Sermón de Dionisio el Cartujo
sobre San Juan Bautista
"El justo será como un fundamento eterno;
el impío dejará de existir,
como la tempestad que pasa" (Prov. 10, 25).
En el Evangelio de hoy (Mt. 11, 2-14) se nos recomienda al grande y gloriosísimo padre nuestro S. Juan Bautista, tanto por la narración de la verdad evangélica como por la palabra de Cristo, de muchas maneras y en modo sublime. Como atestigua el Evangelista, este hombre santísimo puesto en la cárcel y encadenado, impávido ante la muerte y libre de un temor desordenado, y como olvidado de sus propios peligros y adversidades, pero solícito de la salvación de sus discípulos, envió a dos de ellos hacia el Salvador para que fueran enseñados con sus respuestas. Pero no por ignorancia ni para informarse él, sino para saludable instrucción de sus discípulos es que interrogó a Cristo por medio de ellos. Con este ejemplo todos somos enseñados a dejar de lado todo temor desordenado, y a no temer a quienes matan el cuerpo (pues el justo confía como el león, que vive sin temor): sino que tengamos un santo temor al Juez omnipotente y eterno y a su reprobación, hasta tal punto que tengamos por nada lo corporal y temporal, y las adversidades; que además estemos siempre preparados para soportar dichas adversidades: por nuestros pecados, para alcanzar la gracia y la gloria, para configurarnos con Cristo que padeció por nosotros, y para ser arrancados de los suplicios futuros con todo esto. Por esto mismo dijo Isaías: ¿Quién eres tú para temer al hombre mortal, y al hijo del hombre que pasa como el heno? (51, 12). Sacrificad en honor del Señor de los ejércitos: El es vuestro temor, El es vuestro terror (8, 13) y también David (Sal. 26, 1): El Señor es mi luz y mi salvación, ¿a quién temeré?. Por lo tanto ten tu corazón fijo en Dios, confía plenamente en El, y desprecia el temor carnal y mundano.
Además esto pertenece principalmente al religioso, supuesto que tenga su corazón sereno en Dios: la mente (mens) serena como en un perpetuo banquete. Sin embargo algunos permanecen tan pueriles y tan inmaduros (pusilli), que son abatidos por un temor sin fortaleza, especialmente en lugares solitarios y oscuros, como si Dios y los ángeles Santos no estuvieran con nosotros en todo lugar, y como si las potestades adversas pudieran algo contra nosotros sin la permisión divina. Es verdad lo que dice la Escritura: Siempre sospecha lo más grave por su conciencia perturbada; no existe el temor sino al desconfiar del auxilio (Sab. 17, 10-11). Respecto de esto escribe S. Juan Clímaco:
"El que espera en la quietud y en lugares solitarios, que luche y se esfuerce, no sea que lo domine el miedo, fruto de la vanagloria e hijo de la infidelidad. El miedo es una conducta infantil en un alma vanamente gloriosa; el miedo es rechazar la confianza cuando se avecinan disgustos e imprevistos. El temor es el pensamiento del corazón que tiembla ante lo que no se sabe si sucederá, que quiebra, consterna y entristece la mente; el temor es la pérdida de la certeza y de la seguridad. El alma soberbia que presume de sí misma, y deseosa de vanagloria y de alabanzas humanas, es esclava del miedo y teme los ruidos, las sombras y el fracaso" (La santa escala, escalón XX).
Por lo tanto, para que venzamos este temor infantil, ni busquemos la alabanza ni temamos los desprecios de los hombres; deseemos agradar sólo a Dios, aprendamos a confiar siempre en El, y a estar preparados por la contrición del corazón a soportar las adversidades. De nuevo habla S. Juan Clímaco:
"Cuando aguardamos los disgustos y los imprevistos con un corazón contrito, entonces somos liberados del temor. No son las tinieblas del lugar ni la soledad las que hacen a los demonios prevalecer contra nosotros, sino la esterilidad del alma" (idem).
En segundo lugar, de lo que vimos que hizo S. Juan Bautista deben aprender especialmente los que tienen autoridad sobre otros, para que sean siempre solícitos de la salvación de sus súbditos, de su aprendizaje y su progreso; y que los bienes que por sí mismos no les puedan dar, procuren con empeño que los consigan por medio de otros.
También en este texto del Evangelio, el mismo Salvador alaba abundantemente y gloriosamente a S. Juan. En primer lugar por su estabilidad y constancia: porque no era una caña agitada por el viento, sino que permaneció muy constante (constantissimus) e inseparable de la defensa y predicación de la verdad y la equidad. En esta amable y gloriosa perfección intentemos seguir a este Santo. Respecto de lo cual es necesario saber que afianzar y establecer (stabilire) al hombre en el bien, es la cualidad general de las virtudes, y se refiere (spectat) a toda virtud. Tanto es así que la virtud toma su nombre del hecho que da cierto vigor al alma (virtus = virtud; vir = varón, guerrero); puesto que virtud es lo que perfecciona a quien la tiene, y es un hábito del alma; el hábito es una disposición (firma) estable y (firmans) que da fortaleza o estabilidad. Pero las diversas virtudes (roborant ) consolidan al hombre en diversos bienes, cada una en el bien respecto al cual se ordena: como la fe, que consolida al hombre en la primer y máxima verdad, contra la oposición de la incredulidad y la inestabilidad de la perfidia de los errores; la esperanza lo hace desear con ansia la felicidad eterna, contra la desesperación que nace de la debilidad; la caridad, en el afecto del sumo bien contra todo amor desordenado; la paciencia, en la solidez imperturbable contra la adversidad. La fortaleza hace esto mismo ante el peligro de muerte; la templanza, en la luz de la razón, para que no sea derribada por los placeres del gusto y del tacto; y así respecto de las otras. Por lo tanto nadie puede estar absolutamente firme y estable en toda circunstancia, en toda tentación y combate, si no es perfecto en toda virtud. Y tal fue, de un modo más que excelente, el santísimo Juan.
Además, así como la virtud y la sabiduría hacen la hombre firme e imperturbable, así la ignorancia y el pecado lo hacen inestable y variable. Por lo cual se escribió: El hombre santo permanece en la sabiduría como el sol, pero el necio cambia como la luna (Eccli, 27, 12). Y Jeremías afirma: Jerusalén pecó grandemente, por eso se hizo inestable (Lam. 1, 8). También en el libro de Job: Si arrojaras la maldad que está en tu mano, estarás firme (stabilis) (11, 14). Por eso los impíos son como polvo que el viento arroja de la tierra (Sal. 1, 4); y caminan dando vueltas, extraviados del camino real, y no tienden rectamente hacia Dios, vagan por todas partes (Sal. 11, 9). Por lo tanto, que permanezca inflexible el estado de nuestro corazón de modo que no nos ensalcemos vanamente por la prosperidad, ni por las alabanzas, halagos, honores o favores que nos hagan; ni nos deprimamos por la adversidad, insultos, burlas, amenazas, daños, injurias, enfermedades; estando seguros de que no tenemos otro bien que Dios, al cual sólo se le debe el honor, la gloria, y la acción de gracias, en cambio a nosotros nos corresponde la caída y el pecado. Por lo tanto tengamos por sumo gozo el estar rodeados por diversas tentaciones (Sgo. 1, 2), y desconfiemos más bien cuando nos veamos en la prosperidad, en la comodidad, y no ante lo duro y áspero, sobre todo porque es necesario pasar por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de los Cielos (Hech. 14, 22).
Ahora cada uno mírese a sí mismo: si tiene el alma (mens) transformada y estabilizada en Dios, o todavía se agita según las pasiones mundanas; si se indigna ante los que lo injurian y contradicen, o sobrelleva con ecuanimidad los desprecios, burlas y contumelias; si desea ser o aparentar algo en el mundo, o más bien quiere sujetarse siempre antes que presidir. Quien así se encontrara aún no transformado, sino dominado por las pasiones, en vano se entristece, en vano se alegra, en vano teme y en vano presume, se queja y amenaza: este tal debe dolerse, gemir en su corazón, sobre todo si mucho tiempo estuvo en una Orden religiosa; corríjase con firmeza, y pida incesantemente a Dios la gracia para poder hacerlo. Consideremos cuán imperturbables, elevados y pacientísimos fueron nuestros padres en las mayores adversidades, cuyos ejemplos cada día se nos proponen; avergoncémonos en nosotros mismos, que ante la menor adversidad somos tan impacientes y cambiantes, en tanto que los signos de nuestra impaciencia y de la ira interior se manifiestan neciamente en nuestros gestos, por lo que nos asemejamos a los necios, infantes y locos. Pues el que es impaciente realiza la necedad (stultitia) (Prov. 14, 17); y la ira descansa en el seno del necio (stultus). (Ecles. 7, 10).
Tengamos además en cuenta, y escribamos indeleble-mente en nuestro corazón, lo que dijo Eusebio a Emiseno: "Esto es lo que pertenece de un modo más peculiar a nuestra profesión religiosa: en esta vida no buscar ningún consuelo, ningún descanso, ni querer recibir bienes en la presente vida, sino huir de los honores, gozar con la sujeción y la abjección, buscar la pobreza, no sólo en lo que respecta a la posesión de bienes, sino erradicar también el deseo [de bienes materiales]". Pues ¿qué nos aprovecha el vivir en un claustro, cuando reina la malicia dentro de nosotros con domino tiránico, nos guía la ira, como el jinete a su caballo; cuando la mirada de los hombres nos produce más temor que la mirada de Dios? ¿Cuándo nosotros, que nos creemos fuera del mundo, tenemos encerrado dentro de nosotros al mundo por los vicios de las pasiones? Por lo tanto preocupémonos por la reforma interior, por la mortificación que da vida, por la constancia interior, y por la inviolable pureza del corazón. Para alabanza de la eterna Majestad.