Consolación 3

 

Leemos en el Libro de los Reyes que alguien maldecía al rey David y lo hacía objeto de graves improperios. Entonces dijo uno de los amigos de David que querría matar a ese perro malo. Mas el rey dijo: ¡No! porque acaso Dios quiere hacer lo que es mejor para mí y lo hará por medio de estos improperios (2 Samuel 16, 5 ss.)

Leemos en el Libro de los Padres[1] que un hombre se quejaba de su sufrimiento a un santo padre. A lo cual le dijo el padre: —Hijo ¿quieres que yo ruegue a Dios que te lo quite? —El otro contestó—: No, padre, porque es saludable para mí como bien lo sé. Ruega más bien a Dios me dé su gracia para que lo sufra de buen grado.

Alguna vez le preguntaron a un enfermo por qué no le suplicaba a Dios que lo curara. Entonces, ese hombre dijo que no le gustaba hacerlo por tres razones. Una consistía en que él creía estar seguro de que el cariñoso Dios nunca permitiría que él estuviera enfermo si no fuera lo mejor para él. Otra razón era que el hombre, con tal de ser bueno, quiere todo cuanto quiere Dios y no [pretende] que Dios quiera lo que quiere el hombre; pues eso estaría muy mal. Y por ende: si Él quiere que yo esté enfermo —porque, si no lo quisiera, yo tampoco lo estaría— yo tampoco debo tener el deseo de estar sano. Pues, sin duda alguna, si fuera posible que Dios me curara sin que fuese su voluntad, no tendría valor para mí y no me gustaría que me curara. [El] querer proviene del amor y [el] no querer proviene de la falta de amor. Prefiero con mucho y es mejor y más útil para mí, que Dios me ame estando yo enfermo, en vez de que yo tuviera el cuerpo sano y Dios no me amase. Lo que ama Dios, es algo; lo que Dios no ama, es nada, así dice el Libro de la Sabiduría (Cfr. Sab. 11, 25). En esto reside también la verdad de que todo lo que quiere Dios es bueno justamente en cuanto y porque Dios lo, quiere. De cierto, hablando al modo humano: Yo preferiría que un hombre rico [y] poderoso, por ejemplo, un rey, me amara y, sin embargo, me dejase, por un rato, sin darme nada en vez de que me hiciera dar algo en seguida sin amarme con sinceridad; es decir, si él en este momento por amor no me diera nada, mas no me diera nada por ahora porque luego quisiera hacerme regalos más grandes y generosos. Hasta pongo por caso que el hombre que me ama y en este momento no me da nada, ni siquiera tenga la intención de darme algo más tarde; pues, puede ser que más tarde cambie de opinión y me haga un regalo. Yo esperaré pacientemente, sobre todo porque su don lo otorga por gracia e inmerecidamente. También es cierto: Aquel cuyo amor no aprecio y a cuya voluntad se opone la mía y de quien me interesaría únicamente su don, procede con justicia si no me da nada y si además me odia y me deja en el infortunio.

La tercera razón por la cual me resultaría mezquino y repugnante pedirle a Dios que me cure [es la siguiente]: No quiero ni debo solicitarle una insignificancia a este Dios rico, cariñoso y generoso. Pongamos que yo llegara a ver al Papa tras haber recorrido cien o doscientas millas y al presentarme ante él le diría: Señor, Santo Padre, he llegado tras haber recorrido con grandes gastos un camino fatigoso de unas doscientas millas y os ruego —razón por la cual he venido a veros— que me deis un garbanzo. De cierto, él mismo y cualquiera que lo escuchara, diría, y con toda razón, que soy un gran necio. Pues bien, es una verdad segura cuando digo que todos los bienes y aun todas las criaturas en comparación con Dios, son menos que un garbanzo en comparación con todo este mundo material. Por lo tanto, si yo fuera un hombre bueno y sabio, tendría que negarme con razón a solicitarle a Dios que estuviese sano.

En este contexto digo además: Es señal de un corazón débil cuando un hombre se alegra o se apena por las cosas perecederas de este mundo. Si uno, en algún momento, lo observara en sí, debería avergonzarse de todo corazón ante Dios y sus ángeles y los hombres. Si nos avergonzamos tanto de un defecto en la cara que la gente ve exteriormente. ¿Qué más puedo decir? Los libros del Antiguo y del Nuevo Testamento así como los de los santos y también de los paganos abundan [en ejemplos] de cómo las personas piadosas por amor de Dios y también por virtud natural, entregaban su vida y se negaban de buena voluntad a sí mismos.

Sócrates, un maestro pagano[2], dice que las virtudes hacen posibles las cosas imposibles y además [las convierten en] fáciles y dulces. Tampoco quiero olvidar a esa mujer piadosa de la cual nos habla El Libro de los Macabeos, que ella un buen día vio con sus propios ojos el tormento extraordinario y también, sólo para escucharlo, inhumano y horrible, que daban y aplicaban a sus siete hijos, y ella miraba serenamente y lo aguantaba amonestándolos a uno tras otro que no se asustaran y entregaran voluntariamente el cuerpo y el alma a causa de la justicia divina (2 Mac. 7). Que el libro termine con este [hecho]. Pero quiero agregar dos palabras más.

Una es ésta: Un hombre bueno [y] de Dios, en verdad debería avergonzarse fuerte y profundamente de que en algún momento lo perturbara el sufrimiento, mientras vemos que el mercader para obtener una pequeña ganancia, e incluso al azar, recorre a menudo caminos fatigosos [pasando por] montañas y valles, desiertos y mares donde su vida y sus bienes están amenazados por los bandidos [y] asesinos, y él soporta grandes privaciones en cuanto a comida y bebida y sueño junto con otras molestias y, sin embargo, lo olvida todo de buen grado y voluntariamente en aras de un provecho muy pequeño e incierto. Un caballero arriesga en un combate sus bienes, su vida y su alma por la honra perecedera y poco duradera y ¡a nosotros nos parece una enormidad que suframos un poco por Dios [y por] la eterna bienaventuranza!

La otra palabra en que pienso, [se refiere al hecho de] que algunas personas brutas digan que muchas cosas escritas por mí en este libro, y también en otras partes, no son verdad. A ésos les contesto lo que dice San Agustín en el primer libro de sus «Confesiones»[3]. Allí afirma que Dios ya ahora ha hecho todo lo venidero aunque sucediera en miles y miles de años —con tal de que el mundo subsistiera durante tanto tiempo— y que hará todavía hoy aquello que pasó hace milenios. ¿Qué culpa tengo yo si alguien no lo entiende? Y además dice en otra parte35a que ama demasiado a sí mismo aquel hombre que quiere cegar a otras personas para que permanezca oculta su ceguera. A mí me basta que lo que digo y escribo sea verdad en mi fuero íntimo y en Dios. Quien ve una vara sumergida en el agua, tiene la sensación de que está torcida a pesar de que es completamente recta y esto se debe al hecho de que el agua es más espesa que el aire; sin embargo, la vara es recta y no está torcida tanto en sí misma como para la mirada de quien la ve sólo a través del aire puro.

Dice San Agustín[4]: Quien sin conceptos, sin objetos corpóreos múltiples y sin imágenes reconoce interiormente aquello que no le ha proporcionado ninguna percepción exterior, éste sabe que es verdad. Pero quien no sabe nada de esto, se ríe y se burla de mí; mas yo le tengo compasión. Sin embargo, tales personas quieren ver y sentir cosas eternas y obras divinas y hallarse a la luz de la eternidad mientras su corazón revolotea aún en el ayer, aún en el mañana.

Séneca, un maestro pagano, dice[5]: De las cosas grandes y elevadas hay que hablar con sentimientos grandes y elevados y con el alma sublime. Dirán también que estas enseñanzas no se deberían decir ni escribir para la gente iletrada. A eso digo: Si no se debe enseñar a la gente iletrada, nunca nadie llegará a letrado y en consecuencia nadie sabrá enseñar o escribir. Porque se enseña a los iletrados para que de iletrados se conviertan en letrados. Si no hubiera cosas nuevas, nada llegaría a ser viejo. «Los sanos —dice Nuestro Señor— no necesitan de medicamentos» (Lucas 5, 31). El médico está para curar a los enfermos. Pero si alguien interpreta mal esta palabra ¿qué culpa tiene el hombre que pronuncia con sinceridad esta palabra verdadera? San Juan les predica el santo Evangelio a todos los creyentes y, sin embargo, comienza el Evangelio con lo más sublime que un ser humano puede afirmar de Dios en esta tierra; y resulta que también sus palabras, al igual que las de Nuestro Señor, han sido muy mal interpretadas.

Que el cariñoso [y] misericordioso Dios, [o sea] la Verdad, me otorgue a mí y a todos cuantos lean este libro, [la merced de] que hallemos y percibamos dentro de nosotros la verdad. Amén.

 



[1] Vitae Patrum III.

[2] Cfr. Platón, Timaeus, interprete Chalcidio (ed. Wrobel, Lipsiae 1876).

[3] Augustinus, Confess. 1. 1 c. 6 n. 10.

35a Ibídem 1. Xc. 23 n. 34.

[4] Augustinus, Confess. 1. XI c. 8 n. 10.

[5] L. Annaeus Seneca, Epist. 71, 24.