ANGUSTIA Y ESPERANZA EN
S. SILVANO ATHONITA
Dr. Héctor Jorge Padrón
PRELIMINAR
"Dios es caridad" (1 Ep., Juan, 16). Esta afirmación esencial de nuestra fe debe atravesar la densidad y las contradicciones terribles de la experiencia de nuestra propia vida si, como conviene, queremos que las palabras del Evangelista Teólogo sean -también para nosotros- experiencia. De este modo alcanzamos inmediatamente el sentido de una vida humana y, también, guiados por esa misma vida, nos introducimos en una profunda meditación monástica.
Una dificultad inicial e importante para el desarrollo de nuestro tema consiste en el reclamo a la realidad y significado de la experiencia, ya que la tecnociencia contemporánea ha confiscado -indebidamente- el sentido de esta palabra al orden del conocimiento experimental. Este último resulta perfectamente genuino y legítimo dentro de los límites que le son propios pero, al mismo tiempo, es manifiestamente insuficiente y aun empobrecedor, cuando se pretende como el único horizonte posible del conocimiento de la realidad que el hombre es, en cada caso. Por otro lado, la palabra experiencia suele ser entendida, hoy, en los términos de un hedonismo individual o de masas. En suma: dos reduccionismos que con renovado vigor impiden la inteligencia -recta- de la realidad, el significado y el valor de la experiencia en la vida de la fe. Necesitamos recuperar en el orden inteligible la fuerza, la apertura y la energía de lo que llamamos la experiencia de una persona, frente a los propósitos de reducir su realidad a mero saber operatorio de un sujeto o saber hedonista del sujeto de placer. La realidad y el misterio del corazón del hombre exigen otro lenguaje, otra inteligencia, otro espíritu.
"Dios es caridad", pero el mundo contemporáneo y la historia de nuestra propia vida dicen lo contrario, esto es: odio, muerte repetida, mentira, tristeza, desgarramiento inacabable, divisiones sin término, egoísmo, codicia y avaricia, la multiforme y siempre actual idolatría. ¿Donde está la Luz del Amor del Padre si muchos -con Job- pueden decir: "mis mejores proyectos, los deseos más queridos del corazón se han roto. Mis días han huido. El lugar de los muertos será mi casa ...¿dónde está mi esperanza? ¿Y aquello que, desde mi juventud, perseguía secreta pero ardientemente mi corazón, quién lo verá?" (Job 17, 11-15).
"Dios es caridad", y la Caridad es siempre desvelo sobre lo que se ama en los menores detalles. Dios vela, Dios nos vela. Dios cuida al más frágil entre los pájaros y a la hierba más débil del campo. Pero esto es nada cuando se lo compara con la solicitud de Dios por el más indigno de los hombres, sumido en una ciénaga de indiferencia sorda y ciega o en un abismo de tibieza. No existen -ciertamente- palabras humanas para imaginar y describir el amor de Dios por sus hijos adoptivos en Cristo Jesús. En este terreno tenemos -como mendigos- que devorar los indicios. Así, por ejemplo, Mateo, hombre habituado al trato con la cantidad en aquellas realidades que para los hombres tienen más valor -los bienes materiales y el dinero- explica que en el hombre, "todos sus cabellos están contados" para la mirada de Dios (Mt., 10, 30). Todo esto es infinitamente consolador pero como a ciertos pacientes cuyo cuerpo está abundante y hondamente lacerado y aun llagado, el lecho los contiene; sin embargo, ellos no logran abandonarse y descansar verdaderamente, sino que afanosamente se mueven sin cesar, tratando de alcanzar, por sí mismos, la posición de la paz. Así nosotros, quienes vemos cada día un nuevo desencadenamiento del mal, no sólo el mal espectacular que comentan más o menos morbosamente los medios de comunicación sino, también, el mal insidioso que invade los corazones en el silencio más helado; el mal que como el herrumbre del amor destruye las comunidades por dentro, mientras su exterior -solemne- parece intacto. Cientos de miles de vidas segadas con un solo gesto cruel a través del crimen multiforme, en medio de la indiferencia de los orgullosos y del sarcasmo de los satisfechos de este mundo. El mal que crece y hiere según una multitud de figuras posibles, y que apunta a lo más claro y fino del alma. El mal que no se detiene, ni siquiera ante la Montaña -el Athos- y que allí trepa aún hasta el corazón de un monje, entre tantos. Y este pobre monje, entonces, ora de este modo: "...estoy colmado de sufrimientos, las tinieblas me rodean. ¿Por qué te escondes de mí? ...Sé que eres bueno ¿pero cómo eres indiferente a mi dolor? ¿Por qué eres tan cruel, tan implacable conmigo? No puedo comprenderte". "Ten piedad de mí".
Pero este grito -"¡Ten piedad de mí!"- ascendía y descendía como un mar de dolor en el silencio de Dios (1). Este monje, perseveró meses en su oración: "¡Señor, Ten piedad de mí!", hasta consumir las fuerzas de su alma y, así, bordear la desesperación, bañado en lágrimas. Un día, algo se rompió en su interior, profundamente, y clamó: "¡Eres inexorable!". Exhausto en ese mismo instante, le fue dado contemplar en un relámpago a Cristo Viviente y a su mirada. Un fuego violentísimo y abrasador se apoderó de su corazón y su cuerpo todo. Si la visión se hubiera prolongado -siquiera brevemente- habría muerto en el acto. El monje novicio Simeón supo esto, ya que le había sido dado experimentar la dulzura abrasadora de la mirada de Cristo, que lo amaba, llena de alegría y de paz. Toda su vida posterior fue la memoria fiel de esa experiencia de Dios-Amor en un novicio (2), toda su vida monástica fue la predicación continua y el humilde comentario a la frase experimentada de Juan: "Dios es Caridad".
1. EL HOMBRE
El P. Silvano fue un hombre que vivió al margen de los grandes acontecimientos. Un hombre común. Un pobre campesino ruso, hijo de campesinos, un simple soldado después, quien -como tantos otros jóvenes rusos- cumplió con su servicio militar a su país. Finalmente, un simple monje del Monte Athos durante 46 años de vida monástica. Su nombre civil fue Simeón Ivanovitch Antinov, nacido en la provincia de Tambovm, distrito de Lébedinsk, aldea de Chovsk. Nació en l866, llegó al Monte Athos en 1892. Recibió el pequeño hábito en 1896, y el gran hábito en 1911. Cumplió las siguientes obediencias: en el Molino de Kalamareia (una posesión del Monte Athos fuera de los límites del Monasterio), en el viejo Rossikón, en el economato. Falleció el 24 de septiembre de 1938. Entre su nacimiento y su muerte, nada que sea extraordinario en la vida de este hombre, nada que haya que destacar en lo exterior.
2. EL MONJE
Un monje es, ante todo, un misterio que Dios se complace en entretejer en el tiempo frente a sus hermanos en el Monasterio y, también, ante los hombres que, ocasionalmente, pueden verlo de lejos, en el coro o aun llegar a conversar con él más o menos asiduamente hasta forjarse la ilusión de que lo conocen. Un monje es el misterio de un hombre en la presencia de Dios. ¿Con qué derecho, nosotros nos asomamos hoy a su vida y a los escritos de su discípulo -el archimandrita Sophrony- que recogen, piadosamente, algunos signos exteriores y visibles de aquel misterio? Con el derecho de los que tienen hambre y sed; con el derecho de todos los que esperan ser encontrados por el Amor Misericordioso y Compasivo, Abrasador, del Dios insomne que no cesa de buscarnos a través del desierto inmóvil de nuestra vida, lleno de zarzas que sólo hieren, no arden. El desierto de nuestra vida en donde quizá haya alguna altura que, sin embargo, no ha sido el lugar al que nos atreviéramos a ascender para contemplar.
Con el derecho de todos los extraviados que saben que solos no podrán volver porque si bien han ido muy lejos no han llegado a ninguna parte, no han alcanzado nada, mientras en su corazón la noche avanza. Con el derecho de todos los que gimen inenarrablemente para que se abra -finalmente- la puerta que les de acceso a una vida grande e interior, capaz de redimir el exilio de una existencia derramada en el exterior, en el vacío de lo que se convierte en noticia, cálculo, comentario, estridencia de palabras en inacabable discusión, palabras sin verdadera voz. Con el derecho que confiere la intuición obscura pero cierta de que un monje es un hombre de corazón que trabaja -día y noche, duramente- en lo hondo del corazón, en el secreto del corazón, mientras alaba y glorifica al Dios de los corazones.
De todos modos, el Monasterio y la vida monástica rechazan toda curiosidad y se cierran celosamente frente a ella, la curiosidad propia de los criterios del mundo. Un aspecto, al menos, de la decepción de tantos se expresa en la frase repetida -una y otra vez-: "no hay nada para ver" ...no, claro está, en términos de espectáculo, de novedad llena de interés momentáneo reemplazada inmediatamente por otra novedad, mientras al mismo tiempo crece el tedio sin fin. La vida monástica es secreta, como Dios, Quien habita en lo secreto del corazón y quiere permanecer así para irradiar y atraer todo hacia Sí.
Un monje es un hombre que busca alcanzar una experiencia del conocimiento de Dios a partir de su fe en Dios, es decir: un modo absolutamente propio personal de ser y de obrar delante de Dios haciendo memoria, continuamente, de El. Una existencia humana propuesta en estas condiciones no se puede "representar" en un cuadro total e interior. Con un enorme esfuerzo de atención humilde será posible -de la mano de los maestros de la vida interior y monástica- recoger algunos signos, algunas reflexiones y, así, tratar de contemplar el misterio de Dios en un pobre corazón humano.
Dios entró muy temprano en la vida de Simeón. Siendo niño escuchó los argumentos de un vendedor de libros itinerante que visitaba a los campesinos rusos y que exhibía un ateísmo sonoro y, en apariencia, convincente. Así preguntaba -dándose importancia- "¿dónde está este Dios?" Simeón niño, quedó conmovido. El había aprendido a rezar a Dios, y ahora un desconocido prestigioso a su ojos declaraba que Dios no existía. El padre del niño respondió lleno de sentido común: "yo creía que ese hombre que ha leído tanto era inteligente, ahora veo que es un imbécil, no hagas caso de lo que dice". Pero la duda se había prendido a su corazón como un abrojo.
Más tarde, en su juventud escuchó a una humilde cocinera de la cuadrilla en la que trabajaba su hermano. Esta buena mujer había visitado la tumba de un célebre ermitaño Juan Sezenovsky (1791-1839) donde se refería que se producían milagros. Simeón, ahora Joven, pensó: "si el es santo, Dios está con nosotros, y ya no tengo necesidad de recorrer la tierra para encontrarlo". Y en el acto mismo, se inflamó de amor a Dios. Reencontró la fe de la niñez, y empezó a vivir en la memoria constante de Dios, y empezó a orar con abundantes lágrimas. Este estado excepcional duró tres meses. Pasado este tiempo, Simeón volvió a sus amigos, a las muchachas, al vino y las fiestas. Un día, su padre con enorme mansedumbre le preguntó: "¿dónde estabas anoche, hijo mío, me dolía el corazón?" Muchos años después, en el Monte Athos el starets repetía: yo no he alcanzado la altura de mi padre, yo quisiera haber tenido un starets como él, lleno de sabiduría y de dulzura de Dios.
Durante todo su servicio militar estaba frecuentemente en espíritu en el Monte Athos, y a través de la vida monástica que se llevaba allí, pensaba mucho en el Juicio final. Una vez terminado su servicio militar visitó al P. Juan de Kronstadt (1829-1908) -sin encontrarlo- para pedirle oraciones y su bendición. Simeón escribió estas palabras: "Padre mío, quiero hacerme monje, Orad por mí, para que el mundo no me retenga". A partir de ese día, según las palabras del Stárets Simeón, sintió a su alrededor bramar las llamas del infierno.
La vida espiritual es un fenómeno absolutamente original y único. Todo asceta cristiano también lo es. La Regla es común a todos, su realización en cada monje es absolutamente personal. Los hombres, sin embargo, se empeñan en clasificar los fenómenos, incluso aquellos que son más difíciles de experimentar. Así la experiencia secular de los Padres permite ordenar tres tipos de desarrollo en la vida espiritual de los hombres. La mayoría son atraídos por un leve toque de la gracia y pasan el resto de su vida en un esfuerzo espiritual moderado por guardar los mandamientos, y sólo al final de sus días, en virtud de los sufrimientos experimentados conocen la gracia en un grado mayor. Algunos entre ellos, se esfuerzan más y reciben una gran gracia antes de la muerte. Este es el caso de numerosos monjes. La segunda categoría de hombres, abarca a los que atraídos al comienzo por un leve toque de la gracia, dan prueba más tarde de un celo mayor en la oración, en la lucha contra las pasiones, y conocen a lo largo de un penoso trabajo ascético, hacia la mitad de su vida, una extraordinaria efusión de la gracia. Pasando el resto de su vida en un esfuerzo aún mayor, obtienen un alto grado de perfección. La tercera categoría es la más rara. Es la de aquellos hombres que -por la presciencia de Dios- reciben desde el comienzo de su camino ascético una gracia extraordinaria, la gracia de los perfectos. Pero su vida es la más difícil de todas, pues nadie -parece- puede conservar plenamente el don del amor divino sino que, más tarde, durante un período prolongado, el hombre sufre la perdida de la gracia y el abandono de Dios. En realidad no hay tal pérdida -objetivamente- sino que subjetivamente, el alma siente la disminución de los efectos de la Gracia como el abandono de Dios. Estos ascetas sufren más que todos. Son los que conocen las tinieblas de lo que han perdido, y por otro lado el ataque de las pasiones de la manera más aguda. La experiencia extraordinaria de la gracia vivida, hace al hombre indeciblemente vulnerable. Cuando el Stárets describe el dolor inconsolable de Adán expulsado del Paraíso, las lágrimas de Adán son las suyas, y suyo el dolor por la gracia "perdida".
La vida espiritual del hombre es un secreto y más aún un Misterio en Dios que sólo Dios conoce y administra según Su Voluntad para la salvación y perfección de cada uno. De tal modo habrá que referirse a la vida interior del espíritu y su relación con Dios con imágenes. El desamparo, el dolor inexpresable pero lacerante que experimenta el alma que experimentó la Gracia extraordinaria y magnífica de Dios al comienzo del camino ascético, puede entreverse lejanamente por la analogía que proporciona el dolor de la madre amantísima que pierde a causa de la muerte a su hijo único; el dolor del esposo amante a quien su esposa le es arrancada por la muerte; el dolor que no alcanza fácilmente las palabras de los que saben que han pecado y experimentan cómo se desgarra su alma en el mayor silencio y quietud de su cuerpo; el rechazo incompresible de la criatura que en la persona del amado, del amigo, del maestro, un día decide abandonarnos sin una palabra, etc. Y está claro que nada de todo este inmenso dolor puede compararse -ni remotamente- al que el alma experimenta cuando le ha sido "retirada" la gracia de la que vivía en la más dulce belleza. Este dolor es -dice San Juan Clímaco- más grande que el de los condenados a muerte y el de los que lloran a sus muertos.
Cuanto más se esfuerza el alma, más se obscurece y más duro y terrible crece su exilio. A menudo llegan los demonios a interrumpir la oración del monje, y su alma se seca y se agota hasta límites indecibles.
La tradición de los Padres enseña que son numerosos los que al comienzo de su conversión han recibido una gracia magnífica de parte de Dios; pocos en cambio, los que ha perseverado en el esfuerzo, más tarde, para recobrar conscientemente la gracia "perdida". El stárets Simeón narra que habían pasado quince años desde el día en que le fue dado contemplar brevemente al Señor Jesucristo y su mirada. Cada noche de esos quince años oró y combatió denodadamente contra los demonios que llegaron a llenar su celda. El monje Silvano buscaba la oración pura y no la alcanzaba. Una noche -entre tantas- se levanta para prosternarse ante los Santos Iconos, y ve la silueta de un demonio inmenso que espera su prosternación. El P. Simeón vuelve a sentarse y con el corazón herido ora: "Señor, Tú ves que intento suplicarte con espíritu puro, pero los demonios me lo impiden. Enséñame lo que he de hacer para que no me molesten". Y recibió en su interior esta respuesta: "los orgullosos han de sufrir de este modo de parte de los demonios". "Señor -dice Silvano- enséñame lo que debo hacer para que mi alma se haga humilde". Y de nuevo en su corazón tuvo esta respuesta: "Mantén tu espíritu en el infierno, y no desesperes".
El P. Silvano aceptó contento y agradecido la enseñanza, experimentó que Dios lo conducía personalmente, que el Señor era Misericordioso. Mantenerse en el infierno no era algo nuevo para él. Allí había estado desde que el Señor se le había aparecido. Lo nuevo ahora era: "y no desesperes". Habrá que intentar hacerse cargo de la experiencia de un monje que durante quince años, a cada instante, de día y de noche, busca la oración pura hasta el limite de sus fuerzas y de su esperanza, y cuando una noche -otra vez- va a prosternarse ante los santos Iconos, percibe la silueta de un enorme demonio que quiere robarle su adoración para sí mismo. ¿Cómo expresar en palabras el dolor y la frustración humana de este monje athonita? ¿Adónde había ido a parar el ardor de los ojos y del corazón de tantas vigilias, de tantas invocaciones que silenciosamente desgarradoras sólo Dios había oído a través de los años?
La primera aparición de Cristo al novicio Símeón había estado llena de luz inefable, le había inspirado amor y gozo de la Resurrección, el sentimiento de la Pascua: el tránsito de la muerte a la vida verdadera. Una vez que se han recibido los dones, hay que pedir la gracia para poder soportarlos. El monje Silvano había descubierto el camino de la humildad que Jesucristo es y ama en los hombres que le siguen de cerca. Este monje athonita comprendió que el campo de batalla contra el mal es el propio corazón; que la raíz última del pecado reside en el orgullo y que la nueva aristeia cristiana consiste en dar muerte -cada día a la bestia inmunda del orgullo- para aprender a ser verdaderamente hombre en Cristo, dulce y humilde de corazón (Mt. 11, 29).
La nueva ascesis que significó otros quince años, llevó al monje Silvano a descubrir, paso a paso y entonces a través de inevitables inconstancias de la naturaleza humana al Cristo interior. Así sintetiza el monje Silvano su experiencia: "nuestro Hermano (Cristo-Jesús) es nuestra propia vida". Había descendido a su propio corazón, a través de esta humillación profunda y duradera, había descubierto un corazón más profundo y que le pertenecía en el Cristo que se había hecho más interior que su misma interioridad. Se abría ante el monje que empezaba a ser humilde, el Misterio del Amor de Dios por los hombres, y Silvano comenzó, también, a sufrir aterradoramente por los que no conocen el Amor de Cristo Jesús, es decir por el "Adán total".
A favor de un movimiento natural, las lágrimas fluyen y brotan desde el corazón hasta los ojos; por un movimiento sobrenatural las lágrimas refluyen y desde los propios ojos inundan todo el ser, penetran los huesos hasta su médula, le enseñan al corazón regiones ocultas y misteriosas y hacen del santo un ser-en-el llanto. Allí entonces cesan los conceptos, las teorías, los tratados, las opiniones y las discusiones; allí sólo existe Dios Uno-Trino y el dolor de cualquiera de los que Cristo llamó pequeños, con los cuales identificó en la carne su existencia inconmensurable.
3. EL DESCENSO A LOS INFIERNOS Y LA SANTA ESPERANZA
En la rica tradición de los Padres se lee que San Serafín de Sarov (1759- 1833) (3) después de haber recibido la aparición del Señor en la sagrada Liturgia, experimentó la pérdida de la gracia y el abandono de Dios. El santo permaneció mil días y mil noches en un lugar desierto, sobre una piedra, implorando: "Dios Ten piedad de mí, pecador". San Poemen, el Grande, monje egipcio fallecido hacia el 450, decía a sus discípulos: "Creedme, allí donde está Satán, allí seré arrojado". Antonio, el Grande, (250-355) fue a visitar a un zapatero en Alejandría para ser educado por Dios en la verdadera humildad. Sus esfuerzos ascéticos habían asombrado a todo Egipto, pero todavía no había alcanzado la "talla" del humilde artesano. La pobreza de Antonio era ciertamente mayor que la del zapatero; la ciencia divina y humana de Antonio no tenía comparación con la ignorancia y simplicidad del zapatero. El secreto de su altura espiritual no estaba allí. "¿Qué haces? -preguntó Antonio-; mientras trabajo miro a los transeúntes y me digo: todos esos se salvarán, sólo yo pereceré". Antonio volvió al desierto y puso en práctica este ejercicio de humildad extremo y lo enseñó a sus discípulos. Por esta razón se preguntaba Sisoes el monje egipcio: ¿"quién puede sobrellevar el pensamiento de Antonio"? San Macario en Egipto (300-390) decía: "desciende a tu corazón y allí entabla combate con Satán" y, en el mismo sentido, los ascetas Besarión monje de Egipto (ss. IV-V), Guerásimo del Jordán (monje de Palestina fallecido en el 475), Arsenio el Grande monje de Sceta fallecido en el 443, y tantos más.
Qué pueden querer significar la extrañas palabras que recibiera el stárets Silvano en aquella intensísima oración: "Mantén tu espíritu en el infierno y no desesperes". Cada encuentro con Cristo para cada hombre es diverso. El Señor no mira tanto el aspecto exterior, o las palabras que se pronuncian cuanto la miseria y las verdaderas necesidades del corazón. A un monje simple, no erudito, probado en la oración de lágrimas durante decenas de años se le revela un misterio oculto a los "sabios" de este mundo.
El infierno del que se habla aquí no es un lugar, es más bien una distancia terriblemente dolorosa respecto de Dios que impone el pecado de orgullo y de vanidad. Algunos santos recibieron la gracia de experimentar en esta tierra algunos de los tormentos del infierno -el propio monje Silvano, y antes San Antonio, Sisoes, Macario y Poemen- el Señor les ha mostrado experimentalmente lo que es la vida en el Espíritu Santo y lo que es el poder y la derrota de los demonios. El arte y la ciencia de Cristo en el corazón consiste en considerarse -en atención a los pecados cometidos- el peor de los hombres y creerlo firmemente. Lo sabio, entonces, es llorar sinceramente por nuestros pecados aun cuando estén perdonados, a fin de conservar la gracia de Dios. A quien pide, Dios le da todo, no porque lo merezca en su ser o en sus obras sino porque Dios es Misericordioso y nos ama. Este llanto por nuestras faltas debe ser moderado por el gran amor que inspira la humildad de Cristo que lleva, de suyo, a que nos humillemos constantemente.
Pero ordinariamente estamos endurecidos completamente y no comprendemos lo que es la humildad de Cristo o su Amor; está claro que este conocimiento lo dispensa el Espíritu Santo y no una mera aproximación intelectual. Pero el Espíritu Santo puede ser atraído hacia nosotros mismos, con la fuerza de un deseo cada día más purificado de la sabiduría de este mundo. El hombre lleno de orgullo no conoce ni el sosiego, ni la paz, nada logra aquietarlo al mismo tiempo que se jacta de lo que juzga que posee, teme perderlo a cada instante -inteligencia, poder, relaciones, bienes materiales- y no sabe que su inquietud polimorfa procede de una llaga secreta incluso para él que es, precisamente, su distancia orgullosa respecto de Dios. Pero Dios Misericordioso bendice y ayuda al hombre que empuña su corazón y lucha contra la pasión del orgullo que se pega a los repliegues del corazón como una hiedra maligna. Así permanecer en el infierno es, sin duda, permanecer en el abismo del propio corazón y por la gracia del Espíritu Santo aprender a humillarnos, a pedir perdón, a llorar con verdadera tristeza espiritual por el amor de Dios rechazado que, sin embargo, no cesa e insiste en seguir amándonos. Dice el monje Silvano: "oro sin cesar a Dios por vosotros, para que os salvéis, para que estéis eternamente en el gozo con los Ángeles y los Santos, Os lo suplico, arrepentíos y humillaos, alegrad al Señor que, deseoso de vosotros, os aguarda con ternura". (4)
La gran ciencia que enseña el monje Silvano consiste en vencer el amor propio, constantemente, y para esto es necesario humillarse también constantemente. "Permanecer en el infierno y perseverar sin desesperarse" significa considerarse digno de la condenación, pero en lugar de abrumar el alma con la desesperación es indispensable esperar en la Misericordia y el Amor infinitos de Dios. Así, en el infierno de nuestro corazón aprendemos a esperar contra toda esperanza. Por gracia de Dios a través de su Espíritu Santo, nuestro espíritu aprende humildad y serenidad. Pero en cada caso es preciso conocer los propios límites. Aprende a conocerte y no sobrecargues tu alma más allá de sus fuerzas. Unas almas son débiles como el humo, son las almas orgullosas; el Enemigo, como el viento las arrastra. En cambio las almas humildes han adquirido la virtud de la paciencia, soportan como la roca en medio del mar la tempestad. Han aprendido a confiar y descansar en la Voluntad Omnipotente de Dios, que permite la tormenta, pero que cuando se levanta calma el mar, y las almas que han sabido esperar.
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NOTAS
(1) Cf. Archimandrita SOPHRONY, San Silouan el Athonita, trad. española J. MARISTANY, Madrid, Ed. Encuentro, 1990, espec. p.7.
(2) En un mismo espíritu monástico Cf. Un monje de la Iglesia de Oriente, Amor sin Límites, Madrid, Narcea, 1987, espec. pp. 17-19. Decir en un mismo espíritu monástico significa, ante todo, destacar lo propio y, en definitiva, incomparable en lo personal de cada experiencia de la Caridad de Dios en la vida de la persona que es el monje.
(3) Cf. Archimandrita SOPHRONY, San Silouan el Athonita, op.cit., p. 41.
(4) Cf. Archimandrita SOPHRONY, San Silouan el Athonita, op.cit., p. 268.