sus ojos para no
mirar
vanidad que tal vez, después de vista por imprudencia, pudiera
involuntariamente desear.
Después de haber considerado estas y otras cosas semejantes acerca de la pureza
del
corazón, la meditación empieza a pensar en el premio, o sea cuán glorioso y
deleitable sea
ver el rostro deseado del Señor, el más hermoso de entre los hijos de los
hombres, no ya
rechazado y despreciado, ni con la apariencia de la cual le revistió su madre
la Sinagoga,
sino con la estola de la inmortalidad y coronado con la diadema con la cual le
coronó su
Padre el día de la resurrección y de la gloria, día que hizo el Señor.
Piensa que en aquella
visión se tendrá aquella saciedad de la que dice el profeta: Me saciaré
cuando aparezca tu
gloria (Salm 16, 15).
¿Ves cuánto jugo brotó de un racimo de uva tan pequeño, cuánto fuego salió
de esta
chispa, cuánto se haya dilatado, bajo el yunque de la meditación, esta exigua
masa de
Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios (Mt 5, 8)?
¿Pero
cuánto más se podría dilatar aún si se aplicara a ello uno más experto?
Pues intuyo que el
pozo es profundo, mas yo todavía soy un aprendiz sin experiencia y con
dificultad he podido
recoger estas pocas cosas.
Inflamada el alma por estas ascuas, estimulada por estos deseos, roto el
alabastro
empieza a presentir la suavidad del perfume, aún no por el gusto, sino como si
dijéramos
por el olfato y por él capta cuán dulce pueda ser tener experiencia de esta
pureza, de la que
ya por su meditación advierte llena de placer. ¿Pero qué puede hacer? Se
quema por el
deseo de poseerla, pero no encuentra en sí el modo de tenerla y cuanto más
busca, más
sed tiene. Mientras se entrega a la meditación conoce también el dolor, porque
tiene sed de
la dulzura que la meditación le muestra deba darse en la pureza de corazón,
pero no se la
da a gustar. Pues el sentir esta dulzura no es del que lee o medita, a no ser
que se le
conceda de lo alto. En efecto, leer y meditar es común tanto a los buenos como
a los malos.
Y los mismos filósofos paganos, por su razón, hallaron en qué consiste la
esencia del
verdadero bien. Mas, puesto que habiendo conocido a Dios no le dieron gloria
como a Dios
(Rm 1,21), y fiándose presuntuosamente de sus fuerzas decían: La lengua es
nuestro
fuerte, nuestros labios por nosotros, ¿quién va a ser nuestro amo? (Salm 11,
5), no
merecieron recibir lo que pudieron ver. Se perdieron en la vanidad de sus
pensamientos
(Rm 1, 21), y toda su sabiduría fue inutilizada (Salm 106, 27), sabiduría que
les venía del
estudio de disciplinas humanas, no el espíritu de sabiduría, único que da la
verdadera
sabiduría, es decir, el conocimiento sabroso que alegra y recrea con un gusto
inestimable al
alma en la que se da. De esta sabiduría se dijo: La sabiduría no entrará en
un espíritu
malvado (Sb 1, 1).
Pues ella solamente procede de Dios. En efecto, el Señor ha concedido a muchos
la
tarea de bautizar, pero el poder y la autoridad de perdonar los pecados en el
Bautismo se
los ha reservado únicamente para él. Por eso Juan dijo bien de él
distinguiendo: El es
quien bautiza (Jn 1, 33).
Así lo mismo podemos decir de él: El es el que da sabor a la sabiduría y la
hace gustosa
al alma. La palabra se ofrece ciertamente a muchos, pero la sabiduría (del Espíritu)
a
pocos. Dios la distribuye a quien quiere y como quiere.
IV. Función de la oración
ORATIO/CONTEMPLATIO:
Viendo, pues, el alma que no puede alcanzar por sí sola esa
dulzura deseada por el conocimiento y la experiencia, y que cuanto más se eleva
ella tanto
más lejano está Dios (Salm 63, 7-8), entonces se humilla y se refugia en la
oración
diciendo: Señor, que no te dejas ver más que por los limpios de corazón,
leyendo he
investigado, meditando he buscado cómo pueda adquirirse la verdadera pureza del
corazón, para poderte conocer, gracias a ella, al menos un poco. Buscaba tu
rostro Señor,
tu rostro buscaba (Salm 26, 8). Largamente he meditado en mi corazón y en mi
meditación
se ha encendido un fuego y un deseo mayor de conocerte (Salm 38, 4). Cuando
rompes
para mi el pan de la Sagrada Escritura, en la fracción del pan hay gran
conocimiento (Lc 24,
30-31) y cuanto más te conozco, más deseo conocerte, no ya en la corteza de la
letra, sino
en el sentido de la experiencia. Y esto no te lo pido, Señor, por mis méritos,
sino por tu
misericordia. Pues confieso que soy indigna y pecadora, pero también los
perritos comen
migas que caen de la mesa de sus señores (Mt 15, 27). Dame, Señor, una prenda
de la
herencia futura, una gota al menos de la lluvia celeste con la que pueda aliviar
mi sed,
porque me abraso de amor.
V. Función de la contemplación
Con estos y
otros encendidos pensamientos el alma inflama su deseo y muestra así su
efecto. Con estos encantos llama a su esposo. Los ojos del Señor están sobre
los justos y
sus oídos están atentos a las oraciones (Sam 33, 16), hasta tal punto que no
espera
siquiera a que la oración haya terminado sino que, interviniendo en el curso
mismo de ella,
se apresura a entrar en el alma que lo busca con deseo, se apresura a
encontrarse con
ella, bañado por el rocío de la dulzura celeste y el perfume de ungüentos
preciosos. Recrea
así al alma fatigada, sostiene a la que está sedienta, nutre a la que tiene
hambre, le hace
olvidar todas las cosas de la tierra, la vivifica haciendo admirablemente que se
olvide de sí
y embriagándola la hace sobria. Y así como en algunos actos carnales la
concupiscencia
de la carne vence al alma hasta el punto que pierde el uso de la razón y el
hombre resulta
casi completamente carnal, también en esta contemplación superior, por el
contrario, los
movimientos de la carne son superados y absorbidos por el alma hasta tal punto
que la
carne no contradice en nada al espíritu y el hombre resulta casi completamente
espiritual.
VI.
Signos de la venida del Espíritu Santo al alma
Pero, Señor,
¿cómo sabremos cuándo haces esto y cuál es la señal de tu llegada?,
¿acaso no son los suspiros y las lágrimas los testigos y los mensajeros de
esta consolación
y alegría? Si es así, se trata de una señal nueva e inusitada. ¿Pues qué
relación existe
entre la consolación y los suspiros?, ¿entre la alegría y las lágrimas?, si
es que se les
puede llamar a eso lágrimas y no más bien abundancia desbordante del rocío
interior y
como ablución del hombre exterior. Así como en el bautismo de los niños se
representa y se
indica con una ablución externa una purificación interna del hombre, así aquí,
por el
contrario, la purificación interior precede a la ablución exterior. ¡Felices
lágrimas, por las
que se lavan las manchas interiores, por las que se extinguen los incendios de
los pecados!
Bienaventurados los que así lloráis porque reiréis (Mt 5, 5). Reconoce, alma
mía, en estas
lágrimas a tu esposo, abraza al que deseas. Embriágate ahora de un torrente de
placer,
sáciate de esa ubre de consolación como de leche y miel. Los gemidos y las lágrimas
son
los pequeños regalos, estupendos y reconfortantes, que te ha dado tu esposo. En
esta
lágrimas te pone delante una bebida sobreabundante. Estas lágrimas son tu pan
día y
noche, pan, sí, que reafirma el corazón del hombre, más dulces que el panal
de miel. Señor
Jesús: si tan dulces son estas lágrimas suscitadas por el recuerdo y el deseo
de ti, ¡cuánto
más dulce no será el gozo que se tendrá en la plena visión de ti! Si es tan
dulce llorar por ti,
¡cuán dulce será gozar de ti! Pero ¿por qué proferimos en público estos
secretos
coloquios?, ¿por qué tratamos de expresar, con palabras comunes, sentimientos
indecibles
e inenarrables? Los que no han gustado (inexperti) tales cosas no pueden
entender, a
menos que las lean expresamente en el libro de la experiencia amaestrados por la
misma
unción (divina). Si no, la letra exterior no sirve de nada al lector. Poco
sabor tiene la lectura
de la letra externa a no ser que tome la explicación y el sentido interno de su
corazón.
VII.
Cómo la gracia se esconde
¡Oh, alma!,
hemos prolongado mucho la conversación. Buena cosa sería quedarnos
aquí, contemplando con Pedro y Juan la gloria del esposo, y permanecer largo
tiempo con
él, y plantar, si él quisiera, no ya dos ni tres tiendas (Mt 17, 1-4), sino
una en la que
estuviéramos juntos y juntos gozáramos. Pero ya está diciendo el esposo: Déjame
que ya
viene la aurora, ya has recibido la luz de la gracia y la visita que deseabas.
Habiendo dado,
pues, su bendición, herido el nervio femoral, y cambiado el nombre de Jacob en
Israel (Gn
32, 25-31) el esposo tan largamente deseado se aleja por un poco, desapareciendo
rápidamente. Se oculta tanto en lo que se refiere a la visión de la que hemos
hablado como
a la dulzura de la contemplación, pero permanece presente como guía.
VIII. Cómo la ocultación temporal de la gracia coopera a nuestro bien
AUSENCIA:
Pero no temas, esposa, no desesperes, no te consideres
despreciada, si por un poco el esposo te oculta su rostro. Todo esto contribuye
a tu bien, y
de su venida y de su alejamiento sacas ventaja. Viene a ti, y también se
retira. Viene para
consolarte, se retira por prudencia, para que la magnitud de la consolación no
te
ensoberbezca, no sea que al estar siempre junto a ti el esposo, empieces a
despreciar a las
compañeras y atribuyas esta continua visita no ya a la gracia sino a la
naturaleza. Pues el
esposo concede esta gracia a quien quiere y cuando quiere, no se la posee por
derecho
hereditario. Un proverbio popular dice que la excesiva familiaridad engendra el
desprecio.
Se aleja, pues, para que, al ser demasiado asiduo, no sea despreciado, y para
que al estar
ausente sea más deseado, deseado más ávidamente buscado, buscado por largo
tiempo
sea finalmente con más gozo hallado. Además si nunca faltara esta consolación
(la cual es
enigmática y parcial, en relación con la futura gloria que se revelará en
nosotros) tal vez
creeríamos que tenemos aquí una ciudad permanente y buscaríamos menos la
futura. Por
tanto, para que no consideremos el exilio como patria, la prenda como el premio
último, el
esposo viene y a veces se va, unas trayendo consolación, otras cambiando todo
nuestro
lecho en enfermedad. Por un poco nos permite gustar lo suave que es, y antes de
que lo
podamos experimentar hasta el fondo, desaparece. Y así, revoloteando como con
alas
desplegadas sobre nosotros, nos estimula a volar, como si dijera: Ya habéis
gustado por un
poco lo dulce y suave que soy, pero si queréis ser saciados hasta el fondo por
esta dulzura
mía, corred tras de mí al olor de mis perfumes teniendo elevado el corazón
allí donde yo
estoy a la diestra de Dios Padre. Allí me veréis, no como en un espejo,
confusamente, sino
cara a cara y vuestro corazón gozará plenamente, y vuestra alegría nadie os
la podrá
quitar.
IX. Con cuanta prudencia deba comportarse el alma después de la visita de la gracia del Señor
Pero ten
cuidado, esposa. Cuando se ausenta el esposo no se va lejos, y aunque tú no
le ves, él sin embargo te ve siempre. Está lleno de ojos, por delante y por
detrás. Nunca
puedes estarle escondido. Tiene también en torno a sí como mensajeros espíritus
atentísimos y sagaces para ver cómo te comportas en la ausencia del esposo, y
para
acusarte ante él si hubieren hallado en ti signos de lascivia y de ligereza.
Este esposo es el
típico celoso. Si por casualidad recibieras a otro amante, si trataras de
agradar más a otros,
inmediatamente se apartaría de ti y se uniría a otras jóvenes. Este esposo es
delicado,
noble y rico, bello de aspecto, más que ningún otro entre los hijos de los
hombres y por lo
tanto no quiere tener más que una bella esposa. Si viera en ti una mancha o una
arruga,
inmediatamente apartaría de ti los ojos. Pues no puede soportar ninguna
impureza. Sé,
pues, casta, llena de pudor y humilde, de modo que merezcas ser visitada a
menudo por tu
esposo.
Temo haber hablado demasiado sobre el tema, pero a ello me impulsó la materia fértil
y
al mismo tiempo dulce, que no mi propia iniciativa. Ignoro cómo he sido atraído
por su
dulzura a pesar mío.
X. Recapitulación de lo dicho
Así, para que se vean mejor juntos todos los puntos que se han tratado de
manera
difusa, recogeremos recapitulando todo lo que se ha dicho anteriormente. Como ya
se ha
hecho notar en los anteriores ejemplos, se puede ver cómo los mencionados peldaños
(de
la escalera espiritual) se relacionan entre sí, precediéndose uno a otro tanto
en el orden
temporal como en el causal. Primeramente, como fundamento está la lectura, que
ofrecida
la materia, te aboca a la meditación. La meditación investiga con más
diligencia lo que hay
que desear, y como excavando, halla el tesoro y lo muestra. Pero como por sí
misma no
puede alcanzarlo, nos envía a la oración. La oración elevándose con todas
sus fuerzas
hasta el Señor, implora el tesoro que desea, la suavidad de la contemplación.
Cuando ésta
acontece, recompensa todo el trabajo de las tres anteriores, embriagando al alma
sedienta
con el rocío de la dulzura celestial. La lectura es un ejercicio exterior, la
meditación una
comprensión interior, la oración es un deseo, la contemplación la superación
de todo
sentido. El primer peldaño es del que empieza (incipientes), el segundo del que
avanza
(proficientes), el tercero de los entregados (devotos), el cuarto de los felices
(beatos).
XI. La lectura no aprovecha nada sin la meditación, ni la meditación sin la oración
Mas estos
peldaños están de tal forma concatenados entre sí y se prestan un servicio
recíproco, de tal manera que los primeros sin los siguientes sirven de poco o
nada, y los
subsiguientes sin los precedentes no se pueden alcanzar nunca o raramente. En
efecto,
¿de qué sirve ocupar el tiempo en la lectura continuada (lectio continua),
tener siempre en
la mano vidas y escritos de santos, si no es también para extraer el jugo rumiándolos
y
masticándolos, e ingiriéndolos los mandamos hasta lo más íntimo del corazón,
de modo que
a su luz consideremos diligentemente nuestra vida y tratemos de realizar
aquellas mismas
obras de las cuales nos gusta oir hablar? Pero ¿cómo reflexionaremos en estas
cosas, o
estaremos atentos a no traspasar, meditando cosas vanas e inútiles, los límites
fijados por
los santos padres, si no somos antes instruidos sobre esto por la lectura o bien
por la
escucha. Pues la escucha pertenece de algún modo a la lectura. Por eso solemos
decir que
hemos leído no sólo aquellos libros que hemos leído por nosotros mismos, sino
también
aquellos que hemos escuchado de maestros. Del mismo modo, ¿qué aprovecha al
hombre
el ver por la meditación lo que tiene que hacer, a menos que, por la ayuda de
la oración y
de la gracia de Dios, esté en grado de realizarlo? Pues ciertamente todo buen
regalo, todo
don perfecto viene de arriba, del Padre de las luces (Sant 1, 17), sin el cual
nada podemos
hacer, sino que él mismo hace todo en nosotros, si bien no sin nosotros. Pues
somos
cooperadores de Dios, como dice el Apóstol (I Co 3, 9). Ciertamente Dios quiere
que le
ayudemos, y que, a él que viene y llama a la puerta, le abramos lo profundo de
nuestra
voluntad y le demos nuestro consentimiento. Este consentimiento exigía de la
Samaritana
cuando decía: Llama a tu marido. Como si dijera: Te quiero infundir la gracia,
tú aplica tu
libre albedrío. Requería de ello la oración cuando decía: Si conocieras el
don de Dios y
quién es el que te dice dame de beber, tal vez tú le pedirías a él agua
viva.
Habiendo oído esto, instruida la mujer como por la lectura, meditó en su corazón
que
tener este agua podía ser bueno y útil para ella. Encendida, pues, por el
deseo de tenerla,
se volvió a la oración diciendo: Señor, dame de este agua para que no tenga
ya más sed,
ni tenga que venir aquí a sacarla (Jn 4, 6.10.15).
He aquí como la escucha de la Palabra de Dios y la subsecuente meditación de
la misma
la incitaron a la oración. Y ¿cómo, pues, hubiera sido solícita en pedir si
antes no le hubiera
encendido la meditación? O ¿de qué le hubiera valido la meditación
precedente, si, lo que
le mostraba como apetecible, no lo hubiera impetrado la oración posterior? Por
lo tanto para
que la meditación sea provechosa es necesario que siga una oración fervorosa,
cuyo efecto
sería la dulzura de la contemplación.
XII. Concatenación recíproca de los cuatro peldaños antedichos
De todo esto
podemos colegir que la lectura sin la meditación es árida; la meditación sin
la lectura, errónea; la oración sin la meditación, tibia; la meditación sin
la oración,
infructuosa; la oración hecha con fervor permite alcanzar la contemplación; la
consecución
de la contemplación sin la oración es más bien rara o milagrosa. Dios, cuyo
poder no tiene
límites y cuya misericordia está sobre todas sus obras, algunas veces suscita
de las piedras
hijos de Abraham, cuando obliga a consentir en su voluntad a corazones duros y
que
oponen resistencia, y así, como suele decir el vulgo, arrastra al buey por los
cuernos, como
pródigo, cuando no llamado se introduce. Lo cual, aun cuando leemos que sucedió
alguna
vez a alguien, como a S. Pablo y a algunos otros, sin embargo no por ello
debemos
nosotros pretender las cosas divinas, como atentando a Dios, sino que debemos
hacer lo
que a nosostros nos corresponde, a saber, leer y meditar la ley de Dios,
suplicar que sea él
mismo el que venga en ayuda de nuestra debilidad y vea nuestra imperfección, lo
cual él
mismo nos enseña a hacerlo cuando dice: Pedid y recibiréis, buscad y hallaréis,
llamad y
se os abrirá (Mt 7, 7).
Pues ahora el reino de los cielos padece violencia, y los violentos lo arrebatan
(Id. I I,
12). Por las distinciones señaladas se pueden percibir las propiedades de los
antedichos
peldaños, cómo se relacionan entre sí y qué efecto produzcan cada uno sobre
nosotros.
Feliz el hombre cuya alma, libre de las otras preocupaciones, desea siempre
estar
tratando de ascender por estos cuatro peldaños, y, vendidos todos los bienes,
compra el
campo aquél en que está escondido el tesoro que desea, a saber, poder
dedicarse y ver lo
suave que es el Señor. Ejercitado en el primer peldaño, circunspecto en el
segundo,
ferviente en el tercero, elevado sobre sí mismo en el cuarto, asciende de
virtud en virtud por
estas subidas, que ha dispuesto en su corazón, hasta ver al Dios de los dioses
en Sión.
Feliz aquél a quien se le concede permanecer, aunque sea por poco tiempo, en
este
peldaño más elevado y que puede decir con verdad: «He aquí que siento la
gracia de Dios,
he aquí que contemplo en el monte, con Pedro y Juan, su gloria; he aquí que
con Jacob me
deleito de los abrazos de Raquel». Pero tenga cuidado éste, para que después
de
semejante contemplación por la fe elevado hasta los cielos, no caiga en los
abismos con
caída imprevista, ni se vuelva, después de la visión de Dios, a mundanidades
lascivas y a
los atractivos de la carne. Pero cuando la debilidad y la fragilidad del espíritu
humano no
pueda soportar por más largo tiempo el resplandor de la verdadera luz,
descienda ligera y
ordenadamente a alguno de los tres peldaños por los que ascendió. Deténgase
alternativamente ya en uno, ya en otro peldaño, según el movimiento del libre
albedrío,
según el lugar y el tiempo, tanto más cercano ya a Dios cuanto más alejado
del primer
peldaño. Pero ¡ay!, ¡frágil y miserable condición humana! Con la ayuda de
la razón y los
testimonios de las Escrituras veremos claramente que la perfección de la vida
humana se
contiene en estos cuatro peldaños y que el hombre espiritual debe ejercitarse
en ellos. Pero
¿quién es el que camina por este sendero de vida?, ¿quién es y lo
alabaremos? El quererlo
es de muchos, el lograrlo de pocos.
XIII. Las cuatro causas que nos apartan de estos cuatro peldaños
Mas son
cuatro las causas que nos apartan las más de las veces de estos peldaños, a
saber: una necesidad inevitable, la utilidad de una buena acción, la debilidad
humana, la
vanidad del mundo. La primera es inexcusable, la segunda tolerable, la tercera
miserable, la
cuarta culpable. Pues a aquellos, a quienes esta última causa les aparta de su
santo
propósito, mejor les fuera no conocer la gloria de Dios, que después de
conocida
retroceder. En efecto ¿qué excusa de pecado tendrá éste? El Señor le podrá
decir
justamente:
«¿Qué pude
hacer por ti que no hice? (Is 5, 4). No existías y te creé, pecaste,
haciéndote esclavo del diablo, y te redimí. Corrías con los impíos en el
circuito del mundo
y te elegí. Te concedí gracia en mi presencia y quise hacer en ti mi morada,
pero tú me
despreciaste y no sólo has rechazado mis palabras sino a mí mismo y has
caminado tras
tus concupiscencias».
Pero, Dios
bueno, suave y manso, tierno amigo y prudente consejero, fuerte ayuda, ¡qué
inhumano, qué temerario es el que te rechaza, el que aleja de su corazón a un
huésped tan
humilde y tan manso!, ¡qué sustitución tan infeliz y dañosa, rechazar al
propio creador y
acoger pensamientos torpes y malos!, ¡entregar tan pronto aquella secreta
morada del
Espíritu Santo, el secreto del corazón, hasta poco antes vuelto a las alegrías
celestes, para
ser conculcado por pensamientos inmundos y pecados! Todavía están calientes en
el
corazón los vestigios del esposo, ¿Y ya se entrometen deseos adulterinos? Es
inconveniente e indecoroso que oídos que poco antes oyeron palabras que no es lícito
al
hombre referir, se inclinen tan rápidamente a escuchar fábulas y detracciones;
que ojos,
que poco antes habían sido bautizados por lágrimas santas se vuelvan de
repente a mirar
vanidades; que la lengua que apenas había terminado de cantar dulces
epitalamios, que
había reconciliado a la esposa con el esposo mediante encendidas y persuasivas
palabras,
y la había introducido en la cantina de vinos escogidos, de nuevo se vuelva a
vanas
conversaciones, a ligerezas, a maquinar engaños y a chismorrear. ¡Aleja de
nosotros todo
esto, Señor! Pero si tal vez por humana flaqueza cayéramos en semejantes
cosas, no nos
desesperemos por ello, sino recurramos de nuevo al Médico lleno de clemencia,
que
levanta del polvo al desvalido, hace surgir de la basura al pobre (Salm 112, 7),
y que no
quiere la muerte del pecador. De nuevo él nos curará y nos sanará.
Ya es tiempo de poner fin a esta carta. Supliquemos, pues a Dios que mitigue hoy
los
obstáculos que nos apartan de su contemplación y que en el futuro los haga
desaparecer
de nosotros. Que nos conduzca por diversos peldaños, de virtud en virtud, hasta
que
veamos a Dios en Sión. Allí los elegidos no gustarán la dulzura de la divina
contemplación
de modo intermitente, como gota a gota, sino que llenos por un torrente de
placer
incesante, poseerán un gozo que nadie les podrá arrebatar, y una paz sin
mutación, paz en
él mismo.
Tú, pues, Gervasio, hermano mío, si alguna vez se te concede ascender a la
cima de
estos peldaños, acuérdate de mí, y reza por mí cuando te haya ido bien, para
que así se
corran los velos, y el que oiga diga: ¡Ven!
.................................................
(*)Texto original latino: Scala Claustralium, Migne, P.L., 184, 475-484. Guigón
II, uno de los primeros cartujos, fue Prior de la Cartuja hacia el 1174. Más
tarde dimitió de su cargo para morir en el 1188.