Abraham el Elegido 

P. Fr. Alberto García Vieyra O.P.

 

 

Abraham es el primero de los grandes patriarcas vinculados a la salvación del género humano.

Patriarca, une dos vocablos: pater y arjé; principio, origen de la humanidad vinculada a la salvación. No a todos los padres posteriores a Adán los llamamos patriarcas, sino a los vinculados a la salvación.

Cada uno de los jefes de tribu, de las familias no bíblicas salidas de Adán podrían denominarse patriarca, en el sentido de primer padre. Pero los que llamamos patriarcas son las cabezas de las tribus bíblicas, vinculadas a la historia de la salvación.

Distínguense los patriarcas anteriores al diluvio de los posteriores. Entre los anteriores al diluvio tenemos la línea genealógica de Caín, y aquellos de Set (si es una sola línea genealógica en documentos diferentes o no, es asunto de especialistas).

Los anteriores al diluvio llegan hasta Noé. Los postdiluvianos, parten de Sem y terminan con la multiplicación de pueblos sobre la tierra (Gén. X).

La genealogía de Abraham ocupa un lugar especial (Gén. XI, 10). El autor inspirado pone de relieve la importancia del Patriarca, como señalando su elección divina.

Entre los patriarcas ponemos de relieve la elección de Abraham. Elección significa segregación del común de los mortales, por un privilegio especial.

Una persona es elegida por sus cualidades; pero para Dios es al revés: Dios elige y otorga las cualidades al elegido. Podemos decir que Abel, Noé, Job en el Antiguo Testamento fueron elegidos; del mismo modo Abraham y, agreguemos, de una manera especial.

Evidentemente entre todos los patriarcas, la figura de Abraham es sobresaliente; es elegido como padre de una inmensa multitud: la multitud de los creyentes. No sólo es padre de la multitud, el pueblo profético, sino padre de la multitud de los profetizados, los que debían creer en el misterio de salvación. Volvamos a los versículos del Génesis, siempre con nuevas resonancias:

"Yo te haré un gran pueblo, te bendeciré y engrandeceré tu nombre" (12, 2).

La bendición supone borrada la maldición del pecado, transmitida desde Adán. No tendría objeto suponer una nueva bendición, si no hay una maldición anterior. Es un poder, una gracia, para cumplir la voluntad de Dios, con proyección a la bienaventuranza eterna.

Es algo nuevo que el Señor pone en el mundo. Bendición, engrandecer, en este lugar no tienen el sentido que tiene en Gén. 1, 28, o en 2, 3 (vida, fecundidad) sino un sentido conforme al llamado de Abraham a la fe y vida sobrenatural. Ya no estamos en los días de la creación; estamos en la aurora de la reparación: el llamado de los pueblos a la salvación.

El llamado a la salvación no es como ahora un llamado psicológico, sin referencia a un lugar; en aquellos milenios, en que Abraham tendría la conciencia viva del paraíso, la salvación se presenta ligada a la tierra, que se llamará prometida. "A tu descendencia daré yo esta tierra" (Gén. 12, 7); la tierra elegida es la de Canaán. A la vuelta de Egipto, Abraham se separa de Lot, eligiendo este último la hoya del Jordán; Abraham queda en Canaán; después de separarse de Lot, Yavé le promete de nuevo: "Toda esta tierra que ves te la daré a ti y a tu descendencia para siempre" (13, 14).

Es curioso y difícil de explicar cómo la promesa de la salvación viene en todo el tiempo profético ligada a una tierra, a un pueblo, comenzando por ser un mensaje estrictamente localizado, para volverse universal. Quizás fueron condiciones necesarias para su permanencia en el espacio y en el tiempo.

Llama igualmente la atención la reiteración con que el Señor Dios habla con Abraham, y la magnitud de las promesas; todo recibido con fe por el Patriarca. Podemos pensar que el Señor quería nutrir la fe de Abraham, que en último análisis era la fe de un hombre.

La fe de Abraham, aun fundada en la palabra de Dios, tiene diversos motivos en contra. Motivos personales: la vejez; Abraham es centenario, y su mujer es nonagenaria; ¿cómo pensar en tener hijos? ¿cómo creer en una descendencia numerosa? Por otra parte no era ningún rey poderoso que pudiera influir en la idolatría de los grandes pueblos, como el egipcio y otros.

Motivos de orden social en contra, eran el auge de la idolatría, y el olvido de las verdaderas tradiciones religiosas. Yahvé promete un cambio radical: cambio de las creencias del pueblo, y que él será la causa.

En ese tiempo ya había civilizaciones avanzadas: sumerios, asirios, babilónicos, hititas, etc. Y que cultivaban el politeísmo; ¿cómo podía pensar Abraham, aun con sus familiares y siervos (cien personas), cambiar ese mundo? "Creyó Abraham a Dios, lo cual le fue imputado a justicia" (Rom. 4, 3). Son palabras de San Pablo.

Nosotros conocemos la fe de Abraham por su respuesta generosa, pero no podemos apreciar todo el misterioso contenido de esa fe; sólo sabemos que era tanta ... que le fue imputada a justicia. Pero ¿qué significa esto?

La fe de la justificación, o la fe que abre las puertas de la salvación, es la fe en el Hijo de Dios encarnado. Enseña Santo Tomás que en todo tiempo fue necesario creer en el misterio de la encarnación del Verbo; pero de diversa manera según la diversidad de los tiempos y las personas (II-II, 2, 7).Entre las personas distingue los mayores y los menores. A Abraham sin duda debemos ponerlo entre los primeros. Además tenemos el dato del mismo Evangelio, que comentaremos: "Abraham vio mi día y gozó". Quiere decir que vio al Señor en sus días de Nazaret, de Galilea, quizás su martirio en la cruz, y su gloriosa resurrección y ascensión a los cielos. El texto no lo explica, pero para gozarse tuvo que ver el triunfo de Jesús.

La Escritura habla de la fe de Abraham como no habla de la fe de Noé o de Job; es el paradigma de la fe verdadera.

La promesa de bendición es promesa de la gracia divina después de milenios de padecer bajo la soberbia de Satanás; aquel elemento misterioso de la gracia divina, que el ángel caído o por caer despreciara en su momento, iba a tomar la revancha en favor del hombre.

La fe de Abraham es superior; es fe en su descendencia: "y a tu descendencia (la cual es Cristo)" (Gal .3, 16).

Abraham, el padre del pueblo hebreo, cuando oye la voz del Señor, y cuando obedece a la divina palabra, era un pagano arameo, un santo monoteísta, que mantenía las tradiciones religiosas mas primitivas, sin deformarlas, creyendo en Dios Creador, que había prometido en el Paraíso la salvación del mundo. La fe, la obediencia filial sería su respuesta al Padre que le hablaba de liberarle del poder del demonio.

La bendición de Dios, y la fe del mismo patriarca, revelan claramente la elección divina. Abraham es el elegido, con una elección que recuerda a la de Adán como cabeza del género humano; Abraham también a su modo es cabeza: cabeza de las generaciones que con la fe de Abraham esperarán la venida del Salvador. La bendición divina sobre Abraham era reconocida, de algún modo, por todos. Así al volver de rescatar a Lot, le salen al encuentro el rey de Sodoma y Melquisedec, rey de Salem.

"Y Melquisedec, rey de Salem sacando pan y vino, como era sacerdote del Dios Altísimo, bendijo a Abraham diciendo: ‘Bendito Abraham del Dios Altísimo, el dueño del cielo y de la tierra. Y bendito  el Dios Altísimo, que ha puesto a tus enemigos en tus manos’ " (Gén. I 4, 19-20). Y le dio Abraham el diezmo de todo."

Estos sucesos colmados de riqueza profética, señalan una línea de inteligencia para explicar los hechos del Nuevo Testamento. Abraham es el elegido, y no otro, que va a sellar la alianza con Yavé.

Después de estos sucesos habló Yahvé a Abraham en visión, diciéndole: "No temas, Abraham, yo soy tu escudo, tu recompensa será muy grande" (Gén. 15, 1).

Tenemos aquí, no solamente locución, y hablar desde la tiniebla como en el Sinaí, sino visión, como dice el texto.

En esta y otras veces encontramos que Yahvé se presenta y habla con Abraham. El patriarca reconoce que su interlocutor es el mismo Dios. El problema se desvanece al saber que el Hijo, Dios como el Padre, asume una naturaleza humana. No resulta improbable que al aparecer asumiera figura de hombre, y que se hiciera reconocer como Dios.

Si Juan el Bautista pudo decir: "este es el Cordero de Dios"... etc, bien podría reconocer en quien se aproximaba al mismo Yahvé, al mismo Dios.

La expresión: "yo soy tu escudo", significan una garantía; después la garantía será la misma omnipotencia.

Ante las promesas del Señor, Abraham permanece sorprendido; la sorpresa no es duda, pero expresa su admiración: "Señor Yavé; ¿qué vas a darme? Yo me iré sin hijos" (ib. 2). Simplemente le dice quién lo puede heredar, quizás el damasceno Eleazar. Pero Yavé insiste y reitera su promesa: "No te heredará ése, sino al contrario, uno salido de tus entrañas; ese te heredará". Ya hemos dicho los motivos que tendría Abraham para pensar en lo arduo de esas promesas; por su parte el Señor quería exigir cada vez más a la fe del patriarca; debía ser una fe exclusivamente fundada en la palabra divina, sin ningún apoyo extrínseco. Por ese motivo las promesas de Yavé son reiteradas, para ahondar la pureza de la fe:

"Y sacándole fuera le dijo: "Mira el cielo y cuenta si puedes las estrellas; así de numerosa será tu descendencia"; y creyó Abraham a Yavé y le fue reputado por justicia" (vv. 4-5). La promesa al Santo Patriarca está rodeada de circunstancias misteriosas, significativas de su origen divino; entre las predicciones está que su descendencia estará en servidumbre y la oprimirán por cuatrocientos años; alude a la estadía de los hijos de Jacob en Egipto.

En el capítulo siguiente (XVI) se trata de Ismael, el hijo de Abraham y de su esclava Agar.

Sara, la mujer de Abraham, no tenía hijos; tenía una esclava egipcia, y se la dio a Abraham, para entrar en relaciones con ella. Ya que no podía tener hijos de Sara, que tuviera de Agar, los cuales serían considerados como herederos del patriarca. Así nació Ismael. Pero Ismael no era el hijo de la promesa. La historia continúa con el desprecio de Agar hacia su señora: "Maltratóla Sara y ella huyó al desierto". Un ángel se le aparece y le ordena volver a su señora.

Debía esperar todavía Abraham la fecundidad milagrosa de Sara, y el nacimiento de Isaac.

Después de haber mostrado su poder absoluto sobre toda creatura dijo Yavé a Abraham: "Sarai tu mujer no se llamará más Sarai sino Sara, pues la bendeciré, y te daré de ella un hijo a quien bendeciré y engendrará pueblos, y saldrán de él reyes y pueblos. Cayó Abraham sobre su rostro, y se reía diciéndose en su corazón: ¿con que a un centenario le va a nacer un hijo y Sara ya nonagenaria va a parir?" (Gén. 17, 15).

Los exegetas señalan esta promesa como mucho más concreta que las precedentes. Es la promesa de tener un hijo, y de su mujer Sara que era estéril . Al hijo se le prometen bendiciones, que engendrará pueblos, vale decir una prodigiosa fecundidad.

Hoy podemos apreciar que el sentido natural de fecundidad biológica, queda sobrepasado por el de fecundidad espiritual; este último sentido sería el empleado por Yavé. La fecundidad biológica ya estaba dada al hombre en el principio de la creación; ahora se trata de fecundidad y grandeza espiritual.

Este hijo se llamará Isaac, "con quien estableceré yo mi pacto sempiterno y con su descendiente después de él" (17, 19). Cuando acabó de hablarle desapareció Dios.

La fecundidad querida por Dios es la fecundidad espiritual de la gracia divina, para llenar de creaturas humanas el reino de la gloria; El quiere la fecundidad gloriosa de la Jerusalem celeste, el reino del Cordero.

Viene enseguida la orden de la circuncisión, en señal del pacto... "Llevaréis en vuestra carne la señal de mi pacto por siempre" (v. 13). Escribe García Cordero:

"El mundo aparecía para los israelitas dividido en dos categorías: el circunciso y el incircunciso. Los filisteos eran considerados como objeto de horror, porque eran incircuncisos. Los profetas darán un sentido mas espiritualista al rito, y así dirán que es más importante la circuncisión del corazón que la exterior de la carne" (1).

Basta esto sobre la circuncisión. La circuncisión era como una profesión de fe; la congregación de los fieles la tenían como señal.

Dice Santo Tomás: "Luego es manifiesto que la circuncisión fue preparación del bautismo en representación anticipada del mismo; en cuanto que a los antiguos padres todas las cosas les sucedieron en figura del futuro, así como su fe era acerca de lo futuro" (III, q. 70, a. 1).

Aquello futuro era la pasión de Cristo, quien debía venir para salvarnos.

Queda siempre en pie que la justificación es por la fe;

Abraham fue justificado por la fe; la circuncisión viene con posterioridad.

"Levantó Abraham sus tiendas y se fue a habitar al encinar de Mambré, cerca de Hebrón y alzó allí un altar a Yavé (Gén. 13, 18).

Allí ha puesto su tienda el padre del pueblo elegido y raíz de la cristiandad. No hemos tenido el privilegio de pisar la tierra santa, menos aun el de contemplar aquellas encinas, que habrán desaparecido en el correr de los milenios. Aquella arboleda fue testigo de algo único en la tierra: la aparición del Señor entre las encinas. Así como una vez caminó el Señor entre los árboles del paraíso para encontrar a Adán para castigarle por su pecado, así ahora llega hasta Abraham para premiar su fe y obediencia. Es algo que ocurre no entre hombres, de la misma naturaleza humana, sino entre Dios Creador y su creatura caída en el pecado. De modo que si la venida de Dios a Adán significó el castigo al hombre pecador, la venida, con distinto signo, al patriarca Abraham significó el perdón y la misericordia. Si Dios no llega al hombre por su justicia, castigando su culpa, llega por su misericordia perdonando su culpa.

"Estaba (Abraham) sentado a la puerta de la tienda a la hora del calor; y alzando los ojos vio parados cerca de él a tres varones. En cuanto los vio salióles al encuentro desde la puerta de la tienda y se postró en tierra" (18, 1-2).

Abraham era un jefe de tribu, rico, nómade, que no se distinguía exteriormente de los demás; las riquezas de su fe no eran perceptibles a los ojos del mundo. Pero aquellas riquezas escondidas a los ojos profanos, eran perceptibles a los ojos de Dios, que llega hasta él para anunciarle el premio merecido por su fe, y ratificarle las promesas mesiánicas. Lo más inmediato sería la fecundidad de Sara, y el nacimiento de Isaac.

Aparecen tres varones; pero uno de ellos es Yavé, Dios.

No podemos más que conjeturar en edades tan remotas y llenas de misterio.

No podemos hacer de estos hechos una historia profana. Menos aún situarla a nivel de la mitología. El Hijo de Dios pudo tomar una forma humana en cualquier momento de la historia. Pudo Abraham saber que el Hijo de Dios, y Dios como el Padre, vendría al mundo como hombre. De hecho, al contemplar el grupo de los tres, detecta de inmediato que uno de ellos es Dios. Jesús también se apareció a sus apóstoles como hombre, y supieron que era Dios. Debemos respetar el misterio, dónde se presenta y cómo se presenta. No nos debemos apresurar y querer explicarlo todo. Muchas cosas quedan para contemplarlas en la eternidad.

La recepción de Abraham fue extraordinaria. Es notable que se dirige a sus huéspedes en singular, como si hubiera uno más importante, y los otros dos le sirvieran de séquito: "Señor mío, dice: si he hallado gracia a tus ojos, te ruego que no pases de largo junto a tu siervo" (v. 3); manda traer agua para lavarles los pies; les promete pan; encarga a Sara amasar tres seas de flor de harina (trece kilos), y manda buscar un ternero gordo para obsequiar a los recién llegados. Al anunciarles Abraham el banquete que preparaba, los huéspedes responden secamente: "haz como has dicho" (v. 5).

A esta altura debió reconocer Abraham que uno de ellos, el principal, era Yavé; mientras sus huéspedes comen, Abraham está de pie junto al árbol.

Sería el final de la comida, cuando preguntan: ¿dónde está Sara tu mujer?; en la tienda, contestó Abraham; continúa el relato: "A otro año por este tiempo volveré sin falta y ya tendrá un hijo Sara, tu mujer" (v. 10). Sara se ríe, porque estaba vieja, y su marido también. "Y dijo Yavé a Abraham: ¿por qué se ha reído Sara?...¿hay algo imposible para Yahvé?" Sara niega haberse reído, con una negación inspirada en el temor filial; Dios corrige la negación, dejando purificado el temor, y la certidumbre en la esperanza.

Hemos expuesto dos narraciones (Gén. XVII, 15-22; XVIII, 1-15), que tienen un contenido semejante. En una y otra se trata de Sara, y que Sara siendo anciana lo mismo que su marido, va a tener un hijo, el heredero de las promesas mesiánicas. En la primera se cambia el nombre de Sarai en Sara, que significa princesa; y quien ríe de gozo es Abraham. En la segunda, aparece el nombre de Sara, y quién ríe es la mujer.

Las dos narraciones parecen ser, según los exégetas, versiones diferentes del mismo hecho, que vendría consignado en distintos documentos, unificados por Moisés, el autor inspirado del Génesis. Así resulta todo más claro; es mas probable que Yavé se apareciera una sola vez para anunciar el hijo de Sara. Ya había nacido el hijo de la esclava, Ismael (Gén. 16, 16). (2)

En cuanto a la risa de aquellos santos personajes, debemos ver el gozo del Espíritu Santo. No es risa, como dice un exégeta "de una mortal seriedad, y que mezcla la fe y la incredulidad" (3). Abraham, hombre de fe, siempre en la presencia de Dios, goza con la perspectiva de la salvación, de la Promesa que se acerca, del Salvador verdadero que se acerca, por el camino del hijo que va a tener de su mujer, Sara. El gozo es uno de los frutos del Espíritu, proviene de la caridad; así debemos interpretar el gozo del Patriarca, a la altura de su dignidad espiritual. Abraham cayó sobre su rostro. La alegría de Abraham y de Sara no debe extrañarnos; las primeras palabras del ángel a María fueron: "Alégrate llena de gracia" (Lc. 1, 28); poco después en casa de Isabel: "Salta de júbilo mi espíritu en Dios mi Salvador" (Ib. I, 47).

Abraham y Sara quizás eran, en aquellos momentos, los únicos en el género humano que pudieron exteriorizar el gozo de la salvación y de la vida.

Prosigue la narración con el episodio del castigo de Sodoma y Gomorra. "Levantáronse los tres varones y se dirigieron hacia Sodoma, y Abraham iba con ellos para despedirlos" (XVIII, 16).

Podríamos preguntarnos qué relación existe entre la promesa del hijo, y el castigo de las ciudades de la Pentápolis.

De hecho el patriarca sale acompañando a Yavé y a los dos ángeles en figura de hombre que irán hasta la casa de Lot en Sodoma, para salvarlo.

Primero viene un monólogo en el cual Yavé analiza las razones por las cuales no puede esconder a Abraham sus propósitos. Abraham es el amigo de Dios, y nada se le puede esconder. Los pecados de Sodoma claman al cielo por la justicia divina. Abraham trata de disuadirlo, y de impedir el castigo de las ciudades pecadoras.

Abraham siguió estando con Yavé. "Acercósele pues y le dijo: ¿Pero vas a exterminar justamente al justo con el malvado?. Si hubiera cincuenta justos en la ciudad, ¿los exterminarías acaso, y no perdonarías al lugar por los cincuenta justos?" (v. 24). La intercesión de Abraham es poderosa y Yavé accede a la propuesta, pero el Patriarca insiste, y pregunta: si se hallasen cuarenta, treinta, veinte y diez. "¿Y si se hallasen diez? Pregunta el Patriarca; si se hallasen diez no la destruiría, fue la respuesta. Fuese Yavé después de haber hablado con Abraham" (v. 33). Mientras tanto los ángeles sacan afuera a la familia de Lot, con una consigna singular; no volver la cabeza para atrás. La mujer de Lot no la cumple, y queda convertida en estatua de sal (Gén. 19, 27).

Todo esto es misterioso; es misterio el mismo castigo de Sodoma y de Gomorra. Muchas ciudades hubo y habrá después con un índice de culpabilidad más elevado, y que no han sufrido ni sufren ningún castigo semejante.

Tenemos que ver el concepto de castigo que maneja la Escritura, al aludir a Sodoma, Gomorra y otras ciudades. Exponemos a continuación dos textos del Antiguo Testamento, otros del Nuevo, donde aparece el sentido del castigo de Sodoma y Gomorra.

En Isaías 13, 19, Babilonia, la flor de los reinos, ornamento de la soberbia de los caldeos, "será como Sodoma y Gomorra que Dios destruyó". Ezequiel 16, 35, habla contra Jerusalem; menciona a Sodoma: "Por mi vida, dice el Señor Yavé, que tu hermana Sodoma con sus hijas, no hizo lo que tú con tus hijas hiciste" (v. 48). Prosigue señalando que los pecados de Jerusalem son muchos más que los de las ciudades castigadas de la Pentápolis. Pedro, menciona a Sodoma y Gomorra, como las ciudades que el Señor condenó a la destrucción, para escarmiento de los impíos venideros (II P. 2, 6). San Judas, recuerda cómo Sodoma y Gomorra habían fornicado, abundado en vicios contra la naturaleza, sufriendo la pena del fuego (Ep. San Judas I, 7).

En un texto famoso, después de increpar a Corozaim y Betsaida por sus pecados comparándolos con Tiro y Sidón, habla el Señor a Cafarnaum: "Y tú Cafarnaum, ¿te levantaras hasta el cielo? Hasta el infierno serás precipitada, porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros hechos en ti, hasta hoy subsistirían. Os digo que el país de Sodoma será tratado con menos rigor que tú el día del juicio" (Mt. XI, 23).

Por estos textos podemos valorar el castigo de Sodoma y Gomorra, destruidas por el fuego, dentro de un criterio analógico, valorando la pena y la culpa. El castigo por excelencia prometido al pecado, el sumo analogado de penalidad que merece la culpa infinita del pecado contra Dios, es la pena del infierno, o sea la muerte. El infierno fue el castigo de los ángeles rebeldes, y el que esperan los obstinados en la aversión a Dios. El castigo temporal, como tenemos en el diluvio y en nuestro contexto, por el fuego, es propio de la era patriarcal. La bendición de los patriarcas era la multiplicación de los hijos y los rebaños; era el signo de tener la benevolencia divina. Así al patriarca Job: "acrecentó Yavé hasta el duplo todo cuanto antes poseyera" (Job, 42, 10). Jacob también: "era rico en extremo, dueño de numerosos rebaños, de siervos y siervas, camellos y asnos" (Gén. 30, 43).

En el Nuevo Testamento, en la era cristiana, el juicio está reservado al Hijo; no existen propiamente castigos divinos para la impiedad en el tiempo; las penalidades temporales son para el cristiano penas de carácter medicinal, más que otra cosa. Los castigos de la era patriarcal, como el de Sodoma y Gomorra, fueron un castigo temporal por sus pecados, significativo del castigo definitivo de la culpa en el infierno.

Actualmente, en la era cristiana no hay castigos temporales visibles por razón de los pecados; o por lo menos no hay que atribuir a castigo divino, los males que padece el hombre. Así lo dijo el mismo Señor:

"Aquellos dieciocho sobre los que cayó la torre de Siloé y los mató; ¿creéis que eran más culpables que todos los hombres que moraban Jerusalem? Os digo que no, y si no hiciereis penitencia todos igualmente pereceréis" (Lc. 13-4). Todo el juicio está en manos del Hijo (Juan V, 22).

 

La Aparición de los Ángeles

Ángel significa enviado, legado; los ángeles aparecen en la Escritura realizando diversos ministerios: el ángel Gabriel enviado a la santísima Virgen; el ángel que acompaña a Tobías el joven, etc. Siempre algún ministerio; enviados por Dios para algo.

Los ángeles son creaturas espirituales, más perfectas que el hombre; éste está compuesto de espíritu y materia, posee cuerpo y alma; el ángel es puramente espiritual, o sea incorpóreo. Son sustancial inmateriales, sin ningún género de corporeidad.

La existencia de los ángeles es de fe. En los símbolos de la fe se dice "Creador de las cosas visibles e invisibles" (Niceno-const. Dz. 86). En el Conc. Bracarense (a. 561), se define: si alguno cree que las almas humanas o los ángeles fueron formados de la sustancia de Dios sea anatema (Dz. 235). Allí se menciona a los ángeles, para subrayar que no son formados, como creían los herejes, de la sustancia divina.

En el prefacio de la Misa repetimos: "por eso con los ángeles y arcángeles"... etc.

Nuestro problema es la aparición visible de los ángeles, que son en sí mismos sustancias invisibles, porque incorpóreas. Más aún, uno de los tres personajes, en nuestro contexto, se presenta como Yavé, Dios.

Los ángeles -dice Santo Tomás- pueden aparecer en visión imaginaria; y así lo ve solamente la imaginación del agraciado con aquella visión.

"Pero la Sagrada Escritura menciona a veces apariciones de ángeles que fueron vistos por todos sin excepción, y así los ángeles que se aparecieron a Abraham, fueron vistos por él, por toda su familia, por Lot y por los habitantes de Sodoma... cosa que prueba que tales apariciones se realizaron con visión corporal. En esta clase de visiones, dice Santo Tomás, es indispensable que algunas veces tomen cuerpo" (S. T. I, 51, 2).

Al tomar cuerpo sensible, se representan las propiedades inteligibles del ángel (ad 2m); los ángeles forman el cuerpo formado de aire, condensándolo por virtud divina, cuanto sea necesario para plasmar el cuerpo que han de asumir (ib. ad 3m).

Dícese que el ángel asume un cuerpo no para unirlo consigo, como el hombre toma el alimento, ni para unirlo a su persona como el Hijo de Dios asumió la naturaleza humana, sino para su representación; del mismo modo que lo inteligible puede representarse por lo sensible (VI De Pot. 7, ad 1m). De modo que el cuerpo le sirve para presentarse; para volverse visible,

En el Antiguo Testamento, como es en nuestro contexto, uno de los personajes se presenta como Yavé, vale decir como Dios. Santo Tomás afirma que tales apariciones son hechas por ministerio de los ángeles: factae sunt ministerio angelorum (ad 3m); por esas imágenes sensibles, el ánimo del hombre entiende que es Dios.

El ángel asume el cuerpo, como motor al móvil, y lo figurado a la figura (ib. ad 4 m).

Para corroborar lo dicho, en el Ex. 3, 2 el ángel de Yavé se aparece en la zarza ardiendo; después en el versículo siguiente agrega: "vio Yavé que se acercaba"... etc.

Agreguemos que el ángel está en todo el cuerpo asumido, y en todas sus partes, semejante al alma, aunque no como forma del cuerpo, sino como motor, (cfr. VI de Pot., 7, ad 15 m).

Entonces Santo Tomás sostiene que se trata de un cuerpo real formado por el ángel. Cuando, como en nuestro caso, uno de los personajes habla como Dios, tenemos que por su intermedio Dios nos transmite su mensaje. Dios habló por ministerio de los ángeles, por ministerio de los profetas, finalmente por su Hijo, a quien constituyó heredero de todo (Heb. I, 1).

En la edad patriarcal no había profetas.

 

Nacimiento de Isaac

Hemos visto la promesa de Yavé varias veces reiterada. Ahora nace el hijo, acerca del cual dijo Dios: "lo bendeciré, engendrará pueblos, y saldrán de él reyes de pueblos" (Gén. 17, 16). El nombre del aludido es puesto por el mismo Dios: Isaac. "Visitó Dios a Sara, como le dijera, e hizo con ella lo que le prometió; y concibió Sara y dio a Abraham un hijo en su ancianidad, al tiempo que le había dicho Dios" (Gén. 21, 1-2).

Las primeras palabras son características: "Visitó Dios a Sara". ¿Qué significaba la visita de Dios?

Que una persona visite a otra, no nos extraña; la Virgen María visitó a su prima Isabel; que un ángel visite a una persona, tampoco; el ángel Gabriel, visitó a la Virgen a la cual había sido enviado. Pero aquí se trata de Dios. Dios está en todas partes; la Escritura no puede hablarnos de una visita de Dios si no es algo especial. El Hijo es enviado al mundo, en la encarnación; el viejo Zacarías canta entonces: "visitavit et fecit redemptionem plebis suae" ("visitó e hizo la redención de su pueblo" (Lc. I, 68).

En Job tenemos otra visita: "y tu visita custodió mi espíritu" (X, 12). "¿Quien es el hombre para que te acuerdes de él, y el hijo del hombre para que lo visites?" (Sal. 8, 5).

Así en muchos textos de la Escritura aparece Dios llegando al hombre, como visitándole.

La "visita" de Dios significa un efecto de la gracia de Dios; que algún don de su misericordia llega al hombre. Dios visita para dar. Visitó Dios a Sara también para darle. Quiso dar a Abraham y a su mujer, y dar al mundo, al hijo de las promesas. Quiere Dios algo insólito y milagroso, porque sería algo insólito y milagroso todo el orden de la redención.

Sara era estéril, incapaz de engendrar, como es incapaz la naturaleza humana, por sí misma, en orden a la salvación y la vida de la gracia.

Por la naturaleza humana, el hombre es estéril en una perspectiva de salvación. No puede salvarse del pecado por sus propios medios. Necesita de Dios, de la gracia de Dios, de la visita de Dios.

Todos estos personajes y todo cuanto les acaece entra de lleno en el orden de la promesa.

Así como Abraham es el padre de la fe, Sara representa la naturaleza humana que debe volverse fecunda por la fe.

Hagamos una comparación. Adán y Eva tienen todo; poseen todos los dones de Dios y son despojados de ellos por castigo.

Luego el hombre viejo, hijo de Adán, es estéril; nada puede en orden a la vida eterna; quedará sepultado, dice San Pablo (Rom. 6, 4). El hombre nuevo debe resucitar entre los muertos; debe nacer, por el poder de Dios, de la esterilidad de la muerte.

Isaac nace de la esterilidad de Sara para significar la gracia divina, que debe nacer en el hombre por el poder de Dios.

Existe aquí un misterio difícil de explicar. La muerte -dijimos- no es aniquilación del ser, sino castigo. El alma del condenado subsiste, como la naturaleza incorpórea del demonio.

La persona humana, el hombre con su naturaleza humana, es estéril por sí mismo, no posee las fuerzas vitales capaces de llegar a la bienaventuranza eterna. Es todo un hombre viejo que debe perecer, y que perece si no es fecundado por la fe y el sacramento.

La fe y el sacramento constituyen al hombre en hijo de la promesa. Yo no soy, en rigor, cristiano, por que mi padre fue cristiano. Soy cristiano por la fe y el bautismo. Es lo que hace nacer al hijo de Abraham, y me constituye en hijo suyo, o sea en hijo de la promesa.

De nada vale la descendencia carnal.

En su carta a los Romanos, Pablo prueba con el ejemplo de Rebeca (la madre de Esaú y Jacob), que la descendencia carnal no cuenta; que el propósito de Dios se regula conforme a elección (cf. Rom. 9, 10).

Quiere decirnos que Dios eligió a Isaac como podría haber elegido a otro; que Dios no está atado a que sea el primogénito, o que sea el hijo de la mujer legítima. Ahora eligió a Isaac, y después elige a Jacob siendo el primogénito Esaú.

Escribe Ricciotti: "El representante típico de la descendencia espiritual es Isaac, contrapuesto a Ismael, descendiente carnal" (4). Para obtener al hijo de la promesa, la fe ha fecundado primero la esterilidad de la naturaleza; la naturaleza se ha vuelto fecunda por la fe, y solamente así tenemos la continuidad de la fe y de las promesas mesiánicas. "Vosotros como Isaac -dice San Pablo- sois hijos de la promesa" (Gal. IV, 28).

Podría haber dicho quizás: nacidos a la gracia prometida por la fe. Efectivamente, lo prometido es Cristo, es la gracia de Cristo, el principio de nuestra resurrección a la vida divina.

Esto nos enseña que los hijos de Abraham deben multiplicarse por la fe. Por la fe, y no por la circuncisión y otra cosa. La fe fecundará la naturaleza humana, y nacerá la gracia de Dios, o sea, vendrá el hijo de la promesa. El verdadero hijo de la promesa es Cristo, el primogénito entre muchos hermanos. Cristo nace realmente en las almas por la fe y por los sacramentos de la fe.

Avanzando un poco, en el bautismo y la penitencia quedan sepultadas las obras de la carne dejando al alma con aptitud para la Eucaristía. En la Eucaristía recibimos el cuerpo y la sangre del Señor. Entonces en verdad somos hijos de la promesa, o si se prefiere, sarmientos unidos a la Vid.

Estéril es la raza humana para engendrar la vida divina. Pero comienza en la tierra el regocijo de la estéril, el cántico de los afligidos, la gloria de Yavé sobre Jerusalem: "Levántate y resplandece, ya se alza tu luz y la gloria de Dios te ilumina" (Is. 60, 1). "Dijo Sara: me ha hecho reír Dios" (Gén. 21, 6). En lenguaje bíblico, esto significa nada menos que la posesión del gozo del Espíritu Santo.

 

El sacrificio de Isaac

Las palabras iniciales son las siguientes: "quiso probar Dios a Abraham" (tentavit, dice la Vulgata).

La palabra "probó", o "quiso probar" no traducen bien el hecho. Dios no pone propiamente una prueba; sería impropio de la majestad divina poner una trampa en el camino de Abraham para examinar su comportamiento. Estaremos más cerca de la verdad si decimos que el Señor suscita en el corazón de Abraham la ofrenda de lo más querido para su condición de padre. Dios que le pidió el alejamiento de los suyos, que le hizo vivir en una tierra extranjera, ahora le solicita el sacrificio de su propio hijo.

El sacrificio de Isaac no es un episodio más arqueológico o histórico. Posee un hondo sentido espiritual. Las promesas y la fe en el Salvador debían trazar un profundo surco histórico en la vida de la humanidad. En el fondo del surco se conjugan y se entreveran siempre la palabra de Dios y los hechos de los hombres. Primero es la fe de Abraham que crece y madura en la sacra audición de los secretos de Dios; ahora es la esperanza que se purifica e inmola en el incruento y místico ofertorio que precede a la Víctima verdadera y perfecta ofrecida en la Cruz.

Una pésima pedagogía es poner inconvenientes a propósito para que el niño tropiece en lo físico o en lo moral. No podemos poner a Dios en esto. Lo mejor es decir que Dios quiso directamente aquella inmolación interior, aquel ofrecimiento del hijo de las promesas, engendrado por la fe, en holocausto a la Santísima Trinidad. Debía significar aquel otro holocausto cruento, que el hijo del Hombre sufriría en el Calvario.

Isaac es figura de Jesucristo. Cumple como Jesús la voluntad del Padre. El género humano se salvará por el misterio de la Cruz.

Y le dijo Dios (a Abraham): "Anda, toma a tu hijo, a tu unigénito, a quién tanto amas, a Isaac, y ve a la tierra de Moria y ofrécemelo allí en holocausto, sobre uno de los montes que yo te indicaré" (v. 2).

Las palabras: "unigénito", "a quien tanto amas", sirven para marcar la figura de Jesucristo: "mi hijo amado en quien tengo mis complacencias" (Mt. 17, 5).

El sacrificio requiere la ofrenda, la víctima que debe ofrecerse al Señor, para testimoniar su dominio sobre la creación. Abraham, conociendo la víctima elegida para el sacrificio, sufriría un verdadero martirio interior. La Escritura nos advierte que levantóse al alba, aparejó al asno, llevando consigo a dos mozos, y a su hijo Isaac. Nada nos dice la Escritura sobre si le preguntaron por el animal para la ofrenda. Lo que sabemos es que los peones quedaron al pie del monte, subiendo solamente Abraham e Isaac, con la leña para el holocausto.

En el contexto aparece que Isaac no sabe cuál será la víctima para ofrecer en holocausto. "Dios proveerá", habría respondido su padre.

Pero podemos pensar que llegaría un momento en que Abraham debía decirlo. Isaac ya no es un niño; es un joven maduro. Abraham debe decirle que la víctima elegida por Dios es él mismo. Isaac debió aceptar voluntariamente ser la víctima del holocausto. Que lo hace voluntariamente es evidente; pudo bajar del monte desobedeciendo la voluntad paterna; su padre hombre viejo, mas que centenario, no hubiera podido impedirlo. Si Isaac permanece a su lado es porque voluntariamente acepta el sacrificio. Por otra parte el sacrificio debió ser meritorio para el mismo Isaac, lo que no hubiera ocurrido de no ser voluntario. Así completa Isaac la profecía del sacrificio de Cristo, que se ofreció voluntariamente por nuestros pecados. Así prosigue la narración bíblica: "Llegados al lugar que le dijo Dios, alzó allí Abraham el altar, y dispuso sobre él la leña, ató a su hijo y lo puso sobre el altar, encima de la leña. Tendió luego su brazo y tomó el cuchillo para degollar a su hijo. Pero le gritó desde los cielos el ángel de Yavé diciéndole: Abraham, Abraham. Y este le contestó: heme aquí. No extiendas tu brazo sobre el niño -le dijo- y no le hagas nada, porque ahora he visto que en verdad temes a Dios, pues por mí no has perdonado a tu hijo, a tu unigénito" (22, 11).

Después Yavé reitera la bendición de Abraham: "te bendeciré largamente y multiplicaré tu descendencia, como las estrellas del cielo, como las arenas a la orilla del mar" (v. 17).

La vida de los patriarcas es, por una parte, significativa del poder de la promesa de redención hecha en el paraíso después del pecado, y por otra parte es profética con relación al Nuevo Testamento. Es como un nexo de unión que establece una continuidad histórica.

La fe de Abraham debe servir de pauta para el Nuevo Testamento, para la Nueva Alianza. Llega a su máximo, después de un camino que hemos recorrido; abandonó su pueblo y sus parientes, para ir a una tierra prometida, que aún no era suya; cree en Dios cuando le promete un hijo en la vejez suya y de su mujer; cree que en aquel hijo suyo serán benditas todas las naciones, según dijo el Señor; por fin, cree en la orden del Señor que le manda sacrificar al hijo en holocausto. Así es la fe, que el Señor requiere de los hombres del Nuevo Testamento. Fe plena y obras de la fe; las renuncias deben entrar en la vida del cristiano; el cristianismo significa una vocación de heroísmo.

Si la fe de Abraham merece la bendición, y todas las naciones van a entrar en la misma bendición por la fe, esa fe es la de Abraham, la que lleva consigo al sacrificio de la Cruz. Dice el apóstol Santiago: "¿Quieres saber, hombre vano, que es estéril la fe sin obras? Abraham nuestro padre ¿no fue justificado por las obras cuando ofreció sobre el altar a Isaac su hijo?" (Sant. 2, 22).

Las obras de la fe son los sacrificios, como las obras de la fe de Abraham culminaron en el sacrificio de su hijo.

La fe de Abraham no es una fe en el hombre, en la historia, en las estructuras del mundo; es fe en Dios, y de obediencia a los mandamientos de Dios; no es una fe con las puertas abiertas para una larga audiencia a los elementos de cultura o de civilización. Es fe en Dios, y que lleva todo hasta el sacrificio por el amor de Dios.

La fe de Abraham está íntegramente recogida en su hijo Isaac. Como la voluntad del Padre es la voluntad de Jesús, y la voluntad de Jesús, la voluntad de su Padre, así la fe de Abraham y de Isaac son la misma cosa.

Isaac, el hijo de las promesas, recuerda a Jesús en el huerto de los Olivos; allí se pone de relieve cómo se entrega a la voluntad de su Padre. Isaac también acoge la voluntad de su padre, que sabe es la voluntad de Dios.

La Escritura no nos lo dice, pero quizás sabía que el Salvador, cuyo día había visto su padre Abraham, iba a ofrecerse en sacrificio; no tenemos motivo bíblico para afirmarlo; pero el sacrificio, la oblación de sí mismo, pudo parecerle necesaria, para que la bendición otorgada a su padre Abraham se extendiera a todas las naciones. Isaac vería en las naciones sumidas en la idolatría el misterio de iniquidad; la acción del ángel caído con poder sobre los hombres; el hijo de la bendición palpaba sin duda el poder del príncipe de este mundo, que distribuía el sacramento de la maldición por todas las generaciones humanas.

El sacrificio es el acto supremo de religión. Es el amor de Dios testimoniado por la entrega de nosotros mismos, de todo nuestro ser al Creador. En el sacrificio de Isaac tenemos el don de sí mismo en holocausto a la Divinidad.

La promesa hecha en el paraíso se afianzaría en el mundo por la Redención y remisión de los pecados. Redención viene de re-emptio, comprar de nuevo; en poder del demonio seríamos rescatados por la sangre del Cordero.

El ciclo de la redemptio, si podemos hablar así, comienza con la sangre de Abel; prosigue con el justo Noé; viene al mundo con la fe de Abraham, el sacrificio de Isaac culmina con el sacrificio de la Cruz, y se completa con los padecimientos de los santos en el Nuevo Testamento. Sigue de inmediato, en cada una de estas etapas, la remisión de los pecados. Después de Abel, la generación de Set; después de Noé, Sem y sus hermanos; Abraham descendiente de Sem; Isaac hijo de Abraham; y el llamado universal a la salvación, que sigue a la cruz del Señor, en el día de Pentecostés.

El género humano se salva por aquellas luces y fuerzas de lo Alto, que acompañan su paso por la historia. Es la misericordia prometida en el paraíso, que se prolonga hasta el fin de los tiempos. Los mismos elementos son requeridos siempre a todos los cristianos: la fe pura y limpia de Abraham, y el ofrecimiento de todo nuestro ser como Isaac.

oooooooooooooooooo

NOTAS

(1) P. GARCÍA CORDERO O.P., Maximiliano, Biblia comentada, I Pentateuco, B.A.C., Madrid 1960, pp. 199-200.

(2) San Pablo habla de Sara y de la esclava Agar, madre de Ismael.

"En sentido alegórico, estas dos mujeres son dos testamentos; el uno que procede del monte Sinaí, engendra para la servidumbre. Esta es Agar. El monte Sinaí se halla en la Arabia y corresponde a la Jerusalem actual, que es en efecto esclava en sus hijos. Pero la Jerusalem de arriba es libre, esa es nuestra madre" (Gálatas, IV, 24-26).

(3) VON RAD, Gerhard, El libro del Génesis, Sígueme, Salamanca, 1977, p. 248.

(4) RICCIOTTI, Giuseppe, Las epístolas de San Pablo, Editorial Conmar, Madrid 1953, p. 253.