LAS VIRTUDES SOBRENATURALES DEL EXEGETA CATÓLICO
EN SAN AGUSTÍN DE HIPONA
Carlos Daniel Lasa
CONICET
El primer principio hermenéutico establecido por Agustín es el de creer primero para entender después. Dice en Contra Faustum: "Pero vosotros estas cosas no las entendéis, porque como dijo el profeta: ‘si no creyéreis, no entenderéis’ (Is. 7, 9). No sabéis nada del reino de los cielos, o sea de la Iglesia de Cristo, la verdadera y católica" (1). Quizás convenga señalar que, para el santo de Hipona, la fe no sólo precede a la razón en lo que respecta a la interpretación de la Sagrada Escritura sino que es el método adoptado en toda búsqueda de la verdad. Según Etienne Gilson ha sido la experiencia personal de Agustín en torno a la desesperanza de no poder hallar la verdad la situación que lo condujo a la firme convicción de que primero era necesario aceptar la revelación por la fe a fin de hallar la verdad (2). Su estado espiritual fue tan delicado que el mismo Agustín refiere que su madre lo halló, en una determinada etapa de su vida, en un grave peligro cual fue el de estar sumergido en un estado de escepticismo en lo que respecta a la posibilidad de acceder a la verdad (3). Esta primacía de la fe respecto de la razón en lo que hace a la búsqueda de la verdad no quita que exista una preparación por parte de la razón en lo concerniente al acceso a la fe. En efecto, la aceptación de la fe por parte de la razón es un acto racional por cuanto la razón percibe que la fe acrecienta su propia luz y la hace más plena. Nada es, pues, más razonable que la aceptación de la fe. Refiere Gilson: "Ciertamente, el asentimiento de la verdades de la fe debe ir precedido por algún trabajo de la razón; aunque aquellas no sean demostrables sí se puede demostrar que es legítimo creerlas, y la razón es la encargada de ello. Hay, pues, una intervención de la razón que precede a la fe, pero hay una segunda intervención que la sigue" (4). La razón, entonces, acepta la fe para comprender. Ahora bien, luego que la razón ha aceptado como punto de partida lo que la fe le dice, es preciso que ella sea la que indague acerca de lo que es la fe. La razón se ocupará, así, de penetrar en el contenido inteligible de la fe. Si bien es cierto que creer supone someter la propia razón a una autoridad que es la de Dios ello no quita la intervención y el ejercicio de la inteligencia. Y si bien Dios dice en la Escritura que si no creemos no entenderemos, ello no es óbice para invitar a la inteligencia a prolongar la fe mediante la penetración de su contenido inteligible. Conviene tener presente que el fin del hombre no es el de creer en Dios sino el de conocerlo, y el que cree es porque todavía no ha encontrado aquello que busca en plenitud. La fe es la que busca y la inteligencia la que encuentra. Para Gilson, toda la especulación agustiniana se sitúa sobre la vía que va desde la fe hasta la contemplación beatífica, al modo de una transición entre nuestro creer razonado en el testimonio de la Escritura y la visión cara a cara de Dios en la eternidad (5). Expresa Gilson: "Toda vez que Agustín habla de inteligencia, piensa siempre en el resultado de una actividad racional a la cual la fe le abre el acceso; en definitiva, se trata de esa unidad indivisible que llamamos ‘inteligencia de la fe’ " (6). El hombre como imago Dei es, entonces, una mens que ejerce una actividad racional (ratio), en orden a la posesión intelectual de la verdad (intellectus). Para Agustín, mens es la parte superior del alma racional, la que adhiere a los inteligibles y a Dios (7). La mens contiene tanto a la razón como a la inteligencia (8). La razón es el movimiento por el cual la mens pasa de un conocimiento a otro, asociándolos o disociándolos (9). Y el intelecto es una facultad del alma que pertenece más específicamente a la mens y que es iluminada directamente por la luz divina; es una visión interior (10) mediante la cual el pensamiento percibe la verdad que la luz divina le descubre. El intelecto es el principio del entender, el verdadero ojo del alma (11). En síntesis, el intelecto es la visión; la ratio es el acto de ver (12).
Para Agustín, el verdadero trabajo exegético exige que la fe crea en la Sagrada Escritura y en la Iglesia -es la Iglesia quien asegura que la Sagrada Escritura tiene a Dios como autor-. Si bien la fe es la condición sin la cual no es posible la vida cristiana -ya que por ella el cristiano tiene acceso al misterio- no es, sin embargo, la esencia de la misma. Es por la caridad que nos unimos a Dios y a aquellos seres capaces de entrar en comunión con Él. Y he aquí que la esencia misma y el fin de la Sagrada Escritura es el amor a Dios y al prójimo (13). De allí que no pueda existir ninguna exégesis al respecto que no tenga por objeto el de descubrir y exponer esta verdad. Es ésta la esencia de la exégesis cristiana. Para Agustín no sólo es necesario creerle a Dios sino también creer en Dios, esto es, hacer su voluntad. Creer en Dios significa amar a Dios. La fe, así, opera a través de la caridad (14). Podemos decir que la fe tiene el dominio en el campo de la comprensión (si no creéis no comprenderéis), mientras que la caridad lo tiene en el orden del uso (15), y estando conectados uso y comprensión, un recto uso es el criterio en base al cual se puede juzgar la certeza de lo que se ha entendido. Una exégesis que no ayude a edificar el amor a Dios y al prójimo, es una falsa exégesis. Dice Agustín: "El que juzga haber entendido las divinas Escrituras o alguna parte de ellas, y con esta inteligencia no edifica este doble amor de Dios y del prójimo, aún no las entendió" (16). La norma suprema de actuación del cristiano está constituida por la fe que opera a través de la caridad. Es esta última la que produce un estado del alma que Agustín denomina buena conciencia. Esta rectitud interior nos da la tranquila seguridad de que llegaremos a poseer lo que ahora conocemos por la fe y amamos de manera todavía imperfecta (esperanza). Refiere Agustín: "Todo el que conozca que el fin de la ley es la caridad que procede de un corazón puro, de una conciencia buena y de una fe no fingida, refiriendo todo el conocimiento de la divina Escritura a estas cosas, dedíquese con confianza a exponer los libros divinos. Al nombrar el Apóstol la caridad añadió de un corazón puro, para dar a entender que no se ame otra cosa, sino lo que se debe amar. A esto juntó la conciencia buena, entendiendo la esperanza, pues el que siente el remordimiento de una mala conciencia desespera de llegar a conseguir lo que cree y ama. Por fin, exige una fe no fingida, porque si nuestra fe es sincera no amaremos lo que no debe amarse y, por tanto, esperaremos con rectitud que de ningún modo se engañe nuestra esperanza" (17). Añade Agustín: "Por la fe caminamos a Dios, no por la visión de la verdad. Se tambaleará la fe si comienza a vacilar la autoridad de la divina Escritura, y si se tambalea la fe, la caridad languidece. Todo el que se aparta de la fe se aleja de la caridad; porque no puede amar lo que no cree que existe. Pero si cree y ama obrando bien y sometiéndose a los preceptos de las buenas costumbres llega a tener esperanza de conseguir lo que ama. Tres cosas, la fe, la esperanza y la caridad, son las que encierra toda ciencia y profecía" (18).
La fe, la esperanza y la caridad señalan el camino de la vida cristiana y sobre ellas se ha de asentar la labor de todo teólogo y exégeta. El desarrollo intelectual de la comprensión de la Biblia es correlativo al desarrollo espiritual de cristiano. El mejor exégeta será aquél que acompañe a su labor propia el progreso en la santidad personal.
El desarrollo de la vida cristiana exige la práctica de las virtudes cristianas a las cuales Agustín relaciona con el ejercicio de los dones del Espíritu Santo. Llegar a la sabiduría exige pasar por distintos grados. Ellos son:
a) temor: nos conduce a conocer la voluntad de Dios y saber qué debemos apetecer y qué debemos rehuir. Dice Agustín: "Es necesario que este temor infunda en el alma el pensamiento de nuestra mortalidad y el de la futura muerte, y que, como habiendo clavado las carnes, incruste en el madero de la cruz todos los movimientos de soberbia" (19).
b) piedad: se relaciona con la mansedumbre a fin de "no contradecir a la divina Escritura, cuando entendiéndola creemos que nosotros podemos saber más y mandar mejor que ella. Antes bien debemos pensar que es mucho mejor y más cierto lo que allí está escrito, aunque aparezca oculto, que cuanto podamos saber por nosotros mismos" (20).
c) ciencia: es en este don en el cual debe ejercitarse todo estudioso de las divinas Escrituras, encontrando en ellas el precepto de amar a Dios por Dios mismo y al prójimo por Dios. La ciencia es el examen intelectual a la luz de la fe de los datos revelados y la profundización en la inteligencia de los mismos; a su vez la ciencia buscará defender el cristianismo en contra de las herejías. Pero San Agustín nos advertirá: "El que se dedica al estudio de las divinas Escrituras, una vez que se encuentre instruido de este modo, al comenzar a escudriñarlas no deje de pensar en aquella máxima apostólica: ‘la ciencia hincha, la caridad edifica’, porque sentirá que a pesar de haber salido de Egipto, si no celebra la Pascua no podrá salvarse. Nuestra Pascua es Cristo inmolado... En este signo de la Cruz se encierra toda la vida cristiana, como es el obrar bien en Jesucristo, el estar continuamente unido a Él, el esperar los bienes del cielo, el no profanar los divinos misterios" (21). La ciencia se ordena a la sabiduría que es esencialmente contemplación, no acción; es un dirigirse hacia lo eterno, no hacia lo temporal. Juzgar de lo temporal es propio de la ciencia -razón inferior- pero aquello que posibilita todo juzgar -las reglas eternas, para Agustín- son contempladas por la razón superior que, a su vez, remiten a la fuente de las mismas: Dios uno y trino. Para Agustín, lo propio del hombre no es el poseer sensaciones, ya que también los animales las poseen, sino el juzgar las mismas. Ahora bien, sucede que dichos juicios son absolutos y ello porque los mismos dependen de la inmutabilidad de la verdad en conformidad a la cual la razón los formula. Veamos un ejemplo: nosotros formulamos un juicio acerca de una conducta calificándola de injusta. Diría Agustín: ¿cómo podría formularse este juicio sin poseerse, previamente a la formulación del mismo, la idea de justicia? He aquí, entonces, que la justicia sólo puede ser una idea inmutable participada a una razón que es mutable. Dichas ideas -reglas eternas e inmutables que se hallan en el hombre, nos aclara el mismo Agustín- no son la mismísima Verdad sino un reflejo, una imagen de la misma (22). Así, pues, en Agustín existe un intelecto -razón superior- que conoce de modo inmediato las reglas eternas, y una razón inferior que se encarga de juzgar a partir de éstas lo sensible constituyendo, de este modo, la ciencia. La razón discierne y unifica, establece relaciones. Pero esta ciencia no es el fin último del hombre sino que el mismo -el fin- es el conocimiento de las cosas eternas, propio, éste, de la sabiduría. Teniendo en cuenta esto, se entiende que para Agustín pueda existir un mal uso de la ciencia y esto sucede cuando se la persigue como fin. El deseo de conocer las cosas para detenerse en ellas y considerarlas como fin cuando en realidad son sólo medios, es una manifestación de la avaricia del espíritu que quiere todo para sí y pone la parte en el lugar del todo. Expresa Agustín: "Enamorada el alma de su poder, olvida el bien universal y se desliza hacia el interés privado; y llevada de una soberbia satánica, principio de todo pecado, en vez de seguir en el mundo de la creación a su Dios y Rector para ser óptimamente gobernada conforme a sus leyes, apeteció ser algo más que el universo, al que intentó someter a su ley; y como nada existe más amplio que el mundo, se precipitó en inquietudes, y así, aspirando a lo más, decreció; por eso la avaricia se dice raíz de todos los males" (23).
d) fortaleza: la ciencia unida al temor y a la piedad hace que el hombre no pueda jactarse de sí mismo y de este modo se vea conducido a suplicar el auxilio divino para no caer en la desesperación; de este modo comienza a estar en el cuarto grado que es la fortaleza mediante la cual el hombre posee hambre y sed de justicia. Dice Agustín: "Este afecto arranca al hombre de toda mortífera alegría de las cosas temporales, y apartándose de ellas se dirige al amor de las eternas, es decir, a la inmutable Unidad y Trinidad" (24).
e) consejo de la misericordia: estadio en el cual se purifica el alma del apetito de las cosas inferiores. Escuchemos al mismo Agustín: "Tan pronto como el hombre, en cuanto le es posible, llega a divisar de lejos el fulgor de esta Trinidad y reconoce que no puede soportar la flaqueza de su vista aquella luz, asciende al quinto grado, es decir, al consejo de la misericordia (consilio misericordiae), donde purifica su alma alborotada y como desasosegada por los gritos de la conciencia, de las inmundicias contraídas debidas al apetito de las cosas inferiores. Aquí se ejercita denodadamente en el amor del prójimo y se perfecciona en él, y lleno de esperanza e íntegro en sus fuerzas llega hasta el amor del enemigo..." (25).
f) intelecto (ojo del alma): aquí el hombre purifica el ojo con el cual puede ver a Dios. Refiere Agustín: "Porque, ciertamente, en tanto le ven en cuanto mueren a este siglo, y no le ven mientras viven para el mundo. Y por esto, aunque la luz divina comience a mostrarse no sólo más cierta y tolerable, sino más agradable, sin embargo, aún se dice que todavía se la ve en enigma y por espejo, porque mientras peregrinamos en esta vida más bien caminamos por la fe que por realidad, aunque nuestra conversación sea celestial. En este sexto grado, de tal forma purifica el hombre el ojo de su alma, que ni prefiere ni compara al prójimo con la verdad; luego ni a sí mismo, puesto que ni prefiere ni compara al que amó como a sí mismo. Este justo tendrá un corazón tan puro y tan sencillo que no se apartará de la verdad, ni por interés de agradar a los hombres ni por miras de evitar alguna molestia propia que se oponga a esta vida de perfección" (26).
g) Sabiduría: un cristiano que ha conquistado el sexto grado anterior "sube a la sabiduría que es el séptimo y último grado, de la cual gozará tranquilo en paz" (27).
El exégeta católico no puede desconocer el fin de la Sagrada Escritura cual es, como ya lo señaláramos, el amor a Dios y al prójimo. La regla de vida del exégeta cristiano -condición de posibilidad de una verdadera exégesis- es el gozar de la Beatitud y usar de todo el resto en vista de su cumplimiento. El fin del cristiano es alcanzar la sabiduría que consiste en dirigir su existencia hacia lo eterno y no hacia lo temporal. Por eso la oposición entre ciencia y sabiduría en estado puro es radical. Cabe preguntarse, sin embargo, si ciencia y sabiduría son términos irreconciliables en Agustín. En primer lugar debemos señalar que la sabiduría, para alcanzar su fin propio, necesita de la ciencia. El conocimiento de lo eterno debe regir el orden de lo temporal pero para regirlo es preciso conocerlo. A propósito de esto señala Agustín: "Tiene la ciencia su justo medio si lo que en ella envanece o suele envanecer es vencido por el amor de lo eterno, que no envanece, sino que, como ya sabemos, edifica. Sin ciencia, ni adquirir podríamos estas mismas virtudes, que nos hacen vivir una vida sin tacha y por las que se gobierna esta mísera vida, de manera que logremos alcanzar la eterna, vida verdaderamente feliz" (28). Es más, la ciencia es un medio para conseguir la sabiduría. Ahora bien, si llegásemos a lo inteligible, a lo eterno, sería difícil mantenerse en este plano ya que pueden existir caídas. En este caso, es preciso que la atención y la reflexión nos recuerden las vías seguidas por el pensamiento para alcanzar lo inteligible y, de este modo, a través de dichos medios que pertenecen al ámbito de la ciencia, nos hagamos aptos para reencontrarlo (29). La ciencia recoge las experiencias fugaces de la sabiduría y, conservándolas en su recuerdo, hace que el alma pueda nuevamente remontarse a lo inteligible. Consecuentemente puede colegirse que sacrificar la ciencia significaría mutilar la misma sabiduría. La ciencia y la sabiduría deben imbricarse en una armoniosa unidad. La distinción no significa oposición; antes bien, se trata de cooperación y ordenación de la una a la otra, y siempre respetando la jerarquía. Dice Agustín: "Sin embargo, la acción que nos lleva a usar rectamente de las cosas temporales difiere de la contemplación de las realidades eternas: éstas se atribuyen a la sabiduría, aquélla a la ciencia" (30). La sabiduría es la mismísima beatitud. De allí que la beatitud sea, en San Agustín, inseparable del conocimiento. Es más, puede decirse que ella es conocimiento como se lee en Jn. 17, 3. Pero, al mismo tiempo, es verdadero afirmar que dicho conocimiento no podría alcanzar jamás su fin si fuese sólo conocimiento. De este modo, el primer principio joánico que hace suyo el Santo de Hipona se completa con este otro de Mateo 22, 37: "Él le dijo: Amarás al Señor tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente". El fin último al que nos conduce la sabiduría es, en definitiva, un conocimiento que prepara y permite el gozo, la fruición de Dios.
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NOTAS
(1) Contra Faustum, 4,2.
(2) Cf. Etienne Gilson, Introduction à l’étude de Saint Augustin, Paris, J. Vrin, 1069. Trad. al italiano a cargo de Vincenzo Ventisette, con el título de Introduzione allo studio di Sant’Agostino, Genova, Marietti, 1989, I Ristampa, p.41.
(3) Cf. San Agustín, Las Confesiones, VI,1.
(4) Etienne Gilson, op. cit., p. 119.
(5) Ibidem, p. 49.
(6) Ibidem, pp. 52-53.
(7) De Trin., 15, 7, 11.
(8) De civ. Dei., XI, 2.
(9) De ordine, II, 11, 30.
(10) Enarr. In Ps., 32, 22.
(11) De ordine, 2, 2, 5 y 9, 26
(12) Solil., 1, 6, 13.
(13) Cf. San Agustín, De doctrina christiana, I, 35, 39.
(14) Gál., 5, 6.
(15) Agustín define al término «usar» en estos términos: «es emplear lo que está en uso para conseguir lo que se ama, si es que debe ser amado». El vocablo usar tiene su correlato en el vocablo gozar del cual dice Agustín que «es adherirse a una cosa por el amor de ella misma» (De doctrina christiana, I, 4,4).
(16) San Agustín op. cit., I, 36, 40.
(17) Ibidem, I, 40,44.
(18) Ibidem, I, 37, 41.
(19) Ibidem, II, 7, 9.
(20) Ibidem, II, 7, 9.
(21) Ibidem, II, 41,62.
(22) Cf. De Trin., 14, 15, 21.
(23) San Agustín, De Trinitate, XII, 10,14.
(24) San Agustín, De doctrina christiana, II, 7, 10.
(25) Ibidem, II, 7,11.
(26) Ibidem, II, 7, 11.
(27) Ibidem, II, 7, 11.
(28) San Agustín, De Trinitate, XII, 14, 21.
(29) Cf. Ibidem, XII, 14, 23.
(30) Ibidem, XII, 14, 22.