EL INDIFERENTE ¿ES INDIFERENTE?
P. Horacio Bojorge, S.J.
CRISTO: ¿QUÉ TIENE QUE VER CON NOSOTROS?
Lo que sigue desea ser un aporte para la reflexión sobre un
problema, muy común y discutido, de la práctica pastoral: la indiferencia.
¿Qué hacer con los indiferentes, es decir con los que no se interesan y
prescinden ante Cristo, la Iglesia, los sacramentos?... El siguiente fragmento
de un intercambio de ideas entre sacerdotes y catequistas, situará al lector
ante el problema aquí aludido, que es el punto de partida de nuestra
reflexión:
Catequista 1: la forma más extendida de la increencia y la falta de fe en
nuestro medio, no es tanto el ateísmo militante cuanto la indiferencia ¿A qué
se debe? ¿Cómo suscitar el interés?
Sacerdote 1: Pienso que no hay que exagerar. Hay indiferentes, pero también
muchos creyentes. Que muchos de ellos no sean practicantes, no quiere decir que
sean indiferentes.
Un párroco: Eso es verdad. Pero también es verdad que muy a menudo, el
indiferente lo es respecto de la Iglesia, pero acepta la existencia de Dios. No
es ateo. Cree en Dios pero no en los curas.
Sacerdote 2: Ese Dios de esas personas, no es el Dios de la revelación
cristiana, sino el Dios de la razón y los filósofos. Es un Dios “sabido”
pero no un Dios “creído”.
Catequista 1: El indiferente, el que prescinde, a mí me preocupa. Es una
actitud exasperante. A veces uno prefiere al que está francamente en contra.
¿Cuáles son las causas de esa actitud? ¿Cómo vencer el
desinterés?
Catequista 2: Pienso que en las causas tiene mucho que ver la sociedad
materialista y de consumo, el ambiente y el medio. Para despertar el interés
por Cristo trato de enganchar con algún interés vital, con alguna pregunta
existencial.
Sacerdote 3: Si en ejercicios espirituales, por ejemplo, uno comienza con el
Principio y fundamento de San Ignacio, hay muchachos que dicen que no entienden
qué es eso de alabanza y reverencia. ¿Quién es ese Dios que necesita que uno
lo ande alabando?
Catequista 1: Y son muchachos de familias cristianas, practicantes. Lo que más
sorprende es encontrar la indiferencia dentro de la Iglesia.
Un párroco: Hay que mostrar un cristianismo que lleve al compromiso con el
hermano. La Iglesia tiene que mostrar un rostro creíble demostrando que se
preocupa por los verdaderos problemas del hombre. ¿Hemos mostrado el verdadero
rostro de Cristo? ¿No será que no hay interés porque nuestro testimonio no es
trasparente?
Sacerdote 2: Puede ser que en algunos casos no. Pero en otros sí. En este
planteo nos podríamos preguntar si Cristo mostró el verdadero rostro de Dios,
porque también él encontró indiferentes, otros no creyeron en él y se
retiraron o se le opusieron. Así que el problema de cómo mostrar la
importancia del Dios revelado en Cristo, a los indiferentes y los no creyentes,
fue ya el problema de Cristo, antes de ser nuestro problema. Habría que
estudiar y tomarse en serio el modo concreto con que Cristo y los Apóstoles
enfrentaron la indiferencia durante su vida. Y ver si de ahí podemos sacar
alguna enseñanza.
Sacerdote 3: Eso, mientras no caigamos en una lectura fundamentalista. Lo que
Cristo hizo y dijo hace dos mil años: ¿tiene algo que ver todavía con estas
situaciones nuestras de hoy?
Sacerdote 2: Yo me pregunto si por temor a ser fundamentalistas en nuestra
lectura del Nuevo Testamento, no nos deslizamos entonces nosotros mismos en una
cierta actitud de indiferencia frente al valor de la vida y las enseñanzas de
Cristo, o sea ante Cristo mismo. La pregunta característica de la actitud de
indiferencia y que la define mejor, me parece precisamente esa ¿Qué tiene que
ver Cristo con nosotros?
Estas líneas que siguen, pretenden ser nuestro aporte al
debate que hemos dejado entablado.
UN ESTADO ESPIRITUAL
La hipótesis que queremos compulsar aquí es que la
indiferencia religiosa, tal como queda delineada, no es una actitud humana
neutra desde el punto de vista religioso, sino que es un estado espiritual
cargado en sí mismo de significación religiosa: no es un hecho natural o
cultural que haya de ser objeto de la veneración y el culto que la mentalidad
sajona rinde a los “facts”. La actitud de indiferencia es un estado
espiritual, una situación que nos parece, además, ubicable desde las
coordenadas de discernimiento espiritual que nos ofrece la revelación del Nuevo
Testamento. Nuestra hipótesis es que el Nuevo Testamento nos ofrece enseñanzas
para interpretarla, definirla y comprenderla.
MUY FRECUENTE Y CUESTIONADOR...
Este desinterés, prescindencia o indiferencia, es una actitud
muy extendida, que topamos todos los agentes de evangelización y de pastoral:
sacerdotes, catequistas, profesores de religión. Por otra parte, cualquier
cristiano medianamente fervoroso lo conoce de sobra y puede ilustrarlo con
multitud de anécdotas y casos. Es el primer baldazo de agua fría que recibe el
encendido y fervoroso celo apostólico de cualquier creyente. Un shock que
comúnmente sacude de raíz las seguridades del propio apóstol y lo
desconcierta.
DE ANTEAYER, DE AYER Y DE HOY...
El fenómeno de la indiferencia religiosa no es nuevo, aunque
en el mundo occidental conoce una creciente y casi vertiginosa expansión desde
el siglo XVIII en adelante, como epifenómeno de la Ilustración, al que le es
particularmente favorable el clima de la civilización técnica y urbana y que
toma en nuestros días particular relieve bajo formas secularistas.
ESTADO DE ESPÍRITU Y JUICIO DE LA RAZÓN
F. De La Mennais, en su Ensayo sobre la Indiferencia en
Materia Religiosa, observaba ya en la primera mitad del siglo XIX, que el
sentido de la palabra indiferencia varía según se aplica a las personas o a
las doctrinas. Unas veces designa un estado del alma, otras un juicio de la
razón. Nosotros, aquí nos referimos a la indiferencia como estado del alma,
mejor dicho, del espíritu. En este sentido subjetivo o psicológico, la
indiferencia es un estado de lasitud o flojedad que quita al hombre el deseo de
conocer la verdad que no puede ignorar sin peligro, y lo deja como insensible a
sus mayores intereses. Nos ocupa, no cualquier indiferencia frente a cualquier
verdad vital, sino aquella que se presenta específica y propiamente frente a
Cristo. Definimos la indiferencia como desinterés ante Cristo.
No nos referimos ni trataremos por lo tanto de otras cosas que se conocen como
indiferencia. No tratamos de lo que en espiritualidad se conoce como “indiferencia
ignaciana”; esa indiferencia de que habla San Ignacio en sus Ejercicios.
Tampoco nos ocuparemos de refutar los “juicios de la razón” que se han
conocido como juicios de indiferencia; por ejemplo “que las verdades de la fe
no importan, sino que sólo la moral es importante”. 0 “que todas las
religiones son iguales e indiferentes”. 0 “que se puede indiferentemente
desechar o admitir muchos de los dogmas revelados”. Estos y otros juicios de
la razón, tienen obviamente relación con una actitud subjetiva de
indiferencia. Brotan de ella. Pero a nosotros nos interesa aquí la fuente, que
es la actitud subjetiva, mas que sus variadísimos efectos
y enunciados racionales.
Hay que tener también en cuenta la diversidad de formas subjetivas en que se
presenta ese estado de espíritu. En algunos casos la indiferencia es un óbice
para acceder a la fe. En otros casos es uno de los pasos de un proceso de
apostasía, o un estado inicial de enfriamiento en el fervor de una vida
cristiana.
UN ESPÍRITU QUE HAY QUE DISTINGUIR...
Lo que pretendemos aquí es ofrecer un diagnóstico, que a
nuestro parecer se desprende del Evangelio, acerca de la naturaleza religiosa de
esa actitud de indiferencia. Tratamos de mostrar cómo el Nuevo Testamento
considera que la indiferencia es, sí, una actitud humana, pero sobre todo y
más profundamente, un estado espiritual.
Esta expresión, estado espiritual, tomada en sentido evangélico, significa o
equivale a decir que el hombre indiferente está en determinado espíritu. Al
indiferente frente a Cristo, lo define el evangelio como un hombre que está en
un espíritu impuro. Es decir, en un espíritu de signo opuesto y contrario, por
naturaleza, al Espíritu de Dios, o sea al Espíritu Santo.
Por lo tanto, impuro no ha de entenderse, en este caso, en el sentido técnico
restringido que el término recibe en el lenguaje moral, para designar los
pecados contra el sexto mandamiento: impuro en sentido evangélico es
sencillamente lo opuesto a lo santo. Y lo santo denota en el Nuevo Testamento el
estado de comunión, de comunicación, de participación con Dios que se
establece primordialmente por la fe en Cristo y como consecuencia de esta fe se
refleja en una determinada conducta moral.
En el lenguaje evangélico, es Espíritu Santo el que conduce a la fe en Cristo
y espíritu impuro el que obstaculiza en el hombre su acceso a la fe.
CÓMO LO DISTINGUE EL NUEVO TESTAMENTO...
Los principios de discernimiento aludidos, están claros en
múltiples pasajes del Nuevo Testamento.
“Todo espíritu que confiesa a Jesús como Cristo venido en carne, es de Dios.
Y todo espíritu que rompe la unidad de Jesús (unidad con Dios) no es de Dios”
(I Jn. 4, 2-3). San Juan acaba de invitar a que no confíen los cristianos en
cualquier espíritu, sino que lo disciernan. Para ello les ofrece un “tester”
elemental: el hecho de confesar o no a Jesús, es decir creer o no en Jesús.
Esta fe en Jesús ha de entenderse, obviamente, en el sentido pleno que tiene
dentro de la teología de San Juan.
También San Pablo coincide con este principio de discernimiento: “Os hago
saber que nadie, hablando con Espíritu de Dios, dice: Anatema Jesús; y nadie
puede decir: Señor Jesús, sino por el Espíritu Santo” (1 Cor. 12, 3). Para
entender mejor qué pueda significar ese “anatema Jesús”, téngase en
cuenta que Pedro, según Marcos 14, 71, interrogado acerca de su relación con
Cristo, “comenzó a anatematizar y a jurar” negando toda relación con él.
Por fin, para Pedro, el signo distintivo de que el Espíritu Santo ha bajado
sobre Cornelio, es que éste ha creído en Jesús (Hechos 10, 15.28. 34-35; 11,
12, 16-18). “No tengas por impuro lo que Dios hizo puro”.
La indiferencia, desinterés o prescindencia ante Cristo, como obstáculo para
creer en Cristo, no procede del Espíritu Santo.
“NO ME INTERESA...”
El estado de alma del indiferente ante Cristo se expresa por
supuesto mediante juicios. Fundamentalmente, mediante la negación de que Jesús
tenga algo que ver con uno, o que uno tenga que ver algo con Jesús. No hay
intereses, deseos, temores, problemas ni soluciones que puedan ser comunes. En
otras palabras, Jesús no tiene nada que ver con el propio bien. Ni Jesucristo
le importa, ni él le importa Jesucristo.
Un caso: M. G., 18 años, estudiante en el último año de enseñanza
secundaria. En el transcurso de la primera clase de religión declara ser ateo y
pide ser eximido de asistir a clase. En una entrevista posterior explica que su
padre murió hace dos años, a pesar de sus oraciones. Desde entonces ha
abandonado la fe. Sólo se aviene a asistir a la clase de religión ante el
siguiente planteo de la dirección del colegio: tratándose de una institución
católica, es libre de cambiar de colegio si no desea asistir a clase de
religión, pero debe asistir si decide quedarse. Bajo la primera apariencia de
desinterés “Jesucristo no me interesa” se esconde, como queda de manifiesto
en la conversación, este otro juicio: “no le intereso a Cristo”. Y esta
afirmación viene envuelta de vehemencia y rencor.
Otro caso: G. T., director de un colegio católico de enseñanza media. Al
recibir a un nuevo profesor de religión, le dice que a su juicio, las clases de
religión suelen fracasar porque no se trata en ellas de los problemas que
preocupan a los jóvenes: amor, amistad, relaciones prematrimoniales, noviazgo,
orientación profesional. El profesor pregunta si esos problemas no corresponde
tratarlos más bien en la clase de Educación cívica y moral. El intento de
explicar que la fe es una dimensión específica del hombre, con su densidad e
importancia propias y que la instrucción religiosa tiene su razón de ser en
sí misma, se pierde en el vacío. Igualmente fracasa el intento de mostrar que
es imposible dar la solución cristiana a esos problemas si no es partiendo de
la fe y una religiosidad bien orientada e ilustrada. La incomprensión de este
lenguaje queda apenas disimulada por una respuesta bien educada pero evasiva.
Los presupuestos subyacentes a esta actitud son claros. No distan ni difieren
mucho de los principios defendidos por Rousseau en el Emilio (Libro IV):
“Nada hay verdaderamente esencial más que las obligaciones de la moral”. En
otras palabras: “la fe y lo que uno cree es indiferente, con tal que uno obre
bien”. Se da por supuesto que es posible saber qué es bueno y obrar bien
prescindiendo de la fe. De nuevo: ¿Qué tiene que ver Cristo con la vida?
“...EN REALIDAD, ME DA MIEDO”
Para el sistema de discernimiento evangélico -trataremos de
mostrarlo- el espíritu de indiferencia es un espíritu de mentira, pues en
realidad está ocultando bajo el aparente desinterés e indiferencia, una
aversión (miedo o ira) que en una primera instancia elude el enfrentamiento.
Bajo la aparente indiferencia se esconde o disimula un juicio negativo ya
formado, acerca del Cristo que se pretende ignorar.
La mentira se traiciona empero, porque mientras se proclama un juicio de
indiferencia, no se consigue reprimir a menudo una reacción emocional frente a
Cristo, la cual traiciona otro juicio oculto, que la desencadena.
Hay que aclarar que este miedo a Cristo o a Dios, es algo muy distinto de lo que
la Escritura llama Temor de Dios, o la fenomenología religiosa ha descrito como
“tremendum” (R. Otto).
Temor de Dios, es para la Escritura el comienzo de la sabiduría y es sinónimo
de respeto. El que respeta a Dios, afirma que Dios es bueno. Si teme algo de El,
es el justo castigo de la propia maldad. El temor de Dios es por lo tanto la
afirmación del Bueno como bueno y de lo malo como malo. Es, por eso, comienzo
de sabiduría y condición previa y necesaria del amor de Dios. Nadie ama lo que
no respeta. Y el respeto (re-spectus) es la mirada atenta, la
consideración correcta que mira y advierte, reconociéndolo, al que tiene
delante.
El miedo a Dios, en cambio, supone que alguien (que se considera bueno a sí
mismo) considera que Dios puede dañarlo. Tiene miedo a Dios. Considera que Dios
no es bueno sino malo. El miedo es opuesto al temor de Dios. Porque si de éste
nace y en él se funda la caridad, en el miedo hay tristeza por ser Dios quien
es. Del miedo a Dios sólo puede brotar el odio a Dios. “Los demonios creen
-dice Santiago 2, 19- pero tiemblan”.
Se trata aquí de un conocimiento que excluye el amor. En cambio, el
conocimiento recto de Dios y la consiguiente caridad “expulsan al miedo” (I
Jn. 4, 18). Las palabras que usa aquí Juan “éxo béllei”,
pertenecen al vocabulario del exorcismo y la excomunión. Sugieren que se trata
de un miedo de mal espíritu, opuesto al Espíritu Santo.
Para Juan, el amor es criterio de discernimiento para distinguir el buen
conocimiento de Dios: “el que no lo ama, no conoce a Dios” (I Jn. 4, 8).
En el hombre, el miedo a Dios puede explicarse por ignorancia o error. Pero no
así en el espíritu impuro. En el espíritu malo, no hay ignorancia de la
bondad de Dios, sino propiamente tristeza por el bien de Dios, por ser Dios
quien es. La Envidia, definida como tristeza por el bien de Dios, o porque Dios
es bueno, es el pecado típicamente demoníaco. Y en esto reside la mentira
demoníaca: en que llama mal al bien que es Dios.
De esa mentira envidiosa, o envidia mentirosa, brota el odio diabólico a Dios.
Y cuando Dios se hace visible en Jesucristo, la envidia y el odio diabólicos se
hacen mentira y saña homicida: “Vosotros tenéis por padre al diablo, y
deseáis cumplir los deseos de vuestro padre. El era homicida desde el principio
y no se mantuvo en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla la
mentira habla de lo suyo, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn. 8,
44).
DEL MIEDO A LA IRA
Es característico del espíritu malo combinar la mentira y el
odio. El espíritu malo niega su odio: “¿Por qué tratáis de matarme?”
-pregunta Jesús- “Respondió la turba: Estás endemoniado ¿quién trata de
matarte?” (Jn. 7, 20).
El uso del lenguaje nos delata que la actitud fingida de indiferencia es una
forma de herir: “lo mató a indiferencia”.
En nuestra hipótesis, el espíritu de indiferencia frente a Cristo, es una
apariencia fingida, bajo la cual se oculta y disimula el miedo a Cristo, y en
una instancia más profunda la ira, la aversión y hasta el odio. Esas actitudes
más profundas, pueden no ser conscientes, o como suele decirse: están
reprimidas.
INDIFERENCIA Y AGITACIÓN
El primer sorprendido ante este planteo, ante esta
confrontación con el sistema de interpretación y de discernimiento
evangélico, puede ser el hombre que se comporta con indiferencia. Sin embargo,
esta confrontación es precisamente un test que desenmascara la indiferencia
como un estado espiritual que encubre una reprimida carga emocional adversa a
Cristo. Esa carga emocional se descubre y salta precisamente en el proceso de
confrontación, que obra así como un exorcismo del espíritu impuro de
indiferencia. Automáticamente el indiferente se conmueve, se conmociona,
reacciona. La indiferencia, la apatía, el desinterés, ceden el paso a la
irritación, la hostilidad, el rechazo o la negación. Se ha puesto en
movimiento un proceso que no debe sorprender al creyente ni desconcertarlo.
Si la evolución es favorable, el indiferente se ha puesto en camino para
alcanzar la liberación que le permita creer en Cristo y amarlo, reconociendo su
pecado.
No se puede ignorar a Cristo y no pecar.
Si el proceso es adverso, el hombre irá adoptando actitudes de oposición cada
vez más clara y abiertamente reconocibles e identificables. Pero, en todo caso,
habrá sido superada la etapa de encubrimiento, habrá sido desenmascarada la
mentira que encierra la actitud de indiferencia. Habrá quedado claro que el
indiferente, no es de ninguna manera indiferente.
“PERO ES UNA EXCELENTE PERSONA...”
Todavía una aclaración que pretende salir al paso de una
dificultad u objeción que suele hacerse a este sistema de interpretación.
En la práctica pastoral encontramos a menudo el caso del “indiferente honesto”,
del hombre recto, de la persona buena y hasta de la excelente persona, que es,
sin embargo, religiosamente indiferente. Aún descartados
los casos del “falso indiferente”, es decir del creyente no practicante y
otros semejantes que suelen ser llamados indiferentes pero en realidad no lo
son, quedan aún casos de personas excelentes que no se interesan por Cristo.
Veremos que el sistema de interpretación evangélico, nos enseña precisamente
a distinguir entre el hombre y el espíritu que está en él. La indiferencia es
un estado espiritual, una situación espiritual religiosa que puede coexistir
perfectamente en el hombre con una conducta moralmente buena o éticamente
correcta en sus relaciones restantes y en su conducta exterior. La indiferencia
afecta específicamente su relación con Cristo. Una relación, no está demás
notarlo, que también cae bajo el juicio moral.
Por otra parte, se puede estar en un estado espiritual sin tener exacta
conciencia de su signo. Jesús puede en ocasiones reprochar, incluso a sus
discípulos: “no sabéis de qué espíritu sois” o “apártate de mí
satanás”. El estado espiritual, como los estados de ánimo, no tienen por
qué ser continuos, pueden ser a veces ocasionales. La doctrina de
discernimiento espiritual de San Ignacio de Loyola, de profunda inspiración
bíblica, da también testimonio de estos hechos.
Veamos ahora cómo lo que venimos diciendo parece desprenderse de un pasaje
evangélico: Marcos 1, 21-28. De la interpretación de este texto nos ocupamos
en la segunda parte de este aporte al debate sobre la indiferencia.
UN TEXTO EVANGÉLICO REVELADOR. MARCOS 1, 21-28
“21 Y entran en Cafarnaúm y apenas llegó el sábado,
entrando en la sinagoga, enseñaba. 22 Y quedaban desconcertados con su
enseñanza porque les estaba enseñando como quien detenta autoridad y no como
los escribas. 23 Y enseguida, había en la sinagoga de ellos un hombre en
espíritu impuro que se puso a gritar diciendo: 24 “¿Qué tenemos que ver
contigo, Jesús Nazareno? Has venido a destruirnos.
Sabemos quién eres tú: el Santo de Dios.” 25 Pero Jesús lo increpó
imperiosamente diciendo: “¡Cállate y sal de él!” 26. Entonces, el
espíritu impuro, salió de él agitándolo fuertemente y dando un gran grito.
27 Y todos se quedaron estupefactos, de manera que se preguntaban entre sí,
comentando: “¿Qué es esto? Un método nuevo de enseñanza, desplegando
autoridad. Se impone a los espíritus y le obedecen”. 28 Y su fama se
extendió enseguida por todos lados, a toda la región de Galilea”.
NUESTRA INTERPRETACIÓN
Adelantamos los elementos fundamentales de nuestra
interpretación. En el comienzo mismo del ministerio de Jesús, el primer
espíritu impuro o de oposición que le sale al paso, es el espíritu de
indiferencia, caracterizado por la frase “¿Qué tenemos que ver nosotros y
tú?” o por otra traducción también posible y equivalente: “¿Por qué te
entrometes?” en un asunto que no es el tuyo, sino nuestro. Las frases
siguientes, así como los gritos y la agitación, delatan lo que hay realmente
bajo la fingida proclama de indiferencia: temor por el que viene para su mal; un
conocimiento de Cristo que no va unido al amor, aunque contenga una exacta
apreciación de la relación de Cristo con Dios.
Pasemos ahora a un análisis más detallado.
APENAS JESÚS ENTRA EN ACCIÓN
Cafarnaúm es como la patria del ministerio de Jesús. Es el epicentro de su ministerio, que se desarrolla, según Marcos, principalmente en Galilea. La sinagoga de Cafarnaúm es el teatro privilegiado de sus enseñanzas, pero también testigo de milagros suyos y de una oposición progresiva, que se suscita a raíz de ellos.
Este primer incidente tiene lugar en la sinagoga de Cafarnaúm
y será seguido de otros, tanto en ésta como en las demás sinagogas de
Galilea. En el sumario de Mc. 1, 39, Jesús entra en las sinagogas de Galilea
enseñando y expulsando demonios. La segunda vez que entra en la sinagoga de
Cafarnaúm (Mc 3, 1 ss), Jesús cura, en sábado, al hombre de la mano seca y
los fariseos y herodianos se confabulan para acabar con él. Sin embargo, Jairo,
uno de los jefes de la sinagoga, cree en Jesús y éste resucita a su hija (Mc
5, 22. 35. 38). El milagro no tiene lugar en la sinagoga, sino en la casa de
Jairo. Otra vez, en sábado, comienza a enseñar en la sinagoga, donde suscita
de nuevo desconcierto y escándalo (Mc. 6, 2 ss). Jesús, en esta ocasión,
comprueba su falta de fe y se ve impedido de hacer milagros, lamentándose de
ser tenido por extraño en su propia casa. Por fin, hacia el fin del Evangelio
según Marcos, las sinagogas, aludidas ahora en general, son el escenario de la
competencia de los escribas por los primeros puestos (Mc. 12, 39) y el lugar
donde se enjuicia y se azota a los cristianos (Mc. 13, 9).
A partir de estos y otros indicios del evangelio según Marcos, algunos exegetas
afirman, atentos al significado teológico de que se revisten los lugares en
este evangelio, que para Marcos, Galilea es el lugar donde Jesús ha fundado su
Iglesia, pero a lo largo del evangelio, esta iglesia se va separando
progresivamente de la sinagoga, institución que simboliza al Israel que rechaza
a Cristo, y que es representada de manera ejemplar por la sinagoga de Cafarnaúm.
Galilea es por lo tanto símbolo de la Iglesia. La sinagoga de Cafarnaúm es
símbolo del Israel que no recibe a Cristo. “Vino a los suyos, y los suyos no
lo recibieron” dirá Juan 1, 11.
El incidente relatado en Mc. 1, 21 ss, presenta por lo tanto la primera forma de
que se reviste ese rechazo: Indiferencia. Cuyo verdadero contenido se irá
revelando a lo largo de la vida de Jesús y de la Iglesia. Podría afirmarse que
la indiferencia es como un preludio, aún larvado, de la oposición y la
persecución.
Podemos aún agregar algunos indicios contextuales que confirman lo dicho. En
Marcos 1, 14-15, Jesús pasa del desierto a Galilea. El desierto es, para
Marcos, un lugar asociado al mundo religioso del Antiguo
Testamento: es el escenario del Espíritu Santo como Espíritu profético,
actuante en San Juan Bautista. Galilea será el lugar donde Jesús fundará su
Iglesia. Y Jesús hace su entrada en ella predicando, -impulsado, entendemos
nosotros, por el mismo Espíritu que lo empujó al desierto- para su primer
enfrentamiento directo con el demonio. Las tentaciones del desierto son el
primer contraste, arquetípico, entre el Espíritu Santo y el espíritu del mal.
Ese encuentro fija el prototipo de discernimiento, necesario para distinguir
luego la obra de los Espíritus opuestos que obran en los hombres.
Desde el desierto a Galilea, y desde Galilea a las regiones paganas
circunvecinas, queda dibujado el camino de la expansión evangélica. De Galilea
a Jerusalén se dibuja el camino prototípico del enfrentamiento de Jesús con
la oposición Judía. Ese camino se reproduce en pequeño cada vez que Jesús
entra a la sinagoga o sale de ella. No es recibido en la sinagoga, en la que
debería poder entrar como en su casa. Es recibido en cambio en otras casas: la
casa de Jesús está allí donde encuentra la fe. Así por ejemplo, la casa de
Pedro, donde cura a la suegra de éste. O la casa de Jairo, jefe de la sinagoga.
Por último, también la orilla del mar y el mar mismo, tienen su sentido
teológico. Es allí donde Jesús encuentra y llama a sus discípulos para que
lo sigan. En el mar se les aparece y se les manifiesta, autorevelándose. Allí
enseña Jesús a las turbas y a sus discípulos. Y allí los convoca, para
encontrarse con ellos después de su resurrección.
PRIMERA FORMA DE RESISTENCIA AL ESPÍRITU SANTO
La resistencia del espíritu impuro en la sinagoga de
Cafarnaúm se sitúa “enseguida” tras el comienzo del ministerio de Jesús.
Inmediatamente después del seguimiento de los cuatro primeros discípulos, que
ha tenido lugar a la orilla del mar.
La palabra “enseguida” (griego: euthús) es un término predilecto de
Marcos, que lo emplea 42 veces en su evangelio y sólo se encuentra 12 veces en
el resto del Nuevo Testamento.
En el pasaje analizado, Marcos nota que Jesús entra en la
sinagoga enseguida apenas llegado el sábado (euthús) y que el hombre en
espíritu impuro se pone a gritar enseguida (euthús) como reacción a la
enseñanza de Jesús. El pasaje termina diciendo que su fama se extiende
enseguida (euthús) por todos lados.
Difícilmente puede uno sustraerse a la impresión de que el enseguida no es una
muletilla ni una pura fórmula, sino que ha de tener una significación
teológica en la intención de Marcos.
La idea presente en la palabra griega es la de “ser recto, ser derecho”. De
ahí, adverbialmente: “inmediatamente”, “enseguida”. Quizás no haya que
urgir tanto un sentido exclusiva o predominantemente temporal: “rápidamente”,
sino entender que esa rapidez va cargada de significación teológica,
sugiriendo una relación de concomitancia. El esquema arquetípico que parece
insinuarse aquí, puede expresarse así: la predicación suscita inmediatamente
resistencia y oposición. Y la oposición, una vez vencida, es punto de partida
de una nueva propagación.
Queda insinuada así, por Marcos, una cierta ley de alternancia y consecuencia
en el acontecer espiritual, revelada en las vicisitudes de la vida de Cristo,
interpretadas como vicisitudes del enfrentamiento del Espíritu Santo con los
espíritus impuros. Es la ley de toda predicación.
ENTRAR, SALIR Y ESTAR EN...
Igualmente importantes y significativos son por lo tanto los
movimientos de entrada y salida de un lugar hacia otro, para entender la
perspectiva evangélica de Marcos.
Bíblicamente, el entrar y salir, tienen como es sabido su significación
propia, asociada sin duda a la imagen sapiencial del camino y de la ley o la
conducta del hombre. “Entradas y salidas” es expresión típica hebrea para
designar todas las empresas (Núm. 27, 17; Dt. 28, 6; 31, 2; Jos. 14, 11; 2 Re.
19, 27; Sal. 120, 8), todos los movimientos, toda la actividad de alguien.
Jesús ordena al espíritu impuro que salga del hombre.
Jesús no sólo entra y sale de casas, sinagogas, ciudades, regiones, sino que
también entra en agonía, habla de las condiciones para entrar en el Reino,
advierte a los discípulos que oren para no entrar en tentación...
El acontecer espiritual se expresa por lo tanto con un lenguaje tomado de la
simbólica espacial. Se está en un espíritu como en un lugar. Se está situado
espiritualmente. El espíritu impuro o el Espíritu Santo son “sitios”
espirituales.
En el Nuevo Testamento se hablará de vivir en Cristo, vivir en la carne, o en
el espíritu. Y en nuestro pasaje se define al hombre como en espíritu impuro.
Lo que un hombre hace frente a Cristo, indica donde está espiritualmente en ese
momento. También Pedro, cuando niega a Cristo, está “afuera” “en el
patio, abajo” (Mc. 14, 66), topográfica y espiritualmente, en una situación
totalmente distinta a la que está pasando el Maestro.
Además, el Espíritu Santo lleva al hombre a determinados sitios, impulsa a
Cristo al desierto (Mc. 1, 12) o transporta al apóstol Felipe (Hechos 8, 39 s).
Son también obras propias del Espíritu Santo, el reunir en un lugar, para orar
por ejemplo, o el enviar en misión.
No por ser Espíritu es una realidad ajena a lo espacial. Obra espacialmente y
es susceptible de ser expresado en categorías espaciales.
Por eso, nuestra traducción ha querido respetar el giro griego “un hombre en
espíritu impuro”, evitando la traducción común en muchas versiones: “un
hombre poseído por un espíritu”, aunque puedan equivaler.
Todo esto sugiere el realismo con que el Nuevo Testamento interpreta el estado o
la situación espiritual, santa o impura, de un hombre.
UN ESPÍRITU ANTAGONISTA DEL ESPÍRITU SANTO
En los doce primeros versículos de su evangelio, Marcos
nos habla tres veces del Espíritu Santo.
La primera, como contenido de la predicación del Bautista, para definir la obra
del que viene: “El os bautizará (e. d.: os sumergirá) en el Espíritu Santo”
(Mc. 1, 8).
La segunda, en la escena del Bautismo: “Y al punto (Jesús) subiendo del agua,
vio rasgarse los cielos y venir sobre él el Espíritu Santo como paloma” (Mc.
1, 10). Jesús recibe la plenitud del Espíritu públicamente.
La tercera: “Y enseguida el Espíritu lo impele a irse al desierto” (Mc. 1,
12).
Cristo, que viene a sumergir en el Espíritu Santo, viene en la plenitud del
Espíritu. (La plenitud de los tiempos, se refiere a esta plenitud del Espíritu
que está operante en Jesús). Ese Espíritu de Dios lo empuja al desierto para
el primer enfrentamiento, el arquetípico, el que se irá desglosando en una
explicitación anecdótica, durante su ministerio. El desierto es el lugar de
ese enfrentamiento directo, de ese encontronazo entre ambos espíritus, el Santo
y el adversario, que culminará en la Cruz.
En la sinagoga de Cafarnaúm asistimos a la primera anécdota, en la que
comienza a manifestarse en la vida pública el enfrentamiento iniciado en la
soledad del desierto.
Ya hemos dicho que por espíritu impuro, o inmundo como traducen otros, se ha de
entender: no-santo. Un espíritu opuesto a la comunión con Dios, a toda
relación con él.
DE LA INDIFERENCIA A LA BLASFEMIA
Ya que toda la vida y obra de Jesús están bajo el signo del
Espíritu Santo y de la docilidad a El, comprendemos por qué decir que pueda
tener parte con el espíritu impuro, es blasfemar contra el Espíritu Santo.
Equivale, en efecto, a calumniar al Espíritu que está en Jesús y que se
manifiesta en su predicación y en sus obras: “...quien blasfemare contra el
Espíritu Santo, no tiene perdón eternamente, sino que será reo de pecado
eterno. Es que decían: Tiene espíritu impuro” (Mc. 3,
29-30).
Esta acusación blasfema es la que poco antes han formulado los escribas venidos
de Jerusalén, los cuales decían: “Tiene a Belzebú” y “en virtud del
príncipe de los demonios lanza los demonios” (Mc. 3, 23).
Es también sugerente la explicitación que ha tenido lugar en los motivos de
los opositores, entre la primera y la segunda actuación de Jesús en la
sinagoga de Cafarnaúm. Se ha pasado de la indiferencia a la voluntad homicida
(Mc. 3, 6).
Marcos 1, 22-28 muestra por lo tanto el punto inicial de un crescendo que
pasando por la voluntad homicida (Mc. 3, 6 y por la calumnia blasfema (3, 23:
29-30) no dejará de progresar e irse revelando en su verdadero alcance a lo
largo de todo el evangelio.
Pero ya dentro de esta primera escena, un análisis de las palabras que profiere
el hombre en espíritu impuro, traicionan lo que se esconde bajo la frase
inicial de indiferencia. Ante todo, ya el hecho de que el hombre la profiera a
gritos, muestra que no se trata de un estado de ánimo neutro ni de una
verdadera actitud de desinterés o prescindencia. Pero la segunda frase
traiciona claramente que el espíritu impuro que habla en este hombre, bajo su
pretendida indiferencia, es un espíritu de miedo a Cristo: “Has venido a
arruinarnos”. 0, como traducen otros: “a destruirnos”, “a perdernos”.
Jesús no es mirado por lo tanto con indiferencia, como alguien que no tiene
nada que ver, nada en común con uno, sino como enemigo, como un peligro, como
un mal. Por eso es, primero, evitado. Luego será calumniado, perseguido,
hostigado, provocado, boicoteado y por fin eliminado.
NO ES EL DISCÍPULO MAYOR QUE SU MAESTRO
Todo agente pastoral debería ser instruido para que tomara
muy en serio las palabras de Pablo: “Nuestra lucha no es contra carne y sangre
(e. d.: contra hombres) sino contra los principados... contra las huestes
espirituales de la maldad que andan en el aire” (Efesios 6, 12). Y
debería recordar esta advertencia también cuando se encuentra personas en
espíritu de indiferencia, que será también presumiblemente la primera
anécdota de su combate apostólico.
Lo sucedido en el ministerio terreno del Señor, será normativo para el
ministerio de los discípulos. También a ellos los envía el Señor con poder
para enfrentarse con los demonios, como un complemento, al parecer necesario, de
su tarea de predicar (Mc. 3, 14-15; 6, 7).
Marcos explicará y aplicará la enseñanza que se desprende de la primera
enseñanza de Jesús en la sinagoga, con las palabras mismas de Jesús a sus
discípulos: “Si en algún lugar no os reciben y no os escuchan...” (Mc. 6,
1l). No es otra cosa la actitud del espíritu de indiferencia. La enseñanza de
Cristo es: no insistir.
Quizás a la misma o semejante situación pastoral ha de referirse otra palabra
de Jesús: “No déis lo santo a los perros, ni echéis vuestras perlas delante
de los cerdos, no sean que las pateen con sus pies y revolviéndose contra
vosotros os hagan trizas” (Mt. 7, 6). En el lenguaje de las parábolas, la
perla es imagen del Reino, centro del mensaje evangélico. El perro y el cerdo,
son representación respectiva de lo indigno y lo impuro. Pero aún el perro es
capaz de reconocer al que le da de comer. Mientras que el cerdo es capaz de
destrozarlo por igual.
LA OPOSICIÓN A CRISTO: CONSCIENTE O INCONSCIENTE
Si en el hombre que se opone a Cristo, o no se interesa en El,
puede alegarse la excusa de la ignorancia (“...perdónalos, porque no saben...”
Lc. 23, 34), el espíritu impuro obra con pleno conocimiento de causa y de la
identidad del que tiene delante: “sabemos quién eres tú: el Santo de Dios”.
Sabe quién es Cristo y su relación de santidad, de íntima unión con Dios,
pero el espíritu impuro es precisamente eso: el que se opone desde el principio
a Dios. El espíritu que afirma que Dios es malo para él.
APARENTA LO QUE NO ES
Hay un detalle que corrobora la afirmación de que el
espíritu impuro de indiferencia, es, como todo espíritu impuro, un espíritu
de mentira, de ficción.
No sólo miente respecto de su verdadera cualidad. Miente también respecto de
su número.
El espíritu habla en plural: “nosotros”, “tenemos que ver”, “arruinarnos”,
“sabemos”. Cristo lo interpela en singular “cállate”, “sal”.
(Nota: en algunas traducciones, la tercera frase del espíritu impuro, suele
ponerse en singular, de acuerdo a algunos manuscritos griegos. Nosotros, en vez
de “sé quién eres”, preferirnos traducir “sabemos quién eres”,
siguiendo la lectura de otros manuscritos).
No sólo Cristo los interpela en singular. Marcos también parece suponer que se
trata de un espíritu impuro y no de muchos, como el espíritu pretende
aparentar.
Los asistentes a la Sinagoga, en cambio, que si bien desconcertados y admirados,
aún no creen, parecen estar más bajo la impresión de la fingida pluralidad:
“Se impone a los espíritus y le obedecen”. Parecen creer menos a las
palabras de Jesús, que se encara al espíritu como con uno solo.
Nos parece que de este modo, Marcos señala, aunque en forma indirecta, desde
esta primera actuación de Jesús en la sinagoga de Cafarnaúm, el carácter
mentiroso del espíritu impuro.
NO ES DIGNO DE CONFIANZA EN NADA DE LO QUE DICE
Esta afirmación parece confirmarla el pasaje de Marcos 5 en
que se nos narra la liberación del endemoniado de Gerasa. Pero allí la mentira
diabólica en cuanto a su número parece ser inversa. Siendo muchos, como se
desprende de la misma confesión de su nombre, que Jesús les arranca, los
demonios se presentan hablando en singular: “¿qué tengo que ver contigo?”...
“no me atormentes”. Marcos, que al presentar al hombre dice que está “en
espíritu impuro” (en singular) habla de “ellos” y
en plural después que Cristo los ha desenmascarado, obligándolos a confesar
que se llaman Legión porque son muchos.
(Nota: Aquí también, algunos manuscritos griegos ofrecen formas singulares.
Nosotros preferimos traducir a partir de los que ofrecen homogéneamente las
formas plurales).
El espíritu impuro, a veces es uno y finge ser muchos, otras veces son muchos y
fingen ser uno. La lección que Marcos parece ofrecer al lector atento, es que
no se puede confiar de ninguna manera en lo que dice el hombre en espíritu
impuro, ni siquiera en lo que afirma indirectamente dándolo por supuesto. Esta
capacidad de engañar la ilustra la experiencia:
UN CASO ILUSTRADOR: NO CREO EN DIOS PERO LE TENGO MIEDO
El caso siguiente ilustra cómo pueden coexistir en una
persona el miedo a Dios con una actitud intelectual de indiferencia. Lo tomamos
de una historia clínica narrada por el psiquiatra Víctor Frankl.
“Veamos el caso de un paciente con una grave neurosis obsesiva que duraba en
él desde hacía décadas y había resistido a reiterados y largos intentos de
tratamiento psicoanalítico. El centro de sus temores neurótico-obsesivos lo
constituía la fobia de que tales o cuales actos suyos podrían ser causa de que
su difunta madre o hermana se condenaran. Por este motivo nuestro paciente no
quiso, por ejemplo, entrar a trabajar en la administración pública, ya que
hubiese tenido que prestar juramento... ahora bien, en alguna ocasión podría
suceder que lo llegara a quebrantar, aun en grado mínimo, y entonces pensaba
que se condenarían su madre y su hermana. Tampoco se atrevió a contraer
matrimonio... porque si luego fuera infiel al sí dado en la boda, con ello
arrastraría a sus parientes difuntos a la condenación. Recientemente, había
dejado de comprarse un aparato de radio, por el mismo pensamiento obsesivo de
que si no lograba entender por completo cierto detalle técnico, su hermana y su
madre serían condenadas en el más allá.
Ante tal abundancia de elementos imaginativos de tipo
religioso, si bien en estado latente, preguntamos a nuestro paciente por su vida
religiosa, es decir, su actitud frente a las cuestiones religiosas. En respuesta
se nos declaró decididamente “librepensador” y “seguidor de Haeckel”.
Todo esto lo dijo, haciendo además resaltar orgullosamente lo mucho que a ello
había contribuido su conocimiento de la física moderna; por ejemplo, declaró
dominar perfectamente la teoría electrónica. A la pregunta de si se
consideraba versado en cuestiones religiosas, admitió que las conocía bien,
pero añadió que “conocía su devocionario como el criminal conoce las leyes”,
o sea que conocía la religión sin confesarla o profesarla en manera alguna.
“Luego ¿es usted incrédulo?” seguimos preguntándole; a lo que contestó
“¿Quién puede decir eso de sí mismo? Ciertamente, con la razón soy
incrédulo, aunque con el sentimiento puede ser que crea a pesar de todo. Con la
razón, en todo caso, no creo en nada sino en un determinismo sometido a las
leyes naturales, y no en un Dios que premia y castiga”. Hagamos notar que la
misma persona que pronunciaba estas palabras nos declaraba poco antes,
refiriéndose a una de sus perturbaciones en la capacidad de actuar: “En aquel
instante me vino lo obsesión de que Dios podría vengarse de mí”. (Tomado
de: La presencia ignorada de Dios. Psicoterapia y religión. Herder,
Barcelona 1979, págs. 77-78).
En los disturbios psicológicos graves resaltan los rasgos que en situaciones
más normales son menos claros. Las actitudes de este paciente obsesivo son
frecuentes y se encuentran a menudo en el diálogo pastoral.
Hay un juicio oculto que funda una actitud de miedo a Dios, como un ser
arbitrario y dañoso, que cela y amenaza los verdaderos bienes y amores de la
persona. Por encima de esa angustia frente al Dios malvado se tiende el velo
encubridor de un juicio de indiferencia, o incredulidad.
El lector nos dispensará de señalarle en el caso expuesto, las obvias
analogías que existen entre las afirmaciones del paciente y las frases: “¿qué
tenemos que ver contigo?”; “has venido a destruirnos”; “sabemos quién
eres”.
UN ESPÍRITU DE PREPOTENCIA
El espíritu de indiferencia, suele desplegar una suerte de
capacidad especial para impresionar. La presencia de un solo indiferente en un
grupo o una clase, tiende a acaparar la atención, a imponerse al grupo y al
catequista, profesor de religión o sacerdote. El agente de pastoral puede
olvidar, como por una especie de efecto hipnótico, a la mayoría bien dispuesta
que tiene delante. Como consecuencia, privilegia al indiferente con lo mejor de
su esfuerzo, y a menudo llega hasta a impostar su método y su materia en
obsequio suyo, con una injusta preterición del grueso de la clase. Contra lo
aconsejado por Jesús, insisten en querer ser recibidos y aceptados.
El impacto espiritual y psicológico de los encuentros con indiferentes marcan a
veces a un sacerdote en forma tan pertinaz, que no consigue sacárselos de
dentro cuando sube el domingo a predicar a cristianos fervorosos. ¿No hemos
visto a menudo sermones que reprochan a los pobres fieles presentes los males y
pecados de los que no asoman la nariz por la Iglesia?
Observando la conducta de algunos agentes de pastoral, uno se puede preguntar si
no tienen una cierta predilección por las casas en que no los reciben y no los
oyen (a menos que pongan sordina a su fe), como si no encontraran gracia en la
fácil aceptación que encuentran en las casas bien dispuestas, cuando
precisamente, la gracia y el Espíritu se manifiestan en la acogida al
Evangelio.
¡CÁLLATE Y SAL DE EL!
La frase de exorcismo de Jesús, funda, como dijimos antes, la
distinción entre el hombre y el espíritu en que está.
Es el hombre, sí, el que grita y el que habla. Sin embargo, Jesús no se encara
con él. Distingue e impera: ¡Cállate! ¡sal de él! encarándose con el
espíritu, como diferente del hombre.
Esta distinción se expresa de dos maneras: el hombre está en el espíritu
impuro; el espíritu está en el hombre. Lo primero se desprende
de las palabras de Marcos. Lo segundo de la orden de Jesús.
Ya hemos hablado sobre el uso del lenguaje espacial para describir las
experiencias y realidades del espíritu. Y también hemos notado que la
distinción que hace Jesús entre hombre y espíritu, es importante para la
pastoral de las “excelentes personas”.
Podemos agregar aquí que el hombre está en el espíritu como en una
atmósfera, o en términos biológicos: un medio. Y a su vez un espíritu está
en un hombre, como en un recipiente. Al espíritu del hombre, su adentro, su
interioridad espiritual, hacen referencia dichos tales como: “lo que sale del
hombre, eso es lo que hace impuro al hombre” (Mc. 7, 15); “¿qué hombre
conoce lo íntimo del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él?”
(I Cor. 2, 11). “Bernabé era un hombre bueno, lleno del Espíritu Santo y de
fe” (Hechos 11, 24).
CADA UNO SE JUZGA POR SU ACTITUD ANTE CRISTO
Todo el Nuevo Testamento está lleno de testimonios de la
convicción cristiana, según la cual, en la confrontación con Cristo se pone
de manifiesto “en qué espíritu está” cada hombre. Cristo -y la
presentación evangélica que de él se hace- suscita la caída o la elevación;
pone al descubierto los pensamientos de los corazones (Lc. 2, 34-35); es luz que
atrae o ante la cual se huye, poniendo de manifiesto automáticamente un juicio
(e. d.: un discernimiento) acerca de la actitud íntima y oculta del hombre (Jn.
3, 20-21).
La indiferencia que se expresaba en el “¿qué tiene que ver Cristo conmigo?”
es ya una actitud espiritual, que muestra lo que hay en ese hombre, y si hemos
de aplicar los criterios del Nuevo Testamento, traiciona su signo negativo.
EN CONCLUSIÓN
1) El Nuevo Testamento ofrece un sistema de coordenadas para situar el fenómeno de la indiferencia religiosa, el desinterés por Cristo, en las múltiples formas de que puede revestirse, como una situación significativa desde el punto de vista espiritual, o sea desde el punto de vista de su calificación como espíritu impuro, no santo, opuesto al Espíritu Santo, del cual es propio obrar la fe y el amor a Cristo.
2) Este espíritu es el primero que, según Marcos, le sale al paso a Jesús en su vida pública, manifestándose como adverso, Presumiblemente es también el primero que saldrá al paso de sus discípulos.
3) Jesús nos enseñó con su ejemplo, a reconocer este espíritu como distinto del hombre en el cual se encuentra y a través del cual se expresa. Pero además dio a sus discípulos instrucciones acerca de lo que debían hacer ante la indiferencia que no recibe a los enviados. Rechazo y acogida deben ser los indicios orientadores del agente evangelizador.
4) El espíritu de indiferencia es, paradójicamente, un espíritu que agita al hombre apenas se confronta con Jesús. Esta es una primera mentira: finge indiferencia y es agitación. La causa de esta agitación parece ser el miedo a Cristo, considerado por lo tanto como alguien malo. Las formas que va adoptando posteriormente la oposición a Cristo parecen estar ya larvadas desde el comienzo en este espíritu de indiferencia inicial.
5) El espíritu de indiferencia, finge ser lo que no es, no sólo cualitativa sino también cuantitativamente. Esta es una segunda forma de su mentira. Dice ser muchos cuando es uno y finge ser uno cuando son muchos. Unas veces se arroga una falsa representatividad. Otras veces esconde sus solidaridades de facción.
6) Aunque el espíritu impuro puede imprimir su influjo en el
alma y el cuerpo del hombre, su esfera propia es la del espíritu, o sea la
misma en que se decide la actitud religiosa frente al Dios que se revela en
Cristo. No hay que pensar ni imaginar que este espíritu se encuentre sólo en
casos excepcionales, en los que pudiera reconocerse o sospecharse a través de
los signos llamativos, lo que se entiende comúnmente por “posesión
diabólica”. Su realidad y su apariencia son mucho más modestas. Es lícito
señalar su presencia dondequiera se encuentran actitudes de desinterés o
indiferencia respecto a Cristo. Aún en personas totalmente normales, y en
algunos aspectos hasta ejemplares.