DE CRISTO A LA EUCARISTÍA Y
DE LA EUCARISTÍA A LA ETERNIDAD
P. Ramiro Sáenz
Cuando San Pablo es llevado preso a Roma, Festo expone su
causa: se trata de un conflicto con los judíos por “un tal Jesús, ya muerto,
de quien Pablo afirma que vive” (Hech. 25, 19). Una declaración tan simple
sintetiza lo más central del cristianismo: Cristo está vivo.
I - DEL CRISTO VIVO A LA SANTA MISA
1- Cristo está vivo
Siempre que Israel se alejaba de Dios y le eran enviados los Profetas, el tema central de su predicación era el Dios vivo. ¿Por qué? Porque cuando el hombre se aleja de Dios tiende a irle quitando sus atributos: ya no es el Dios santo, que todo lo ve, que está presente, que nos juzgará,... Se transforma así en un Dios lejano y abstracto. Es decir, ya no es el Dios vivo con la infinita abundancia de la vida Divina en el cual estamos sumergidos. El deísmo es no sólo una doctrina filosófica sino una actitud del espíritu humano que quiere esconderse de Dios (como Adán y Eva) o hacerlo lejano y sin vida, lo cual es lo mismo. Ese Dios ya no nos molesta con su presencia santa, cercana, lúcida y celosa. Es un Dios domesticado. No ya un padre sino un abuelo. Para el alma recta, en cambio, es al contrario. Nada más consolador que su presencia y su presencia viva.
Eso ha significado la Resurrección de Cristo para los
Apóstoles y primeros cristianos. Una de las características con que los
Profetas designaban la era mesiánica era como un tiempo de “consolación”.
Una consolación sobrehumana de saberlo Dios, y por lo tanto tan grande, a la
vez que hombre, y por lo tanto tan identificado con las cosas del hombre,
especialmente con aquello que más lo aflige como es el dolor y la muerte, ahora
superados. Siempre que Cristo anuncia su pasión y muerte, anuncia también su
resurrección. Imaginemos lo que ha significado para los Apóstoles después de
la tragedia de la Pasión el encontrárselo de nuevo vivo. Durante 40 días se
fue apareciendo cada ocho días con nuevas enseñanzas, algunas pocas de las
cuales están escritas en el Nuevo Testamento.
2- La Santa Misa, sustituto de las apariciones.
Un buen día Cristo sube a los cielos pero deja dicho: “Yo estaré con vosotros hasta el fin del mundo”. ¿Dónde lo encontraron ahora? Nos responde un texto de los Hechos de los Apóstoles: El primer día de la semana “Acudían asiduamente a la Enseñanza de los Apóstoles, a la comunión, a la fracción del pan y a las oraciones” (Hech. 2, 42). He aquí el sustituto de las apariciones, o de los encuentros “dominicales” ahora manifestado de cuatro maneras. La “enseñanza de los Apóstoles” era la continuación de la de Cristo, que hasta hace poco fascinaba las almas rectas; la “comunión” en el vínculo de amistad que nacía espontáneamente entre aquellos que compartían el amor a Cristo; la “fracción del pan” era la actualización, presencia de toda la Pasión, Resurrección y Glorificación de Cristo bajo los velos de los signos pero que para ellos eran transparentes; la “oración” era el nuevo modo que el mismo Cristo les había indicado para acercarse a él y tratarlo familiarmente. Todo ello estaba contenido en ese rito sagrado al que se acercaban “asiduamente”: la Eucaristía. Por ello la Misa será el sustituto de las apariciones dominicales de Cristo resucitado, y la continuidad entre ambos marcará el espíritu con que la vieron los primeros cristianos. En efecto, allí hay “alguien”.
Es conmovedor ver cómo vivieron la Misa los primeros
cristianos. ¡En aquel contexto todo era tan natural, tan cercano y fresco!
Hacían falta pocas explicaciones. Esa fuente abierta para todos los hombres que
era Cristo, se multiplicaba hasta los confines de la tierra y se daba a cada uno
de la manera más íntima. Por ello Santo Tomás de Aquino nos dirá con toda
precisión: “Lo que los efectos de la Pasión de Cristo hicieron en el mundo
hace este sacrificio en el hombre” (1).
Así lo vivió la primitiva Iglesia, de la que tenemos pocos pero preciosos
datos (2).
El primero que traeré es de un gobernador romano de Bitinia, que por el año
100-105 pide consejo al emperador Trajano sobre el trato que debía dar a esa
nueva “superstición”, que describe así:
“Afirman
(los cristianos) que la suma de su error o culpa consistía en reunirse un día
señalado antes de salir el sol y entonar un cántico a Cristo como a Dios, en
obligarse mutuamente y con juramento, no a maldad alguna, sino a no cometer
hurtos, latrocinios ni adulterios, a no faltar a la palabra dada ni negar el
depósito recibido. Hecho esto, se retiraban”.
Tenemos también el de San Justino, laico martirizado el año 130:
“El día que se llama día del sol, todos, ya habiten en ciudades o en el campo, se reúnen en un mismo lugar”.
Más conmovedor es el de estos mártires de Abitene, en
Túnez, en tiempos de Dioclesiano (por el año 300). Detenidos por reunión
ilegal, son interrogados por el procónsul:
“Saturnino (sacerdote) le responde:
— Hemos de celebrar el día del Señor; es nuestra ley.
Después le toca a Emérito (lector):
“¿Se celebraron en tu casa reuniones prohibidas?
Sí, hemos celebrado el día del Señor.
— ¿Por qué les permitiste entrar?
— Son mis hermanos, no se lo podía prohibir.
— Deberías haberlo hecho.
— No podía hacerlo: no podemos vivir sin celebrar la Cena del Señor."
También tenemos ejemplos en nuestros días. Durante la
Revolución Francesa, en una parroquia, el sacerdote expulsado exhorta a la
comunidad a reunirse a las 10, hora en que él celebrará la Eucaristía. Así
lo hizo el pueblo uniéndose al sacerdote. En los países comunistas
acostumbraban celebrar las llamadas “Misas blancas”, que consistían en
recitar las oraciones omitiendo las del sacerdote ante un altar en el que
cruzaban la estola sobre el misal. En nuestra historia es conmovedora la vida
entre los ranqueles de un grupo de emigrados unitarios que, los domingos, “leía
ciertos oficios divinos en un Ancora de Salvación que conservaba sucia y casi
desecha” (3). Algo semejante encontramos en el caso de Santiago Avendaño,
cautivo a los 7 años y que los domingos, según la cuenta que él hacía,
rezaba de un viejo devocionario algunas oraciones especiales. Era una manera de
sustituir el vacío de la Misa.
II- EL MULTIPLE EFECTO DE UNA PRESENCIA
1- El sentido de la Santa Misa
Por todo lo dicho, la Misa es un verdadero “misterio”,
prolongación de la Encarnación. Ambos, los más grandes insertados en nuestra
tierra. Los antiguos llamaban simplemente “misterios” a las acciones
sagradas que hoy llamamos “sacramentos” o “sacramentales”. Dieron origen
a toda una disciplina que se llamó del “arcano”, por la cual aquellos que
no tuvieran fe suficientemente ilustrada, no podían acercarse y participar de
ellos. Incluso el adulto que se estaba instruyendo en la fe, hasta no llegar al
final no podía participar de toda la Misa sino sólo de la liturgia de la
palabra. Luego debían retirarse. Para asegurarse de todo esto existía un
ministerio especial: el ostiario o portero de la iglesia.
Este sentido del misterio, presente en lo sagrado, responde, por otro lado, al
deseo natural de conocer, que en las cosas de Dios siempre encontrará algo
nuevo. En nosotros se manifiesta por la capacidad de asombro, admiración, que
nunca debe apagarse. Pero hoy se han sustituido los misterios por sus
caricaturas: sean de las cosas (misterios del universo), lo personal o la
interioridad (test, horóscopos, mancias, etc) o de los demás (vidas ajenas,
etc).
Nadie desconoce que la búsqueda de las cosas de Dios, por muy convencidos que
estemos de ello, tiene sus tentaciones propias. Es opacada y desanimada por la
tentación llamada “acidia”, que para más es vicio capital, es decir que
produce otros efectos en cadena. Consiste en la “tristeza del bien Divino”,
nacido no de una insuficiencia de bondad o belleza en Dios sino en la
imperfección del sujeto que lo busca. “Para los ojos enfermos es odiosa la
luz, que para los sanos es agradable”, decía San Agustín. Ello explica ese
disgusto que suele producir la oración y la participación en la Santa Misa.
“No siento nada”, se escucha con frecuencia. A continuación nace el deseo
de buscarlo en medio de un mundo más atractivo sensiblemente: liturgias
novedosas y sensiblemente más impactantes. Tentación, por otro lado, también
del sacerdote. Santo Tomás observaba que esta acidia nacía de
una “débil consideración de los bienes divinos”, por lo que el remedio
estaba en hacer lo contrario pues “cuanto más meditamos en los bienes
espirituales, tanto más deleitosos se nos hacen”. (4)
Una manera ligth de acercarse a la Misa es buscar en ella un momento agradable,
una “Misa divertida”, como se suele decir. La Misa puede ser santa o no,
pero la categoría de divertida no le pertenece. Es como decir que una comida es
clara u oscura, o que un paisaje es alto o bajo. En realidad se está buscando
otra cosa y no a Cristo Resucitado. O, si se quiere, nos pasa como a María
Magdalena, que buscaba a Jesús sensiblemente y Cristo se la corrige
diciéndole: “No me toques, que aún no he subido al Padre”. La liturgia de
la Misa debe ser de tal manera que quien esté frente a ella le nazca decir como
San Juan: “Es el Señor”.
2 - El sentido del domingo
El ritmo de siete días pertenecía ya a la tradición judía,
pero impactó a los primeros cristianos con un sentido nuevo. Cristo reposó el
sábado y se apareció el domingo, primer día de la semana para los judíos. A
su vez las apariciones eran “cada ocho días”.
El domingo era entonces el “primer día de la semana”. Esto recordaba los
días de la creación. Ahora todo se hacía nuevo en Cristo: es la “Nueva
Alianza”, nuevo comienzo de todo. Restauración de la humanidad y del cosmos.
La Iglesia es el nuevo paraíso al que ingreso por el bautismo, como lo indica
todo el arte de los antiguos bautisterios. Y Dios vuelve a pasearse por el
paraíso, como en los días primeros.
El domingo es el sustituto del “sábado”, día de reposo en la tierra de los
trabajos temporales. Pero no es ausencia de actividad sino reposo de la mente en
las fuentes de la vida, de la luz, del ser. Reposo que no es inactividad, algo
meramente pasivo, sino gozo contemplativo o contemplación gozosa en Dios (5).
Santo Tomás observa que el pecado de acedia conspira
justamente contra esta necesidad y obligación de la creatura: el reposo
dominical indicado en el tercer mandamiento.
El domingo es también el “octavo día”. Es el que supera el séptimo,
símbolo del tiempo: la eternidad, esa nueva dimensión a la que ingreso por la
gracia. El templo y la Santa Misa, espacio y tiempo, son figura e incoación de
la eternidad.
Fue tan significativo en la antigüedad el “día del Señor”, que ya cuando
San Juan escribe el Apocalipsis los cristianos le daban ese nombre, sustituyendo
el romano “Dies solis”. Luego Constantino decretará feriado ese día a
principio del s. IV. Su influjo pasará a las lenguas latinas (Domenica,
dimanche, domingo) y de otra manera a las eslavas (voscresenie, resurrección).
El inglés y el alemán mantienen el nombre pagano (sunday y sonntag).
Hoy se ha sustituido el Día del Señor por el “fin de semana”, no indicando
sino algo totalmente sin sentido, neutro, vacío. Entonces es que el hombre “aunque
vestido de fiesta, es incapaz de festejar” (6).
3- El sentido del sacerdocio.
Así entendido el Sacrificio de Cristo, se comprende la naturaleza del sacerdote y su misión. Este obra In persona Christi, en el lugar de Cristo sacerdote. Toda la acción litúrgica ha sido con razón definida en nuestros días como “el ejercicio del sacerdocio de Cristo” (7). No es un simple animador de una comunidad y menos aún un showman, como ha reprochado el Cardenal Ratzinger. “Se ha intentado mostrar una religión atractiva con la ayuda de tonterías a la moda y de incitantes principios morales, con éxitos momentáneos en el grupo de creadores litúrgicos” (8), pero que no es ya el “encuentro con el Dios vivo”. El sacerdote no está ni de cara al pueblo (como se ha impuesto la costumbre) ni de espaldas; está de cara a Dios.
III - DE LA SANTA MISA A LA ETERNIDAD
Hemos ido de Cristo a la Eucaristía, ahora iremos de la
Eucaristía a Cristo resucitado a la derecha del Padre. Al unirnos y recibir a
Cristo mismo, estamos introduciéndonos de la manera más perfecta en otra
dimensión: la eternidad. Esta ya se encuentra en la Iglesia especialmente por
la Santa Misa. Para comprenderlo, nada más gráfico que acudir a la misma
pedagogía divina en una de las apariciones: la del lago, relatada en el
capítulo 21 de San Juan.
La nave de los Apóstoles (figura de la Iglesia) se mueve hacia la orilla, la
tierra firme (figura de la eternidad). Cristo Resucitado es percibido detrás de
los velos de su humanidad: “Es el Señor” dice San Juan. Nuestra liturgia
debe ser de tal manera sacra, santa, que manifieste, detrás de los velos, el
misterio de Cristo. Lo descubre el Apóstol casto, el que estuvo más cerca de
la Pasión. En la medida que nos purifiquemos y nos ejercitemos en las virtudes
entre los avatares del mundo durante la semana podremos “ver” al Señor.
Cristo se aparece en tierra firme (en contraste con el lago): es la estabilidad
de los bienes eternos, anticipados por la Eucaristía.
Es el amanecer (en contraste con la noche): Es la luz eterna que se anticipa en
la Iglesia y la Eucaristía como una aurora.
Cristo es el octavo personaje del cuadro (superando los 7 apóstoles): es la
eternidad propia de Dios que se participa por la Eucaristía.
Comen peces y panes (en contraste con el ayuno): es la Eucaristía como
sacrificio y sacramento con los que nos saciaremos en el cielo; “felices los
invitados al banquete celestial”.
De Cristo a la Eucaristía y de la Eucaristía a la eternidad. Esa tensión
entre el pasado y el futuro lo confesamos en esa expresión litúrgica: “Anunciamos
tu muerte, proclamamos tu resurrección, ven Señor Jesús”.
oooooooooooooooooooooooooooooo
NOTAS
(1) Suma Teológica, III, 79, 1.
(2) Datos tomados de A. Hamman, La vida cotidiana de los primeros cristianos,
Ed. Palabra, Madrid 1985, p. 204.
(3) Estanislao Zeballos, Painé y la dinastía de los zorros, EUDEBA, Bs As 1964, p. 111.
(4) Suma Teológica, II-II, 35, 1 ad 4.
(5) Juan Pablo II, Dies Domini, 11.
(6) Juan Pablo II, Dies Domini, 4.
(7) Pio XII, Mediator Dei; Sacrosantum Concilium, 7.
(8) J. Ratzinger, presentación del libro de Klaus Gamber, La reforma de la
liturgia Romana, Ed. Renovación, Madrid 1996, P. XXV.