EL SHADDAI

meditación navideña

 

P. Fr. Alberto García Vieyra O.P.

 

Meditemos en el gran Adviento de la Humanidad. Adviento significa lo que vendrá, lo por venir. Aquel Adviento viene anunciado con toda la fuerza de la omnipotencia divina, por ese motivo nuestra meditación gira alrededor de El Shaddai, el Omnipotente.

Son muchos los nombre divinos: El, Elohim, Yavé, Adonai; no nos ocuparemos de cada uno de ellos. El Shaddai nos llamó la atención por ser el nombre con el cual Dios se designa al concretar la alianza con Abraham, como veremos enseguida.

El Shaddai es el Pantocrator de los LXX, el Omnipotente de la Vulgata; es el nombre de Yavé para los Patriarcas hebreos:

"Plural enfático de sad (poderoso), derivado de sadad (obrar con fuerza, desvastador) cf. Is. 13, 6" (Dic. Bíblico, Spadafora, Dios).

Nos preguntamos si existe algún motivo personal por el cual Dios quiere manifestar a Abraham el atributo de su omnipotencia. La pregunta se justifica por tratarse del Génesis, el libro de los Orígenes, el primer Libro inspirado que no debe explicarse solamente por la filología o la historia oriental, sino por la Teología.

Leemos en Exodo VI, 3:

"Yo me mostré a Abraham, a Isaac y a Jacob como El Shaddai; pero no les manifesté mi nombre de Yavé".

En el relato del Génesis, el autor inspirado pone a Yavé hablando con Abraham; así hasta que el mismo Yavé, Dios, manifiesta a Abraham su omnipotencia; es el mismo Yavé quien revela su omnipotencia:

"Cuando Abraham tenía noventa y nueve años apareció Yavé y le dijo: Yo soy El Shaddai, anda en mi presencia y sé perfecto; yo haré contigo una alianza, y te multiplicaré grandemente. Cayó Abraham cayó rostro a tierra, y siguió diciéndole Yavé: en cuanto a mí, he aquí mi pacto contigo: serás padre de una muchedumbre de pueblos. Te acrecentaré muy mucho, y te haré pueblos y saldrán de ti reyes" (XVII, 1-6);

Y prosiguen en el texto las promesas divinas de unión entre Dios y los hombres, fundados en la fe y en la obediencia de Abraham.

Nos hemos preguntado el motivo por el cual Dios quiere manifestar toda la fuerza de su poder ante Abraham su elegido. Era el momento culminante en que ratifica Yavé Dios, su alianza; entonces muestra de algún modo su poder, su omnipotencia, que debe fortalecer la fe del Patriarca.

Abraham está rostro en tierra, como deslumbrado por una grandiosa experiencia.

Estamos ante una gran experiencia mística; mística significa en este caso escondida, secreta, y provocada por la Divinidad en el corazón del Patriarca. ¿Quién osará penetrar en tales misterios? Quizás solamente en la claridad de la visión serán patentes esos misterios para los hombres.

En el texto tenemos lo que leemos siempre sin llamarnos la atención. Primero, que Yavé el Dios Invisible, se hace presente, y le dice: "anda en mi presencia; sé perfecto". Por la palabra de Dios, Abraham es perfecto; es vuelto capaz de eludir el dominio, entonces habitual, del demonio sobre el hombre. San Juan de la Cruz dirá que es palabra sustancial de Dios que hace lo que significa.

Ante un Abraham atónito y confuso, con el peso del inmenso misterio que corría por su alma, Yavé Sabaot se muestra en un nuevo aspecto, el atributo de su omnipotencia; era como decir: "no temas; Yo soy el que todo lo puede. Puedo sustraerte a ti y a las generaciones humanas del poder de Satanás, según mis propios designios. Obediente y fiel a mi palabra, serás padre de una inmensa muchedumbre de pueblos". Es como si el Señor dijera: "pido al hombre la fe en mi palabra; mi palabra estará contigo y con los hombres; solamente pido la fe en el Verbo, que dejará su mensaje entre las generaciones humanas".

Hemos tenido la audacia de glosar las palabras del Señor. Es el momento en que Yavé muestra su poder, y ese poder es manifiesto para Abraham.

¿Podremos medir la hondura de aquella experiencia verdaderamente mística en el alma del Patriarca? La Escritura nos dice que Dios sacó el mundo de la nada. El hombre no tiene una experiencia de la nada. El Dios que manifiesta su poder a Abraham, en circunstancias tan solemnes, ¿no le habrá manifestado el origen de las creaturas desde el fondo del no-ser? ¿no le habrá hecho presente su poder para crear y restaurar lo perdido por el pecado? Para mostrar su omnipotencia, Yavé tuvo que hacerle presente al Patriarca todo su poder sobre los elementos del mundo, sobre los poderes de los reyes y príncipes del mundo, todo su poder sobre las creaturas inmateriales, los ángeles del cielo y los ángeles caídos en el infierno: su poder absoluto sobre todas las jerarquías creadas. La manifestación de la omnipotencia sería según el modo de las cosas divinas, vale decir: perfecta.

 

Los Exégetas

Sobre el significado de El Shaddai podemos agregar otros textos que confirman lo ya expuesto:

"Il Dio omnipotente, ebraico El Shaddai. Questo nome significa Dio che basta a se stesso". (1)

Gerhard von Rad encuentra que este nombre no ha sido explicado satisfactoriamente (2). Traducimos íntegra la Nota del P. De Vaux OP:

"Antiguo nombre de la época patriarcal (en Gen. 28, 3; 35, 11; 48, 3) .... Es raro este nombre fuera del Pentateuco, y fuera del libro de Job. La traducción Dios Todopoderoso se inspira en el uso, por otra parte inconstante, de la Vulgata, y en algunos pasajes de los LXX". Después continúa: "Esto no está justificado. El sentido es discutible; probablemente significa Dios de la montaña. Es un nombre que los antepasados habrían llevado de su estadía en Haram, al pie de las montañas del Asia Menor, y que justificaría la asociación de Yavé con el monte Sinaí" (3).

García Cordero también relaciona el nombre en cuestión con la montaña (4).

Agreguemos la interpretación de Martin Buber: "Lo que es Shaddai ya no podemos sino conjeturarlo por la palabra misma, y por las relaciones que en ella figura en la historia de los patriarcas; pero es evidente que este nombre significa la divinidad como potencia, y precisamente al parecer... lo que vuelve fecunda la familia humana" (5).

Quedamos con El Shaddai, el Omnipotente, que expresa la idea de fuerza, de poder, que se hace patente ante Abraham en aquellos momentos decisivos.

En cuanto al Dios de la montaña, podemos explicarlo pensando en aquellas tribus de las primeras edades del mundo: ¿Cómo expresar el poder del Señor si no es comparándolo con la majestad de las altas montañas? Evidentemente por las creaturas expresaban los atributos del Creador. Por otra parte, no es inverosímil que en el momento de concretar la alianza, Yavé presentara ante Abraham el atributo de su poder, de su omnipotencia.

El Omnipotente es realmente un nombre divino, y la omnipotencia un atributo divino, ya manifiesto en la época patriarcal, anterior a Moisés. En el contexto aparece revelado por el mismo Dios a Abraham, al referirse a la alianza que concretaría con el patriarca.

En segundo lugar, ¿cómo podría el autor inspirado presentar a Yavé, en el momento de la alianza, con un nombre mitológico, el dios de la montaña?. Quedamos con que el Señor Dios quiere mostrar a Abraham el atributo de su omnipotencia.

Podemos enumerar otros lugares paralelos: En Génesis 28, 3 Isaac bendice a su hijo Jacob con la bendición de Abraham, la de la alianza: la bendición del Dios Omnipotente "que te hará crecer y te multiplicará, y te hará muchedumbre de pueblos, y te dará la bendición de Abraham.. etc." Son las mismas palabras de la Alianza.

En Gen. 35, 11: "Yo soy el Dios Omnipotente, se prolífico y multiplícate". Es la aparición en Betel. En Gen. 49, 25 José recibe la bendición del Omnipotente:

"El Shaddai te bendecirá con bendiciones del cielo arriba, bendiciones del abismo abajo, bendiciones del seno y de la matriz" etc. (Esto merecería una explicación especial, por su similitud con Isaías 7, 14).

En síntesis el nombre divino de El Shaddai (otros escriben Saday) es significativo del poder, de la omnipotencia divina. En el cántico de Moisés, Dios es un fuerte guerrero y su nombre Omnipotente (Ex. 15, 3). Por el poder de Dios Moisés celebra la liberación de su pueblo, y la derrota del poder de los egipcios. Abraham recibe el llamado, y quien lo llama es Dios Omnipotente. No es solamente la plenitud del ser divino, el océano inmenso del Ser siempre presente, actuante y creador que encierra el nombre de Yavé, sino el poder, la potencia para obrar sobre todas las creaturas, visibles e invisibles, en lo alto de los cielos y en las profundidades del abismo; eso debía ser manifiesto para Abraham al concretarse el pacto de la Alianza.

Por algún motivo excepcional debía aparecer ante el jeque arameo, un poder por encima de aquel propio de reyes y poderosos del mundo; un poder para abatir la idolatría y falsos cultos arraigados entonces entre los hombres; un poder divino que sólo exigía la fe y obediencia de los suyos. Abraham cree en Dios Creador y Señor del universo; pero es posible que, siendo un hombre, no abarcara todo el ámbito de ese poder infinito. El Shaddai quiere estimularlo y confirmarlo en su fe.

Los estudiosos se hacen eco de la fe de Abraham; la fe que es una fuerza que le arrastra a entregarse a la voluntad de Dios. La obediencia a la fe lleva implícita la certidumbre de las promesas divinas. No dejan de hacerse eco del elogio de San Pablo a la fe de Abraham.

"Por la fe -dice San Pablo- Abraham al ser llamado, obedeció y salió hacia la tierra que había de recibir en herencia, pero sin saber a dónde iba. Por la fe moró en la tierra de sus promesas como en tierra extraña, habitando en tiendas lo mismo que Isaac y Jacob, coherederos de la misma promesa" (Heb. XI, 8-9).

Sobre la fe de Abraham los testimonios son numerosos; que creyó en las promesas divinas, también es indudable; que a Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas, y que la descendencia es Cristo, nos lo dice San Pablo (Gal. 3, 16). Pero ¿no hubo algo más? es lo que queremos averiguar.

 

El Padre de las Naciones

Dice el Eclesiástico: "Abraham fue padre de multitud de naciones, y no hay semejante a él en la gloria; que guardó la ley del Altísimo, y mediante un pacto vino a unirse con El" (44, 20).

La paternidad de Abraham está unida a la promesa de salvación del género humano; promesa con todo lo implicado en el estado de muerte, y la fuerza de la promesa misma.

Abraham, segundo milenio antes de Cristo es originario de Ur de los caldeos. Ur era una ciudad muy importante en la baja Caldea fundada en milenios anteriores por los sumerios. Ur de los caldeos es la actual Mugheir en la baja mesopotamia, en el gran codo del río Eufrates (6). Dentro de lo que la Biblia y los historiadores pueden decirnos, Abraham era de la familia de Teraj (o Tare). En Ur murió Harram, hijo de Teraj; éste con su familia se trasladó a otro lugar que lleva el nombre de Aram.

La familia de Teraj era idólatra; tenía el culto al dios Lunar (7). Sin embargo no podemos afirmar que cada uno de los miembros del clan familiar fuera idólatra; quizás muchos conservarían el monoteísmo, el culto al Señor creador del cielo y de la tierra. Uno de ellos sería Abraham.

En aquellos milenios de Dios, y por obra de la misma Providencia, estaría fresco el recuerdo del diluvio (-algún exegeta identifica a Melquisedec con Sem, el hijo de Noé). La tradición oral conservaría el relato del Paraíso, la creación del Hombre, su caída en el pecado, y la promesa de salvación. Tradición conservada aquí, deformada allí, olvidada por muchos, pero mantenida en una cierta medida a través de las edades, hasta llegar a los documentos escritos.

Al contemplar el mundo que le rodeaba, Abraham vería que las promesas del Paraíso se iban deteriorando, y en camino de desaparecer. El mundo que le rodeaba imaginaba dioses fáciles, cosas visibles y creadas, lejos del Señor Creador del cielo y la tierra.

Podemos imaginarnos un poco la angustia de Abraham al contemplar la idolatría de los hombres de su tiempo, los adoradores de la luna, sin cuidarse ni mucho ni poco de aquella promesa del verdadero Dios y Señor; promesa hecha al demonio, vencedor un instante, para el futuro:

"Este (el linaje de la mujer), te aplastará la cabeza" (Gen. 3, 15).

Mientras la marea del mal y del error crecía a su alrededor, mientras veía extenderse el imperio de Satanás, el futuro Padre de las naciones meditaba: Vendrá el Linaje, el hijo por excelencia de mujer, y hundirá en los abismos de Dios el imperio del Demonio.

En medio de la idolatría reinante Abraham repasaría en su mente las antiguas promesas divinas recogidas por la tradición oral. La maldad de los hombres había traído el diluvio como castigo; pero estaba anunciada una reparación más radical del mal entre los hombres, en virtud de aquella promesa del paraíso. Al fin y al cabo el hombre, creatura inferior, había caído engañada por la creatura superior, obstinada en el mal. Abraham, recogido en su interior, meditaría en aquellos grandes misterios, que habían puesto una señal a la historia de los hombres para todos los tiempos.

En el Paraíso tenemos dos hechos fundamentales: la maldición por el pecado o sea la privación penal de los beneficios divinos más relevantes, y la expulsión del mismo paraíso.

Reconozcamos que siempre la misericordia divina estuvo mezclada en las cosas de Dios para con los hombres; pero ahora comienza el gran Adviento, la gran expectativa de la humanidad.

 

La Bendición

"Te bendeciré y engrandeceré tu nombre que será bendición y bendeciré a los que te bendigan y maldeciré a los que te maldigan y serán bendecidas en tí todas las familias de la tierrra" (Gen. 12, 2-3).

La bendición es para nosotros algo consagrado a Dios o al culto divino. En hebreo: beraka, berek tienen el sentido de poder, de fuerza que hace prosperar, de felicidad. La fuente de la bendición es Dios mismo: En el Génesis Dios bendice las creaturas (I, 22), "y los bendijo diciendo: procread y multiplicaos y henchid las aguas del mar, y multiplíquense sobre la tierra las aves". La bendición va seguida de la fecundidad de las especies benditas. También la bendición del hombre va unida a la fecundidad de la especie humana (I, 28).

Aquí la bendición de Abraham tiene un sentido espiritual y de una trascendencia inigualable. Los hombres fecundos en el mal después de la caída de Adán serán fecundos en el bien, por la bendición que recae por la fe de Abraham sobre las familias de la tierra.

La bendición significa algo nuevo introducido por Dios en el alma del Patriarca y en la historia de los hombres. Es para Abraham un llamado a la fe y a la obediencia; llamado divino que crea en el alma gracias de fidelidad y de esperanza en la gran promesa del Paraíso. Es signo de un poder, y así lo vio Abraham, que se manifiesta vigoroso, "contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires" (Ef. VI, 12). Por la fe del santo Patriarca ese poder se iba a transmitir a las generaciones humanas.

"Haré tu descendencia como el polvo de la tierra" (Gen. 13, 16); "Te haré padre de una muchedumbre de pueblos" (Gen.17, 5); "Te daré un hijo a quien bendeciré y engendrará pueblos, y saldrán de él reyes de pueblos" (ib. 17, 16).

La bendición de Abraham se transmite, y quien recibe su bendición se hace acreedor de las promesas mesiánicas. Es Abraham el príncipe de Dios, como le llamaron los cananeos; el primer cruzado revestido con la armadura de Dios para resistir en el día malo (ib. 13). Mirándolo bien el día malo se extendía por todos los tiempos, después del pecado de Adán, y por todas las latitudes a donde llegaban las familias humanas. El llamado al patriarca arameo significa la aurora del día del Señor.

Para destacar la trascendencia de la bendición del Omnipotente, debemos notar que pone los hombres y las generaciones humanas en el ámbito de posibilidades de salvación. Es algo puesto por Dios en el mundo, y que debe perdurar; el hombre accede a él, por la fe de Abraham; una fe henchida por la obediencia a los divinos preceptos; una fe que escucha y que cree, contra toda esperanza.

La fe para el cristiano no tiene un lenguaje dialogal de preguntas y respuestas. Viene cargada con la Palabra de Dios, y requiere la obediencia del hombre. El hombre es urgido a salir de su tierra, de su casa y parentela (Gen. 12, 1), salir de su egoísmo, abandonar su mezquindad, para entrar en la vida plena del amor de Dios sobre todas las cosas del hombre.

En la bendición de Dios a Abraham y la promesa de multiplicarse, hay algo creado por Dios en el Patriarca que le coloca sobre todos los hombres, casi en la categoría de un nuevo Adán. Viene a significar a través de los milenios la voluntad de la Providencia, de sustituir la antigua cabeza del género humano, aquella cabeza pecadora, por una nueva cabeza de bendición. Las promesas hechas a Abraham significan los propósitos divinos de salvar al hombre caído en el pecado. Por ese motivo la bendición y las promesas tienen una indudable dimensión de universalidad.

 

EL SHADDAI decreta la victoria del hombre sobre el demonio.

Es el sentido que vemos en estas perícopas sobre la alianza con Abraham. La mención del Omnipotente en este lugar, el nombre de Dios referido a su poder omnímodo, no es en vano. Abraham debe saber, y tener conciencia explícita del poder infinito de Yavé; no sólo debe conocer su naturaleza de verdadero Dios creador del cielo y de la tierra, sino que frente a la idolatría reinante a su alrededor, debe también saber que Yavé es poderoso para extirpar la idolatría, y cumplir con la promesa hecha en el Paraíso de salvar al mundo por "el Linaje de la mujer", o sea por el hombre mismo, volviéndolo vencedor sobre la muerte y el pecado.

No es posible pensar en las reiteradas promesas hechas a Abraham, sobre la alianza, sobre su descendencia, la mención de la omnipotencia en el texto ya mencionado, sin creer que se tratara de un motivo trascendental: a ese motivo lo vemos en que Dios llama a Abraham para disponer las cosas que van a conducir a la victoria del hombre sobre el poder del demonio.

Retrocedamos hasta el Paraíso. En el Paraíso, según el misterioso protoevangelio (Gen. 3, 15), el demonio provoca la caída del hombre en el pecado, pero escucha también que un día vendrá la revancha: la victoria del hombre sobre el ángel caído. Es el versículo de los más comentados de la Escritura; encierra la victoria inmediata del demonio, la caída del hombre en el pecado original, y la promesa de restauración hecha por el mismo Dios:

"Pondré enemistades entre ti y la mujer, entre tu linaje y el suyo; éste te aplastará la cabeza; y tú le acecharás a él el calcañal" (Gen. 3, 15).

Abraham que ha mantenido el culto al Dios verdadero, conoce sin duda ésta tradición del Paraíso. Debía percibir de alguna manera que el mundo circundante, politeísta, estaba en poder de Satanás; la luz que iluminaba a los profetas contra la idolatría (Is. I, 29; Ex. 14, 6; 20, 31), también iluminaba al Patriarca.

Habían corrido los años y los siglos. Las tribus, las civilizaciones nacientes y conglomerados humanos, caídos en la idolatría, en la superstición, en el crimen, bajo los dominios de Belzebú. Es en estas circunstancias que Dios llama a Abraham para aquella gran empresa de recuperar el hombre para la salvación, para la bienaventuranza. Tal es el sentido de la alianza.

¿En qué medida entendió la alianza Abraham?; aquella promesa tan reiterada, y la fe de Abraham tan profunda, hace pensar en una singular penetración mística del misterio salvador. Aunque el Patriarca no pudiera abarcar la totalidad del misterio: "el misterio de su voluntad" (Ef. 1, 9), sin embargo podía percibir el mal en el mundo como proveniente del demonio; eso lo sabía, aún por tradición oral.

Abraham comprende el llamado a la alianza hecho por Dios como el llamado a restaurar lo roto por el demonio en el paraíso. Yavé Dios prepara la paternidad de Abraham con la revelación de su omnipotencia. El Shaddai quebrantará el poder de Satanás. Abraham prepara los caminos con las armas de la fe.

El mundo angélico no es un mundo imaginario, sin acción, sin relación con el mundo de los hombres. La historia humana tiene vínculos más estrechos de lo que pensamos con el universo angélico, y demasiado estrechos con los ángeles caídos. El universo está bien poblado de ángeles y demonios que ven, que piensan y que quieren, en formas diametralmente opuestas.

En ese universo nos interesa el demonio, por traer al mundo el imperio de la muerte, que recibe sus primeros golpes de la obediencia del patriarca Abraham.

La relación de los ángeles, caídos o no, con el mundo histórico humano, es por su carácter de seres intelectuales y libres. El ángel posee voluntad, y se comunica por la voluntad. Santo Tomás explica la voluntad angélica, por ser la voluntad patrimonio de los seres intelectuales "que conocen la razón universal de bien: como los ángeles con su inteligencia conocen la razón universal de bien, es evidente que en ellos hay voluntad" (S. Th. I, 59, 1). La voluntad supone elección; el ángel elige: no por deliberación inquisitiva, dice Santo Tomás, sino por aceptación repentina de la verdad (S. Th. I, 59, 3, ad 1m). No tiene necesidad de deliberar; elige una verdad; y la verdad elegida es diametralmente opuesta en los ángeles buenos y en los malos.

La caída del ángel se debió a la apetencia del bien sobrenatural como fruto de la propia inmanencia. Santo Tomás lo dice con otras palabras: "Apeteció obtener la bienaventuranza final por su propia virtud, lo cual es propio de Dios" (S. Th. I, 63, 4).

Nosotros algo sabemos de esto, por los desvaríos autonomistas de la voluntad, al no admitir la llamada "regulación heterónoma", el inmanentismo de la razón al negar la objetividad del conocimiento. La aversión a Dios, máxime en la creatura angélica, inmaterial, termina en solipsismo; sin encontrar atractivos en lo material, como el hombre, y habiendo renunciado al Sumo Bien, debe buscar en sí mismo, en la implacable tortura de su propia obstinación.

La voluntad de los demonios está obstinada en el mal (S. Th. I, 64, 2). La obstinación en el mal es de fe contra las tendencias origenistas (Dz. 211). La estabilidad de la voluntad en el mal y su inconvertibilidad al bien, es la muerte en su sentido más propio y fundamental.

El mal en el demonio toma todas las formas que es posible en una creatura inmaterial: la soberbia, dice Santo Tomás, y por vía de consecuencia la envidia (S. Th. I, 63, 2):

"Tras el pecado de soberbia aparece en el ángel prevaricador el mal de la envidia porque se dolió del bien del hombre, y también de la excelencia divina".

Por eso afirma la Sabiduría: "por la envidia del diablo entró el mal en el mundo" (2, 24). El diablo: es aquel que tiene el imperio de la muerte (Heb. 2, 14).

El demonio introduce la experiencia de la muerte en el mundo; vencida la primera resistencia de Adán y Eva, la experiencia demoníaca se propaga por todo el género humano, por vía de tentación: Explorando la interior condición del hombre (S. Th. I, II 4, 2). De aquí que San Pablo nos exhorta: "No es vuestra lucha contra la carne y la sangre sino contra los principados y potestades, contra los dominadores de este mundo tenebroso, contra los espíritus malos de los aires" (Ef. 6, 22).

Los principados y potestades del mundo tenebroso tuvieron entrada entre los hombres. Si bien podemos contar algunos santos personajes en la antigüedad como Job, Melquisedec y algunos otros desconocidos, lo cierto es que entró en el mundo el pecado y la muerte. La primera aparición del crimen, consignada en la Biblia, fue el de Caín. Es el crimen que aparece señalado por la Palabra de Dios, como signo de una humanidad en los lazos de la muerte. La vida humana creada para Dios, pierde su sacralidad; las fuerzas del odio y del amor disputan la vida de los hombres.

La muerte del enemigo, la muerte del vencido, la muerte ritual ante los altares de la idolatría, aparecen en el mundo. Los sacrificios humanos no son una novedad excepcional en el mundo antiguo.

Todo esto significa el imperio del demonio. Los estudiosos nos hacen saber de los sacrificios humanos en el mundo antiguo, en aquellas edades primitivas; el envenenamiento ritual del rey, funcionarios, sacerdotisas y esclavos de la corte. Entregado el hombre a la obediencia del ángel caído, debe obedecer hasta el fin, ofrendando su vida a la soberbia del dominador. Esto no es excepcional sino algo connatural al mundo caído en la idolatría.

Los especialistas en estas materias nos hablan del sacrificio de esclavos, vencidos y otros en aras del odio, la soberbia y el amor del pecado por la muerte. Pero esto no nos puede extrañar cuando lo vemos aún ahora donde el materialismo pone su ley entre los hombres, y deja la huella de Satanás en las comunidades humanas.

Hemos hablado del mundo pagano caído en la idolatría por el poder del demonio; consecuencias del poder adquirido en el paraíso sobre el hombre, a raíz del pecado de Adán. Poder real, aunque en los límites marcados por la misma voluntad del Creador. Con Abraham comienza a quebrarse este poder; el dominador del hombre debe experimentar el dominio y voluntad de la Omnipotencia. El mundo actual es en gran medida un mundo apóstata de la fe; separado, en parte o totalmente de la fe de Abraham. Sin embargo, como enseña San Pablo, la fe de Abraham debe extenderse sobre las naciones en Jesucristo (Gal. 3, 1).

A Abraham y a su descendencia fueron hechas las promesas; a su descendencia que es Cristo (ib. 3, 16).

No lucharemos en otra forma contra el mundo tenebroso.

El hombre entró en contacto con el mundo tenebroso por un amor dislocado y salido de sus cauces naturales. No de otra forma podemos definir aquel amor de Eva que condujo a las tinieblas a la primera pareja humana.

Característico del amor es una cierta simbiosis; el hombre posee el objeto amado y a su vez es poseído por él. El amor crea una posesión objetiva y una obediencia subjetiva, que puede ser de liberación o de condena.

En el caso que nos ocupa, la consecuencia fue la obediencia subjetiva al demonio y la condena a perder el Bien definitivo:

"Cada uno es siervo de aquel que le venció" (II Pe. 2, 19); más explícitamente San Juan: "Quien comete pecado es siervo del pecado" (8, 34). Por el pecado, Adán y Eva abandonan la obediencia del Creador; abandonan el camino de la liberación para tomar el de la condena. El demonio disputa con el hombre, y le induce a lanzarse por su camino, el de la condenación. Dice Santo Tomás:

"Como el diablo venció al hombre induciéndole a pecar, quedó el hombre sometido a la servidumbre del diablo" (S. Th. III, 48, 4).

"Antes se había apartado del servicio de Dios, cayendo bajo la servidumbre del diablo. Esto lo permitió Dios en castigo de la culpa contra El cometida" (ib., ad 2m).

La obediencia debida crea un estado de justicia, de gozo, de liberación; la obediencia indebida crea un estado de injusticia, de penalidad, de servidumbre.

Una creatura no puede violentar la voluntad de otra; el ángel, bueno o malo, no puede violentar la voluntad del hombre, ni de otra creatura espiritual. Así tenemos lo siguiente:

El pecado del primer ángel fue para los otros la causa de pecar, no coactiva sino a modo de exhortación o persuasiva. Un indicio de esto le tenemos en que todos los demonios están sujetos a aquel primer rebelde, como claramente se ve por lo que dice el Señor en San Mateo: "Id malditos al fuego eterno que está preparado para el diablo y para sus ángeles"; y esto porque en el orden de la divina justicia está dispuesto que si alguno conciente en la culpa por sugestión de otro, quede en castigo sujeto a su poder conforme a lo que dice San Pedro: "cada cual es esclavo de quien triunfó sobre él" (cfr. S. Th. I, 63, 1).

La sujeción causada por el pecado, y por el primer pecado, es penal; el hombre quedó desposeído de los dones gratuitos, y víctima del poder persuasivo de la creatura superior condenada ya por su pecado.

Así el hombre entró por su culpa en el mundo tenebroso de los ángeles caídos; se hizo familiar de aquellos; al brindarles su obediencia y amistad, quedó absorbido por aquella poderosa naturaleza intelectual:

"Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo; y la experimentan los que le pertenecen" (Sab. 2, 24).

"Abraham se regocijó pensando ver mi día; lo vió y se alegró" (Juan 8, 56). Los judíos contemporáneos de Jesús se gloriaban con ser descendientes de Abraham. Abraham su padre había recibido, el primero, las promesas del reino. La idea del reino estaba desvirtuada. El reino mesiánico era esperado como un regalo de la Providencia que iba a caer en las manos de los príncipes de Israel. Vana esperanza, en sustitución de la esperanza verdadera.

Pero Abraham vió el día del Señor y se alegró. ¿que vió el Patriarca?

Su mirada se elevaría sobre el mundo de los hombres, para contemplar en el mundo de las creaturas intelectuales, la quiebra estrepitosa del reino del Maligno. Vería quizás al Señor predicando las parábolas del Reino; contemplaría la sabiduría divina en el misterio de la Cruz; contemplaría la gloria de la Resurrección, la entrega de su Reino al Padre. Así el glorioso Linaje de la Mujer cumple la misión encomendada: la victoria del Hombre sobre el demonio.

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NOTAS

(1) P. SALES, Marco, O.P., Il Vecchio testamento Comentato, Tipografía Pontificia, Torino, 1918, p. 126.

(2) VON RAD, Gerhard, El Libro del Génesis, Sígueme, Salamanca, 1977.

(3) La Sainte Bible: La Genèse, París, 1953, p. 86, nota d).

(4) P. GARCÍA CORDERO, Biblia Comentada, BAC, Madrid, 1962, T. I, p. 198.

(5) BUBER, Martín, Moisés, Imán, Bs. As., 1949, p. 81.

(6) cfr. DE VAUX, op. cit., p. 73.

(7) RICCIOTTI, G., Historia de Israel, Ed. Luis Miracle S.A., Barcelona 1966, t. I, p. 20.