COSMOS DE GLORIA Y CORAZÓN
Prof. Dr. Héctor Jorge Padrón
"Para alabanza de su Gloria " (Ef., 1, 14)
"El silencio es el sacramento de la vida futura;
las palabras son el instrumento de la edad presente"
(San Isaac el Sirio, Ep., 3).
Preliminar
Nuestro trabajo intenta colocarse en el movimiento de irradiación del espíritu monástico al cual debe su inspiración profunda y su contenido esencial, en la convicción de la necesidad de interiorizar la experiencia cristiana del monasterio en la realidad más inmediata de nuestro mundo y de nuestro tiempo (1). Allí, precisamente, es donde resuena la exigencia de la frase que se nos propone: "el maestro habla y enseña, el discípulo escucha y aprende" (2). En efecto, un sentido substancial de nuestra vida cristiana se da en la relación, por una parte, entre Alguien que habla y que enseña porque es Maestro y, por otra, en estrecha correspondencia, el discípulo, cuyo ser se constituye y explica en el escuchar y el aprender. Nos proponemos examinar brevemente esta relación y sus términos en su significado espiritual.
1. El prólogo del silencio
La necesidad de este prólogo, en este caso, es absoluta porque ella procede de Dios mismo. En efecto, "es desde el interior del silencio donde Dios habla para crear el cielo y la tierra con el poder de su Logos. Dinámico y creador, el Logos de Dios es "sacramental" en el sentido de que realiza aquello que significa" (Cfr Is., 55, 11). Por su parte, Ignacio de Antioquía, acorde con el conjunto de la tradición cristiana, interpreta la denominada "plenitud de los tiempos" como el instante en el que "Dios habla desde el fondo de su silencio" (4), para entregar a los hombres su Logos encarnado, Quien realiza una nueva y definitiva creación. A esta creación San Pablo la llama mysterion y sacramento oculto en Dios desde el comienzo de los siglos, pero revelado y cumplido ahora en la persona del Logos de Dios, el Hijo de Dios, crucificado y resucitado (1 Cor, 2, 2-7; Ef., 1, 9; Col., 1, 25-27; Col., 2, 2ss.).
Como en toda creación de Dios, se trata de llamar a los hombres desde la nada al ser, "sólo que ahora la nada desde la cual son llamados es aquella que después de Adán los hombres se han fabricado con sus manos" (5). Expertos en idolatrías, en infidelidades e ingratitudes con Dios a través de incontables generaciones, deliberadamente sordos a la continua exhortación de los Profetas: "oíd y vivirá vuestra alma" (Is., 55, 3), "los hombres son llamados a una existencia radicalmente nueva acordada por la gracia" (6). Esta existencia se ordena -en Cristo Resucitado- a la salvación universal de los hombres, es decir a la realidad absolutamente nueva del Reino de Dios o Vida Eterna donde, finalmente, todas las cosas se hallarán sometidas a Cristo y, con todos sus fieles, Cristo se someterá al Padre (1 Cor., 15, 20-28). Ahora bien, para "Isaac el Sirio, así como para toda la tradición mística de la Iglesia de Oriente, una vez que el Logos de Dios haya cumplido esta misión, las palabras humanas de proclamación, súplica y alabanza serán transformadas para siempre en un silencio de contemplación" (7).
Una modesta conclusión se impone: si esto es así y lo creemos, la realidad de la experiencia cristiana, desde la Creación hasta la recapitulación de todos los hombres y todas las cosas en Cristo Jesús, amorosamente sometido al Padre para que, efectivamente, "Dios sea todo en todos", se enraíza en el silencio que procede del Padre y que, a través de la totalidad de la historia y de su consumación, retorna al Padre en la contemplación amante de los hombres a través de su Hijo, en el Espíritu Santo. El cristiano, entonces, es el hombre que está llamado con la fuerza y el imperio de una vocación irrenunciable a discernir y a experimentar en su corazón -de todo corazón- la realidad y la necesidad del silencio (8), como un verdadero sacramental. Deberá hacerlo en una cultura que se construye a sí misma desde la intención y el programa de la legión innumerable de los ruidos exteriores e interiores. Así, entonces, el cristiano será el hombre convencido de la grave y dulcísima obligación de hacer silencio. El mundo y los que vivimos hoy en él podemos -si queremos- aprender esta lección indispensable del verdadero monje, quien no se limita simplemente a callar o, peor aún, a crisparse en algún mutismo sino que, ante todo, emplea todas las fuerzas de su ser y su obrar para celebrar la dimensión teológica del silencio como proemio y palabra que Dios no cesa de dirigirnos a través de todos sus signos en cada hombre, en cada cosa, en cada tiempo.
En nuestra cultura, agitada hasta el frenesí, -no tanto por la realidad lacerante de las pseudofiestas, cuanto por la asepsia y el rigor sin alma de la multitud de las planificaciones que exaltan los medios y decretan la abolición de todo fin que no sea, precisamente, alguno de aquellos medios -es preciso que haya hombres capaces de la profunda y la gozosa inmersión en el silencio, de tal modo que su corazón, su boca y sus labios, y la obra de sus manos, alumbren silencio. Frente a los ríos torrentosos de palabras que invaden y arrastran nuestra realidad humana cotidiana produciendo solamente ruido de palabras, tenemos que examinar, alguna vez, la calidad de ser de nuestro hacer silencio. Esta tarea necesaria y que nacerá siempre de la paz -mendigada como el pan, cada día- será verdaderamente constructiva, responderá serenamente a lo impertinente y aun necio de la pregunta tantas veces repetida: ¿"qué vamos a hacer"? Aquí conviene recordar seriamente las palabras de Nietzsche: "el desierto avanza". Lo que hay que hacer es, entonces, multiplicar los oasis. Y, en nuestro caso, multiplicar en cada corazón humano, en cada comunidad, los oasis de silencio en el sentido señalado.
Nuestro hacer silencio será, en cada uno, una verdadera sinergia, una obra de co-operación consciente, responsable, penetrada de un auténtico sentido de belleza, en el silencio, con el silencio, a fin de descubrir renovadamente el poder siempre actual de Cristo Jesús en cuanto Palabra del Padre en la óptica sinfónica del Evangelista San Juan y, así, discernir y gustar la abismal sabiduría de la antinomia que enseñaban los Padres: ya que ese Cristo Jesús es "el Creador y el Redentor, el Juez escatológico y el Cordero inmolado, el Sumo Sacerdote y el Siervo de los siervos" (9), de modo tal que la omnipotencia absoluta de Dios en su Cristo se manifieste en humillación voluntaria, el sufrimiento indecible y la muerte de cruz. Y así el gran misterio consista en que en lo profundo y real de toda esa debilidad, viva, intacta y victoriosa para siempre, la fuerza del Espíritu que no sólo resucita sino que glorifica a Cristo y, en él, al hombre.
"Dios se revela hablando desde el fondo de su silencio: silencio delante de sus acusadores, silencio delante de Pilato, silencio en la Cruz sólo interrumpido por las palabras esenciales. Pero para que el silencio se haga la "matriz" de la Revelación, el silencio debe adquirir su propia realidad objetiva. Lejos de ser una mera ausencia de ruido, una supresión momentánea de los sonidos del ambiente, el silencio es una actitud del espíritu y del corazón" (10).
En todo caso, el silencio no es un fin, es un medio necesario para alcanzar "un espacio sagrado en la persona, de manera que ella pueda percibir una presencia invisible y escuchar una voz inaudible" (11). El silencio -junto con la soledad- es una de las dimensiones complementarias del "espacio sagrado del corazón" (12).
2. El marco de la lectio divina
Quisiéramos tener presente el marco viviente de la lectio divina para proceder al examen de la relación que se da entre el Maestro y el discípulo, así como la consideración de aquellos modos de obrar que corresponden al ser en cada caso propio, es decir: hablar y enseñar -el Maestro- callar, escuchar y aprender -el discípulo.
Es manifiesto que la realidad de la lectio divina se da dentro del espacio de la vida monástica y, también, dentro de ese otro vasto espacio que abre su venerable tradición. Sin embargo, lo que la lectio divina puede proponer a nuestra cultura contemporánea no se reduce a los límites físicos o jurídicos del monasterio. En efecto, su estímulo y ejemplaridad profundos irradian hasta nosotros.
Antes que hablar de la vida monástica, tendremos presente al monje. Este es el hombre de la alabanza (13): "Alabad el Nombre del Señor/ alabadlo, siervos del Señor / que estáis en la casa del Señor" (Sal., 134; Sal., 66). Ahora bien, esta alabanza se ordena -en su totalidad- a la glorificación de Dios quien, precisamente, obra en el monje (14). Así, una perfecta expresión de esta vida es la que señala San Pablo: "para alabanza de su Gloria" (Ef., 1, 12-14). En el contexto trinitario de la vida y de las obras del monje, dos palabras resumen y expresan este dinamismo: Padre-Gloria. Más aún, "la Gloria de Dios es el fin de la vida contemplativa" (15) a la que está llamado el monje por su profesión. El monje es el hombre de la glorificación.
La lectio se halla en el orden mismo de la vocación cristiana y, en cuanto lectio divina, presupone la total iniciativa de Dios. De tal manera, esta lectio será siempre una respuesta al Señor. Pero, está claro que el acto del responder exige, previamente, el acto de escuchar e instaura la posibilidad misma de la lectio y aun su contenido. Si esto es así, la calidad y profundidad del responder es directamente proporcional a la calidad y profundidad del escuchar. Así la RB advierte al hombre: "Escucha, hijo, los preceptos del Maestro, e inclina el oído de tu corazón" (16). Ahora bien, este escuchar debe ser bien entendido. Es, ante todo, una actividad interior que vincula el acto de oír con la profundidad decisiva del corazón como -permítasenos la expresión- el órgano de la persona, haciendo a este escuchar un acto y una dimensión humana entrañables (17). Además, el oído del corazón debe inclinarse en un gesto en el que se aúnan la atención intensa y sincera, con la humildad más concreta y viviente. La inclinación que aquí cuenta excluye, absolutamente, la altivez del corazón que no escucha sino que, por el contrario, juzga y decide desde su propia voluntad, sin tener en cuenta a Dios que habla. Dice el Himno de Vigilias, durante el tiempo ordinario:
"Señor, ¿a quién iremos, si tú eres la Palabra?" / (...) "Señor, ¿a quién iremos, si tu voz no nos habla? / "Nos hablas en las voces/ de tu voz semejanza:/ en los goces pequeños/ y en las angustias largas/ (...) "En los silencios íntimos donde se siente el alma",/ (...) "¿A dónde iremos, dinos/ Señor, si no nos hablas?"
El monje es un hombre que lee, un hombre que escucha con un corazón atento y humilde, cotidianamente, la palabra que el Señor Dios quiera dispensarle a través de la Liturgia de cada hora, de la oración comunitaria y personal, de su trabajo, de todas y cada una de sus observancias monásticas, de su corazón, el de los huéspedes y el de todos los hombres, de cada cosa como un signo para discernir en Cristo Jesús. Este escuchar que exige la lectio presupone la vigilia, es decir: un levantarnos del sueño o el sopor espiritual (Rom., 13, 11) (18) y, al mismo tiempo, reclama la ductilidad de nuestro corazón: "Si oyereis hoy su voz no endurezcáis vuestros corazones" (Sal.,94, 8) (19). La Regla añade:
"el que tenga oídos para oír (Mt., 11, 15) escuche" (20).
Lo que hay que escuchar, precisamente, es la voz del Señor que insiste: "Venid, hijos, escuchadme, yo os enseñaré el temor del Señor" (Sal., 33, 12) (21). Pero, ¿acaso no es natural y aun obvio que aquel que tiene oídos, justamente, oiga y finalmente escuche? No, si como acontece reiteradamente en el tiempo, el que oye ha entrado en su existencia en un proceso de idolización que pervierte el ejercicio de sus sentidos en orden a la verdad y la salvación, porque todo su ser se ha hecho semejante a la obra de sus manos: ídolos. El hombre se hace semejante a lo que adora y, en este caso, se hace deliberadamente ciego y sordo, sólo ve y sólo oye su poder hacer indefinido.
El escuchar que comporta la lectio divina exige del monje actos, como un modo concreto de responder a los santos consejos del Señor (22). A través del escuchar de la lectio debemos pasar del corazón a las obras de cada día.
La dimensión de este escuchar de la lectio quedaría esencialmente incompleta si no fuera vinculada con el olvido y la memoria (23). En efecto, es a partir de un haber dejado de escuchar a Dios como se instala el olvido en el corazón del hombre, y con este olvido el pecado. En cambio, la memoria activa, la memoria que busca al Señor mendigando el menor eco de su presencia, tiene que ver con el misterio de su presencia y asistencia continuas. Más aún, a partir de esta memoria se promueve una verdadera sinergia -cooperación- y simbiosis que -como quiere San Gregorio Magno- hace que la Sagrada Escritura crezca y progrese con quien la lee (24). El monje es el hombre de la memoria, aquel cuyo existir consiste en hacer memoria. El modelo de esta actitud monástica se halla en la Santísima Virgen Madre quien, desde su fidelidad sin fisuras, existió durante toda su vida en la memoria viviente, activa, de todo el A.T. y de cada palabra esencial salida de la boca de su hijo, el Verbo de Dios. María no sólo conservó sino que además actualizó con su memoria toda palabra de Dios. Aquí hacer memoria no es simplemente repetir, es vivir, es saborear y gustar, indefinidamente, el Misterio que se memora en términos de inefable dulzura. Iesu dulcis memoria. La Regla recuerda: "¿Qué cosa más dulce para nosotros, que esta voz del Señor que nos invita?" (25).
Conviene insistir, precisamente hoy, en la necesidad de comprender la relación interior y profunda que liga el ejercicio más excelente de la memoria con la realidad más substantiva de corazón, y que hace posible que el hombre descubra el secreto de su vida y, más aún, el secreto de la unificación de la totalidad de su vida: la dulzura. Una dulzura que, obviamente, no procede de la pobre experiencia de nuestro yo más egoísta, sino que recibimos de un contacto humilde y asiduo con la Palabra de Dios experimentada como un verdadero pan que no sólo nos alimenta sino -lo más importante- nos transfigura por adopción y participación, según la medida de nuestra docilidad, en lo que El es. La experiencia, triste, de nuestro desorden nos inclina a asociar la dulzura con el engaño y con la voluntad de poder que a veces se disimula detrás de ella y, entonces, un injustificado temor no nos permite gustar y ver con el corazón que la Verdad que es Dios es no sólo dulce sino dulcísima más allá de toda medida, y que, así, el hombre es constantemente atraído y contenido en su misteriosa capacidad para desear lo infinito en el Señor.
De tal modo, en el marco objetivo y viviente de la lectio divina el monje, y por extensión todo hombre, es invitado continuamente a hacer memoria. En este sentido cómo no pensar aquí en San Bernardo, maestro excelente del ejercicio monástico de la memoria en su comentario ininterrumpido a través de los años del Cantar de los Cantares. En la opinión del estudioso francés Dominique Poirel, refiriéndose a ese texto de Bernardo, escribe:
"Bernardo parece practicar con predilección las tres reglas siguientes: (1) no descuidar ningún detalle de la letra; (2) no dudar en multiplicar los sentidos espirituales; (3) iluminar la Biblia por la Biblia" (26).
Inmediatamente, en razón del interés de nuestro trabajo, quisiéramos destacar la pregunta que propone el Autor:
"(...) estas tres reglas implícitas ¿son propias de San Bernardo o de su época, o bien podemos todavía aplicarlas hoy para nuestro uso?" (27).
Antes de señalar la respuesta que indica Poirel, hay que tener presente ciertos datos previos. Dom Jean Leclerq OSB recuerda que San Bernardo conoce y recuerda la Sagrada Escritura de tal manera que cita como respira (28) y que "tiene en promedio una referencia cada dos líneas" (29). Esto permite comprender por qué se ha dicho que su hablar es bíblico, tal como para nosotros nuestro hablar es el español. Pero lo que importa aquí es que el pensar y el hablar de Bernardo exige una memoria de la Sagrada Escritura no sólo remota sino actual, es decir: de aquel texto que se tiene frente a los ojos, y que los labios y la boca articulan para hacerlo ingresar en la vida profunda e interior de corazón que cree. Está claro que esta memoria no permite aprender el texto de la Sagrada Escritura como en el caso de un tratado de gramática o de medicina (30). A la actividad de la memoria en la lectio debe precederla la oración y la mortificación de los sentidos, y la lectura debe hacerse en un espíritu de obediencia a la Palabra de Dios y con el deseo sincero de avanzar en el conocimiento y la experiencia de Dios. Ahora bien, el acto de la memoria que se pone en juego en la lectio que permite retener los textos no procede a favor de una actitud analítica coronada por una avidez de la voluntad en términos de apropiación rápida sino, por el contrario, el hacer memoria en este caso plenifica la mansedumbre de una frecuentación atenta, llena de admiración y adoración por los textos que se leen como presencia viva de Dios, de modo tal que las palabras sean recibidas en términos de una fina, una dulce, una constante llovizna que impregne el corazón y, así, derrote su dureza. Es evidente que ninguna facultad superior en el hombre opera sola y que, entonces, esta actividad refinada de la memoria se acompaña de los actos correspondientes de la inteligencia, la imaginación y los afectos en una unidad viviente. Recordamos solamente lo que comprendemos y lo que amamos. Pero hay más, la memoria en la lectio promueve un verdadero acrecentamiento interior en el lector y, solidariamente, en el texto que se lee, en el sentido preciso en el que éste manifiesta nuevos significados ocultos hasta ese momento. Hay aquí un verdadero principio de existencia y configuración icónicos que destaca adecuadamente Casiano:
"Después de haber excluido todos los cuidados y los pensamientos terrestres, esforzaos en toda forma por aplicaros asiduamente ¿qué digo? constantemente a la lectura sagrada, tanto que esta meditación continua impregne al fin nuestra alma y la forme, por así decir, a su imagen" (31).
Ahora, quizá, estamos en condiciones de comprender la respuesta que propone Poirel: las reglas que practica implícitamente San Bernardo siguen siendo válidas hoy para la lectio y, además, permiten renovar la experiencia de la memoria en una cultura que, como la nuestra, se ha empeñado en renegar de ella contraponiéndola de una manera falsa, y a veces perversa, con la creatividad.
3. Las personas y la relación
La frase propuesta se refiere al Maestro por un lado, y al discípulo por otro. Pero ¿quién es, efectivamente, el Maestro?. De la respuesta adecuada a esta pregunta depende, precisamente, el ser del discípulo. En efecto, éste es, ante todo, el que reconoce al Maestro por su vínculo con la verdad. Jesús es el Maestro porque El es la Verdad, todos los demás lo son por participación en aquella Verdad que El es y que ellos reciben (32). Así por, ejemplo, la S.E. que habla constantemente en su Nombre y en su nombre nos enseña, así también el testimonio unánime de los Santos Padres de la Iglesia y de la Iglesia misma "Madre y Maestra", así por último la vida y las obras de todos los santos.
Por su participación viviente en la verdad todo maestro inicia a su discípulo en el hábito de la verdad, el cual consiste en discernir lo esencial y nombrarlo y, de este modo, distinguirlo de todo aquello que, ciertamente, no es ni puede ser esencial cualquiera sea la importancia que los hombres pretendan asignarle en el tiempo. En suma, el maestro es quien nos enseña a mirar y ver lo real en su verdad.
Por su parte, el discípulo queda definido en su ser por el reconocimiento que hace del Maestro. En realidad este acto se halla precedido por una actitud que lo hace posible, a saber la apertura al conocimiento de la verdad en términos de vida y de luz. El reconocimiento del Maestro, es el descubrimiento gozoso de aquél que en su persona realiza, al menos, un aspecto de la verdad. En Jesús ese reconocimiento es pleno y promueve en el discípulo sus dos virtudes esenciales: mansedumbre y humildad. En efecto dice el Señor: "...aprended de mí que soy manso y humilde de corazón" (Mt., 11, 29). La relación entre el Maestro y sus discípulos no es abstracta sino que por el contrario está penetrada por la vida del amor, y este amor es el indicio seguro de una comunión cierta y profunda que une sus corazones en un mismo amor a la misma verdad que ha conocido la inteligencia del discípulo. Ser discípulo, entonces, exige no sólo conocer, sino amar, es decir: hacerse uno con la verdad. Después de su gloriosa ascensión junto al Padre, Jesús ha previsto el desarrollo de una constante pedagogía interior, a fin de que los discípulos recogidos en su interioridad escuchen al Espíritu Santo Dios, el Maestro de la suavidad, que con sus dones poderosos ordena al hombre para que en este tiempo adore "en espíritu y en verdad", y se deje conducir en su existir, su oración y su labor por su misteriosa inspiración que articula nuestra ignorancia, nuestro silencio y nuestra aridez y los transforma en oblación agradable a Dios.
Lo propio del Maestro es enseñar y este enseñar, ordinariamente, se realiza en la experiencia de la palabra. En un sentido útil para el interés de nuestro tema, la Creación de Dios es en cada cosa creada una palabra que expresa al Creador y que se dirige al hombre en su inteligencia y su corazón. Desde el Génesis el hombre ha existido en relación a la magnífica multivocidad de las palabras creadoras de Dios, y el hombre mismo en su ser es correspondencia al diálogo intratrinitario de Dios (Gen., I, 26) "Hagamos al hombre". Así se comprende que Jesucristo, el Logos de Dios, no cesa de hablar a través de las cosas creadas, de la S.E., de la Iglesia y su Magisterio constante, de los santos, y de esa parte de nuestro corazón que se ha reservado para sí su Espíritu Santo para educarnos. Podemos preguntar: ¿por qué el Señor multiplica de tal manera su hablarnos? Porque El conoce la dureza altiva de nuestro oído y de nuestro corazón al sonido inconfundible de su voz; porque El previene la desdicha repetida de nuestra fascinación por los ídolos y por su pedagogía criminal, que le promete a nuestro corazón que es posible hacer la economía del silencio, de la soledad, del desierto, de nuestra desnudez y de Dios.
Lo propio del discípulo es callar y escuchar de verdad (Dt., 15, 5) la palabra del Maestro que siendo Dios, no sólo enseña sino que bendice. El drama constante de Israel consiste en su incapacidad para escuchar: "Escuchad mi voz y yo seré vuestro Dios, y vosotros seréis mi pueblo...Pero ellos no escucharon, ni prestaron oído, sino que procedieron en sus consejos según la pertinacia de su mal corazón, y se pusieron de espaldas, no de cara" (Jer., 7, 23-24). De un modo paradigmático para todo aprender posible para el hombre, se ve que dicho aprender consiste, ante todo, en un recibir con buena voluntad. Pero este recibir que resume y expresa el aprender no es mera pasividad sino, por el contrario actitud y actividad superior, a saber: disponibilidad y asimilación, apertura que se hace acogimiento concreto y cotidiano, vida honda y cierta que se deja configurar -no sin tensiones y esfuerzos- precisamente por aquello que recibe, es decir, la verdad. La negación explícita y deliberada de esta conducta discipular es la pregunta de Pilato -que no cesa de resonar- ¿qué es la verdad?
Conclusión
Resumamos rápidamente lo esencial de aquello que tenemos adquirido hasta aquí. Atentos a la frase propuesta: "El maestro habla y enseña, el discípulo escucha y aprende", hemos colocado la reflexión en el marco viviente de la lectio divina, y a partir de su experiencia hemos podido señalar algunos rasgos propios del hombre que es el monje. Así, se recuerda, el monje es el hombre de la alabanza, el hombre de la glorificación, el hombre de la lectura y de la escucha constantes, y por último el hombre de la memoria del corazón. Este hombre desde esa "escuela de servicio divino" que es el monasterio puede enseñar, fiel a sus raíces firmes y profundas de estabilidad y silencio humilde, aquello que, precisamente, él vive. Los síntomas del malestar de nuestra cultura se multiplican sin cesar, y es perfectamente inútil intentar cerrar su lista, ésta seguirá abierta. El monje descubre, cada día, la exigencia -desde Cristo- de hacer más sensibles aún sus entrañas de compasión y de misericordia por toda miseria y laceración humana, imitando en todo a la Madre que es la Iglesia. Entre tanto, el monasterio, es decir cada monje, -en medio de una cultura extremadamente monetizada y crispada sobre el desorden de sus pasiones más elementales y que por otra parte no termina de resolver el desengaño que le produce su propio ser más y más audiovisual, más y más tecnocientífica- puede y debe enseñarnos a leer y a vivir, a callar y a pensar, a escuchar y adorar, a creer y a existir en una intensidad desconocida para el abismo de nuestra superficialidad. Escuchemos las palabras de un testigo fiel y particularmente lúcido de nuestro tiempo, el P. Marko Ivan Rupnik S.J., Director actual del Centro Aletti, en Roma:
"Hoy todos advertimos en el aire un cierto cansancio: cansancio de las cosas, de los objetos, de una cultura materialista, cuantitativa, a la que no sabemos renunciar, pero que sin embargo no nos satisface. Al Este hay un cansancio de una cultura de ideología que sobre el altar de una humanidad abstracta ha sacrificado personas y ha dejado tras su paso, heridas, exigencias precisas. Sea al Este, sea al Oeste, es evidente que hay una cuestión que concierne a la vida. Hoy el hombre no es sensible a cuestiones abstractas, artificiales, sino a todo lo que toca su vida. Ligada a esto, en este momento, hay otra cuestión muy importante que atraviesa tanto al Este cuanto al Oeste: la cuestión de la memoria. La cuestión de la memoria es la cuestión del corazón, y la cuestión del corazón es una cuestión de la experiencia y, conjuntamente, de la reflexión de la experiencia, es decir: de la integración de la experiencia. Todo esto indica la necesidad de colocar bajo la luz, de poner nuevamente en el centro ...la persona en su significado integral (33)".
Lo que el monasterio, y entonces cada monje, pueden enseñar a nuestro tiempo y nuestra cultura es cómo se pasa del cosmos como Libro de la naturaleza al cosmos como Libro de las Escrituras (34) por medio del ministerio, precioso, del corazón. En efecto, es en el ámbito propio del monasterio donde cada uno puede advertir con gozo magnífico cómo una comunidad monástica -con un corazón unánime en la oración y en el trabajo, en el amor a Dios y los hermanos y el santo acogimiento de los huéspedes como Cristo mismo- configura, día a día, entrañablemente, un cosmos que va siendo experiencia anticipada de la gloria, desde toda nuestra precariedad e insuficiencia. Si escuchamos bien, un latido detrás de otro latido, a través de todas las cosas y todos los hombres, ellos ya entonan la exclamación inacabable en el Templo renovado de la Creación: Gloria, Gloria, Gloria.
ooooooooooooooo
NOTAS
(1) Esta tarea de interiorización se desarrolla entre dos extremos: por un lado, el conocimiento y la aplicación de la Regla monástica de una manera justa y prudente; por otro, el camino de una libertad y creatividad respecto a lo inédito y diverso de cada situación que configura al mundo como tal donde se es invitado, continuamente, a descubrir en cada caso la fidelidad al espíritu de la Regla. Cf. Dom Jean GUILMARD, Los oblatos seglares en la Familia Benedictina, traducción de Ludovico VIDELA Oblato Benedictino, Bs. As., Ecuam, 1992.
(2) Cf. IIas Jornadas de Espiritualidad Católica: Orden y Afectividad, Organizadas por el Centro de Estudios San Jerónimo de Santa Fe de la Vera Cruz, en San Antonio de Arredondo, Córdoba, 8, 9 y10 de junio de 1996. La frase propuesta corresponde a un texto de la Regla de San Benito (=RB), cap., VI, El Silencio, 6, "Nam loqui et docere magistrum condecet, tacere et audire discipulum convenit". Citamos por la Edición del texto crítico de la RB de Adalbert DE VOGUE -Jean NEUFVILLE Monjes Benedictinos de La Pierre- qui-Vire en la traducción de Pablo SAENZ OSB, Bs. As. ECUAM 1990.
(3) Cf. BRECK, Jean, La puissance de la parole. Une introduction à l‘herméneutique ortodoxe, traduction de Françoise LHOEST, Paris, Ed. du Cerf, 1996, p. 3.
(4) Cf. IGNACIO de Antioquía, "No hay sino un solo Dios, manifestado por Jesucristo, su Hijo, quien es su Logos salido del silencio", Ep. ad Mag., VIII, 2.
(5) Cf. Jean BRECK, La puissance de la parole, op. cit., p.14.
(6) Cf. J. BRECK, op. cit., p.14.
(7) Cf. Ibíd.
(8) Cf. RB, cap. VI, El silencio, 3-5: "Por tanto, dada la importancia del silencio, rara vez se de permiso a los discípulos perfectos para hablar aun de cosas buenas, santas y edificantes, porque está escrito: Si hablas mucho no evitarás el pecado (Prov., 10, 19), y en otra parte: la muerte y la vida están en poder de la lengua" (Prov., 18, 21).
(9) Cf. BRECK, Jean, op. cit., p. 19.
(10) Cf. Ibíd., p. 23.
(11) Cf. Ibíd., p. 24.
(12) Cf. Ibíd. Cf. ad., Tomás SPIDLÍK, Lezioni sulla Divinoumanità, Roma, Lipa, 1995, 5. Il cuore nella spiritualità dell’ oriente cristiano, pp. 83-98, Importante y bello trabajo que examina la noción de corazón a la luz de una tradición rica y no siempre conocida y que, además, vincula la realidad espiritual del corazón humano con las realidades igualmente espirituales de la persona y del icono. Cf. ad. Ibíd., 7. La devozione alla Madre di Dio nelle Chiese orientali, pp. 115-155, 6. La spiritualità del cuore, pp. 133-138. La realidad del corazón y su profundo significado espiritual fue estudiada y expuesta por el P. SPIDLÍK en su obra intitulada: La doctrine spirituelle de Théophane Le Reclus. Le Coeur et le Esprit, Roma, 1965.
La palabra "corazón" promovió una cuestión importante en algunos Padres de la Compañía de Jesús respecto del tratamiento teológico-espiritual que le daba el P. Tomás Spidlík. Así, por ejemplo, el P. Bernhard Schultze, quien se oponía a la publicación del libro citado de SpidlÍk a favor de sus preocupaciones apologéticas y de su intención de salvaguardar el primado del intelecto frente al corazón. Sobre la obra de Bernhard. Cf. E. FARRUGIA SJ., P. Bernhard Schultze SJ: Life and Work (1902-1990), OCP, 56 (1990), pp., 269-282 citado por el mismo E. FARRUGIA, Un cuore per lo spirito. Tomás Spidlik compie 75 anni (17.XII.1919-17.XII.1994) in Tomás SPIDLÍK, Lezione sulla Divinoumanità, Roma, Lipa, 1995, p. 31. Esta posición restrictiva no fue compartida por el P.E. CANDAL SJ, ni tampoco por el P.René ARNOU SJ., reconocido estudioso de la filosofía griega y del platonismo de los Padres, quien apoyó la idea de SpidlÍk. Este logró mostrar cómo y por qué la realidad del corazón en la inteligencia de la teología espiritual de oriente trasciende tanto el racionalismo, cuanto el sentimentalismo. Cf. E. FERRUGIA, Lezione sulla Divinoumanità, op. cit., p. 31. nn., 75 y 76.
(13) Cf. Jean DE LA CROIX, Restauración de la lectio divina en Cuadernos Monásticos Año, XX, (1985), Nº 73-74, p. 152.
(14) Cf. Id., op. cit., p. 152.
(15) Cf. Ibíd. Cf. ad. P. Tomás SPIDLÍK S.J., La Contemplación, en Cuadernos de Espiritualidad y Teología año III, Nº 7, (1993) pp. 39-64, espec., pp. 54-55: "Filarete de Moscú muestra que toda la economía de la Redención no tiene otro fin que recordarnos la Gloria divina. Y esta Gloria es la revelación, la reflexión, el revestimiento de la perfección interior de la Trinidad Santa"; "El la dona a los que El hace partícipes, la reciben; ella retorna a El, y en esa relación perpetua, por así decir, de la Gloria divina consiste la vida bienaventurada de las creaturas".
(16) Cf. RB, Prol., 1.
(17) Cf. RB, Prol., 9, "Abramos los ojos a la luz divina y oigamos con oído atento lo que diariamente nos amonesta la voz de Dios...".
(18) Cf. RB, Prol., 8.
(19) Cf. RB., Prol., 10.
(20) Cf. op.cit., 11.
(21) Cf. op.cit., 12.
(22) Cf. op.cit., 35.
(23) Cf. Jean DE LA CROIX., O.S.B.., op. cit., pp.154-155.
(24) Cf. GREGORIO MAGNO, Hom., VII, 1, 1. Pl., 76, nº 8, 43-55.
(25) Cf. RB, 19. La dulzura aquí es la de la voz del Señor. Manifiestamente dicha voz expresa articuladamente el abismo de dulzura de su ser.
(26) Cf. Dominique POIREL, La lectio divina, vida espiritual in Communio.
(27) Cf. D. POIREL, art. cit., p. 64.
(28) Cf. Dom Jacques LECLERQ OSB, Escriture Sainte et vie spirituelle, II B 8, Saint Bernard et le XII siècle monastique in Dictionaire de spiritualité, t. 4, col. 188.
(29) Cf. E. VACANDARD, Vie de Saint Bernard, t., 1, Paris, 1985, p. 467. Citado por D. POIREL, art. cit., p. 64, n. 28.
(30) Cf. D. POIREL, op. cit., p. 64.
(31) Cf. Juan CASIANO, Col., 14. De la science spirituelle, Paris, Ed. Le Cerf, 1958, pp. 195-197.
(32) Cf. Jn., 3, 2; 3, 10; I Cor.,12, 29; Ef., 4, 11; 2 Tim., 4, 3.
(33) Cf. P. M. RUPNIK SJ, Introduzione in Tomas SPIDLIK, Lezioni sulla Divinoumanità, p. 7.
(34) Cf. P. J. SEIBOLD S.J., Liber naturae et liber Scripturae. Doctrina patrística medieval, su interpretación moderna y su perspectiva actual, en Stromata (1984), pp. 59-85.
En relación con la implicación cultural de la misión monástica Cf.ad. Eduardo GHIOTTO O.S.B., La lectura de la Palabra de Dios en la Comunidad Monástica en Cuadernos Monásticos, 96-97 (1991) pp. 127-142, espec., pp. 140-142.