SOLEDADES DE LA VIDA Y RETIRO PENITENTE
POR AMOR A LA VIRTUD Y MENOSPRECIO DEL MUNDO.
ÍNDICE
PRESENTACION: La vida heremítica.
Francisco Javier de la Rosa, el ermitaño.
Introducción
Los Profetas
S. Juan Bautista
La vida de Nuestro Salvador
S. Pablo Primer Ermitaño
Sta. María Magdalena
S. Onofre y Pafnucio
S. Antonio abad
S. Juan Clímaco y Moisés
S. Gerónimo
Tais la Penitente
Pelagia
S. Vitores, Mártir
S. Pacomio ermitaño y Palemón
S. Eudaldo ermitaño, mártir y San Pancracio ermitaño
S. Sabas abad
S. Abraham, Confesor
Sta. Teodora
Zósimas y Sta. Egipcíaca
S. Benito ermitaño
S. Saturio Confesor y S. Prudencio Obispo
S. Martiniano Confesor y Fotina, virgen
S. Gil, abad y Veredemio, ermitaño
S. Emiliano, abad
S. Amato, monje
Santiago ermitaño
Sta. Aldegunda, virgen
Juan Guarino
S. Ayberto, confesor
Sta. Rosalía, virgen
S. Fruto ermitaño y S. Gilelmo penitente.
LA VIDA HEREMÍTICA
“Haced rectos en el desierto
los caminos de nuestro Dios”
(Isaías 40,3 ).
“Me alejaré huyendo,
y permaneceré en la soledad”
(Salmo 54,8).
Queremos entregar al lector esta obra de Javier de la Rosa, ermitaño de la Tercera Orden Franciscana, como un aporte a la Nueva evangelización, en el V centenario de la conquista y Evangelización de América.
Javier de la Rosa, fundador en Santa Fe del Santuario de Ntra. Sra. de Guadalupe, patrona de América latina y de Santa Fe, se ubica en el origen religioso y espiritual de la sociedad americana. Si bien él vive en el siglo XVIII, su vida cristiana y su libro, pertenecen a todo tiempo y lugar, pues se ubican dentro de lo católico, que es sinónimo de “universal”, y sobre todo en el “origen”, que no es de ningún modo temporal: el “Dios eterno, vivo, y verdadero”.
Su vida eremítica se entiende como una búsqueda de Dios, en la soledad y el silencio y en un crecer de la caridad, que sabe acordarse de sus hermanos necesitados; por eso escribió este libro, para que lo leamos, lo meditemos y lo vivamos.
Ermitaño o eremita, es aquél que tiene el desierto como morada, a los ángeles como compañía y a Dios como norte; a su soledad la matiza con la cercanía de otros ermitaños, y con la visita de los que encuentran en él la Palabra adecuada para su vida.
El ermitaño no se mueve por motivos culturales o psicológicos: su motor es la fe y el conocimiento de las Escrituras, entregarse de lleno a la vida de oración, dando la primacía a la contemplación sobre la acción; une la acción al trabajo, la penitencia a la unión con Dios. El eremita estuvo en el origen de la vida religiosa católica, y aún hoy tiene mucho que enseñarnos.
Quizás no seamos nosotros mismos ermitaños, y vivamos en medio de una sociedad, en comunidad, en distintas actividades que nos ponen cotidianamente en trato con nuestros hermanos. Pues también es para nosotros el desierto; “Si no lo es el desierto físico, dispongámonos a hacer dentro de nosotros un desierto espiritual, recogiendo los sentidos y entrando dentro de nosotros mismos, porque por ahí entraremos en Dios. En el desierto vio Moisés la gloria de Dios, y en este espiritual desierto se da Dios a conocer y a gustar a sus amigos. Mas entrando en este desierto, conviene que con el mismo Moisés subas al monte, esto es, que dejadas las bajezas de la tierra, levantes el corazón a las cosas del cielo”. ( Fr. Luis de Granada). El desierto espiritual es la ocasión para que, “entrando dentro de si mismo, por aquí entrar a Dios; es necesario recogernos de la cosas exteriores a las interiores y de las interiores a las superiores” ( idem). En medio de la ciudad hagamos un desierto, viviendo en Dios y sirviendo a Dios en los hermanos. Pero que en medio de la acción no abandonemos la dulzura de la contemplación de la Verdad, no sea que privados de esa suavidad, la actividad ahogue y mate nuestra vida en Dios. ( Cfr. La Ciudad de Dios, S. Agustín, XIX, 19).
En la edición del libro del Ermitaño, hemos conservado tal cual el lenguaje y la gramática del autor, que son un poco distintos a los actuales. Pero hemos acomodado la ortografía a la moderna, para que pueda ser leído el libro. Las diferencias ortográficas se deben a que, cuando se escribió el libro, en 1775, aún no estaba totalmente fijado el idioma castellano.
P. Fr. Rafael María Rossi O.P.
FRANCISCO JAVIERDE LA ROSA EL ERMITAÑO
En balde no la he entornado,
no te canses de golpear,
que estando desocupado.
abierta la habéis de hallar...
Eran los pobres versos colocados en su puerta.
Quizás ellos den la pista más clara para descubrir los valores religiosos de este hombre, terciario franciscano, que trató de huir hacia el retiro y el silencio a mediados del siglo XVIII, en la ciudad de Santa Fe.
Repartía su tiempo, dedicado a Dios, entre la oración y el trabajo: pintor, tallista, fundidor de campanas, poeta y escritor.
Las crónicas de aquel tiempo lo muestran como realmente virtuoso; vestía el hábito del pobre de Asís y la gente al ver sus largas horas de oración y retiro lo llamaba ‘el ermitaño. Y estudiando los vestigios que nos legara: telas sobre la vida de los anacoretas (hoy en el Museo Histórico Provincial, cedidos en préstamo) y el manuscrito de 303 páginas, prolijamente trabajado, encuadernado e ilustrado por él mismo: Soledades de la vida y retiro penitente, de 1775, parece cuadrarle exactamente el calificativo.
Sobrino de don González de Setúbal, el dueño de las tierras en que a unos cuantos kilómetros de la ciudad de Santa Fe, estaba enclavado aquel viejo oratorio a la Virgen de Las Mercedes, por pedido de su tía, a la muerte del Señor de Setúbal, Javier de la Rosa se convierte en heredero espiritual de aquel rincón religioso.
Marchó presuroso con sus libros e instrumentos de trabajo y se encontró con un oratorio casi derruido que ya no admitía reparaciones. Había que pensar en algo nuevo.
Pero se encontró también con aquella lámina de la Virgen de Guadalupe, desde hacía varios años ya venerada por los santafesinos.
La decisión fue más rápida que los trámites. La señora viuda de Setúbal le concede allí mismo, el terreno para construir la capilla. Pero Javier de la Rosa resuelve dedicarla, ahora, a Nuestra Señora de GUADALUPE. El produce el cambio de titularidad.
“La capilla se empezó el año de 1779 día 4 de octubre”, dejó escrito él mismo en una de las baldosas que fabricó.
Para construir la capilla de 14 metros de largo, con muros de adobe de 1,10 metros puso todo de si. Hizo ladrillos y fundió campanas, talló el altar y pintó medallones con las apariciones de la Virgen de Guadalupe a Juan Diego, mendigó como franciscano y fue testigo de las ayudas de los devotos.
Al año siguiente apenas colocado el techo y el altar, inauguró su obra colocando el cuadro de la Virgen de Guadalupe para la veneración de los devotos.
En los años siguientes recibió donaciones desde Corrientes, Entre Ríos, Buenos Aires, Banda Oriental y Córdoba, lugares donde la advocación de Guadalupe iba despertando devotos (Cfr. Archivo General de la Nación).
En 1794, según refiere el Dr. Ramón J. Lassaga, historiador de Santa Fe, partió hacia Curuzú Cuatiá, desde donde se lo llamaba para fundir campanas.
Lamentablemente se pierden sus noticias desde entonces, al punto que ni siquiera se sabe de su muerte y por lo tanto de su tumba.
Quizás algún día pueda reposar junto a la casa de la Madre por la cual tanto hizo.