LA ESTABILIDAD:

¿EVASIÓN O SUPERACIÓN DE SI MISMO?

(IIª Parte)

 

P. Fr. Armando Díaz O.P.

 

Luego de haber tratado sobre la estabilidad en el lugar (estabilidad exterior), la del alma (la interior), nos queda por considerar la estabilidad en Dios (la vertical).

La vinculación con Dios es la estabilidad fundamental. De ella se nutren las dos anteriores (la exterior y la interior). Es Dios quien estabiliza y mantiene en la perfección. Es Dios la Causa Ejemplar, Eficiente primera y última de todas las creaturas. Ahora la dimensión horizontal sin la vertical es chatura, inmanentismo, aunque la dimensión vertical no anula la horizontal sino que la supone, la eleva y plenifica. Y, aún más, la estabilidad, en su sentido profundo, adquiere su vigor cuando se nutre de la Fuente, del Manantial, del Océano Infinito de perfección, que es Dios. En este sentido, por algo nos dice la S. Escritura que debemos buscar primero el Reino de Dios y su Justicia, y lo demás se dará por añadidura (cfr. S. Mt. 6, 33). Si buscamos la añadidura y nos olvidamos de Dios, caemos en el ateísmo, en la secularización.

 

1. El hombre: portador de valores eternos.

Cuando nos acercamos a la realidad debemos hacerlo en lo que realmente es la realidad, es decir, no mirarla en su apariencia, en lo artificial o caprichosamente. Respecto al hombre prima muchas veces algunas posturas erróneas y peligrosas, que es necesario combatir y corregir. Se dan dos extremos: por defecto (la derrotista) y por exceso (la autosuficientista).

La derrotista.

La que desprecia al hombre colocándolo a nivel inferior, como un número, un producto de consumo, un eslabón del mundo zoológico, o "una pasión inútil" (Sartre), o "una tuerca" (materialismo), etc. Esta postura se sintetiza cuando se dice: "qué sentido tiene el hombre?, no sirve para nada", "comamos y bebamos que mañana moriremos".

La autosuficientista.

Si la anterior anula por completo al hombre, en ésta, en cambio, se lo idolatra, se lo coloca como la medida de todas las cosas, como una especie de dios de pies de barro. Es la postura que grita "ser Dios" sin Dios, por la fuerza de los propios músculos o del pensar.

Pero en la concepción realista verdadera, que se aleja de estos dos errores, se encuentra la expresión de Pascal que dice: "El hombre no es ángel ni bestia" (Pensamientos I, 1), no es un ángel porque posee un cuerpo humano, ni es bestia porque posee un alma espiritual. Se encuentra, el hombre, entre el mundo visible y el mundo invisible.

En la configuración del ser del hombre se encuentra, por un lado, que con los pies toca la tierra, indicando que es de la "tierra y a la tierra ha de volver"; pero, por otro lado, con la cabeza orientada hacia lo alto, hacia el cielo, expresando que es una ventana abierta hacia lo Infinito.

La creación del hombre, en el principio, traduce esta realidad. Dios toma de la tierra (el cuerpo) e insufla "el aliento de vida" (el alma) (cfr. Gen. 2, 7) une lo visible con lo invisible. Nuestros protoparentes fueron creados a imagen y semejanza de Dios, creados para reflejarlo, conocerlo, amarlo y servirlo en esta vida, y gozar de El eternamente en el cielo. Pero vino el pecado original, la caída del hombre desde Dios, un alejamiento del Creador. El pecado original no sólo afectó a Adán y Eva, sino que repercutió en todos sus descendientes:

"Como por un solo hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte y así la muerte alcanzó a todos los hombres, por cuanto todos pecaron" (Rm. 5, 12). La consecuencia sobre ellos: privados de la santidad original y expulsados del paraíso.  

Aunque este pecado original se da en todos los hombres (salvo Cristo y la Virgen María), desde el instante de la concepción, sin embargo, hay que ver el alcance que tiene. El Catecismo indica las consecuencias con la palabra "herida".

"Aunque propio de cada uno, el pecado original no tiene, en ningún descendiente de Adán, un carácter de falta personal. Es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación al mal es llamada "concupiscencia"). El Bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual." (nº 405).

Esta observación del Catecismo, que recoge la tradición de la Iglesia, nos separa, por un lado, del naturalismo tipo rusoniano, en que "el hombre -dice- naturalmente es bueno, no tiene pecado", negando así el pecado original; y por otro lado, del pesimismo luterano, que va a ver la naturaleza del hombre destruida, no herida. Frente a estas corrientes está la postura católica, que ni peca de optimista haciendo desaparecer el pecado original, ni de pesimista viendo al hombre como un ser totalmente destruido. Es este sentido el P. García Vieyra, basándose en el pensamiento de Santo Tomás, sintetiza la postura católica de la siguiente manera:

"Santo Tomás no niega la tendencia de la voluntad humana hacia el bien (S. Th., I-II, 85, 1); no afirma, como después el luteranismo, que cada acto humano sea un pecado; pero recuerda que esa tendencia humana hacia el bien, como consecuencia del pecado original se halla debilitada. La verdadera posición del problema, no es cómo educar un pequeño criminal, ni cómo educar un ángel; es cómo educar una voluntad, que ama el bien, que le persigue, pero cuyas fuerzas de realización están disminuidas. Por otro lado, debemos tener en cuenta que se trata de la educación de una voluntad libre, quiere esto decir que cuando toda la técnica psicológica ha terminado, y cuando hemos ajustado todo el procedimiento didáctico a la técnica más rigurosa, aun debemos contar con la libertad del sujeto, que libremente puede elegir y obrar, sea de acuerdo con sus conocimientos y convicciones, sea contrariándolos." (1).

El hombre, por lo tanto, en la vinculación con Dios va a tener estas dificultades, pero con la gracia de Dios va a unirse con El en íntima relación. Esta naturaleza humana caída, herida por el pecado; pero por la gracia -traída por Cristo- Redimida, elevada.

 

2. Los falsos esquemas.

En la vida espiritual no sólo hay que vigilar y orar continuamente, sino discernir en cada instante. Así en el orden de la estabilidad en y con Dios, hay cosas aparentes y cosas verdaderas. En este nivel se nos presentan tres obstáculos: a. estático versus dinámico, b. abierto versus cerrado y c. fijismo versus estabilidad.

 

a. Estático versus dinámico

La confusión del mundo es cuando no expresa las verdaderas oposiciones: el pecado y la gracia, el mal y el bien, el error y la verdad, el demonio y Cristo; y también cuando se entretiene en contraponer cosas que se distinguen y armonizan: por ejemplo el orden natural y el sobrenatural, la razón y la fe, el Estado y la Iglesia, el corazón y la inteligencia, etc. Lo grave, en este sentido, no sólo es contraponer, sino pervertir y subvertir el orden; es colocar lo inferior arriba y lo superior abajo. Así la subversión sería hacer depender el ser del tener, la cualidad de la cantidad, la contemplación de la acción, al Creador de la creatura, el alma del cuerpo.

En cuanto a lo estático y lo dinámico. Henri Bergson, en su obra: Las dos fuentes de la moral y de la Religión, establece una oposición. El asocia lo estático y lo dinámico a lo social y lo individual. Lo social es negativo, enfermizo, y lo individual, lo dinámico, lo abierto, es lo mejor. Como respuesta, digamos que es un craso error contraponer lo social (que está exigido por la naturaleza) a lo personal.

"Resulta maniqueo enfrentar lo individual con lo social al punto de adjudicarle a esto último un irreversible carácter negativo. Si la hipertrofia de lo social hasta la absorción de lo Singular no puede admitirse, tampoco es conducente negar o disminuir la naturaleza social de la persona, atribuir a la comunidad un fatal signo disociador o pretender levantar a los egregios en contra de la grey, haciendo de ella una mera función provechosa." (2)

Trasladando esto a nuestros ambientes, hoy cuando se habla de lo estático, se lo toma como algo antiguo, con gusto a naftalina o pieza de museo; en cambio, lo dinámico sería lo positivo, como aire fresco y renovador. Lo estático es lo negativo y lo dinámico lo positivo.

Esta fobia contra lo estático no sólo se da en el orden moral, sino también en el planteo teológico. Cuando en la S. Escritura nos dice: "En el principio era el Verbo" (cfr. Jn. I, 1), se entiende, en la Verdadera ortodoxia, que el Verbo de Dios, la segunda Persona de la Santísima Trinidad, es eterno, junto al Padre y al Espíritu Santo. "El Verbo estaba en Dios, el Verbo era Dios" (ibíd.). Sin embargo no dejan de ser precursoras aquellas terribles frases del Fausto de Goethe:

"Está escrito: En el principio era el Verbo. Ya acá, me atasco. ¿Quién me ayudará a avanzar? No puedo contentarme con esta palabra, el Verbo. Debo traducirla de otra manera, si el espíritu me ilumina rectamente. Está escrito. En el principio era la Mente... Pero ¿es acaso la Mente la que crea y conserva todo? Debería decir: En el comienzo era la Fuerza. Sin embargo, aun escribiendo esto, algo me advierte que no debo detenerme aquí. ¡El espíritu me ilumina por fin! La inspiración desciende sobre mí, y escribo, consolado: En el comienzo era la Acción".

El rechazar al Verbo como Principio es alterar el Orden Divino y, como efecto, a la creación de todas las cosas. Para "el hombre de fe la historia nace del Verbo; para el hombre moderno, la historia nace de la Acción. Son dos concepciones, una contemplativa aun en la acción, otra sumergida en el activismo, sin origen ni fin" (3).

La respuesta inicial es retornar al orden de las cosas, a la armonía o esplendor del orden. Lo contrario es la subversión "que en latín significa poner patas arriba, y que es pariente de invertir y pervertir; su contrario es convertir" (4).

Convertir es retornar al orden original, primero y fundamental. Las palabras estático y dinámico son del orden físico. Y se ve en este orden que no puede darse lo dinámico sin lo estático. Una rueda, por ejemplo, para que gire debe estar fija en su eje, estable; de lo contrario no podría girar. Lo fijo es el eje por el cual gira lo demás. Traduciendo esto en lenguaje filosófico: "el obrar sigue al ser", no se podría obrar si no hay ser estable. No podríamos obrar humanamente si antes no fuéramos un ser humano. Un perro ladra como perro porque es perro. Dios actúa eternamente como Dios porque es Dios.

Otro inconveniente, en este mismo nivel de lo estático y dinámico, es en lo educativo. ¡Cuántas veces se escucha que las personas más inquietas, más extrovertidas son las mejores para la educación!, y ¿quizás el más quieto será el nulo, sin iniciativas?. Lo inquieto se lo debe entender acá como lo espontáneo, lo dinámico. La respuesta: es que de nada sirve tener muchas inquietudes si en la vida no se acierta con lo que se debe ser. Una persona ¡qué saca con tener muchas flechas para tirar, si cuando lo hace no da en el blanco!, si esto es frustrante ¡cuánto más en el orden de la vida interior, de la propia realización!; "la inquietud se domina cuando hay quietud, cuando se crece en lo propio, cuando se acierta en el fin último de todo, que es Dios".

En la educación, al decir que se debe seguir la espontaneidad del niño, naturalmente surge la pregunta ¿qué es la espontaneidad? ¿ser espontáneo es ser educado?. Escuchemos al P. García Vieyra:

"La vida del hombre es acción, a veces racional, a veces con muy poco de razón; sin embargo, la acción específicamente humana, es la racional y voluntaria. El obrar deliberado, dice Santo  Tomás, es lo propio y específico del hombre (S. Th, I-II, 1, 1); la educación, evidentemente, tendrá por objeto principal este obrar lúcido y deliberado.  No se obra porque sí. La acción supone un objeto que es el bien que se desea alcanzar. La vida como acción es tensión del espíritu hacia el bien" (5).

La educación, que es actualizar las potencias de cada hombre, dice ordenamiento de la naturaleza específica. La educación ayuda al hombre en cuanto hombre en su obrar "lúcido y deliberado". Educar por tanto es más que lo espontáneo es encauce de todas las potencias por el camino de la perfección.

"El programa educativo no puede permanecer extraño ante la actitud natural, que por arrancar de las profundidades del ser llamamos espontánea. La espontaneidad es lo característico del movimiento vital. La vida en sus manifestaciones fundamentales: vegetativa, sensitiva y racional es espontánea. La perfección de la espontaneidad vegetativa, es la que realiza la plenitud de la vida animal; la perfección de la espontaneidad racional, es la que realiza la vida inteligente y volitiva que es lo propio del hombre.

Esta triple espontaneidad se encuentra en el hombre, y se manifiesta como apetito natural para realizar los propios fines.

En la espontaneidad racional, no sólo hallamos el apetito natural, sino el movimiento libre de la voluntad, llamado apetito elícito. En la espontaneidad racional, encontramos una estructura más compleja, en la que debemos distinguir el apetito natural y el elícito, o voluntario (In Aristóteles Librum de Anima, I, V, lc 5, nº 286, Pisotto, 1931, Roma)" (ibíd.).

La espontaneidad como algo característico del movimiento vital debe ser encauzado, disciplinado mediante una vida virtuosa, por medio de decisiones libres y bajo el influjo de la vida de la gracia. Hay elementos, previo a toda decisión, que son anteriores a toda explicitación de la propia libertad. "El hombre -observa Sto. Tomás- quiere la felicidad por naturaleza y necesariamente" (I, 94, 1), y el "querer ser feliz no es objeto de libre decisión (I, 19, 10). Todo hombre por el hecho de ser hombre posee el libre albedrío, pero el ejercicio de él depende de cada uno, de la decisión personal. La libertad se la puede encauzar bien o mal, hacia la virtud o el vicio, hacia el cielo o el infierno.

Existe una espontaneidad que no es libre, se da en el individuo en orden a su conservación; pero hay otra que es la elícita, que es especialmente deliberativa.

"Estamos en presencia de dos espontaneidades diversas, de las cuales una no es libre y tiende naturalmente a la conservación del individuo y de la especie, la otra es libre; es la libertad que no está ligada a la apetencia de ningún bien particular.

La espontaneidad elícita es, pues, especialmente deliberativa; debe deliberar acerca del bien que se quiere alcanzar. La experiencia y la Psicología nos prueban que, desde que un bien se propone en el campo de la conciencia, comienza la deliberación acerca de la posibilidad de alcanzarle. La educación consiste, principalmente si se trata de niños, en esclarecer esta deliberación. La Nueva Pedagogía se conforma con ser testigo de aquella deliberación. Luego, propiamente hablando, no educa." (6)

En definitiva, no basta ser espontáneo, hay que trabajar seriamente sobre la espontaneidad para no pasar un papelón en cualquier momento. La espontaneidad no encausada al bien va para cualquier lado como un tornado, un dique roto sin contención. Es como moverse por el sólo entusiasmo, sabiendo que el infierno "está empedrado de personas que se quedaron en el sólo entusiasmo". Si no hay trabajo serio, metódico y perseverante sobre sí mismo, combatiendo los propios defectos, desarrollando la gracia de Dios, cultivando las virtudes y creciendo en los dones del Espíritu Santo, no se crece, al contrario se decrece, se va para atrás espiritualmente. Hoy, en cambio, en nuestros ambientes por el influjo de una mentalidad relativista y liberal se propaga la espontaneidad como un valor, o como un mito.

Escuchemos a Gustave Thibon, clarificando esta situación.

"EL MITO DE LA ESPONTANEIDAD

He aquí la escena que acaba de desarrollarse en una escuela que conozco bien. Un alumno entrega a su profesor una hoja en la que la densidad de faltas de ortografía y de gramática sobrepasa con mucho la cota de alarma. El profesor corrige las faltas y dice al alumno: "Me volverá a copiar el texto para mañana". Al día siguiente llega el alumno a clase con una carta de su padre en la que informa al profesor que un ejercicio tan mecánico y desprovisto de fantasía, como copiar un texto era contrario a las espontáneas aspiraciones del niño.

Tales palabras, se inscriben en la línea de una mentalidad, muy extendida hoy, que tiende a hacer de la espontaneidad el primero, cuando no el único, criterio de todo valor.

Ignoro cuál fue la reacción del profesor. En su lugar, hubiera dicho que la verdadera pregunta no era: ¿responde este ejercicio a un deseo espontáneo del niño?, sino: ¿es eficaz en relación al fin

que se busca, en este caso, el conocimiento de la lengua francesa? Ahora bien, es algo comprobado por la experiencia diaria que el poco exaltante hecho de volver a copiar un texto es uno de los mejores medios de recordarlo. Y ¿no está toda nuestra existencia plagada de comportamientos que no son espontáneos, es decir, de actos que no realizaremos jamás a nuestra completa satisfacción si una necesidad cualquiera -desde la higiene alimentaria que nos prohíbe tal alimento hacia el que experimentamos una atracción peligrosamente espontánea hasta las mil obligaciones de nuestra vida social y profesional- no nos lo impusiera?

Intelectual y moralmente, la espontaneidad no constituye un valor. Puede dirigirse hacia cualquier sentido: verdad o error, bien o mal. ¿Qué hay más espontáneo que el primer despertar de un niño al conocimiento y al amor? Pero, ¿qué hay más espontáneo también que sus caprichos, sus accesos de violencia o de pereza, sus inconscientes crueldades? La edad divina de los poetas y "la edad despiadada" de los fabulistas se entremezclan en el psiquismo de la primera edad..." (7).

La espontaneidad, comparativamente, es como un río, un canal de agua. Las alternativas van a ser: O contener sin encauzar: llega un momento en que se estalla. O dejar que el agua se desborde por cualquier lado, sin control. Este es el caso de la espontaneidad sin frenos, sin límites, sin disciplina. El resultado es cualquier cosa menos la virtud. Y por último encauzar respetando la naturaleza de las cosas conduciéndola a su propio fin, el fin exigido por su naturaleza en orden a los verdaderos valores morales. Esta es la verdadera postura que produce frutos de bien.

Educar implica: buenos maestros, buenos libros, una disciplina sustentada en la verdadera autoridad, poner temor y amor de Dios. La espontaneidad sin disciplina es caos, anarquía. El verdadero educador, además de ser ejemplo virtuoso, debe ayudar a formar seriamente en la verdadera sabiduría. Ser educador es ser padre, es engendrar en la verdad.

"Siendo así, ¿qué educador no está obligado a realizar una elección entre tantas espontaneidades dispersas, y a menudo, contradictorias? Esa elección se traduce por la imposición de una disciplina. Ahora bien, ¿hay una sola disciplina en el mundo que no presente, sobre todo al principio, aspectos de coacción y de fatiga? La espontaneidad total viene más tarde: sigue, no precede. Antes de gustar de las espontáneas alegrías de la lectura, hay que haber aprendido a leer, es decir, hay que haberse debatido entre relaciones tan convencionales, todo lo poco espontáneas que cabe, entre los sonidos que llegan al oído y las letras inscritas en el papel. Y se hará bien suavizando y "adaptando" los métodos de enseñanza: todos encerrarán una parte de coacción y adiestramiento, ninguno tendrá la espontánea facilidad de los juegos y los sueños.

Se olvida demasiado que por el enderezamiento de los automatismos se forjan los resortes futuros de la libertad. Para que un hombre aprenda a elegir, hace falta que otro hombre elija antes en su lugar. No, ciertamente, para ahogar sus gustos y sus dones reales, sino para permitirle tomar conciencia de ellos a la luz y bajo el choque de una experiencia auténtica." (8).

 

Ayudar a un niño en su formación, en el crecimiento en el bien no es coartarlo en su libertad, es favorecerlo para que elija bien, conforme y según Dios. La libertad está hecha para el bien; en el mal se hace esclava, se degrada. Al contrario, dejarlo en sus caprichos, en sus "espontaneidades" sin guía ni control, es precipitarlo por el mal camino. La mejor manera de ayudarlos y quererlos es darle todos los elementos que le sirvan para que él ejercite su libertad en el bien.

"Ante todo, no hay que condicionar a los niños", me dijo un educador de vanguardia. Respondí que cierto adiestramiento precoz, con el fin de dominar los impulsos, era el mejor antídoto contra el condicionamiento que hoy acecha a todos los adultos. Y que, inversamente, nada predispone más al conformismo que la falta de formación. Los niños mimados -aquellos cuyos movimientos "espontáneos" han sido respetados y halagados- son los que más tarde se convierten, faltos de consistencia y de orientación interiores, en los más pasivos juguetes de la opinión y de la moda. En la medida en que se les han ahorrado todas las restricciones, sucumben a todas las seducciones...

"Todo empieza en repulsa y termina en liberalidad", decía el poeta. Este verso se aplica admirablemente a la obra educativa. La libertad está en su término más que en su principio. Y si se vuelve el orden de los factores, se llega a esta absurda situación: el niño ilusoriamente libre y el adulto realmente alienado (9).

Un ejemplo de mala educación, de espontaneidad sin disciplina, nos lo da un informe que la Dirección general de la policía de Seattle (Washington) ha confeccionado, con una serie de "consejos" para los padres que quieran hacer de sus hijos unos delincuentes:

1) Dadle desde la infancia todo cuanto desee. Así crecerá convencido de que el mundo entero le debe todo.

2) Reíd si dice tonterías. Así creerá que es muy gracioso.

3) No le deis ninguna formación espiritual. Ya la escogerá él cuando sea mayor.

4) Nunca le digáis: "Esto está mal". Podría adquirir complejo de culpabilidad y más tarde, cuando, por ejemplo, sea detenido por robar un coche, estará convencido de que la sociedad es quien lo persigue.

5) Recoged todo lo que él tire por los suelos, así creerá que todos están a su servicio.

6) Dejadle leer todo. Limpiad con detergentes que desinfectan la vajilla en la que come, pero dejar que su espíritu se recree con cualquier torpeza.

7) Discutid siempre delante de él. Así se irá acostumbrando, y cuando la familia esté ya destrozada, no se dará ni cuenta.

8) Dadle todo el dinero que quiera, no sea que sospeche que para disponer de él se debe trabajar.

9) Que todos sus deseos estén satisfechos: comer, beber, divertirse... De otro modo resultará un frustrado.

10) Dadle siempre la razón: los profesores, la gente, la ley..., son quienes la tienen tomada con el pobre muchacho.

El informe termina diciendo: "Y cuando vuestro hijo sea ya un desastre, proclamad que nunca pudisteis hacer nada con él".

 

b) Abierto Vs. Cerrado.

El segundo esquema a considerar es el de abierto y cerrado; como tal son expresiones de índole psicológicas que a secas no indican nada. Todo depende de a qué uno está abierto o cerrado. Si uno está cerrado al error está bien y si uno esta cerrado a la verdad, está mal; y si uno está abierto al error está mal, y si uno está abierto a la verdad está bien.

La dificultad de este esquema estriba en hacer depender las cosas, los valores morales de los caprichos del hombre. Se cae en un cierto relativismo, en un personalismo ético. El hombre como medida de todas las cosas. Es el culto del hombre, la homolatría.

El personalismo ético hace derivar y depender la moral de lo que cada sujeto quiere. Se cambia la relación del hombre dependiente de los valores morales absolutos, por una moral laxa, que suprime el deber ser del hombre, lo cual resulta peligroso. La moral consiste en subordinar la libertad a las normas y valores absolutos. No es el sujeto quien determina las cosas en su esquema -abierto o cerrado- sino en su relación con el orden del deber ser, establecido por Dios.

El error del personalismo ético es colocar el sujeto de la moralidad en la persona humana. A este respecto -observa el P. García Vieyra-, "conviene fijar este error inicial, sobre el sujeto de la moral, pues da fundamento a casi todo el edificio de la ética personalista, con todas sus consecuencias en el orden práctico". Pero "el sujeto de la moralidad es la acción humana, en cuanto tiende a un fin, en cuanto dice relación a la regla de las costumbres. En esta fórmula perfectamente acuñada por tantos siglos de meditación filosófica, tenemos dos elementos: la materia, que es la misma acción humana ordenada a un fin, y la forma de la moralidad, que es su relación trascendental a la regla de las costumbres; con tal materia y forma tengo el sujeto de la moralidad: Sicut auten subjectum philophiae naturalis est motus vel res mobilis, ita subjectum moralis philosophiae est operatio humana ordinata in finem, vel etiam homo prout est voluntarie agens propter finem. (S. Thomas, Etica Nic. L. I, Ic. 1, Nº 3)" (10).

Este error de colocar el sujeto de la moralidad en la persona humana conduce a un subjetivismo peligroso: se hace depender la moralidad de lo que cada uno quiere. Al cambiarse el sujeto de la moralidad, surge otra concepción radicalmente distinta de la moral. "A primera vista la mudanza es imperceptible. Las acciones humanas pertenecen a la persona, y es la persona el sujeto de la responsabilidad moral. Las acciones -reza el adagio escolástico- son del supuesto. Sin embargo, a esta mudanza, imperceptible casi, sigue un cambio de perspectiva muy importante: las acciones humanas ya no son buenas o malas por razón de la norma moral, por razón de su adaptación a la norma, sino que reciben su última configuración ética por razón de la persona, perteneciendo a ella. No es que se niegue del todo la regulación del fin o de la norma; pero no toda la bondad moral, ni la última diferenciación ética viene de aquéllas, como en la filosofía de Santo Tomás. Si no hemos interpretado mal, pónese en la acción humana un plus, algo último que escapa a la ley, en cuanto posee el carácter de la acción personal, que le otorga una bondad moral originaria, sin intervención de la regla de las costumbres".

"En la filosofía tomista tenemos que la bondad de las acciones humanas le viene de la coaptación de la entidad física de la acción con la regla de las costumbres. Tenemos pues una diferencia fundamental. Si los actos humanos son buenos o malos según su adecuación a la regla de la razón, o de las costumbres, entonces tenemos una moralidad única para todos los hombres. Pero si son buenos o malos, por razón de su origen personal, o por conveniencias sociales, entonces no podemos contar con una moral única, y abrimos el camino al pluralismo ético, y a la anarquía".

"El acto humano es un movimiento que se especifica, como todo movimiento, por su término ad quem, o sea por un punto de llegada. Es bueno, si se adapta a la regla moral; malo, en caso contrario. En cambio si el sujeto de la moralidad es la persona humana, entonces lo que constituye el acto moralmente bueno, es su punto de partida o término a quo; los actos humanos son buenos por pertenecer a la persona humana. En este supuesto, todos los actos humanos serán buenos, si no estorban el derecho de los demás, por pertenecer a la dignidad de la persona humana. En los tiempos actuales, la dignidad de la persona humana, viene invocada hasta el hartazgo, como supremo argumento para apoyar las libertades absolutas del hombre." (ibíd., pp. 5-6).

El hombre, al no ser la medida de todas las cosas, sino que lo es Dios depende de lo que Dios establece. Y subordinarse a Dios es entrar en el ámbito de lo que Dios nos indica por la conciencia, de una conciencia que dice relación a la ley que tiene a Dios como Autor.

"La relación que hay entre libertad del hombre y ley de Dios tiene su base en el "corazón" de la persona, o sea, en su conciencia moral: "En lo profundo de su conciencia -afirma el Concilio Vaticano II-, el hombre descubre una ley que él no se da a sí mismo, sino a la que debe obedecer y cuya voz resuena, cuando es necesario, en los oídos de su corazón, llamándolo siempre a amar y a hacer el bien y a evitar el mal: haz esto, evita aquello. Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia está la dignidad humana y según la cual será juzgado (cf. Rom 2, 14-16)" (G. et. Spes, 16)" (11).

La conciencia, etimológicamente, proviene del latín cum-scire, conocer junto con otro; en otros términos, sería el acto de aplicar la ciencia o el conocimiento a un hecho particular.

Y, ahora, pasando a la definición de la conciencia, decimos que, es un juicio de la razón práctica que, partiendo de los principios comunes del orden moral, dictamina sobre la moralidad de un acto propio que se realizó, se realiza o se va a realizar. En cuanto a esta definición. El juicio de la conciencia es un juicio práctico, o sea, un juicio que ordena lo que el hombre debe hacer o no hacer, o bien, que valora un acto ya realizado por él.

"Es un juicio que aplica a una situación concreta la convicción racional de que se debe amar, hacer el bien y evitar el mal. Este primer principio de la razón práctica pertenece a la ley natural, más aún, constituye su mismo fundamento al expresar aquella luz originaria sobre el bien y el mal, reflejo de la sabiduría creadora de Dios, la cual, como una chispa indestructible (scintilla animae), brilla en el corazón de cada hombre. Sin embargo, mientras la ley natural ilumina sobre todo las exigencias objetivas y universales del bien moral, la conciencia es la aplicación de la ley a cada caso particular, la cual se convierte así para el hombre en un dictamen interior, una llamada a realizar el bien en una situación concreta. La conciencia formula así la obligación moral a la luz de la ley natural: es la obligación de hacer lo que el hombre, mediante el acto de su conciencia, conoce como un bien que le es señalado aquí y ahora. El carácter universal de la ley y de la obligación no es anulado, sino más bien reconocido, cuando la razón determina sus aplicaciones a la actualidad concreta. El juicio de la conciencia muestra "en última instancia" la conformidad de un comportamiento determinado respecto a la ley; formula la norma próxima de la moralidad de un acto voluntario, actuando "la aplicación de la ley objetiva a un caso particular" (Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 59).

La conciencia, en relación a los actos humanos, es la norma próxima de la moralidad personal; y la ley divina la norma universal y objetiva. El juicio de la conciencia no establece la ley sino "que afirma la autoridad de la ley natural y de la razón práctica con relación al bien supremo" (Papa Juan Pablo II, ibíd., n. 60). Pero la conciencia, sigue observando el Pontífice, "como juicio de un acto, no está exenta de la posibilidad del error", ... ella "no es juez infalible: puede errar" (ibid. n. 62). De ahí que es educable; por ello, ciertamente, para tener "una ‘conciencia recta’ (I Tim 1, 5), el hombre debe buscar la verdad y debe juzgar según esta misma verdad" (ibíd. n. 62). De cualquier modo, "la dignidad de la conciencia deriva siempre de la verdad: en el caso de la conciencia recta, se trata de la verdad objetiva, acogida por el hombre" (ibíd., n. 63). La formación de la conciencia se hace en una continua "conversión" a la verdad y al bien.

Es análoga la exhortación del Apóstol a no conformarse con la mentalidad de este mundo, sino a "transformarse renovando nuestra mente" (cf. Rom. 12, 2). En realidad, el "corazón" convertido al Señor y al amor del bien es la fuente de los juicios verdaderos de la conciencia. En efecto, para poder "distinguir cuál es la voluntad de Dios: lo bueno, lo agradable, lo perfecto" (Rom. 12, 2) sí es ne-cesario el conocimiento de la ley de Dios en general, pero ésta no es suficiente: es indispensable una especie de connaturalidad entre el hombre y el verdadero bien. Tal connaturalidad se fundamenta y se desarrolla en las actitudes virtuosas del hombre mismo: la prudencia y las otras virtudes cardinales, y en primer lugar las virtudes teologales de la fe, la esperanza y la caridad. En este sentido, Jesús ha dicho: "El que obra la verdad, va a la luz" (Jn. 3, 21)." (ibíd., n. 64).

La conciencia indica, en sentido moral, la voz de Dios en el alma; de ahí, la definición de San Buenaventura; "La conciencia, es como un heraldo de Dios y su mensajero, y lo que dice no lo manda por sí misma, sino que lo manda como venido de Dios, igual que un heraldo cuando proclama el edicto del rey. Y de ello deriva el hecho de que la conciencia tiene la fuerza de obligar" (In II librum Sent, dist. 39, a. 1, q. 3, concl; Ed. Ad. Claras Aquas, II, 907, b.).

Y así como la grandeza del heraldo está en dar a conocer con fidelidad lo que el Rey bueno establece, así la conciencia nos comunica lo que otro Rey, infinitamente superior, que es Dios, nos dice. La conciencia testimonia a Dios.

"Se puede decir, pues, que la conciencia da testimonio de la rectitud o maldad del hombre al hombre mismo, pero a la vez y antes aún, es testimonio de Dios mismo, cuya voz y cuyo juicio penetran en la intimidad del hombre hasta las raíces de su alma, invitándolo fortiter et suaviter a la obediencia: ‘La conciencia moral no encierra al hombre en una soledad infranqueable e impenetrable, sino que la abre a la llamada, a la voz de Dios. En esto y no en otra cosa reside todo el misterio y dignidad de la conciencia moral: en ser el lugar, el espacio santo donde Dios habla al hombre’. (J. Pablo II, discurso Audiencia General, 17-8-1983)". (12)

La estabilidad, por tanto, no se da en "lo abierto", o "cerrado" en referencia al hombre, sino del hombre, en su conciencia, y en la relación a la verdad objetiva. Las alternativas son: o el relativismo, que hace depender todo del hombre, o Dios, Causa ejemplar, eficiente y última de todo lo que existe.

En el relativismo, en síntesis, no hay estabilidad sino mediocridad, ya que hace depender todo de la creatura, que es de por sí mudable. El hombre mediocre es el de medio pelo, el hombre light. El hombre mediocre no crece, no avanza, se contenta con lo superficial. En el hombre mediocre,  "lo absolutamente característico, es su deferencia por la opinión pública. No habla jamás, siempre repite (...) Admite algunas veces un principio, pero si llegas a las consecuencias, te dirá que exageras (...). Si la palabra exageración no existiera, el hombre mediocre la inventaría (...) Al hombre mediocre le gustan los escritores que no dicen sí ni no sobre asunto alguno, que nada afirman, que se avienen con todas las opiniones contradictorias (...) El hombre mediocre, lamenta que la religión cristiana tenga dogmas: quisiera que enseñara la moral solamente. El hombre mediocre sobresale porque sigue la corriente; el hombre superior triunfa porque va contra la corriente" (13).

 

c. Fijismo versus estabilidad

Aunque ambos términos son semejantes, no son iguales. El fijismo es una aparente estabilidad, que no indica ni expresa la real estabilidad. En esta vida nadie puede estar "fijo" espiritualmente. Es peligroso hacer "tres tiendas" -como S. Pedro- en la montaña de la transfiguración, sabiendo que después vino la Pasión de Nuestro Señor, vino la CRUZ. Hay que pasar por la CRUZ antes de ir al Cielo. La Patria definitiva es el Cielo.

El hombre, en su itinerario espiritual, puede avanzar o retroceder. "El que esté de pie tema de caer", advierte el Apóstol S. Pablo; y el que se considera perfecto ha muerto espiritualmente, ya que siempre puede avanzar, en esta vida. "Permanece siempre descontento de tu estado si quieres llegar a un estado más perfecto -observa S. Agustín-. Porque en el momento en que te complaces en ti mismo cesas de progresar. Si dices: ‘es suficiente, he llegado a la perfección’, lo habrás perdido todo" (14); de ahí que es "propio de la perfección hacernos reconocer que somos imperfectos" (15).

Es necesario, en este sentido, distinguir entre el fijismo que adormece, inmoviliza, de la estabilidad que nos dispone a seguir apoyándonos más en Dios que en nosotros mismos. Se debe discernir las cosas no simplemente por su exterior, sino antes que nada por su interior. En la enseñanza evangélica se nos dice que debemos distinguir entre el trigo y la cizaña:

"El trigo y la cizaña son gramináceas que se distinguen sólo en el tiempo de la cosecha, antes es imposible distinguirlas. La apariencia engaña. Hay que ir más allá. Penetrar en la interioridad. "No juzguéis según la apariencia" (Jn. 7, 24). Si nos quedamos en lo apariencial, basta cierta adhesión exterior que no compromete la interioridad; por esto los peores enemigos de una buena causa pueden estar en el campo de la buena causa misma y no en la vereda de enfrente. Y, finalmente, si importa sobre todo la "imagen" externa, será difícil evitar el fariseísmo, que consiste en pulir las formalidades exteriores y no las actitudes profundas del corazón.

Estas son tentaciones permanentes e inevitables de la vida del espíritu, incluyendo la cultura y la enseñanza. Confundir el crecimiento interior con la expansión, a menudo cancerosa, de formalismos (métodos, técnicas, didácticas, organizaciones, programaciones, planificaciones "mecánicas", etc.) ¿Qué hacen los métodos, cuando no hay nada substancial que transmitir, cuando no hay vida intelectual auténtica?" (16).

También ocurría en la época de S. Bernardo, que los fieles observaban ciertas conductas "externas" de los herejes que los confundían, de manera especial cuando iban a la muerte con alegría y firmeza:

"Algunos de los fieles han quedado asombrados -dice S. Bernardo- al ver a estos herejes ir a la muerte con alegría y alborozo. Pero su asombro muestra evidentemente que no se dan suficiente cuenta de lo grande que es el poder de Satanás, tanto sobre las mentes y corazones como sobre los cuerpos de los que se han entregado a él. ¿No es más extraño acaso, que un hombre atente contra su vida, y no que se someta voluntariamente a la violencia de los demás? Y, sin embargo, el demonio puede conseguir que muchos hombres hagan esto. Pues hemos oído frecuentemente hablar de personas que por sugestión del demonio se ahogaron o se ahorcaron. No hay, por consiguiente, ninguna comparación entre la fortaleza de los santos mártires y la obstinación mostrada por los herejes. En el caso de los primeros, su desprecio de la muerte era un efecto de la piedad; en los últimos, procedía de la dureza de su corazón. El sufrimiento era el mismo para todos, pero la disposición variaba ampliamente" (Serm. 65).

Doctrina similar a lo expresado por San Agustín: "La constancia de los paganos proviene del orgullo, la de los cristianos de la caridad". La misma explicación es dada por el II Concilio de Orange, can. 17.

Pero hay otro riesgo en el fijismo. Y es en relación al dominio de sí mismo. Si es importante dominarse a sí mismo, es más fundamental crecer en la virtud. Si me quedo solamente en el "dominio de sí" por el dominio de sí mismo caigo en el fijismo, en cambio, si busco crecer en orden al crecimiento virtuoso, en orden a Dios, supero lo personal, y me dirijo al fin último de todo, que es Dios, y al fin segundo, que es la propia santificación y la de los demás.

"Ante todo, en la mencionada concepción, la virtud moral (areté) no se identifica con el dominio de sí mismo (enkráteia). La distinción entre ambos conceptos quedó muy clara ya en Aristóteles y fue formulada con admirable sencillez por Tomás de Aquino. El domino de sí mismo tiene algo en común con la virtud y algo en común con el vicio. Toda virtud empieza con cierto dominio de sí mismo, puesto que de otra manera no es posible imponer el orden racional a las pasiones. Mas la virtud que se queda en esta fase es muy poco perfecta. Este es el rasgo común que el dominio tiene con la virtud. En el mero dominio de sí mismo las pasiones quedan solamente reprimidas, frenadas, pero su vehemencia y desorden intrínsecos permanecen intactos. En esto, el dominio de sí mismo se parece al vicio. La virtud, por el contrario, transforma las pasiones ordenándolas. La virtud no es otra cosa sino la pasión ordenada según la justa medida de la razón. Ahora bien, las expresiones vida racional, vivir según la razón, medida racional, etc. que se leen en las obras aristotélicas, ciceronianas, patrísticas y escolásticas, deben ser entendidas

siempre en un sentido realista. Razón no significa para estos autores otra cosa que una referencia o dirección de la mirada a lo real, un paso a la realidad. La medida de la moralidad es ipsa res-cosa misma, la realidad objetiva del ser, que de ninguna manera es vista sólo extrínsecamente, como material que debe ser plasmado por la razón, sino como un orden, lleno de sentido y de valores que deben ser tenidos en cuenta. Vivir moralmente es vivir conforme al orden real, al orden natural. La razón que guía la conducta es razón realista, substancial, atenta al lógos intrínseco de las cosas y de las situaciones y está lejos del formalismo iluminista del sistema, preocupado ante todo por su propia coherencia." (17)

La estabilidad se da, por tanto, en el crecimiento perfectivo. El crecimiento, en su real sentido, entra en la categoría del bonum arduum, del bien arduo. Lo arduo, en latín, es lo escarpado, lo abrupto, esto es, de difícil acceso, lo cual impone la necesidad de escalar, subir, elevarse, trepar.

Por eso, no hay estabilidad en el que renuncia a la trascendencia. Sólo Dios es el descanso del alma. El hombre naturalista, horizontalista es un:

"hombre hecho sobre los escombros de la visión trascendente, el hombre inmanente, que se encierra en el reducto de su propia naturaleza, frustrando así su innato impulso hacia lo alto. De este modo, el naturalismo se revela como la antítesis del cristianismo. El misterio central del cristianismo es la encarnación del Verbo. Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios. El fin del cristianismo no es sino la elevación del hombre al orden sobrenatural. Decía el cardenal Pie que si se quiere buscar la primera y la última palabra del error contemporáneo, se advertirá con evidencia que lo que se llama espíritu moderno no es sino la reivindicación del derecho de vivir en la pura esfera del orden natural. Cerrándose al misterio de la encarnación del Verbo, al misterio del descenso que se hace ascenso, oponiéndose a la adopción divina del hombre, el naturalismo busca herir al cristianismo no sólo en su fuente, sino en todas sus derivaciones, rechazando la penetración de lo sobrenatural en el orden natural." (18).

El camino de la estabilidad consiste en someter la propia voluntad a la de Dios; lo contrario, el camino de la inestabilidad consiste en no hacer la voluntad de Dios. Para S. Bernardo sujetarse a la propia voluntad es un yugo pesado:

"¡Qué yugo tan pesado e insoportable el de todos los hijos de Adán, que aplasta y encorva nuestra cerviz y pone nuestra vida al borde del infierno! (19). Este yugo es a la vez descripto como un "cuerpo de muerte que abruma y aplasta" (20), verdadero peso intolerable que debe soportar como justa retribución todo aquel que desecha el yugo suave del Señor (la caridad) prefiriendo su propia voluntad pervertida, "porque es propio de la ley santa y eterna de Dios que quien no quiere guiarse por el amor, se obedezca a sí mismo con dolor. Y quien desecha el yugo suave y la carga ligera de la caridad, se ve forzado a aguantar el peso intolerable de la propia voluntad." (21)

El camino es entrar en el CAMINO, que es Cristo. La estabilidad implica superarse a sí mismo en el Señor; pero para esto deben darse algunos pasos: Para darse hay que poseerse y para poseerse hay que unificarse en el interior.

 

- Unidad Interior

La verdadera unidad no es yuxtaposición, ni mezcla, ni masificación del ser, sino armonía de las partes en el todo. Todo nuestro ser debe converger al fondo del alma, al centro interior. La unidad del alma es como un concierto musical dirigido por el Divino Huesped.

"La unidad interior del ser humano se logra mediante el ordenamiento interior y personal del hombre; ordenamiento que, por viviente, por humano y por cristiano, tiende en el hombre a una viva unidad orgánica.

Nuestro mundo interior -el ámbito en que se mueve el yo del hombre- debe batallar constantemente. Sobre el yo del hombre se cruzan y entrecruzan la inteligencia, la voluntad, el instinto, las pasiones, los inevitables condicionamientos del ambiente exterior. Pero, sobre todo, se vuelca despiadadamente sobre el yo del hombre todo lo que está comprendido en la palabra pecado.

El pecado es despótico. Categóricamente lo afirma el Señor cuando dice que "quien peca se hace siervo del pecado".

Y por encima de todo, más allá de la realidad del pecado, e instrumentado a todo el hombre, se nos da una realidad, infinitamente superior: el orden de la gracia, el don y las exigencias de la vida sobrenatural, el mundo de las relaciones divino-humanas a través de Jesucristo.

Lamentablemente el hombre de hoy, hijo de esta civilización moderna, es un hombre oprimido, alienado. Es un cautivo que, en muchos casos, suspira por su liberación, pero en muchos otros, resignado e inconsciente, se deja oprimir aún más por esta servidumbre.

La unidad interior se logra, en frase de San Juan de la Cruz "estando ya la casa sosegada", es decir, ordenadas las potencias, purificados mente y corazón, libre el espíritu en busca de Dios y de la unión con El.

La teología de la finalidad, el orden de los fines rectamente jerarquizados, conduce al gran bien de la unidad interior." (22)

- Posesión de sí mismo

No basta unificarse hay que poseerse, es decir, ejercitar un señoría sobre sí mismo; un señorío que implica sometimiento al Señor de todo.

"La unidad interior, a su vez, conduce a la posesión de sí mismo. Realidad profunda, experimentada, pero no fácilmente explicable. En absoluto, sólo Dios se posee a Sí mismo. El hombre, creado a imagen de Dios y elevado a la condición divina, experimenta la necesidad de poseerse; necesidad que muchas veces tiene características de drama.

La conciencia no calla. Y cuando la conciencia se ausculta íntimamente a sí misma, descubre el corazón del hombre despedazado, disperso, contradictorio. San Agustín nos ha dejado en sus Confesiones el valiosísimo testimonio de sus dramas interiores, cuando, prófugo de Dios, se entregó al desorden y huyó despiadadamente de sí mismo.

Normalmente, la posesión de sí adviene después de largas y dolorosas luchas interiores -luchas para rescatarse a sí mismo- con las implicancias propias de la purificación sobrenatural.

Poseerse presupone que la persona humana tiene en sí misma no sólo el control de su propio mundo, sino también de esos reflejos que del subsconsciente pasan a la conciencia. Presupone sobre todo el orden racional, el orden esencial, por el cual el cuerpo está sometido al alma y el alma a Dios. No como elementos que se oponen sino como riquezas que se suman, no separados, sino substancialmente unidos.

Un mismo hombre al mismo tiempo debe vivir plenamente su vida natural y su vida sobrenatural.

Poseerse es descubrir y penetrar la propia realidad a la luz de la Fe. Es experimentarse como hombre, como hijo de Dios y como hermano de los hombres. Es sentirse realizador de la Verdad en su propia vida, y vaso comunicante del Amor y su corriente dinamizadora.

Poseerse a sí mismo significa que la riqueza personal dada por Dios en ambos planos -talentos, dones y gracias- no puede quedar congelada en el interior del hombre.

No se posee a sí mismo quien guarda bajo tierra los dones de Dios. No se posee a sí mismo quien guarda intactos estos dones, como quien guarda cristalizada una flor, mientras toda ella clama por su plenitud que es el fruto y el germen de una nueva vida" (23).

- Donación de sí mismo

Y el punto final, el fruto maduro del crecimiento interior es la donación de sí mismo, del alma que se hace oblación en Aquél que es OBLACIÓN. Un ejemplo de oblación en el cirio.

"Pero el cirio, en esta ceremonia, expresa, como decíamos, otra cosa: la oblación del oferente a Cristo y a su Iglesia. Quiere ser un tributo de sumisión. Y entonces el cirio, símbolo de un ofrecimiento de la propia vida, integra el símbolo de la luz: lo integra con el de un testimonio, con el de un programa de vida, con el de una elección que decide la orientación y el empleo de la propia existencia. Este don quiere decir: Sí, reconozco sobre mí el dominio absoluto de Dios, la posesión de Cristo, la autoridad de la Iglesia.

Es un acto de humildad, de fidelidad, de obediencia, que toma figura en el ofrecimiento del cirio. Si quisiéramos profundizar este análisis, quizás nos hallaríamos desconcertados por el temor de realizar un gesto falso e insincero, por ser contrario a la conciencia de la propia autonomía, de la propia libertad adulta, de la propia dignidad personal, que hoy domina en la sicología moderna". (24)

La verdadera estabilidad, en síntesis, surge de un corazón que ama a Dios, en la entrega total de sí. La estabilidad conlleva y conduce a la plena felicidad, propia del hombre serio del hombre centrado en su corazón.

"Por una de esas extrañas asociaciones que nadie consigue entender jamás, un gran número de personas ha llegado a creer que la frivolidad tiene algo que ver con el placer. En realidad, nadie puede divertirse realmente si no es serio. Hasta aquellos que por lo común consideramos pertenecientes a la clase social que llamamos "mariposa", en realidad sienten más placer en los momentos de crisis que en potencia son trágicos. El hombre sólo puede disfrutar de las cosas fundamentales. Para poder disfrutar aunque sea de un pas de quatre en un baile de abono un hombre debe sentir en ese momento que las estrellas bailan con la misma melodía. En las viejas religiones la gente creía de verdad que las estrellas bailaban con la melodía de sus templos; y que bailaron como nadie lo ha hecho desde entonces. Pero el placer completo, el placer sin vacilaciones, sin contratiempos, sin arriere pensée, sólo lo disfruta el hombre serio. El vino, dicen las Escrituras, alegra el corazón del hombre, pero sólo del hombre que tiene corazón. Y también eso que llamamos buen ánimo es posible en las personas animosas." (25).

El hombre estable es el reposado, el que se asienta en lo esencial, el que está centrado en el Ser Supremo. El hombre estable sabe conciliar el reposo con la actividad, la contemplación y la acción. Escuchemos a Romano Guardini graficar la profunda dimensión del ser interior.

"El hombre es activo; marcha adelante, lucha, conquista, trabaja, forma. Se hace señor de las cosas, arquitecto, regente, legislador del mundo. Pero también forma parte de la vida de ese mismo hombre la capacidad de reposar. Y el auténtico reposo no significa sólo algo negativo; concretamente, que uno no haga nada, sino más bien el polo complementario del hacer tal como el silencio es el polo complementario de la palabra. El reposo es otra índole de vida, vibrante en sí misma, tan intensa como la acción, sólo que de diversa especie. Y de este reposo es de donde el acto recibe su frescura, su seguridad, su novedad y creatividad...

Pero tampoco hay duda de que el reposo desaparece cada vez más. Tomen un símbolo de lo que quiero decir: El arte antiguo conocía la imagen del hombre sentado, en concentración; pensemos en las estatuas egipcias o románicas. ¡Qué reposo en ellas! Y ciertamente, no porque los artistas no hubieran sido capaces de indicar la acción, sino porque querían mostrar otra cosa diferente; la tranquila presencia del hombre; del hombre entero, de su cuerpo como de su espíritu. Comparen con esas imágenes las del Renacimiento: las figuras representadas a menudo ya no son capaces de estar realmente sentadas -para no hablar en absoluto de un auténtico trono-, sino que solamente se han quedado quietas un momento entre una acción y otra, pero en seguida volverán a levantarse y emprender nuevas actividades (26).

 

X. Conclusión

Hemos recorrido, en este tema, la estabilidad del lugar, del alma, y, en Dios (término final de la verdadera estabilidad). Las cosas, el interior y Dios, es la escala preferida de los que quieren encaminarse por el Camino bajo el cayado del Buen Pastor.

El LUGAR tiene su importancia. Para los esposos el hogar es la pequeña Iglesia doméstica, la catedral de amor, el ámbito donde se deben santificar. Es el Santuario de la Vida que debe reflejar la fecundidad de Dios. Para el Sacerdote, el templo, lugar donde debe distribuir los grandes tesoros del Cielo. El Sacerdote confidente del corazón de Cristo, debe ser canal que lleve a Dios, ejemplo que conduzca al Sacerdote Eterno.

Para los monjes, el Monasterio les sirve como palestra del espíritu, gimnasio para vencer las tentaciones. Y en el Monasterio se debe mantener la estabilidad en la Celda, ya que "del mismo modo que muere el pez que por algún tiempo es puesto sobre la tierra seca, así los monjes quedan destruidos si holgazanean entre vosotros y pasan demasiado tiempo con vosotros. Por eso, debemos volver al monte, como el pez al mar" (27). Así también el lugar, el Monasterio, tiene un seguro que protege: la clausura. El Papa Juan Pablo II nos dice:

"A la luz de esta vocación y misión eclesial, la clausura responde a la exigencia, sentida como prioritaria, de estar con el Señor. Al elegir un espacio circunscrito como lugar de vida, las claustrales   

participan en el anonadamiento de Cristo mediante una pobreza radical que se manifiesta en la renuncia no sólo de las cosas, sino también del "espacio", de los contactos externos, de tantos bienes de la creación. Este modo singular de ofrecer el "cuerpo" las introduce de manera más sensible en el misterio eucarístico. Se ofrecen con Jesús por la salvación del mundo. Su ofrecimiento, además del aspecto de sacrificio y de expiación, adquiere la dimensión de la acción de gracias al Padre, participando de la acción de gracias del Hijo predilecto.

Radicada en esta orientación espiritual, la clausura no es sólo un medio ascético de inmenso valor, sino también un modo de vivir la Pascua de Cristo. De experiencia de "muerte", se convierte en sobreabundancia de vida, constituyéndose como anuncio gozoso y anticipación profética de la posibilidad, ofrecida a cada persona y a la humanidad entera, de vivir únicamente para Dios, en Cristo Jesús (cf. Rom 6, 11). La clausura evoca por tanto aquella celda del corazón en la que cada uno está llamado a vivir la unión con el Señor. Acogida como don y elegida como libre respuesta de amor, la clausura es el lugar de la comunión espiritual con Dios y con los hermanos y hermanas." (28).

Por tanto, la clausura, más que limitar indica pertenencia a Dios, y la celda, más que para escaparse o aislarse es para entrar en la intimidad de Dios. "La celda del monje -observa S. Colombás- es el horno de Babilonia en el que los tres jóvenes hallaron al Hijo de Dios; es la columna de nube desde la que Dios habló a Moisés" (Verba Seniorum, 7, 38).

El alma. Quedarse en el lugar por el lugar es no crecer. Hay que entrar al interior y combatir con las armas de Dios. Sin retorno a sí mismo no hay crecimiento Y ubicarse en lo propio es "querer ir al propio corazón, al núcleo más íntimo de la propia personalidad, al hombre interior, es decir, al lugar donde el alma se encuentra con Dios sólo, al lugar más íntimo en donde está Aquel que es más íntimo que nuestra propia intimidad, que es Dios. Por ello, como dice acertadamente el Prof. E. Komar: ‘Sin retorno no hay identidad. Las crisis de identidad tan características para nuestro tiempo son crisis de retorno. Lo que no retorna a sí mismo, no aporta a sí mismo, no se enriquece, no es fecundado... (por esto) hay una frase estupenda de Santo Tomás ‘Boni... delectabiliter ad cor proprium redentunt, los buenos vuelven con alegría a su propio corazón’ (II. II. 25.7). Es necesario ser bueno, es decir, recto, para no tener miedo de volver a su propio centro de iniciativas, a su espejo, su fundamento, su juez, que en el lenguaje bibliocristiano recibe el nombre de corazón’. Ir al propio corazón es estar en el propio centro, en el fondo del alma -como dicen los místicos- es no evadirse como los que se masifican, no es tampoco escapismo, ni fuga de sí -como los mediocres y cobardes-, sino que es un gran acto de valentía consigo mismo" (29).

Ir al centro del alma, buscar la estabilidad, es aquietar el interior mediante la purificación activa y pasiva de los sentidos y del espíritu. La estabilidad es obra de cada día, es un fruto maduro a conquistar, un Señorío de sí mismo. Estar tranquilo no es pereza, sino "presencia densa" del que domina las cosas, sabiéndose dominado antes por Dios.

"En una pequeña ciudad silenciosa en un grisáceo día lluvioso, contemplo a una paralítica que medita, en su reclusión junto a la ventana. ¿Quién es? ¿Qué han hecho por ella?. Juzgaré yo la dimensión de la pequeña ciudad por la densidad de esta presencia.

¿Qué valemos una vez inmóviles?

En el dominico que reza hay una ‘presencia densa’; este hombre nunca es más hombre que cuando está ahí postrado e inmóvil.

En Pasteur que retiene el aliento sobre el microscopio, hay una presencia densa. Pasteur nunca es más hombre que cuando observa, Entonces progresa. Entonces se apresura. Entonces avanza con pasos de gigante.. aunque inmóvil.

Así, el, pintor Cezanne, inmóvil y mudo frente a su boceto, es de una presencia inestimable: no es nunca más hombre que cuando calla, prueba y juzga. Entonces su lienzo llega a ser más vasto que el mar" (30).

 

Dios

La estatura de cada hombre se mide según que orienta su mirada, sus pensamientos, su corazón hacia Dios. En la liturgia cristiana, un gesto religioso es estar de pie. De pie está el sacerdote junto al altar, los fieles que participan en la Misa; de pie es para no arrastrarse por las cosas.

Pero, aún cuando el hombre debe estar de pie por encima de las cosas, sin embargo la grandeza de cada hombre se da cuando se somete a Dios. Someterse a Dios, doblar las rodillas del cuerpo, antes que nada las del corazón. La actitud delante de Dios, la ley fundamental del creyente, es la genuflexión, la cual tiene mucho de sagrado e inviolable. O el hombre se arrodilla delante de Dios, o termina quemando incienso a los ídolos. El Centro, en síntesis, de la estabilidad de todas las almas es Dios.

"¡Mi centro es Jesús!

Con qué facilidad juzga el mundo y con cuánta facilidad también se equivoca!"

"Para mi familia es la cosa más natural que yo esté en la Trapa".

"Mis hermanos, llevados del cariño, desean mi felicidad, han visto, mientras he estado en el mundo, mis deseos de vivir y morir trapense...; ahora que ya vivo en el Monasterio dicen..., que Dios te ayude, por fin vives en tu centro, ojalá no tengas que volver a salir..., eres feliz en el convento, el mundo no es para ti".

"Estas y otras razones se hace mi familia".

"Es natural..., ignoran mi vocación".

"¡Si mi familia supiera que mi centro no es la Trapa, ni el mundo, ni ninguna criatura, sino que es Dios, y Dios crucificado!...!

"Mi vocación es sufrir, sufrir en silencio por el mundo entero, inmolarme junto a Jesús por los pecados de mis hermanos" (Carta del Beato Rafael Arnaiz, 7-3-1938).

 

Pidamos a la Virgen crecer como Ella lo hizo teniendo como Guía fundamental a Dios: "Mi alma canta la Grandeza del Señor y mi Espíritu se regocija en Dios mi Salvador". (S. Lc. I, 46-47).

oooooooo

NOTAS

(1) P. FR. G. VIEYRA, A., O.P., Ensayos sobre Pedagogía, según la mente de Santo Tomás de Aquino, Desclée de Brouwers, Bs. As., 1949, p. 39.

(2) CAPONNETTO, Antonio, Los Arquetipos y la Historia, Scholastica, Bs.As., 1991. . Vemos en este sentido algo muy peligroso y erróneo cuando Hegel contrapone lo exterior y lo interior, o mejor aún, disuelve lo interior en lo exterior, en el puro devenir. El dice: "Lo que algo es, lo es, por tanto, totalmente en su exterioridad. Y dado que de este modo su contenido y su forma son en absoluto idénticas, él no consiste, en sí, y por sí, en nada más que en un extrinsecarse" (La Lógica, p. 465).

(3) P. SAENZ, A., SJ, La contaminación de la religión por la secularización, en la revista, La Contaminación Ambiental, OIKOS, Bs. As., 1979, p. 322.

(4) P. CASTELLANI, L., Reflexiones Políticas, Sígueme, Bs. As., 1977, p. 56.

(5) P. GARCIA VIEYRA, A., OP, Ensayos sobre Pedagogía, según la mente de Santo Tomás de Aquino, Desclée de Brouwe, Bs.As., 1949, pp. 41-2.

(6) Ibíd., p. 43.

(7) THIBON, Gustave, El Equilibrio y la Armonía, Rialp, Madrid, 1981, p. 225.

(8) Ibíd., p. 226.

(9) Ibíd., p. 226.

(10) P. Fr. GARCÍA VIEYRA, A., O.P., El error del progresismo, Bs. As., 1964, p 5.

(11) Papa Juan Pablo II, Veritatis Splendor, nº 54.

(12) Papa Juan Pablo II, Veritatis Splendor, n. 58.

(13) HELLO, Ernesto, El hombre, Difusión, Bs. As., 1946, pp. 64-9.

(14) San Agustín, Sermón 169, n. 18.

(15) S. AGUSTIN, Sermón, 170, n. 3; cfr. De spiritu et littera, n. 64.

(16) KOMAR, Emilio, Orden y Misterio, Fraternitas-Emecé, Rosario, 1996, pp.136- 137.

(17) KOMAR, Emilio, ibíd., pp. 40-41.

(18) P. SAENZ, Alfredo, El Nuevo Orden Mundial, en el pensamiento de Fukuyama, Cruzamante, Bs.As., 1993, pp. 70-1.

(19) S. BERNARDO, Tratado sobre el Amor de Dios, 36.

(20) ibíd.

(21) ibíd.

(22) Mons. TORTOLO, Adolfo S., La Sed de Dios, escritos espirituales, Claretiana, Bs.As., 1977, p. 22.

(23) Mons. TORTOLO, Adolfo S., ibíd., p. 23.

(24) P. Pablo VI, 2-2-1972.

(25) CHESTERTON, El hombre común, Heoica, Bs.As., 1958.

(26) GUARDINI, Romano, Preocupación por el Hombre, Cristiandad, Madrid, 1965, pp. 67-8.

(27) San Antonio Abad, apotegma 10.

(28) Juan Pablo II, Vita Consecrata, n. 59.

(29) KOMAR, Emilio, Apuntes Filosóficos, Universitas, Año 7, n. 28. Enero-Marzo, 1973.

(30) Citado por SOLORZANO, J.A., Porqué la luz no dobla las esquinas, S. Esteban, Salamanca, 1991, p. 90.