EL SANTO TEMOR DE DIOS

P. Fr. Alberto García Vieyra O.P.

 

El primer pensamiento del Hijo Pródigo fue de volver a la casa paterna. La vida espiritual cristiana es volver; es un retorno hacia Dios, el Padre.

Volver, en el caso, significa ejercicio de las virtudes teologales; ejercicio de la fe, esperanza, y caridad; podríamos decir también una existencia en que comienza la gravitación de la fe, de la esperanza y del amor sobrenaturales.

Las virtudes teologales: fe, esperanza, caridad, son hábitos que unen al hombre con Dios. La fe es vehículo de comunicación intelectual: es creer en Dios y en los misterios revelados por Dios. La caridad es amor; amor sobrenatural, peculiar amistad entre Dios y el hombre. La esperanza, mira a Dios en cuanto El es para el hombre la bienaventuranza eterna (II-II, q.17, a.2).

El hombre recibe con la gracia las virtudes y dones del Espíritu Santo. Son ellos los principios operativos en la vida moral del mismo, ordenada al bien. La vida moral buena, es ejercicio de las virtudes; la vida cristiana, ejercicio de virtudes con cierta gravitación de las teologales; la vida espiritual, será también ejercicio de virtudes, pero de virtudes auxiliadas por los dones del Espíritu Santo.

El primer don que concurre al auxilio de las virtudes es el don de temor; así lo afirma Santo Tomás, resumiendo la tradición: prius enim est, secundum ordinem generationis, ut aliquis recedat a malo, quod fit per timorem (I-II, q.68, a.7): lo primero en el orden de la generación del bien, es abandonar el mal; esto se hace por el temor de Dios. Podemos decir desde ahora, que suscita una nueva actitud con respecto a Dios por su incidencia sobre la esperanza teologal y demás virtudes.

 

Timor Dei

La vida espiritual, la solicitud de la unión con Dios por el cultivo de la caridad y demás virtudes, comienza por una actitud muy concreta frente al pecado, que nos separa de Dios. Queremos huir del pecado, de la pena, de la culpa que nos separa del Sumo Bien. Tal es el temor: Timor Dei.

Distínguense grados en el temor. El temor que es don del Espíritu Santo es el temor filial, "que procede de la caridad y reverencia a Dios como Padre, y teme separarse de El por la culpa". (Juan de S. Tomás, De Donis, trad. MR, p. 561). El temor filial es una actitud en la presencia de Dios; un hondo sentido de la paternidad y bondad de Dios, y una mayor sensibilidad frente al pecado. Pertenece al temor filial por una parte la reverencia en cuanto mira a Dios, en cuanto contempla la majestad del Creador y el océano de bondad y misericordia divinas. Por otra parte contempla el mal inminente consecutivo al pecado como separación de Dios; en cuanto mira aquel mal inminente tiene acto de fuga (Thomas Vallgornera, OP, Theologia Mística. 1, 415).

Santo Tomás pone el temor filial en la raíz misma de la vida espiritual. Timor Dei, dice, se compara a la totalidad de la vida humana inspirada o regulada por la sabiduría, como la raíz al árbol (II-II, q.19, a.1, ad 2m.). Como la raíz concentra todos los principios vitales para el desarrollo del árbol, así el don de temor obrando en la materia de las virtudes, inspira y promueve el vigor de los principios operativos en orden al bien. El primer acto del don de temor es huir del mal por la reverencia hacia Dios, reverencia contemplativa que pregusta en la fe lo que será en la visión el gozo del bienaventurado. A eso mueve el Espíritu Santo (II-II, q.19, a.9, ad 2m) timendi Deum precipue sumitur ex consideratione excellentiae divinae, quam considerat sapientia.

Distínguese el temor filial, que es el don, de otras formas de temor que se dan en la psicología humana. Estas formas han tomado diversos nombres. El temor inicial, que no difiere esencialmente del anterior, sino como lo imperfecto de lo perfecto (II-II, q.19, a.8). Ambos se caracterizan por ser un temor a la culpabilidad, que implica la eterna separación del Padre. Más abajo contamos con el temor servil que es temor del fuego del infierno; el temor servil es laudable, y es en sí mismo una gracia de Dios, pues se ordena a la salvación. Otro es el temor mundano, en que el hombre teme lo que se opone a su vanidad, a su posición en el mundo. Es en sí mismo pecaminoso.

 

Temor y presencia de Dios

El Temor vuelve más real y efectiva la presencia de Dios. En el pecador, en el mundano, no tenemos subjetivamente al menos, la presencia de Dios; el pecado es aversión a Dios. En el condenado, tenemos la separación definitiva de Dios, que constituye su pena capital en el infierno, más aún que la pena del fuego que le acompaña.

Debe el hombre, durante su vida, adoptar una actitud frente a Dios, como frente a las cosas. Es decir que debe tomar en serio su propia vida; la forma de tomarla en serio es ponerla en la Presencia inefable que todo lo colma en la creación.

En la otra vida la no presencia de Dios es el infierno, la condenación; la presencia de Dios, es la visión beatífica, la salvación. La vida espiritual se define así por la presencia o ausencia de Dios; por la conquista de las gracias para gozar de Dios, o la pérdida de las mismas gracias por el pecado. Por eso hemos dicho que la vida espiritual es, en síntesis, una actitud concreta y definida del hombre para con Dios.

Según los grados del Temor de Dios pueden darse grados en la presencia del mismo Dios.

El grado ínfimo es en el pecado de infidelidad o apostasía. Nuestro mundo moderno sabe mucho de ello. Dios está ausente; es el gran Ausente en el mundo del pecado. Entonces se concibe a Dios como un vago primer principio a la manera del racionalismo; se le concibe como idea de la razón práctica; un producto de la imaginación creadora; un valor dado en la conciencia (Otto, Max Scheler, etc.). Son éstas, ideas falsas de Dios; residuos y escombros de grandes verdades que nutrieron durante siglos la civilización occidental. Aquí no estamos en la presencia de Dios sino ante ídolos; ante los fantasmas que pueblan el sueño de la razón.

Tales residuos son compatibles con el temor mundano. Acerca de ellos, el hombre sabe que no representan nada real, y que él está solo, metido en su mundo y en espera de la muerte. En resumidas cuentas, sabe que no son nada, y que lo único real es la efímera realidad de su yo en su mundo circundante.

Sin embargo, puede un rayo de luz iluminar este cuadro tenebroso aunque sea por instantes. Entonces el hombre rectifica su concepción natural de Dios como ser supremo y creador.

El primer paso en la presencia de Dios será concebirlo como El es, señor y creador del universo. Por obra de gracias actuales, la persona bautizada concibe fácilmente el ser supremo, creador y supremo juez. Tenemos otra actitud en la presencia de Dios. Dios es concebido como ser personal y creador; el hombre como creatura dependiente de El.

A una recta concepción de Dios sigue fácilmente la idea del juicio y el castigo del pecado; son ideas naturales de religión que en una inteligencia saneada aparecen evidentes. La presencia de Dios se ha vuelto más efectiva; Dios no es un principio abstracto ni una idea a priori; es mi creador, mi Padre y sobre todo mi juez; El castigará mis pecados. Aparece entonces el temor servil.

El hombre que llega al estado de gracia después de una buena confesión y comunión, no experimenta mayormente la presencia de Dios, por lo menos de modo habitual. En momentos de fervor pensará que Dios es su Padre; evitará algunas caídas mortales, pero sin hacer mucho caso de su vocación sobrenatural. Será sensible en materia de castidad, pero insensible en materia de restitución, en materia de fe, de religión, y otras virtudes. No contamos todavía con un sentido habitual de la presencia de Dios, ni sentido de la trascendencia del mismo Dios.

Tal es poco más o menos el estado del hombre que llega al estado de gracia sin mayores exigencias espirituales. La habitual presencia de Dios. Una existencia humana que tome en cuenta su vocación sobrenatural se caracteriza por una delicadeza especial para las cosas del espíritu; es ya un paso adelante; es el fruto de una vida cristiana que se empieza a tomar en serio. Debemos disipar algunos escrúpulos. La vida cristiana no es un humanismo; en sí misma es trascendente; la trascendencia es lo mejor, lo más bello, lo más grande, lo más puro. La vida cristiana, si vale por sus adaptaciones a lo humano, vale mucho más por trascender aquello humano; con una metáfora podemos decir que es Lázaro levantándose al escuchar la voz de Jesucristo.

Queremos recuperar al hombre; restituirlo a la redención y aún a la creación. Hay un falso humanismo que renuncia a la creación. El hombre es creatura, repitámoslo una vez más; debemos restaurar en el hombre el sentido de su condición de tal. Como un absoluto, desligado de toda dependencia al ser supremo y creador, no existió ni aún en el paganismo. Sólo en el racionalismo; en el escándalo racionalista se ha quebrantado la naturaleza volviéndola un absoluto ininteligible. No dejemos que el escándalo nos ponga el bozal y nos lleve del cabestro obligándonos a marchar a su lado, para amansarnos y acostumbrarnos a él. No existe una naturaleza humana si no es una creatura humana. Sólo como creaturas podemos estar en la presencia de Dios.

La primera verdad práctica importante que podemos saber, no es una enumeración de derechos, prerrogativas y libertades. Nuestro catolicismo está en deuda con la verdad. Queremos en parte saldar esa deuda: por eso le recordamos que es simple creatura de Dios, y creatura pecadora, necesitada de la misericordia y de la gracia. El hombre no necesita recuperar pretendidos derechos sobre el error y sobre el pecado; necesita redimirse, por la penitencia, del error y del pecado. El pecado, la corrupción, no es algo elegante; sabemos que referirse a ellos quita brillo a los panegíricos sobre la dignidad de la persona humana. Sin embargo queremos la verdad, aunque sea dolorosa. ¿Qué tienes miserable que no hayas recibido? Tengamos la conciencia habitual de haber recibido y de recibir diariamente de Dios. Conciencia de vivir en Dios, de existir en un mundo lleno de vida, en la presencia del mismo Dios.

La vida en tales condiciones es efecto del temor filial. La habitual presencia de Dios; el sentido de la trascendencia de los divinos misterios, la reverencia contemplativa, el sentimiento habitual de contrición o compunción del corazón, todo esto depende del don de Temor.

El P. Royo Marín expone así los efectos del don de temor: 1) Un vivo sentimiento de la grandeza y majestad de Dios que la sumerge en una adoración profunda, llena de reverencia y humildad... este respeto se extiende a la iglesia, a los vasos sagrados, a todo lo que tiene relación con el servicio de Dios. 2) Un gran horror al pecado y una vivísima contrición por haberlo cometido. 3) Una vigilancia extrema para evitar las menores ocasiones de ofender a Dios; y 4) desprendimiento perfecto de todo lo creado (Teología de la Perfección Cristiana, BAC, Madrid, p. 512).

No es menoscabar la vida espiritual cristiana si ponemos en sus raíces el temor de Dios. Todo amor verdadero lleva consigo el temor de perder o separarse del bien que se ama. Por otra parte, es toda la tradición de los Padres: San Agustín, San Gregorio, etc. que pone la actitud reverencial hacia Dios como el primer paso del hombre en el progreso de la caridad.

Actitud filial, reverencia, humildad, respeto por las cosas de Dios, veneración por la palabra de Dios, huída del pecado, todos estos efectos del don de temor se explican perfectamente por la conexión de las virtudes. Todas las virtudes van conexas entre sí, dependiendo en su desarrollo unas de otras. Por eso el don de temor tiene un efecto inmediato y especial sobre la segunda virtud teologal, pero un efecto general sobre todo el complejo de principios operativos humanos. Su efecto inmediato, es sobre la esperanza sobrenatural, a la que perfecciona en su ejercicio. Su efecto general es sobre el afecto a los bienes temporales. Tal es la doctrina de Santo Tomás en II-II, q.19, o sea en el tratado de la esperanza; en la I-IIae q. 68 a. 4; en III Sent. d. 34, a.2 y otros lugares de menor importancia. Veámoslo con relación a la Esperanza, y con respecto a la humildad y bienes temporales.

 

Con relación a la Esperanza

La esperanza es una virtud teologal que nos lleva a Dios, poniéndonos a las puertas de la sabiduría. La fe y la caridad también nos llevan a Dios. La fe cree, la caridad ama; la esperanza clama por nuestra indigencia; pide el socorro de la gracia para algo que las fuerzas humanas no pueden; la razón de ser de las virtudes teologales, dice Santo Tomás, es la desproporción existente entre la bienaventuranza sobrenatural, y las fuerzas naturales del hombre (I-II, q.62, a.1).

El objeto de la esperanza en general, es alcanzar un bien arduo y posible; en la esperanza teologal el bien arduo y posible es la bienaventuranza eterna. Cada virtud se distingue por su objeto; el objeto significa el tipo de bien que el hombre realiza con la virtud; en la esperanza sobrenatural ese bien es la unión con Dios; la proyección de las fuerzas afectivas del hombre a su eterna bienaventuranza (II-II, q.17, a.1).

Spes facit tendere in Deum sicut in quoddam bonum finale adipiscendum, et sicut quoddam adjutorium efficax ad subveniendum (II-II, q.17, a.6 ad 3). "La esperanza nos hace tender hacia Dios como al bien final que se quiere conseguir, y como a ayuda eficaz para auxiliarnos".

La esperanza como virtud sobrenatural alcanza a Dios apoyándose sobre sus recursos para llegar al bien esperado. Pero un efecto debe ser proporcionado a su causa; luego el bien que propia y principalmente debemos esperar de Dios, es un bien infinito proporcionado a la potencia del mismo Dios que nos ayuda. Este bien es la vida eterna que consiste en gozar del mismo Dios (II-II, q.17, a.2).

Así explica Santo Tomás el carácter teologal de la esperanza. Su objeto no es algo creado; es el mismo Dios; la vida eterna, el bien por excelencia infinito y trascendente que Dios otorga al hombre.

La bienaventuranza, por otra parte, no es conocida por el hombre viador, sino de manera imperfecta, según su razón común de bien absoluto y total. No podemos penetrar en la naturaleza de este bien, pues sería gozar de su posesión y de la visión beatífica. El objeto de la esperanza nos está por ahora velado "est nobis adhuc velatum" (Ib. ad 1m.).

Aún velado, es el bien infinito y total. La esperanza nos invita a reclamar de Dios el auxilio divino. Podemos pedir a Dios otros bienes, pero en orden a la bienaventuranza eterna (Ib. ad 2m). El objeto principal es pues un bien infinito, trascendente; pero oculto o velado. La dificultad máxima es que no se trata de un bien inmediato, visible, humano. Es perceptible a través de la fe; y, podemos agregar, según el vigor de la misma fe. El hombre debe anhelar, esperar, pedir, sentirse como desterrado y peregrino en el mundo. Pero anhela y espera algo de Dios; algo que le ofrece la misma misericordia de Dios. Santo Tomás, con su habitual claridad, nos explica:

"Spes autem respicit beatitudinem aeternam sicut finem ultimum; divinum autem auxilium sicut primam causam inducentem ad beatitudinem. Sic igitur non licet sperare aliquod bonum preter beatitudinem sicut ultimum finem" (Ib. a. 4). Mira a la bienaventuranza eterna como último fin; en segundo lugar el auxilio divino, que puede conducirnos a aquella bienaventuranza. No es pues una mirada teórica e ineficaz. La bienaventuranza es vista como posible a través del auxilio de la divina gracia que viene del mismo Dios. Esto vuelve posible lo que sería imposible para las solas fuerzas naturales del hombre. Todo naturalismo debe humillarse y morir crucificado. Las puertas de la gloria se abren, por la misericordia de Dios.

La esperanza mira también de modo especial el auxilio divino; a las puertas de la vida espiritual el hombre siente en lo vivo la necesidad de la gracia de Dios; por ese motivo se vuelve particularmente sensible el ejercicio de la segunda virtud teologal, y es lo que primero cae, por así decirlo, bajo la acción del Espíritu Santo. Para estudiar los efectos del don de Temor debemos distinguir en la esperanza el objeto global o material y su objeto formal.

El llamado objeto formal es aquello que propiamente persigue la esperanza; en este caso la bienaventuranza por el auxilio divino prometido para ello (De Virt. IV, 4). En el objeto global pónense los medios ordenados para aquella bienaventuranza.

Debemos determinar con claridad las relaciones que existe entre uno y otro; se vuelve indispensable para comprender la purificación de la misma esperanza, el valor del objeto formal, y la relativa importancia de los medios. En el objeto global de la esperanza debemos poner aquellas cosas materiales de que habitualmente nos valemos para impetrar el auxilio divino: devociones, costumbres piadosas, imágenes, libros, etc. Son estos medios de que nos valemos para pedir la gracia, para pedir la gloria del cielo; son cosas materiales en las cuales está como encarnado el mismo objeto formal. Ahora bien: estas cosas a veces sofocan el objeto formal, o tienden a sustituirlo; tenemos más confianza en nuestras imágenes o en nuestras novenas que en Dios. La perfección de la esperanza será desligarla de estas adherencias, para que brille el objeto formal.

Dijimos que donde formal y propiamente acaba la esperanza es Dios en cuanto bienaventuranza objetiva. Los tomistas sostienen que el objeto formal de las virtudes teologales debe ser algo increado; lo increado es Dios. Sin embargo debemos contar con una primera deformación: el acto subjetivo que concibe aquella bienaventuranza es algo creado y humano. Allí tenemos una primera limitación deformante en el acto mismo de la segunda virtud teologal; espera la bienaventuranza en cuanto es concebida, sin pasar más allá. Esto nos lleva a distinguir en la esperanza un modo humano y un modo divino. El primero se explica en cuanto dicha virtud radica en un sujeto pecador; en la voluntad humana con todos sus defectos, y que es movida a menudo por un conocimiento susceptible de error. Es la voluntad humana sujeta a los impulsos de las pasiones, a las modalidades temperamentales, la imaginación, los apetitos, y a su propia malicia. Todos estos son factores que afectan profundamente el ejercicio y las posibilidades de la segunda virtud teologal. Idénticos problemas tienen la caridad o la fe; ahora nos ocupamos de la virtud que clama por volver a la casa paterna.

El don de temor de Dios al obrar sobre la esperanza, rectifica la concepción subjetiva de bienaventuranza eterna.

Lo que mueve prácticamente, o sea el bien que mueve, es el bien en cuanto y como es concebido por el entendimiento. Es evidente pues, que es la concepción subjetiva de bienaventuranza, lo que actualmente promueve el acto de esperar.

Debemos admitir grados, en el concepto de bienaventuranza; puede concebírsele con mayor o menor propiedad. Puede concebírsele en su trascendencia en su pureza, como lo hace la fe ilustrada por los dones de entendimiento y ciencia. O puede pensarlo como algo que apenas excede las cosas humanas, sin trascendencia, sin exigencias. El don de temor lleva a que aquella concepción subjetiva de bienaventuranza eterna, corresponda más y más a lo que en realidad es en sí misma; lleva a pensar que la salvación es un asunto muy serio; que el auxilio divino no está en nuestras manos sino en las de Dios; en resumen el hombre piensa que debe marchar desde el pecado hacia Dios.

Expliquemos un poco más. El hombre, aún en estado de gracia, puede no hacerse gran problema de su salvación; puede concebir -y concibe- la vida eterna un poco como el paraíso de Mahoma. Su criterio de felicidad sobrenatural, sin llegar a ser naturalista, es antropomórfico; esto influye en el ejercicio de sus virtudes sobrenaturales. Igual que un general, si cree que su enemigo es reducido en número y pobre de recursos, no prepara un gran ejército. Pero si llega a sospechar que el ejército enemigo es muy poderoso echará manos a todos sus recursos para derrotarlo. Igualmente, lo que nosotros pensamos acerca de la gloria y de las posibilidades de alcanzarla, influye en las disposiciones subjetivas, en los medios para obtenerla. La salvación, la vida eterna a alcanzar es un bien arduo, difícil, que no depende de nosotros, sino de Dios; así lo ve la esperanza unida al temor de Dios.

Hemos dicho que según nuestra fe concebimos la bienaventuranza eterna, y que ese concepto subjetivo da la tonalidad a la esperanza. En el terreno práctico nosotros interpretamos aquella, junto con los otros valores de la fe; según esto estudiamos las posibilidades de alcanzarla. Concebir la salvación como un bien inmenso, como un favor infinito de la infinita misericordia de Dios, es lo propio de la fe viva, iluminada y familiarizada con el misterio de Dios. De allí que la segunda virtud teologal, lo mismo que la fe puede ser viva y sobrenatural, o puede presentarse como más o menos humanizada, sin verdadera gravitación en la vida del hombre.

El modo de la esperanza sigue al de la fe. La fe viene como regla de la esperanza. Nada es querido si no es conocido, dice un adagio escolástico. El orden afectivo presupone siempre el orden del conocimiento. Esto es cierto en el orden natural y en el orden de la gracia. Las virtudes teologales no escapan a esta ley de la psicología humana; una tendencia afirma un teólogo, presupone siempre el objeto de esa tendencia (P. Le Tilly OP: L’Esperance). Es pues la fe quien entrega la idea de Dios, y según como concibe a Dios, piensa también en la bienaventuranza como favor de Dios. La fe debe abrir los ojos, para dejar paso al clamor del corazón, a la súplica confiada, a la reverencia filial, al temor de la pena y de la culpa que separan de Dios.

Una deformación recibe la esperanza de su propia estructura: en su acto mismo lleva las modalidades de presunción o desesperación. En su modo humano de obrar, limitada en su ejercicio por un ideal humano que le sirve de regla, presenta los dos vicios antes nombrados que la deforman y mediatizan. La desesperación no sólo puede presentarse como el pecado que quita totalmente la esperanza en el auxilio divino y en la salvación, sino que puede afectarla en un cierto grado haciéndole perder vigor. La desesperación como la infidelidad admite grados; aquí no nos referimos al pecado de desesperación sino a una modalidad de la misma esperanza, que remisamente y con secreta desconfianza espera en Dios.

El movimiento de la esperanza proviene de estimar a Dios como salvador y proveedor de los medios de salvación. Puede el hombre desconfiar, o del perdón divino o de la gracia (II-II, q.20, a.1). Esto ocurre cuando confiamos en nuestros talentos, en nuestra preparación, en nuestras organizaciones, infiltrando nuestra esperanza de una verdadera desconfianza en el poder y misericordia de Dios. La esperanza, dice Santo Tomás, puede debilitarse de dos maneras: porque no cree que la salvación sea un bien difícil de alcanzar, o bien que no lo cree posible (Ib., q. 20, a.4).

No cree que sea un bien arduo o difícil: por consiguiente carece de interés y no hay necesidad de esmerarse para conseguirlo. Tal falta de interés, agrega el Angélico, se debe a la presión de las delectaciones sensibles; la causa de la desesperación es la lujuria. La acedia, negligencia o pereza contribuye también a mirar con indiferencia, como cosa teórica, imposible o inútil todo trabajo serio por la salvación. La esperanza en su modo humano es una esperanza insuficiente que no propone el problema de la bienaventuranza eterna con eficacia, con verdadera repercusión en la existencia humana. Es la esperanza que prácticamente desecha la oración, no frecuenta los sacramentos, mantiene una actitud fría, pedante y tiesa frente al auxilio divino que debiera impetrar. Hemos descrito una actitud; no es la desesperación formal, aunque puede llegarse a ella. Es la misma esperanza sobrenatural, que estima a Dios como salvador, pero que ha desvirtuado y mediatizado los valores mismos de salvación.

Otro defecto en el acto de esperanza es la presunción. Presunción, dice el Angélico, importa vana confianza en sí mismo; falta de moderación en la esperanza (q. 21, a. 1). La presunción cree obtener la bienaventuranza por sus propias fuerzas; importa un cierto pelagianismo práctico; quiere obtener el bien por sus propias fuerzas, sin reconocer sus propias limitaciones. Un cierto pelagianismo práctico: el error pelagiano fue una excesiva confianza en las fuerzas de la naturaleza, en orden al mérito sobrenatural. San Agustín puso de relieve vigorosamente, la necesidad de la gracia de Dios; "Cese ya Pelagio de engañarse a sí mismo y de engañar a los demás altercando contra la gracia de Dios" (De Gratia Christi, c. 20).

La esperanza es una virtud teologal; el acto de esperar siempre termina en Dios como proveedor del auxilio divino indispensable para la salvación; la presunción, sin llegar a constituir pecado formal, puede infiltrarse en la esperanza, inclinando su confianza hacia elementos extraños y secundarios, aún ordenados a la eterna bienaventuranza. La presunción tiene sus raíces en la vanagloria y en la soberbia (Ib. q. 21 a. 4). Es una excesiva estimación de sí mismo, de la propia capacidad, de las propias posibilidades de acción. Inficionada por la presunción, la esperanza adquiere modalidades especiales. Aún las personas espirituales tienen apego a sus costumbres piadosas, critican a los demás, tienen una desmesurada confianza en su propia suficiencia. San Juan de la Cruz pone en guardia contra el vicio de la presunción, en las personas dedicadas a su propia santificación y avanzadas en el camino de Dios: "las aprehensiones sobrenaturales, en la memoria, dice, son también a los espirituales grande ocasión para caer en alguna presunción o vanidad" (Subida, lib. 3 cap. II). Refiérese el santo a sentimientos, imaginaciones, aprensiones espirituales que degeneran en complacencias y vanidad. En la misma línea está el afecto exagerado a devociones particulares, métodos de apostolado, organizaciones en las que ponemos toda nuestra confianza, y cuyo éxito espera ansiosa nuestra vanidad.

Para mejor entender debemos pensar que el objeto formal de la esperanza es algo sobrenatural: el auxilio divino; no debe entrar en el motivo formal que suscita el acto de esperar, ningún elemento natural. La presunción introduce elementos espurios; son accesorios, instrumentales, pero que fácilmente gravitan por demás y se vuelven principales.

El temor de Dios, como auxiliar de la esperanza, le quita la desesperación y la presunción.

Fundado en una nueva estimación del último fin sobrenatural, rectificada por la fe viva y los dones intelectuales, modifica a la esperanza en orden a la recta estimación de la bienaventuranza objetiva (como es en sí); el temor a la pena, el temor a la culpa, sigue como corolario necesario a la aprehensión de la majestad divina. El temor de Dios es un don afectivo; se rige por los dones intelectuales superiores; su acto de reverencia, de profundo reconocimiento de la majestad divina, y la nada de la creatura humana, está regulada por un nuevo conocimiento de Dios; por una incipiente y rudimentaria percepción experimental del misterio divino. El acto de esperanza deja de ser frío, displicente, para volverse cálido, contemplativo, con el sentido vivo de la majestad divina y la paternidad de Dios; diríamos que la esperanza se vuelve más de lleno a su objeto formal, gustando las cosas divinas, dándoles primacía y gravitación en la vida humana. El hombre contempla la Existencia necesaria; y en función de esta necesidad esencial del ser divino contempla las cosas creadas bajo la razón formal de fatuidad, de cosa pasajera y radicalmente vana. La esperanza es así modificada y rectificada; vuélvese hacia Dios como único ser necesario, digno de adoración y reverencia, de quien esperar todos los bienes de salvación.

El temor de Dios combate así la vanagloria, la soberbia y la lujuria. Los dos primeros vicios por lo que despoja al hombre de la falsa suficiencia; lo último por que significa una nueva estimación de lo que Dios es y de lo que pide en orden a la redención. Otro efecto del temor de Dios es romper el cuadro de seguridades mundanas que rodean la vida del hombre, poniendo en primer plano el misterio de la muerte, su salvación, la posibilidad de la condenación, el mal de la culpa, el bien de la paternidad misericordiosa de Dios. El hombre ve en Dios la seguridad; la inseguridad, en la economía de las cosas mundanas.

Para aclarar los conceptos debemos cuidar de no esquematizar demasiado. El hombre que vive en la fe y que hace ciertas prácticas piadosas, se conforma fácilmente con eso, y termina por creerlo demasiado. La intervención del Espíritu santificador quiebra aquel cuadro de falsas seguridades. El don de temor despierta el sentimiento de la culpabilidad, promueve la actitud reverencial hacia Dios, como salvador y fuente del perdón; excita en el hombre la contrición y el dolor.

La existencia del hombre transcurre en un cuadro de seguridades mundanas. El hombre no siente su soledad; las cosas le son amigas; los demás le sirven de compañía y sostén. El apoyo y seguridades que el mundo le proporciona, le hacen perder intimidad; es un ser arrojado en lo histórico social, sin ningún atisbo de vida interior. Consecuencia de esta exteriorización, es que no siente como debiera la necesidad de Dios, ni la presencia de Dios. Solamente en el remordimiento, como acto de la conciencia personal, el hombre pecador vuelve a la presencia de Dios, y penetra en su propia intimidad.

En el momento de la muerte, cuando el alma se separa del cuerpo, rompe los lazos con amigos, deudos, y cosas familiares que le rodeaban. En ese instante, el hombre siente por primera vez su soledad. Ve crujir y desplomarse todo el cuadro de seguridades que han rodeado su vida en el tiempo; podemos decir que se encuentra solo y desnudo en la presencia de Dios. El vehículo de su seguridad en el mundo era el modo de conocer a través de las imágenes corpóreas. En el estado de separación del alma y del cuerpo, percibirá por especies infusas dadas por el mismo Dios. Todo hace pensar que el alma no habituada a su nuevo modo de conocer, experimentará terriblemente su soledad, desnudez y confusión.

El don de temor lleva el hombre a esta misma experiencia de soledad, sin el dolor de lo repentino ni la amargura de lo inesperado. El hombre renuncia a las seguridades mundanas, aún espirituales; sólo espera en Dios; sólo el auxilio de la gracia y la misericordia le aquietan. Purificando la esperanza, se rompe el espejismo de lo que hemos llamado falsas seguridades. El don de temor huye del mal que es la separación de Dios: Fuga hujus mali quod est Deo non subjici (IIa-IIae q. 19, a. 9). Vuelve hacia Dios, de quien se separó por el pecado; vuelve con paz, seguro de la misericordia de Dios; vuelve contrito, llorando por la separación inherente al pecado. El temor filial y la esperanza, afirma Santo Tomás, uno al otro se ayudan y se perfeccionan (II-II, q.19, a.9, ad 1m).

Casi no podemos hablar de la esperanza sin contemplarla en el cuadro de la conexión de virtudes: crece con la fe, la caridad; crece por la oración, por las obras buenas, con mérito sobrenatural. Todo esto dispone para la acción santificadora del Espíritu Santo. Primero tendremos la acción transitoria de gracias actuales, más o menos eficaces; después, la acción de los dones, que son hábitos, estables, en orden a un obrar habitual perfeccionado de las virtudes, teologales y morales.

El hombre pecador vuelve a Dios por el camino de la contrición, del dolor, del temor al infierno, por el sentimiento de la paternidad de Dios, la piedad, la devoción. Es el comienzo de la Sabiduría. El hombre asume ante Dios la actitud del sabio, que sabe quién es Dios; contempla su majestad; adora los tesoros inagotables de su misericordia y de su amor. La actitud sapiencial es un actitud reverencial; sin desesperación ni presunción.

Podemos contemplar la actitud del sabio en su oposición con la del necio o fatuo como hace la Escritura. El temor de Dios es el principio de la sabiduría. El sabio tiene la actitud reverencial; sabe la distancia que le separa de Dios, y como en justicia debe presentarse ante el ser supremo y creador.

El necio piensa en Dios sin reverencia. Trata a Dios como de igual a igual. La imagen del ser supremo y creador se le esfuma y pierde en el vaho de su propia fatuidad. El necio, dice la Escritura, no ve a Dios; es inútil y vano como el polvo que el viento levanta de los caminos y lleva en remolinos; fue humanista, racionalista, positivista, idealista; es neokantiano, fenomenólogo, existencialista. Las hace de literato, de filósofo, de novelista, pero siempre está hablando de sí mismo.

El sabio en cambio contempla a Dios; la sabiduría hunde sus raíces en la fe y en la revelación; en el orden práctico traza el itinerario del hombre caído hasta el cielo. La sabiduría se proyecta sobre el hombre como un saberse en el pecado y en el infierno; como un saberse depositario de las divinas promesas de salvación. Así, y no de otra manera, el Hijo Pródigo recobra su camino.

 

Con relación a la Templanza y bienes temporales

El don de temor tiene un efecto general sobre la templanza y virtudes que de ella dependen.

A la templanza pertenece moderar lo concupiscible. Su papel es canalizar y volver razonable, dentro de la razón, las delectaciones corporales (IIa-IIae., q. 141, a. 2). A la templanza corresponde moderar el uso del tacto, la vista, el oído; comida, bebida, delectaciones carnales, movimientos sensibles, capaces de contrariar la natural honestidad de las costumbres.

La subordinación de las pasiones a la razón no es fácil después del pecado original. La virtud de la templanza obedece a la necesidad de una actitud humana reflexiva que domine y canalice aquellas fuerzas dislocadas de la sensibilidad. La parte irascible es moderada por la fortaleza; la parte concupiscible por la templanza. Así como la fortaleza es modificada por el don homónimo, la templanza es modificada por el temor de Dios.

Veamos brevemente en qué puede consistir tal modificación de la templanza por obra del temor de Dios. Por lo pronto la materia de dicha virtud, las complacencias sensibles, es contemplada en relación a la perfección de la vida cristiana. No son ya reguladas por la razón, sino que interviene otro principio más elevado que ordena todo aquello a la perfección de la caridad. Es el hombre que se vuelve más enérgico y cauto para con las cosas mundanas. Al don de temor, dice Santo Tomás, pertenece menospreciar las cosas temporales, los bienes mundanos por reverencia a la divina majestad (III Sent., d. 34, q. 1, a. 4): omnia bona temporalia despicire: menosprecio, desprecio, subestimación; juicio práctico sobre los mismos, que les sitúa en otra perspectiva.

El primer menosprecio del don de temor incide sobre el amor de sí mismo. La soberbia es el amor desordenado de la propia excelencia, dice Santo Tomás; el Temor se da contra la soberbia: datur contra superbiam (II-II, q.19, a.9, ad 4).

La raíz de la humildad, agrega el mismo Angélico, está en la reverencia hacia Dios; es una nueva actitud del hombre frente a sí mismo, que sigue correlativa a la presencia de Dios, a la majestad de Dios, a lo que Dios es para el mismo hombre.

Detengámonos un poco en la Humildad. La humildad es muy amada de Dios; en la Santísima Virgen, el Señor miró especialmente la humildad de su esclava (Lc. 1).

Nueva actitud del hombre frente a sí mismo, la humildad es considerada como el fundamento de la vida espiritual. Si la mortificación abre las grandes zanjas donde van a ir a ir los cimientos, de la humildad son los bloques que van a sustentar todo el peso de la construcción. Ella es la base donde se asienta toda la verdadera perfección del alma; en otra figura familiar a los autores espirituales, es la piedra de toque donde se prueba la solidez de las cosas de Dios.

La humildad modera el apetito de grandeza. No es que el hombre deba renunciar a las verdaderas grandezas; Santo Tomás enseña cómo la humildad no destruye la magnanimidad, cuyo objeto son precisamente aquellas grandezas.

Hay dos virtudes, dice; una que refrena el ánimo para que no tienda de modo inmoderado hacia las cosas elevadas; otra, contra la desesperación, que regula el apetito para que tienda como debe hacia las verdaderas grandezas, las que Dios quiere para los hombres. Son dos virtudes paralelas o complementarias: la humildad es la primera, la magnanimidad la otra (II-II, q.161, a.1).

¿Qué se entiende por apetito de grandeza? El ideal de santidad es naturalmente algo muy grande; es lo mayor a que puede aspirar un hombre; es ésta una aspiración legítima, supuesto que siga los caminos trazados por el mismo Dios.

Apetecer honores, riquezas, comodidades, en tal forma que pusiéramos en ello toda la pasión y toda la fuerza del alma, constituyendo estas cosas en nuestro último fin, sería un gravísimo error y pecado, que nos llevaría al infierno. Creemos que, en el orden de los hechos, el mundo moderno pone en estas cosas su último fin; el auge o gravitación de valores económicos y sociales, crea una atmósfera de desesperación frente a los valores sobrenaturales, que encamina hacia la región del "llanto y del crujir de dientes".

Debemos apetecer las verdaderas grandezas; las grandezas del alma, con magnanimidad y con humildad; arrojando la pusilanimidad y pequeñez de espíritu. La humildad nace cuando el temor de Dios tonifica la tierra de la templanza y de la esperanza. Cuando el soplo del Espíritu vivifica las pobres virtudes humanas.

Por la humildad sabe que él mismo nada puede; pero sabe igualmente que Dios todo lo puede. El humilde sabe que Dios quiere santificarle, y que tal es el objeto de todos sus beneficios divinos. En cambio el pusilánime duda de la omnipotencia de Dios: no tiene ni fe ni esperanza firmes; solo cree y espera en sí mismo.

El temor de Dios tiene así efectos diversos en el complejo de las virtudes humanas. No es el menor de ellos que se forman verdaderas virtudes; las buenas disposiciones salen de un estado más o menos potencial para cobrar realidad.

Quizás conviene que fijemos la atención en los elementos negativos; en aquellos que interfieren en la vida del espíritu, nuestro pobre espíritu humano. La reverencia contemplativa del Bien infinito se encuentra obstaculizada y turbada por el movimiento de apetitos inferiores. Ellos atraen hacia las realidades mundanas, quitando el gusto por las cosas espirituales. Lujuria, presunción, vanidad, orgullo, cierran el horizonte para las cosas más elevadas. Fácilmente estos vicios se presentan como una exaltación de la personalidad; el hombre se cree justificado en lo que puede elevarse ante el mundo. Para luchar contra estos vicios, sutiles y fascinantes, que vuelven particularmente difícil la obra de la templanza, tenemos el temor de Dios. El hombre cede a la fascinación de la lujuria, del orgullo, de las comodidades, cuando sabe que va a sepultarse definitivamente en el infierno; cuando conoce la grandeza de Dios, y tiene la esperanza de bienes infinitos y definitivos.

El don de temor vigoriza en esta forma todas las virtudes que son parte de la templanza, y aplaca las tendencias que la debilitan. En tal sentido, el Timor Dei transforma la honestidad en lucha ascética; cambia la sobriedad en ayuno, mortifica la gula, mortifica y apaga la lujuria; la soberbia y presunción se truecan en contrición y compunción del corazón.

El temor de Dios tiene pues un efecto general en la sensibilidad humana en cuanto participa de la vida espiritual. Es un efecto general, que repercute en toda la vida moral del individuo. Moviliza los vicios más arraigados, y por tanto más connaturales al hombre. Pero la misericordia de Dios ha tendido su mano y el hijo pródigo puede alegrar su corazón con el pensamiento de su vuelta a la Casa del Padre.

 

Conclusión

El cristiano ha recibido el espíritu de adopción, que lo constituye en hijo de Dios y heredero del Reino (Rom. VIII, 15). A fin de que recibiéramos ese Espíritu envió Dios a su hijo Jesús (Gál. IV, 6).

El cristianismo -el que vive la integridad de la fe y la vida sacramental de la Iglesia- es una humanidad transformada, renovada y purificada por el mismo Dios. El espiritualismo verdadero, nacido de la gracia, es el que vive esa renovación; es la peregrinación, aquella de que habla San Juan Clímaco, que es huída de todas las cosas, para ir mejor al ejercicio de la piedad, el honrar y buscar a Dios (Escala Espiritual, c. 3). El Apóstol San Pablo dejó para siempre grabado con fuego el carácter propio de la espiritualidad cristiana: dejar la servidumbre del mundo, y vivir la libertad de los hijos de Dios.

Atraído por Dios, el cristiano vive un despertar; por lo menos debe vivirlo, y ser ésta su experiencia cristiana. Entra en un mundo nuevo; el mundo de las creaturas redimidas que viven de Cristo; este mundo es antagónico con el anterior. "La noche ha pasado -dice el Apóstol- y el día se acerca; desechemos las obras de las tinieblas y revistámonos con las armas de la luz". En esta oposición entre noche y día, luz y tinieblas, carne y espíritu, tenemos bosquejada toda la economía de la vida cristiana en sus formas más puras. El hombre es sacado de la noche, de las tinieblas, de la carne, y llevado a la luz, a la claridad, a la vida del espíritu. Es la obra del Espíritu Santo: "Se regocijarán en Yahvé los humillados, y los pobres se gozarán en el Santo de Israel" (Is. 29, 19).

No todos los hombres llegan a experimentar este antagonismo; muchos han reducido su vida religiosa a un catálogo de permisos y prohibiciones; hay circunstancias que gravitan perniciosamente en la vida espiritual. El excesivo trabajo, los transportes, las relaciones sociales, el ruido de la calle, la lectura de los periódicos, la radio, el cine, etc. Todo esto llena el día, y poco queda al hombre, si no hace un esfuerzo, para sus relaciones con Dios.

Sin embargo, no somos pesimistas; en el hombre de la calle se da también la acción invisible del Espíritu Santo que cumple en silencio su obra de santificación. Negamos que la vida moderna imponga un naturalismo en la piedad, y una humanización de las virtudes cristianas. Creemos que el Espíritu Santo obra en las almas, y que se cuentan por millares los que buscan, y que aún sin saber bien lo que buscan desean a Dios en lo íntimo del alma.