ENTRE SECULARIZACIÓN Y POSTMODERNIDAD.

LA VIDA MONÁSTICA COMO SIGNO

 

Dr. Héctor Jorge Padrón

U.N.Cuyo – Conicet.

 

1.- SECULARIZACIÓN

En cuanto a la significación de este término conviene tener presente su curva semántica (1). Como se recuerda, etimológicamente, secularización deriva de la palabra latina saeculum, siglo. Semánticamente es posible advertir una evolución de la que retendremos lo esencial para nuestro tema.

Los primeros cristianos que hablaron lengua latina utilizaron la palabra saeculum para referirse a este siglo en relación con el siglo futuro, en el cual la salvación alcanzará su consumación plena. Entre ambos momentos de la historia de la salvación es posible establecer claras diferencias y, al mismo tiempo, una continuidad viviente. En efecto, estos primeros cristianos tenían clara conciencia de que los tiempos definitivos ya habían comenzado y que la justificación era real aunque todavía no estuviera consumada. La primera consecuencia de esto era una distinción entre aquellos elementos destinados a durar eternamente y aquellos otros caducos y, por lo mismo, transitorios. En otro sentido era posible distinguir entre la Iglesia, en la que efectivamente se incoa el siglo futuro y se anticipa, y los hombres y los pueblos que son llamados a la salvación y, por esto, a la Igle-sia.

En suma: en una primera etapa la palabra siglo y sobre todo el adjetivo secular, así como sus derivados, fueron perdiendo su significación inmediatamente temporal para asumir un significado eclesiológico y jurídico que permitía establecer entonces la distinción entre clérigos y religiosos por una parte, y laicos por la otra. De tal modo se contrapuso lo secular a lo eclesiástico y, también, derivadamente se asoció lo eclesiástico a lo sagrado y lo secular tendió a identificarse con lo profano.

El substantivo secularización deriva del adjetivo secular tomado en el sentido señalado arriba. Así se entendió por secularización al proceso jurídico canónico por el que una persona o cosa que había sido previamente separada y constituida en eclesiástica o sagrada es privada de su estatuto y régimen que le confería la ley canónica y era incorporada nuevamente a las condiciones y los usos de la vida común y ordinaria (cf. Can. , 638-643).

El término secularización, entonces, nace en un contexto jurídico que, sin embargo, presupone un trasfondo amplio y complejo que da lugar a una diversidad de usos y significados posteriores.

La significación jurídico-canónica de la secularización connota la realidad de la Iglesia como una comunidad visible, como una comunidad distinta de otras comunidades, capaz de un culto, de una vida y de un orden jurídico propio y, por esto, capaz de mantener relaciones con el resto de las instituciones humanas.

La idea de secularización se halla rodeada de diversos problemas filosóficos y teológicos, todos ellos presuponen el lugar que la Iglesia y el cristiano ocupan en el mundo, así como un juicio sobre ese lugar. Sin embargo, los problemas mencionados nacen en una dependencia directa no con el significado original de la palabra secularización sino, más bien, con el matiz que recibió después.

Este matiz puede ser reconocido en el tiempo, se trata del año 1648, con ocasión de la paz de Westfalia. En ese momento histórico se habló de secularización para señalar la confiscación de los señoríos eclesiásticos para que pasaran a ser propiedad del poder civil. En este sentido, la secularización aparece como el proceso según el cual se afirma la autonomía de las instituciones civiles frente a las autoridades eclesiásticas. Este proceso comenzó en la Edad Media y, en substancia, significó superar la interdependencia entre el sacerdotium y el imperium, con la posterior formación de ámbitos de pensamiento o de acción que se desprenden de la autoridad eclesiástica para adquirir una autonomía constitutiva frente a ella. De tal modo, la historia moderna -en relación con el término secularización- aparece como un proceso de distinción y separación entre el ámbito de lo civil y el de lo religioso.

 

2. LA PROBLEMÁTICA FILOSÓFICO-TEOLÓGICA SOBRE LA SECULARIZACIÓN.

Una vez recogidos los datos históricos del proceso de la secularización, lo que importa es discernir acerca de las concepciones de fondo sobre el ser del hombre y sobre su destino. Habitualmente esta tarea se encuadra en una reflexión filosófica sobre la historia de las culturas.

Parece que tres son las posiciones fundamentales que, a lo largo de la historia del pensamiento occidental, han sido adoptadas respecto al problema de la secularización y, por tanto, tres también, las definiciones de secularización que, con carácter irreductible entre sí, se pueden encontrar.

I) En el primer caso trata de considerar a la secularización como el fenómeno histórico de la separación de la Iglesia y el Estado, esto es de la afirmación de la independencia de la vida cívica respecto de la autoridad eclesiástica como la primera o una de las primeras etapas de un proceso más hondo, cuyo sentido último comporta la reivindicación de la autonomía de la mente humana frente al Magisterio eclesiástico y, finalmente, frente a Dios. Así, entonces, la secularización es concebida como el proceso de reducción a una dimensión meramente intrahistórica, intramundana y secular de las aspiraciones trascendentes del hombre.

II) En el segundo caso se trata de ver en el acontecimiento de la secularización el comienzo de una crisis de la actitud religiosa, ya que -se sostiene- implica la desvinculación entre la religión y la política y, en consecuencia, la afirmación absoluta de lo profano, de una historia exclusivamente terrena y la pérdida, en la experiencia práctica inmediata, de un sentido de lo divino. Así se entiende a la secularización como el proceso de formación y desarrollo de una mentalidad que juzga al mundo y a las cosas desde fines puramente humanos y temporales, seculares, con prescindencia de toda perspectiva teologal.

III) Finalmente, en el tercer caso se insiste en que es posible advertir en la Edad Media algunos equívocos en lo que concierne a las relaciones entre la religión y la política y se declara que esto mismo habría permitido profundizar, mediante un esfuerzo genuino, en el auténtico sentido de la misión histórica de la Iglesia. Así, la secularización es vista como un proceso que conduce a una conciencia de la autonomía de las realidades terrenas en el interior de una visión teologal de la existencia.

 

3. LAS POSICIONES Y LAS OPCIONES

Una vez que han sido delimitadas las posiciones características que ha asumido la significación de la secularización a lo largo de su historia interpretativa, es preciso examinar, brevemente, las opciones que implican en cada caso.

I) Secularización y ateísmo.

La primera de las tres interpretaciones mencionadas se debe al pensamiento racionalista e ilustrado y su desprecio característico por toda la Edad Media. Así aparecen contraposiciones típicas: la del primitivo y la del civilizado, la afirmación de la primacía de la religión natural sobre la positiva, el propósito de expresar por medio de la filosofía la verdad de la religión, etc. Todas estas ideas y otras análogas tienen dos puntos en común: a) considerar a la religión revelada como un fenómeno propio de la infancia del hombre y, por tanto, correspondiente a su ingenuidad, destinado a ser superado con la mayoría de edad que se identifica con la edad de la razón; b) identificar la infancia del hombre con la actitud de la obediencia a la palabra divina que, por vía de autoridad, comunica al hombre la verdad religiosa. La madurez humana, entonces, se presenta como el momento en el que el hombre pretende regirse a sí mismo con las solas fuerzas de su razón, sin necesidad de ninguna fuerza o ayuda externa a dicha razón, y así percibir la ley. El despertar de la razón subraya la autonomía de lo civil frente a lo eclesiástico, y la razón por su parte se fija a sí misma el ideal de la autonomía.

En el comienzo de la Ilustración estas ideas dieron lugar a fuertes críticas de la Iglesia católica y, en general, de las religiones positivas y dieron lugar más que al ateísmo a una actitud deísta. Por otra parte, las reducciones filosóficas operadas por Feuerbach, Marx y Nietzsche respectivamente, pusieron de manifiesto -a posteriori- el ateísmo implícito en los postulados del racionalismo. En efecto, la pretensión racionalista de deducir la verdad de la sola razón conduce al obscurecimiento de la armonía íntima entre la razón humana y la fe y, por esta vía a desconocer la subordinación de la razón respecto de Dios. Por otro lado, la ruptura de los vínculos de la razón no se realiza sólo con Dios sino, también, con la realidad, haciendo que el hombre se entienda a sí mismo, ante todo, como sujeto de pensamiento, un pensamiento que procede a una auto-afirmación absoluta como fuente única de valores y de significados.

La paradoja consiste en que según el tenor de estas declaraciones el hombre habría alcanzado, por sus propios y exclusivos medios, la "madurez", la cual, en suma, lo habría independizado de Dios. Sin embargo, parece que la madurez consiste en la plenitud de un desarrollo intelectual, moral y espiritual que permite al hombre el ejercicio de la virtud de la humildad que supone el conocimiento y trae consigo la adoración de Dios, no la deificación de la propia razón o de la voluntad. Un racionalismo consecuente en los términos señalados es necesariamente ateo y dialéctico, en el sentido de que -como vio lúcidamente Feuerbach- la negación de Dios es la condición para la afirmación del hombre. Este racionalismo es postreligioso y postcristiano ya que se presenta a sí mismo como superación de la religión y del cristianismo y la fe que contiene. Una etapa suprema en la historia en la que se pretende que se realiza la plena humanización del hombre.

La palabra secularización nombra el concepto clave de esta filosofía racionalista. El esfuerzo del pensamiento filosófico se empeña en superar la ilusión religiosa afirmando la mundanidad del hombre, en el sentido preciso en el que el hombre ha sido reducido al mundo y a lo secular como su única realidad posible, aquello con lo que realmente el hombre puede contar y lo único, en definitiva, en lo que puede esperar. En esta perspectiva secularización y ateísmo se identifican prácticamente, aunque siempre sea posible hacer su distinción teórica, de modo tal que el ateísmo aparezca como el horizonte de fondo y la secularización un proceso que se desarrolla en su interior con una clara componente antropológica.

 

II) El fideísmo.

Es manifiesto que uno de los adversarios fundamentales del pensamiento racionalista fue el fideísmo (De Maistre, De Bonald, Donoso, etc.). Sin embargo, el fideísmo se vio condicionado por el racionalismo -su adversario- en un punto de vista común: ambos, racionalistas y fideístas aceptan que la ruptura del orden medieval es el primer paso que conduce hacia el ateísmo. Solo que los racionalistas ven en esta fractura y separación el comienzo de la afirmación de un hombre no sólo nuevo sino, finalmente, adulto. Por su parte, los fideistas ven en el mismo hecho el comienzo de la era de las revoluciones y de la substitución del orden cristiano por una situación de conflicto y crisis permanentes para la civilización occidental.

Los fideistas vieron claro acerca de las relaciones internas y profundas que ligan la verdad y la humildad que, por su lado, los racionalistas ignoraron básicamente. Acertaron, también, en señalar la analogía que cabe establecer entre la actitud ante la verdad y, por otra parte, ante la autoridad. Pero, frecuentemente, tuvieron la tendencia de pasar de la analogía a la mera identidad en el caso de la autoridad y, de este modo, ignoraron la limitación constitutiva que entraña toda construcción cultural humana. Así, idealizaron indebidamente la Edad Media y, en general, incurrieron en un inmovilismo histórico. Por último, los fideístas introdujeron no pocas ambigüedades en el juicio histórico, y por esta vía colocaron muchos obstáculos a una crítica rigurosa, sistemática e históricamente fundada de la criteriología histórica utilizada por la Ilustración y el Idealismo.

 

III) Secularización y pérdida del sentido de lo divino.

Fue Max Weber quien escribió que "el desencanto de la conciencia", es decir la pérdida del sentido del misterio, y la difusión de una actitud deshumanizada, tecnocrática y planificadora, son las características de nuestro momento cultural. Dejando de lado metodológicamente -aquí- el alcance y verdad que se puedan conferir a los análisis y los juicios de Weber, lo que nos interesa es que la secularización aparece ahora no ya como una afirmación teórica y programática o como un proceso histórico, sino como un hecho sociológicamente observable o, si se prefiere, como el resultado de un proceso sociológicamente comprobable. Indica el resultado del hombre secularizado, del hombre que ha perdido la relación con Dios y que, así, vive en un horizonte exclusivamente intramundano.

Por otro lado, el creyente experimenta su relación con Dios como una realidad constitutiva de su naturaleza creatural y sabe, también, que todo hombre en cuanto tal se halla ordenado a Dios como su principio y fin. La situación histórica de la secularización introduce, existencialmente, un desgarramiento y una angustia inevitables y directamente proporcionales al desconocimiento de Dios.

El ateísmo, siempre racionalista, ha intentado elaborar esta situación inconfortable para el hombre y, así, no ha cesado de repetir que toda religión es solamente un estado infantil de la inteligencia humana y que su desarrollo trae, necesariamente, la posesión de una edad de la razón en la que los conocimientos científicos -y ahora técnicos o tecnocientíficos- permitirían, finalmente, que el hombre se instale serenamente en la secularización, en la abolición de toda ansia -inútil- de Dios. En la pretensión de este ateísmo racionalista se invoca, solidariamente, lo que se llaman los "hechos" -mejor dicho a su interpretación- y al futuro, donde el hombre no tendrá otra necesidad que no sea él mismo.

Una variante importante en este tema de la secularización como "hecho" cultural, la constituye la intención de asumir el concepto de la secularización dentro de una visión cristiana de la vida llevado a cabo por algunos autores contemporáneos que llegan a afirmar que la secularización conduce o podría llegar a conducir a una purificación del mensaje cristiano de ciertos elementos sobreañadidos a lo largo de su historia. En esta línea interpretativa conviven -con matices específicos y diferentes- autores como Bonhöffer, Gogarten, Vahanian, Van Buren, Cox, Altizer, Metz, etc.

En lo esencial la propuesta de estos pensadores teológicos es la siguiente:

a) Parten, todos, del hecho de la secularización, en el sentido de que el hombre actual, como consecuencia del desarrollo de las ciencias y las técnicas, ha superado la sensación de insuficiencia -de otras épocas- y está en condiciones de resolver problemas de su existencia mundana basado exclusivamente en sus propias fuerzas y recursos. Es un hombre que ya no advierte la necesidad de lo divino. Esta situación sociológica -advierten- debe considerarse como adquirida e irrreversible y, concluyen, en consecuencia toda teología precedente debe ser tenida por radicalmente superada. Insisten, además en que todas las formas tradicionales de hablar de Dios carecen de sentido para el hombre moderno, es decir secularizado.

b) Hechas estas afirmaciones, la cuestión es desligar la idea de secularización de su contexto -histórico- ateo, y de sus exigencias teóricas examinadas antes. Así la secularización en estos autores debe quedar reducida a la comprensión de la situación mundana. Señalan que el hombre moderno no encuentra a Dios en su experiencia del mundo; pero inmediatamente se apresuran a añadir que tampoco encuentra ningún absoluto, sino situaciones exclusivamente mundanales y esto quiere decir sólo provisorias y limitadas.

Llegamos así al corazón de la tesis: si bien la secularización en cuanto experiencia psicológica de lo puramente profano y limitado de la existencia humana puede derivar hacia el secularismo, es decir hacia una filosofía centrada absolutamente en el hombre y, por tanto, en la negación explícita y sistemática de Dios; nada impide -pretenden los autores- que, por el contrario, la secularización impulse al hombre a que, aunque no necesite de Dios para caminar sobre esta tierra, opte por Dios y se proclame creyente. Los autores mencionados quieren abrir un espacio para la fe que no pase por la reflexión del hombre como creatura y, por tanto, del reconocimiento intelectual y la adhesión de la voluntad a Dios como fin y ordenamiento natural del hombre. Esta empresa es formalmente desesperada porque es contradictoria. Por una parte equivale a pretender afirmar a Dios, y por otra, aceptar una visión racionalista y atea de la inteligencia humana que desemboca en una concepción voluntarista de la fe y en una reducción de la inteligencia al ámbito de lo efímero, desconociendo su capacidad para lo absoluto. Lo inaceptable de esta empresa consiste en superponer un cristianismo fideista a un ateismo filosófico. De tal modo, en esta tesis las referencias a Dios y a la salvación aparecen como un postulado que aparece sin posibilidad de resistir a la crítica del ateísmo.

La gran cuestión aquí es si se dispone o no de los recursos intelectuales necesarios y suficientes para enfrentar al racionalismo, del cual procede en una gran medida el ateísmo contemporáneo y, además, si efectivamente se quiere, o no, llevar a cabo esta empresa. Se trata de un debate intelectual estrictamente filosófico y de una decisión correspondiente. Por eso parece inoportuno en la posición de estos autores que recurran a ideas luteranas acerca del pecado y de la corrupción total de la naturaleza humana que, a través de la necesidad de una discusión teológica pormenorizada, impiden que la cuestión se plantee y resuelva en el terreno propiamente filosófico que es, ciertamente, el del racionalismo de base.

Uno de los efectos más graves de la decisión de estos autores es que lo sobrenatural queda confinado a la historia de la salvación que se superpone a la historia humana sin incidir nunca en ella. Se abre la puerta, así, al naturalismo y a una disolución de la gracia en un supuesto movimiento inmanente de la humanidad y en una correlativa destrucción de su sentido trascendente.

Más allá de sus posibles atractivos, hay que distinguir entre ideas y pseudoideas. En efecto, conviene recordar lo esencial: el hombre es una creatura de Dios, hecho a su imagen y semejanza; el hombre posee una capacidad natural e indeleble para conocer y amar a Dios. Pretender, entonces, que el hombre debe alcanzar la secularización como una posesión tranquila y como una sosegada comprensión atea del mundo, de modo que el hombre no experimente de ninguna manera la necesidad de Dios es una pseudoidea a priori que no tiene en cuenta las verdaderas y esenciales necesidades espirituales del hombre en todo tiempo y lugar y, también, en el nuestro.

La cuestión de la secularización y la de su interpretación moviliza dos antropologías irreconciliables entre sí, sobre las cuales es necesario decidir y definirse: una concepción del hombre como un ser centrado sobre sí mismo que para alcanzar su afirmación necesita negar a Dios y, por otra parte, una visión del hombre como creatura de Dios que entiende que el hombre se desarrolla y alcanza su plenitud en cuanto progresa en su conocimiento y amor de Dios Uno y Trino y en la comprensión de toda la realidad en relación con este Dios.

 

IV) Secularización y autonomía de las realidades terrenas.

La tercera y última interpretación sobre el proceso de diferenciación entre lo religioso y lo civil que tiene lugar hacia el final de la Edad Media, ve una toma de conciencia de la autonomía de la vida civil y, en general de las realidades llamadas terrenas. Esta toma de conciencia de la autonomía mencionada se efectúa dentro de una visión teologal del mundo y de la historia. Este marco visivo debe ser subrayado.

Ahora bien, el proceso histórico de separación entre sacerdotium e imperium permite realizar algunas reflexiones útiles para nuestro tema. En primer lugar, la crítica a la posición medieval no es pertinente cuando señala su actitud teocéntrica, ni tampoco cuando manifiesta la aspiración medieval a informar con el espíritu cristiano la cultura de su tiempo; el punto de inflexión en la actitud que se presta a una crítica fundada y útil radica en la tendencia a identificar, casi absolutamente, el Reino de los Cielos y la Iglesia visible, y así unir la suerte de ésta con la de la cristiandad o civitas christiana. Lo cual llevaba a ver en la cristianización de la civitas terrena un signo perfecto de la edificación de la ciudad celeste. Esta actitud es más compleja de lo que parece, por un lado incluye el esfuerzo y el poder necesarios para contribuir a la edificación de la civitas christiana; por otro, presupone una depreciación de las actividades seculares como consecuencia de ideas apocalípticas y de una cierta teología de los consejos evangélicos. En líneas generales la actitud medieval es antitética a la milenarista -excepto en los círculos influidos por el Abad Joaquín de Fiore- aunque tiene algunos puntos de contacto con ella y, en todo caso, los peligros son reales y se pueden enumerar como sigue: a) conducir a un cierto debilitamiento de deformación de la esperanza, en cuanto lleva a poner el acento no en la vida eterna y en la consumación escatológica, sino en la trama intrahistórica del acontecer; b) enfeudar a la Iglesia en sus poderes y fuerzas temporales, exponiéndola de este modo fuertemente a sus intentos de presión. Este segundo peligro se hizo patente en diversas ocasiones históricas ya en la Edad Media, pero sobre todo en la época de las monarquías absolutas y en las guerras de religión. La revisión y el análisis se jalonan con la polémica de la escolástica barroca contra el derecho divino de los reyes y el absolutismo real, y la doctrina de León XIII sobre la libertas ecclesiastica y las relaciones entre la Iglesia y el Estado. Y se coronan interpretativamente con los documentos del Concilio Vaticano II especialmente Lumen Gentium, 31-36; Gaudium et Spes, 36, 40-43; 76, 89; Dignitatis humanae, 1-3, 13-14.

El comentario de esta doctrina suele subrayar tres grandes temas: a) la trascendencia de la Iglesia sobre las cuestiones temporales en las que, en consecuencia, la Iglesia no debe inmiscuirse indebidamente ya que esto mismo significaría apartarse de lo propio; b) la conciencia de la realidad y valor del Estado y la vida civil en sus diferentes niveles: político, social, económico, etc., con un carácter inevitablemente laico y con un valor en sí mismos y no sólo por su servicio a la estructura eclesiástica; c) la afirmación de la autonomía de las realidades terrenas en el sentido de reconocer que cada orden de actividades que realizan los laicos en el mundo posee leyes propias y requiere una competencia específica, añadiendo la crítica correspondiente a todo intento de manipulación de espíritu clerical. Estos tres puntos son esenciales, se hallan ligados entre sí y tienen una aplicabilidad práctica inmediata.

La doctrina a través de los escritos teológicos y el Magisterio señalados se caracteriza -en la Iglesia Católica- por sostener, por una parte, la finalización de toda vida humana y, por tanto, la subordinación del existir en su totalidad a las exigencias de la perspectiva ética y religiosa solidariamente; por otra parte, la necesidad de respetar las leyes naturales por las que se rige cada realidad concreta en cada caso. En sus elementos esenciales esta posición incluye: a) una neta afirmación del fin meta-histórico del hombre y, por tanto, la condición itinerante del estado presente; b) un nuevo ahondamiento en la distinción entre los momentos sapiencial y científico del conocimiento humano y entre la Iglesia y el mundo, como una consecuencia de la situación pre-escatológica en que se hallan los hombres.

La fe hace ver al hombre que ninguno de los bienes que el hombre puede llegar a alcanzar en el presente o en el futuro -dentro de la historia- es su último, pleno y verdadero fin. El hombre es invitado a cultivar en la fe una conciencia habitual de la eternidad y del tránsito hacia ella en términos concretos que son los de su propia vida personal. Estas afirmaciones, sin embargo, no presuponen ni menos aun exigen una depreciación de los histórico, ni su reducción a una mera provisionalidad inconsistente sino, ante todo, su finalización. La historia tiene pleno valor ordenada al Reino de Dios, sólo que este ordenamiento finalizado se realiza de una manera habitualmente oculta dentro de la historia misma, aunque no por eso menos real. Lo que cuenta es que el Reino se va edificando a través de los tiem pos.

En otro sentido -el gnoseológico- la fe al juzgar toda realidad desde una perspectiva última y definitiva, accede a ella en el núcleo íntimo y raigal de toda acción que es intención originaria de la voluntad, jerarquía de valores y criterio que inspira y mueve las decisiones.

La fe -y la caridad- sostiene y explica todo el actuar temporal del cristiano en su camino hacia la salvación, si bien no la determina en todas sus formalidades (2 Cor., 5, 7). Al hombre situado en el tiempo no le es dado abarcar en una sola mirada todos los aspectos de la historia en que, precisamente, se opera la salvación. Y lo que ocurre ordinariamente es una confluencia amplia y variada de conocimientos científicos, juicios históricos, valoraciones culturales, apreciaciones de orden prudencial, intuiciones prácticas, etc., para configurar en sus diversos aspectos una decisión. Esto explica la mezcla de certeza y opinión, seguridad y riesgo que caracterizan la decisión para el cristiano, junto con una notable divergencia de pareceres y estilos en todo aquello que no es la regla de la fe y que, no obstante, decide en la materia propiamente histórica.

En términos eclesiológicos, esta posición permite ver a la Iglesia, ante todo, como una comunidad en la que se anuncia y se anticipa el Reino futuro y que, por lo mismo, con su sola presencia juzga al hombre y al mundo en su tentación frecuente de inmanentismo, de clausura en el propio yo y en las realidades de esta tierra. Este juicio es, sobre todo, un discernimiento acerca de lo que verdaderamente el hombre puede esperar de las realidades de este mundo; ser solamente un anticipo de una plenitud inimaginable en la que se cree y se espera como realización definitiva de Dios en su Reino eterno. Ahora bien, este discernimiento no niega el valor de las realidades de este mundo, sólo las ordena hacia su fin propio y último.

En términos jurídicos, entonces, la autoridad eclesiástica no puede pretender un auténtico poder de jurisdicción sobre las empresas humanas. El fin de la Iglesia no es asentarse en el tiempo estableciendo un orden perfecto sobre la tierra, sino anunciar y anticipar por la fidelidad una vida que está más allá de las posibilidades en el tiempo y que es, precisamente, experiencia pre-gustada -en toda nuestra precariedad- de una vida eterna.

La autonomía de las realidades terrenas respecto de la autoridad eclesiástica es, a la vez, relativa y verdadera. Relativa no sólo porque la Iglesia señala -maternalmente- la necesidad de su finalización metahistórica sino, también, porque dichas realidades se hallan insertas en una perspectiva ética irrenunciable para el hombre, y porque la Iglesia -también maternalmente- ejerce un magisterio sub ratione peccati. Verdadera, porque sin embargo, el ordenamiento de todas las realidades a Dios y su Reino eterno no implica su clericalización. Y porque de suyo, en cuanto actividades humanas específicas y legítimas abren un campo de valoraciones y apreciaciones históricas múltiples en el orden teórico y práctico.

Conviene, entonces, evitar dos extremos: el clericalismo que temporaliza el ser de la Iglesia y oscurece la trascendencia de sus fines; y el laicismo que escinde la unidad de la vida humana y que implica, finalmente, el naturalismo.

Bajo estas condiciones, en esta tercera interpretación, la secularización en cuanto liquidación de las estructuras medievales con todos los problemas, luchas y esfuerzos teológicos que siguieron después, puede conducirnos a superar los equívocos inherentes a una presentación de la iglesia como conductora del mundo hacia grados más perfectos de civilización y entonces, así, por vía de su regreso a ella misma subrayar su carácter de Misterio, fruto de la acción divina que salva al mundo y Sacramento de siglo futuro.

 

4. LA POSTMODERNIDAD

Lo primero que quisiéramos señalar respecto a este término es su dificultad epistemológica, la cual depende -entre otras razones- de la dificultad que se reconoce en el concepto de moderno y de modernidad (2). Más allá de sus teóricos recientes, respecto de la postmodernidad se tiene la impresión de que ella consiste, ante todo, en una atmósfera de una peculiar densidad en la que aparecen determinados fenómenos que conviene reconocer.

I) El valor hermenéutico de la imagen

En estudio reciente el Prof. Ignacio Yarza señala que "la historia de las imágenes artísticas del hombre corre paralela a la historia su imagen filosófica". En efecto, escribe el estudioso: "No es difícil descubrir detrás de las antiguas estatuas griegas una filosofía como la de Platón, que propone una realidad suprasensible como causa de lo sensible y que en su conjunto remite, en última instancia, a un principio primero que es medida exactísima y origen de toda medida. Si la realidad física aparece proporcionada, armónica y bella, si el universo es un cosmos, esto es debido a su principio primero, el Bien o el Uno, causa del ser y del conocer, del bien y de la belleza; toda la realidad sensible remite a aquél, precisamente porque lo sensible posee su huella, porque es su imagen. La estatua griega no imita un hombre particular y concreto, sino al hombre como tal; esa estatua quiere hacer visible la idea según la cual los hombres concretos han sido modelados, quiere dar una forma sensible a un universal, a la idea que posee en sí la proporción y la armonía exactas..." (3). Las imágenes artísticas de nuestro tiempo permiten entrever un pensamiento que, a diferencia del griego y del cristiano medieval, ha renunciado a todo principio que no sea el sujeto y, constituyéndolo, su libertad y su autonomía.

Parece que las épocas se hacen visibles en el momento preciso en que un horizonte -el precedente- se hunde y otro -el nuevo- asciende. El horizonte aquí es pensado como la condición de posibilidad última para la configuración y manifestación de un mundo histórico. En este sentido la época moderna propone un nuevo modo de comprender la realidad y de autocomprensión del hombre mismo. En la modernidad desaparece toda referencia y visión principial, característica de la antigüedad helénica y del medioevo cristiano con su contenido ontológico y analógico, para dar paso al rasgo constitutivo del tiempo nuevo que pertenece exclusivamente al sujeto: la autonomía. Así, entonces, el horizonte mismo de la modernidad se hace antropológico, y se trata del hombre libre y autónomo en una autorealización de sí mismo que se identifica con la autenticidad.

Por una parte, la autonomía y la libertad se interpretan ahora como principios, pero conviene recordar aquí que en el caso de la libertad se trata de algo que no admite límites externos, que no acepta otro presupuesto que la ausencia de presupuestos, incluido el que llevaría a pensar la realidad como una imagen; por otra parte, la imagen -en la modernidad- asume una entidad contradictoria ya que, en un sentido se la rechaza como traza del pasado, en otro se la exalta como creación del genio.

La filosofía crítica de Kant escindió la realidad entre el fenómeno y el noúmeno inaccesible e incógnito. La imagen moderna asume entonces la tarea -vía genio- de constituirse en el lugar del noúmeno, del espíritu, del ser, etc, en la convicción -igualmente moderna- de que ya no hay más modelos, sólo la soledad de la poiesis indefinida como revelación indefinida de sentido. Pero aquí, justamente, se alcanza un segundo nivel de contradicción en la imagen moderna y su tarea. En efecto, la imagen en-cargada de tan altos cometidos se hace totalmente vulnerable en primer lugar a la crítica de la razón científica moderna y a su necesidad correlativa de justificación y, en segundo lugar, la filosofía crítica misma que habiendo puesto su esperanza en la obra del genio, termina por pedirle cuentas a aquellas mismas imágenes en las que, en un momento, había decidido confiar. En esto, si se nos permitiera hablar así, la filosofía crítica descubre su moira ya que, como sostiene el Prof. Daniel Gamarra en su trabajo, la razón crítica no puede detenerse frente a ningún límite puesto en términos objetivos, porque la objetividad es el límite que debe ser superado (4).

II) La tentativa de una caracterización de la postmodernidad.

El término postmodernidad aparece en la historiografía como calificativo de nuestra época, por primera vez, en la obra monumental de Arnold Toymbec A Study of History publicada entre los años 1934 y 1954. Para el historiador inglés la historia es, ante todo, el resultado de la libertad humana, por contraposición a las tesis deterministas que quieren encontrar leyes naturales en el desarrollo de la historia. Ve, entonces, al tiempo histórico presente bajo el signo de una inevitable ambigüedad, en el sentido de que en este tiempo existe la posibilidad de una decadencia y existe también la posibilidad de una plenitud. La elección entre una y otra corresponde a una capacidad histórica que es propia del hombre para dar respuesta a los retos que propone la sociedad actual. Esta posibilidad es la que permite distinguir, como quiere el Prof. Jesús Ballesteros, entre una postmodernidad como decadencia y una postmodernidad como resistencia (5).

En la tarea de una caracterización de la postmodernidad intentaremos en primer lugar una presentación general y, en segundo lugar, una descripción sumaria, en términos antropológicos.

Con el propósito de facilitar el examen de nuestro tema, recordemos brevemente las notas esenciales de la modernidad.

a) Las notas de la modernidad (6).

En un sentido propio que se puede controlar en diversos de análisis, la postmodernidad se constituye en una reflexión sobre la modernidad (7). Dentro de esa reflexión nos interesa destacar aquella que es filosófica y allí subrayar la presencia de tres rasgos:

1) La pérdida de la noción teleológica de naturaleza.

La noción del mundo como naturaleza dotada de un sentido y fin intrínseco entró en crisis a partir del modo según el cual las ciencias naturales modernas concibieron a la naturaleza como materia que se podía objetivar, medir y cuantificar y, por eso, como objeto de dominio progresivo por parte del hombre.

Cuando la naturaleza dejó de ser entendida en términos teleológicos apareció un modo de interpretación francamente dualista para considerar al fenómeno. Como explica Spaemann, se hablará de "el reino de las causas y el reino de los fines, del ser y del deber, de los hechos y los valores... como resultado "de la desintegración de la entelequia de la naturaleza en cuanto fin" (8).

Este proceso de intelección de la naturaleza que deja de lado su carácter teleológico, forma parte de lo que Max Weber llamó en su momento: "desencantamiento del mundo". Así, el antiguo kosmos que era simplemente inconcebible sin la presencia indisoluble de su télos, se reduce en la visión de las ciencias modernas a res extensa, la cual es propia de una inteligibilidad específica de las ciencias Física y Matemática y, también, ordenada intrínsecamente a una utilización tecnológica posterior. El mundo, entonces, no sólo ha perdido su encanto sino, además, su capacidad de inspiración para el hombre de modo que éste pudiera ver en el mundo alguna ley natural o pudiera percibir alguna analogía sapiencial entre el ser del kosmos physico y el obrar humano en el kosmos político en términos de una experiencia totalizadora de la virtud de la justicia, tal como esta última era evidente para la sensibilidad y la inteligencia del mundo antiguo y cristiano medieval.

2) La aparición de la concepción moderna del sujeto.

El mundo ahora, para la concepción científica moderna, es mudo. El mundo ya no habla de un sentido que, ordinariamente, lo trasciende hacia unas referencias reales que lo causan y lo explican objetivamente. El mundo calla y, en definitiva, aguarda para ser mundo una constitución que no procede de él mismo sino que proviene del sujeto, un sujeto con-figurador y constituyente de sus propios objetos de conocimiento y de voluntad. Este sujeto autónomo, quiere saber para poder (Bacon) y quiere saber para experimentarse como dueño y señor de la naturaleza. Ahora bien, esta entronización del sujeto como verdadero soberano a expensas de la pérdida de sentido propio -télos- del mundo, hace que aparezca una concepción operatoria de la realidad que substituye a una concepción contemplativa (9). El sujeto aparece como el dador de significaciones a través de la constitución del mundo como término de la inteligencia y de la voluntad. El sujeto se concibe a sí mismo como ajeno al acto de recibir y acoger nada dado, luego todos sus objetos deberán, necesariamente, ser el resultado de una construcción rigurosa y metódica y tan controlable como una construcción de un objeto científico. Lo que existe, así, se refiere unívoca y absolutamente el sujeto, y esto vale también para la totalidad de los contenidos éticos, tanto en el orden de la persona cuanto en el de la sociedad.

3) La inmanentización del pensar.

Pensar es la tarea propia del sujeto, este pensar se hará inmanente en términos metafísicos a través de la negación de los absolutos que trascienden el mundo, en especial Dios. Se hará inmanente, también, en términos noéticos por medio de la negación de todo aquello que no sea contenido de la conciencia (constituido por ella) (10). El pensar se emancipa de toda sujeción posible sea respecto de Dios, sea respecto de la naturaleza de las cosas que el pensar ya no contempla porque ni recibe ni acoge. Más aún: el pensar aquí se hace poiesis. Aparece así la exigencia especulativa del producir y del producto que, después, la postmodernidad traducirá en términos del imperativo tecnocientífico, de modo que el mundo sea, en definitiva, la figura de un hacer indefinido.

b) La actitud de la postmodernidad

Hacia los años ‘70 aparece una actitud en el pensar que se propone como crítica integral de lo que se da en llamar el proyecto moderno -como si hubiera uno solo- y entonces se recurre de diversas maneras a Marx, Freud, a Nietzsche y a Heidegger. Con todo, el papel y significación del pensamiento de Nietzsche para comprender la postmodernidad es fundamental, junto con el pensamiento poético de Stephan Mallarmé (11).

Si se toman tres niveles significativos será posible orientarnos en una atmósfera de pensamiento, densa y compleja a la vez, con numerosos autores y textos, todos ellos identificados con el postestructuralismo francés.

En el plano epistemológico se promueve la disolución de la verdad en el texto, lo cual equivale a negar la realidad a través de un proceso inacabable de interpretación. Sobre este aspecto han insistido, sobre todo, Barthes y Derrida.

En el plano antropológico se promueve la disolución de lo consciente en lo inconsciente y la negación de la realidad de la persona en un número indefinido de máscaras. En este sentido han insistido Deleuze y Foucault.

En el plano político se trata de la disolución de lo político en el simulacro y de la democracia en la dictadura. Sobre este aspecto han hecho aportes Baudillard y Lyotard.

Dos líneas críticas sobresalen del conjunto y resultan útiles para el interés inmediato de nuestro tema:

1) La crítica de la razón constructiva y sistemática. En esta línea crítica se niega la capacidad constructiva y sistematizadora que la modernidad había atribuido a la razón respecto de la realidad. Con razón observa Daniel Innerarity que "el contexto actual de la filosofía viene definido por la crítica del paradigma moderno de una razón totalizadora (...) La ruptura con la razón totalizadora supone -para Lyotard- el abandono de los gran récits, es decir, de las grandes narraciones, de un discurso con pretensiones de universalidad, y el retorno a las petites histoires (...) ha perdido credibilidad la idea de un discurso, consenso, historia o progreso en singular: en su lugar aparece una pluralidad de ámbitos del discurso y narracio- nes" (12). La razón constructiva, sistemática y universalista de la modernidad es atacada como torturadora y encubridora de la realidad por los pensadores de la postmodernidad y es substituida en esta óptica por lo que Foucault denomina una arqueología del saber que, finalmente desemboca en un irracionalismo anárquico, descontextualizado y anónimo.

2) La pérdida de la noción de sujeto. La pretensión de abolir el sujeto es uno de los puntos centrales de esta línea crítica de la postmodernidad. La noción de sujeto -afirma Foucault en su obra Les mots et les choses- es un "invento del siglo XVIII". En resumen, se trata de abolir el sujeto o de trascenderlo para substituirlo por estructuras anónimas e inconscientes donde no quede huella de él. D. Innerarity llama la atención acerca de un hecho importante, en el postestructuralismo se opera una substitución, se "substituye el trascendentalismo de la conciencia -moderno- por el de inconsciente, bajo la forma de un discurso anónimo de las estructuras sociales, lingüísticas o simbólicas" (13). La situación que se sigue de esta crítica que promueve la postmodernidad es grave. Por un lado, el sujeto entronizado por la modernidad deja de ser el dispensador de sentido de la realidad; por otro, el sentido de la naturaleza no puede re-aparecer porque sobre la naturaleza se ha decretado una atelia completa. El sentido ya no tiene un lugar, ni la naturaleza en el sentido helénico y medieval, ni el sujeto en el sentido moderno. Luego, lo que hay es el sin sentido.

Las consecuencias de esta crítica de la postmoderrnidad no sólo son enormes desde el punto de vista especulativo, sino que son aterradoras desde el punto de vista inmediatamente práctico. En efecto, declara Massini Correas (14): "en el campo jurídico, esta pérdida del sujeto significa la desaparición del derecho subjetivo y de los derechos humanos, así como, en definitiva, de la noción misma de derecho (...)". Es por esto que uno de los traductores de la postmodernidad en el ámbito jurídico, F. Ewald concluye que "el derecho no existe" (15) y, por su parte G. Deleuze sostiene que "contrariamente a lo que sostiene el discurso habitual, no hay ninguna necesidad de referirse al hombre para resistir" (16). La resistencia, entonces, no es ya pensable en términos de un legítimo derecho sino que, ahora, debe ser pensada en términos propios de las relaciones de poder en toda su desnudez y crueldad.

III) La tentativa de una caracterización antropológica de la postmodernidad.

A partir de la enunciación de las características generales, conviene ahora pasar a una breve descripción de la postmodernidad en términos antropológicos.

Hemos creído útil ceñir, mínimamente, la consistencia de la postmodernidad a través de la realidad del hombre postmoderno y de algunos rasgos constantes de su entidad (17). La observación más inmediata señala en este hombre un individualismo que impregna hondamente la experiencia de lo humano haciendo que cada uno atienda exclusivamente a sus intereses propios y que, a causa de esto, viva respecto del otro -del otro yo- en la desconfianza o en la indiferencia como temple existencial, acrecentando de este modo una atmósfera de aislamiento cada vez más denso y lacerante, sobre todo en las grandes metrópolis. En sentido literal la existencia de este hombre se atomiza, en el sentido en el que se separa y se aísla.

Este individualismo genera rápidamente un peculiar descreimiento respecto de la realidad social y política que articula la vida de los hombres y, entonces, aparece la disimisón constante de toda posible responsabilidad a través de la fuga de los otros. Esta fuga puede constituirse en un fenómeno hondo y complejo y a la vez: se rechaza todo pensamiento sistemático en su inevitable componente histórica y tradicional, así como dialógica y vinculante para la inteligencia y la voluntad; se rechaza toda tensión o esfuerzo hacia un ideal en la medida en que presupone una cierta abnegación y solidaridad elementales; se adopta una posición escéptica respecto de los valores en general y este escepticismo se extiende hacia todas las formas habituales de vida en comunidad; se ejercita, al mismo tiempo, una imposición más o menos despótica del propio punto de vista que se sustrae al trabajo constante de la autocrítica y de la crítica que procede de la reflexión de los otros. Esta fuga de los otros se traduce, frecuentemente, en búsqueda desordenada del placer como única forma de la experiencia del bien, tanto en lo individual cuanto en lo social, añadiendo de esto modo un peculiar hedonismo de masas.

Por otro lado, la realidad político social experimenta dos reducciones severas: la expresión exclusiva de las naciones o bloques de naciones en términos exclusivos de mercado, y la formulación del juicio de nuestra existencia-interpersonal en términos exclusivamente legales. En todo caso, el hombre asume así la figura inevitable del competidor o del sospechoso-acusador (18).

La configuración de la existencia postmoderna según los modos de la tecnociencia trae consigo enormes ventajas y serios peligros. En efecto, esta componente irrenunciable de nuestro tiempo ingresa en la atmósfera de la postmodernidad, y desde allí coopera en la experiencia angustiosa de un hombre que tiene que asumir una precariedad creciente de su ser y su obrar en relación con cambios cada vez más veloces y programáticos en los que su grado de participación en el discernimiento de los fines se consume en la formulación igualmente cambiante y sucesiva de objetivos. Se propone la inestabilidad como el único programa de la realidad a la cual -los más aptos- tendrán que adaptarse con plasticidad y velocidad. A partir de las exigencias omnímodas del mercado, se piensa en hombres que deben estar dispuestos a cambiar de profesión tres o cuatro veces, y se habla, entonces, de reconversiones profesionales-vocacionales. La tecnociencia modula en tal profundidad la existencia cotidiana que modifica -alterándolas- las relaciones del hombre consigo mismo y con la naturaleza, haciendo del primero un usuario y un consumidor, y de la segunda un depósito de recursos sobre el que se proyectan necesidades siempre nuevas, facilidades y fascinaciones también nuevas, estas significan el riesgo de perder de vista el orden de las realidades más elementales y necesarias para el hombre y para las cosas y, por lo mismo, se impiden los hábitos del sosiego y la contemplación natural como ingredientes inexcusables de lo humano del hombre. Se cultiva y crece en la postmodernidad una impaciencia que se polariza en la sed por lo inmediato con el objeto de consumir, no de saciarse. Así se consolida la bulimia espiritual que alimenta una nueva barbarie, la que procede de una erudición sin sabiduría y la de una ciencia y una tecnología sin prerequisitos éticos. Escribe un testigo insobornable de la epistemología más crítica de los últimos años K.R. Popper: "Somos siempre nosotros, los intelectuales, que por cobardía, vanidad y orgullo hemos hecho o hacemos las peores cosas. Nosotros, que tenemos un deber particular con aquellos que no han podido estudiar, somos los traidores del espíritu... queremos hacernos notar y hablamos un lenguaje incomprensible pero muy impresionante, un lenguaje docto... esto es lo que oculta el hecho de que a menudo decimos tonterías y pescamos en aguas turbulentas" (19).

El hombre postmoderno experimenta, también, la fascinación que procede de la multiplicación crispada de los medios y las mediaciones, de los dispositivos, las estrategias y las más variadas metodologías y, así, insensiblemente, concibe el proyecto de que él lo puede todo, y que si esto no es así, por ahora, el tiempo y los medios técnicos harán posible ese poder apenas aplazado.

Finalmente, el Prof. Jesús Ballesteros, en un estudio que se destaca por su penetración y su claridad en términos antropológicos (20), señala la importancia del estoicismo en la concepción del hombre en la modernidad a través del privilegio concedida por ésta al hacer. En efecto, como se recuerda, Epicteto, en la primera parte de su Manual enseña que es preciso distinguir y separar de manera radical aquellas cosas que "están en nuestro poder (...) la opinión, el impulso, el deseo, la aversión y, en una palabra, todas las cosas que son nuestras acciones", aquellas otras cosas que "no están en nuestro poder, el cuerpo, el patrimonio, la reputación, los cargos (en el sentido de cargas a las que es imposible rehusar en la vida en sociedad) y, en una palabra, todas aquellas cosas que no son nuestras acciones" (21). En el estoicismo, el fin del hombre se entiende como autarquía. En la modernidad esta autarquía del hombre hace posible una serie de dicotomías graves: a) sibi sufficientia -autarquía- y dominio técnico por un lado, y anánke -necesidad- por otro; b) res cogitanas, homo nouménico y res extensa, homo phenoménico -Descartes y kant-; c) virtud y fortuna en Maquiavelo; d) selfpreservation -interés- y pasión en Hobbes, Spinoza, Hume, Smith, Mandeville; e) entre voluntad de poder y amor fati en Nietzsche. Por otra parte, en la misma modernidad, se relega progresivamente el primado de la autarquía y se lo substituye por el de la anánke la férrea y oscura necesidad de la naturaleza. Así vía Nietzsche, Schopenhauer y Freud se alcanza una nueva dicotomía no menos trágica que las precedentes: por una parte se subraya el determinismo del homo natura, con la primacía correspondiente de la anánke, de la necesidad; por otra parte se insiste en la figura del homo ludens como el modo práctico de recuperar la autarquía a través de la fuga de la realidad utilizando los recursos actuales de las tecnologías de la realidad virtual, cuyo término teórico es el solipsismo, y cuyo término humano existencial es en el límite, seguramente, la enfermedad.

Este cuadro antropológico de la postmodernidad está, sin duda, incompleto si no se añade la dimensión histórica de la postmodernidad como resistencia donde, precisamente, se intenta de una manera sistemática la recuperación inteligible de la noción de persona y de realidad, como claves de lectura de la realidad del hombre. En este regreso creativo a las fuentes de la antropología filosófica y de la metafísica con verdadero sentido histórico actual hay que tener presente el pensamiento y la obra de ilustres filósofos tales como Jaspers, Buber, Marcel, Zubiri y Ricoeur. En oposición a la noción de autarquía, la noción de persona (22) implica rasgos decisivos que conviene destacar: la apertura, la salida de sí, la excentricidad y, por lo mismo, la posibilidad metafísica de establecer una interdependencia fecunda respecto a la totalidad de lo real, la apertura a los otros hombres y a Dios.

En esta recuperación del ser persona del hombre resulta central la noción patrística de prósopon intuida por S. Basilio y desarrollada por Ricardo de S. Víctor, S. Tomás y Duns Scoto. La realidad de la persona se basa sobre su relación con el origen, con el ex de la existencia en la medida en que esta última es manifestación del origen, esto es de Dios. Así en la existencia comparecen los grandes temas metafísicos y antropológicos del rostro, la mirada, el eikón o imagen referidas a su arkhé absoluto y viviente, el principio teándrico o divino-humanidad, Jesucristo.

Por esta vía de meditación postmoderna y absolutamente contemporánea se superan los límites del yo -al cual le falta el mundo y los otros- consolidados en su constitutiva y moderna apatía y ataraxía, propias de la en la dimensión de la persona como homo patiens, el hombre indeciblemente vulnerable, porque ha alcanzado ser sí mismo personal. Alguien que reclama no ser visto como una cosa más entre otras cosas, sino ser escuchado como una persona (23).

Ahora bien, es precisamente la realidad de la persona la que exige desde su ethos una ética de virtudes recias y complemente actuales las que, en su conjunto, responden creativamente a los retos de la postmodernidad no con la decadencia sino con la resistencia de lo que vive y se proyecta en la confianza y en el gozo serenos del reconocimiento de la propia dignidad. Así, entonces, aparece real y necesaria una ética de virtudes y con ella la virtud de la solidaridad, de la responsabilidad, y también la de la humildad, junto con la de la fortaleza, la paciencia y la frugalidad frente a un cosmos completamente artificial de consumos sin medida. Y sobre todo, la virtud de la contemplación frente a una naturaleza y un hombre arrojados a una separación y una soledad sin trasfondo.

 

5. LA VIDA MONÁSTICA COMO SIGNO.

Está claro que aquí sólo se podrá enunciar la belleza y la profundidad de este tema esencial, tanto para discernir adecuadamente la secularización y la postmodernidad, cuanto para pensar la configuración del tiempo por venir -el nuevo milenio- que, sin duda, seguirá siendo el tiempo del hombre y el de su inserción en la Iglesia en vista a su salvación.

La vida monástica, como cualquier otro género de vida genuino, presenta inmediatamente un signo que conviene destacar frente a la tentación de los esquematismos más o menos racionalistas, a saber: la vida monástica aparece como inabarcable para la voluntad de entenderla fuera del tejido viviente de su experiencia más concreta y personal. Más aún, cada gesto que pertenece a la profundidad y la verdad de esta vida la recrea. Esto se puede ver en cada construcción monástica, en cada comunidad, en cada uno de sus miembros, en cada liturgia, en cada momento de la lectio, así como de la oración más personal, en cada acto del trabajo monástico o del estudio de monjas y monjes, en cada acto de acogimiento del otro -sea el hermano o el huésped- en quien la intención constante de esta vida ve a Cristo, en suma: en cada actividad que desde cada monasterio realiza y expresa su vocación peculiar, en la riqueza multívoca de la Iglesia en términos de una comunión viviente.

Como toda vida, la vida monástica se constituye a partir del tesoro de sus secretos. Estos, en definitiva, son la expresión condensada de la experiencia y de la tradición de la realidad viviente de su Misterio. Esta vida, como signo, será sinfónica en el rico sentido etimológico y ontológico del término. Aquel que en el lenguaje poético señalaba R. M. Rilke: "Rhumen das ist", Celebrar esto es existir.

En la riqueza sinfónica de esta vida como signo hay que subrayar la virtud monástica del acogimiento por el cual el tiempo histórico no se condena, se discierne y, por la gracia de Dios, se transfigura en conversión. Desde la profundidad de su corazón cada comunidad y cada monje están llamados a esta entrañable tarea: acoger, discernir, amar y constituirse, humildemente, en lugar de transfiguración del tiempo y de la realidad a través del servicio imprescindible del propio corazón, en el ejercicio cotidiano del secreto de su vida oculta y de su comunión cada instante más ardiente y más amplia, hasta los límites imprevisibles que establece el misterioso amor de Dios.

En realidad, lo decisivo para la vida monástica no se juega entre lo antiguo y lo moderno; lo moderno y lo postmoderno; lo sagrado y lo profano sino, ante todo, entre el hombre viejo y la nueva criatura que nace de la gloria de la cruz y la resurrección pascuales.

Esta vida monástica, con una sencillez que derrota -felizmente- los intelectualismos más empinados y más abstrusos, le propone a nuestro tiempo, y también al porvenir, una tarea en la raíz: ser. Ser lo que nuestro nombre indica en cada caso: oblato, monje, abad, en consonancia no sólo con la Regla sino, también, con la exigencia impostergable de San Pablo: "lo que hacéis, hacedlo con toda el alma" (Col., 3, 23-24). Esta vida monástica se constituye como una vocación ontológica: ser verdad y hacer verdad, para seguir con S. Pablo.

La vida monástica es inseparable de la totalidad de una memoria viviente que recrea la Sabiduría de la Sagrada Escritura, de los Padres, de los Santos, del Magisterio de la Iglesia, de los hermanos y los huéspedes y, de un modo preciso y precioso a la vez, la vida monástica se realiza cada día en la libertad que sólo puede construir la verdad. La verdad de Dios y la verdad del hombre educado por Dios; la verdad que se aprende a recibir y poseer mansamente, la verdad por sobre todos nuestros personajes, todas nuestras máscaras, todos nuestros ser otros, hasta regresar a nosotros mismos, inmensamente vulnerables y menesterosos, de tal manera que de verdad pidamos el pan y el día. La verdad simbiótica, del Viviente a nuestra pobre vida; la verdad metabolizada, del Dios verdad a la verdad de nuestra vida que nos integra y asemeja a Aquél a quien comemos con fe en la Eucaristía, mientras el Señor compasivo nos va liberando -según su Voluntad- de nosotros mismos.

Vida monástica, vida de virtudes, no en la necia y torpe crispación de la voluntad, sino en la sabiduría del desierto en la que resuenan las palabras de Máximo Confesor: "La esencia de todas las virtudes es Cristo" (Ambigua, PG, 91, 1081). De este modo, a través de su vida monástica, el monje descubre que las virtudes son divino-humanas, y que cada una de ellas lo abre a una participación más ferviente y más profunda de la presencia de Dios, a través de alguno de sus Nombres Divinos.

Vida monástica que, por último, se construye indefinidamente en el cultivo diligente de nuestra capacidad de escuchar. En el mundo actual que no cesa de multiplicar y fragmentar las palabras, hasta alcanzar su sin sentido; en el mundo en el que se multiplican los discursos, las estrategias verbales de todo tipo y fin; en el mundo poblado de palabras innumerables donde, sin embargo, para tantos hombres contemporáneos las cosas han entrado en un espacio de aterradora mudez -las cosas naturales y las cosas artificiales- porque ellas ya no le dicen nada a su inteligencia y a su corazón; en este mundo, la vida monástica está llamada a redescubrir continuamente y a entregar a todos los hombres -sin distinción- la interioridad del silencio, como un modo viviente de ser de la Eucaristía. Ese don unánime del silencio continua y amorosamente principiado en el silencio del Señor JesuCristo habitará, cada instante, al monje, a la comunidad, a su vida toda, y los hombres -sin distinción- podrán venir, ver y escuchar cómo en el secreto y la comunión de esta vida monástica abierta y misteriosa, como el pan, Dios re-une al hombre y hace que éste -por su gracia- trascienda en transparencia y luz, hasta convertirse -un día- en modesto e irremplazable icono viviente de Dios.

oooooooooooooooooo

NOTAS

(1) Cf. P. J. L. ILLANES MAESTRE, Secularización in Gran Enciclopedia Rialp, t. XXI, Madrid, Rialp, 1981, pp., 89-96. Seguimos en lo esencial al Autor.

(2) Cf. Cristianesimo nella postmodernità e paideia cristiana della libertà A. LOBATO (a cura di) et al., S. NICOLOSI, La fine della storia moderna e l’attesa di un altra storia, philosophia 23, Ed. Studio Domenicano, Bologna, 1994, pp. 63-97, espec., La domanda sul nostro tempo: moderno, contemporaneo, postmoderno? P. 67-69; Modernità e postmodernità dinanzi all’interrogativo su Dio, pp. 93-97.

(3) Cf. Ignacio YARZA (a cura di), Immagini dell’uomo. Percorsi antropologici nella filosofia moderna, Studi di filosofia, Roma, Armando Editore, 1997, L’uomo e la sua immagine, pp. 9-19, espec. P. 11. Hemos citado extensamente un texto que este pasaje y en su conjunto se caracteriza por su belleza y su profundidad siempre estimulantes.

(4) Cf. I. YARZA, Immagini dell’uomo. Percorsi antriopologici nella filosofia moderna, op.cit., p. 15. Cf.ad., Daniel GAMARRA, L’immagine illuministica e romantica: ragione critica e sentimento dell infinito, in op.cit., pp. 39-62, espec., pp. 49-50.

(5) Cf. Jesus BALLESTEROS, Postmodernidad. Decadencia o Resistencia, Madir Taurus, 1989, pp. 101-102. El Autor distingue entre modernismo y modernidad y por otra parte postmodernidad. Cf. ad., Sergio COTTA, Las raíces de la vio- lencia, trad. Tomás MELENDO, Pamplona, Eunsa, 1987.

(6) En este punto utilizo el texto diáfano de mi distinguido colega el Dr. Carlos I. MASSINI CORREAS, La teoría del derecho en tiempo postmoderno.

(7) Cf. Daniel INNERARITY, Dialéctica de la modernidad, Madrid, Rialp, 1990, p. 13. Cf. A. LLANO, Claves filosóficas del debate actual in Humanitas, Nº 4, Santiago, Chile, 1996, pp. 532-544.

(8) Cf. Robert SPAEMANN, Crítica de las Utopías políticas, Pamplona, Eunsa, 1980, pp. 324-325.

(9) Cfr. Héctor J. PADRON, Tecnociencia y Etica in Acta Philosophica, fas.1, vol., 5, (1996). Pp. 103-113.

(10) Cf. Rafael ALVIRA, Reinvindicación de la voluntad, Pamplona, Eunsa, 1988, p. 228.

(11) Cf. Jesús BALLESTEROS, Postmodernidad. Decadencia o Resistencia, op. cit., p. 86.

(12) Cf. Daniel INNERARITY, Dialéctica de la modernidad, op.cit., pp. 114-115.

(13) Cf. Id., op.cit., p. 39

(14) Cf. C.I. MASSINI CORREAS, Teoría del derecho natural en el tiempo post-moderno, op.cit., p. 8.

(15) Cf. F. EWALD, L’Etat providence, París, Grasset, 1986, p. 41.

(16) Cf. G. DELEUZE, Foucault, París, Minuit, 1986, p. 98.

(17) Cristianesimo nella postmodernità... A. LOBATO, (a cura di) op. cit., L.J. EL- DERS, L’uomo della postmodernità, pp. 31-48.

(18) Cf. Jorge MARTÍNES BARRERA, Eticidad de la Política in El Uno y lo Múltiple. Revista Internacional de Filosofía, Córdoba, 1997, pp. 1-6, donde estudia el interesante proceso de juridización de la justicia, p. 6.

(19) Cf. K.R. POPPER, Libertad y responsabilidad intelectual, Conferencia en el Liberales Forum de la Universidad de Sankt Gall, Suiza, in Id., La leçon de ce siècle, Paris, Anatolia, 1993, citado por Jorge MARTÍNEZ BARRERA, op.cit., p 210.

(20) Cf. Jesús BALLESTEROS, La costituzione dell’ imagine attuale dell’uomo in Ignacio YARZA (a cura di) Immagini dell’uomo. Perscorsi antropologici nella filosofia moderna, op.cit., pp. 23-37.

(21) Cf. EPITTETO, Manuale, 1, 1, trad.it., G .REALE, Milano, Rusconi, 1982, p. 527.

(22) En el campo de la filosofía analítica se ha visto una confirmación importante del concepto de persona en el trabajo de P. F. STRAWSON, Individuals. An essay in descriptive metaphysics, London, Methuen, 1959. Quisiéramos destacar por sus méritos y la fineza de sus estudios sobre la noción de persona a la obra del metafísico barcelonés Prof. Eudaldo Forment, principalmente Ser y persona, Barcelona, Ed. Universidad de Barcelona, 1983; Id. Persona y modo substancial, Barcelona, PPU, 1984. Cf. Ad. La obra monumental del P. A. LOBATO (ed.). El pensamiento de S. Tomás de Aquino para el hombre de hoy, I. El hombre en cuerpo y alma, Valencia, Edicep, 1994. Id., La Persona Humana, pp. 685-884.

(23) Cfr. Olivier Clément, La verité vous rendra libre, París, Desclée de Brouwer, 1996, p. 111.