EL ESPÍRITU SANTO
EN LAS LITURGIAS DEL ORIENTE
Mons. Andrés Sapelak
El misterio del Espíritu en la Iglesia
En el Segundo Concilio Ecuménico de Constantinopla, celebrado en el año 381, los ciento cincuenta obispos orientales precisaron oficialmente por primer vez la doctrina de la Iglesia sobre el misterio del Espíritu Santo: Es Dios, es la Tercera Persona de la Trinidad, "Señor y dador de vida, que procede del Padre, que con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración y gloria" (Símbolo Niceno-constantinopolitano).
Un resumen de la doctrina fundamental de la Iglesia sobre el Espíritu Santo nos la presenta el Concilio Vaticano II en la Constitución Lumen gentium: "Consumada la obra que el Padre encomendó realizar al Hijo sobre la tierra, fue enviado el Espíritu Santo el día de Pentecostés a fin de santificar indeficientemente a la Iglesia. Es el Espíritu de vida... por quien el Padre vivifica a los hombres... El Espíritu habita en la Iglesia y en el corazón de los fieles como en un templo... Guía a la Iglesia a toda la Verdad... la provee y gobierna con diversos dones jerárquicos y carismáticos y la embellece con sus frutos. Rejuvenece a la Iglesia... la renueva incesantemente y la conduce a la unión consumada con su Esposo" (n. 4).
El dinamismo del Espíritu Santo expresado en la Liturgia
Las actuaciones misteriosas de la obra todopoderosa del Espíritu Santo, enumeradas en el documento conciliar, se cumplen primordialmente en la Liturgia, de la cual la Santa Misa es el centro y culmen de la vida misteriosa en la Iglesia. El Actor de los misterios divinos es la Persona del Espíritu Santo, que santifica lo humano, lo diviniza y lo injerta en la vida misteriosa de la Trinidad en la Persona de Cristo Resucitado. Las Liturgias en general, y las orientales en particular, expresan exteriormente con símbolos adecuados las actuaciones santificadoras del Espíritu, para que el hombre pueda captar sensiblemente lo divino en sí mismo, en la Iglesia y en el universo.
La fuerza santificadora del Espíritu en la Eucaristía
Dios Verbo, la segunda Persona de la Trinidad, se encarnó por obra del Espíritu Santo. El pan y el vino del Altar se transforman en el Cuerpo y Sangre de Cristo por la virtud del mismo Espíritu.
En la Liturgia bizantina, apenas terminada la Consagración del pan y del vino, los celebrantes hacen tres reverencias ante la sagrada Mesa y el diácono señala con la estola el Sagrado Pan diciendo al celebrante: "Bendice, Señor, el Sagrado Pan". El ministro hace el signo de la cruz sobre el Pan y luego sobre el Cáliz diciendo: "Haz de este Pan el Cuerpo precioso de Tu Cristo y de lo que está en este Cáliz, la Sangre preciosa de Tu Cristo, transformándolos con la virtud de Tu Santo Espíritu". El diácono responde: "Amén, amén, amén". Es la famosa "Epiclesis" de la Misa Bizantina, que fue objeto de reservas en el Concilio unionístico de Florencia (1437-1439) por parte de los teólogos latinos por el hecho que dicha invocación tiene lugar después de la Consagración. En aquella ocasión fue aceptada, por los Padres del Concilio, la explicación que dio el cardenal Besarión, teólogo oriental y sostenedor de la unión: La narración evangélica continuada de la Ultima Cena no permitía intercalar dicha invocación del Espíritu Santo antes de la Consagración Eucarística.
El Espíritu Santo dispone los corazones a la Comunión
La ceremonia del "agua hirviente" que se hace inmediatamente antes de la Comunión es el símbolo más elocuente y expresivo, en la liturgia bizantina, de la acción del Espíritu Santo, con la cual El prepara los corazones de los ministros y de los fieles a la santa Comunión.
Después de la fracción del pan eucarístico el celebrante deja caer un trozo del pan celestial en el cáliz, diciendo: "Plenitud del Espíritu Santo". El diácono vierte en el cáliz, en forma de cruz, un poco de agua hirviente, bendecida por el celebrante, y dice: "Fervor de fe, lleno del Espíritu Santo". Esto indica que el Espíritu Santo despierta, en los que participan de los sagrados misterios del altar, la fe viva, la esperanza firme, el amor hirviente de Dios. Con este fervor en los corazones, los ministros y los fieles participan de la santificadora Eucaristía.
El primer canto de los fieles, después de la comunión, es una expresión de la comunicación con el Espíritu Santo y con la Santísima Trinidad, a través de la Eucaristía: "Hemos visto la verdadera luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe, adoremos la Trinidad indivisible, porque Ella nos ha salvado".
Es expresivo y teológicamente significativo que en Oriente se usa conservar la Eucaristía en tabernáculos en forma de paloma, imagen del Espíritu Santo, que penden sobre el altar.
La acción vivificadora del Espíritu en la administración de los sacramentos
En la iconografía bizantina de la administración de los sacramentos domina siempre la figura del Espíritu Santo, en forma de paloma, que proyecta sus rayos de acción vivificadora sobre los que administran y reciben los sacramentos, ya se trate del bautismo, de la confirmación, de la Eucaristía o de cualquier otro sacramento.
Pero el sacramento de la confirmación es el don del Espíritu Santo por excelencia. Lo expresa claramente la fórmula bizantina:
"Sello del don del Espíritu Santo". Fórmula que fue adoptada recientemente también por la Iglesia latina.
Es el sacramento que se administra en el nombre del Espíritu Santo y en él se reciben sus dones divinos, fortaleciendo al cristiano en su vida espiritual "para ser fuerte, firme e inquebrantable en la fe, en la esperanza, en el amor" (Oración de la Confirmación).
La unción, con el santo crisma, de los miembros del cuerpo: frente, ojos, oído, boca, pecho, manos y pies -sede de los sentidos humanos- indican el campo de batalla que deberá enfrentar el cristiano: la carne con sus pasiones.
En las iglesias bizantinas este sacramento se administra juntamente con el bautismo y también se da al recién bautizado y ungido por el Espíritu Santo, la comunión eucarística para una completa incorporación del hombre a Cristo y a su Iglesia.
Los santos - Obra maestra del Espíritu Santo
El fruto de la obra santificadora del Espíritu Santo son los santos de la Iglesia de Dios. La cumbre de la santificación humana es, después de la humanidad de Cristo, la toda santa, la Virgen María, Madre de Dios, "más excelsa que los querubines e incomparablemente más gloriosa que los serafines" (Oración bizantina).
La fortaleza de los mártires, de los confesores y de todos los santos es la persona divina del Espíritu Santo, que habita en los cristianos como en un templo, enseña San Pablo.
Conscientes de esta realidad, las iglesias orientales bizantinas celebran el día de Todos los Santos el primer domingo después de la fiesta de Pentecostés. Así cierra la liturgia bizantina su ciclo pascual.
Hoy
El profundo contenido teológico del culto de las liturgias orientales a la tercera persona de la Santísima Trinidad, Dios todopoderoso, vivificante y operante en la Iglesia, tiene una singular actualidad pastoral en este siglo de descristianización. Humanamente hablando se podría dudar de la eficacia de la Iglesia en este siglo de la técnica, del progreso y del materialismo reinante. Los medios de comunicación social podrán intentar sofocar en la sociedad el espíritu cristiano. Pero en la Iglesia continúa incontenible el dinamismo pascual de la Redención, por obra del Espíritu Santo, que santifica, ilumina y cristianiza a los pueblos de la tierra, especialmente donde hay pobreza, sufrimiento, persecución, sed de justicia.
El Año Santo puede marcar una etapa para la sociedad humana en su acercamiento a Dios por obra del Espíritu Santo y su colaboradora inseparable, la Virgen María.
La conciencia de la presencia y del omnipotente dinamismo del Espíritu Santo, operante en cada alma y en toda la Iglesia, debe ser causa de optimismo y de alegría para los cristianos de hoy y de todos los tiempos en su lucha constante contra el mal.