EL HOMBRE Y SUS INSTINTOS
PLANTEO DE UN PROBLEMA ANTROPOLÓGICO
P. Fr. Mario José Petit de Murat O.P.
Esta cuestión es quicio de la Psicología y no se la estudia: se la supone resuelta de manera evidente. Para los empiristas el problema no existe; para muchos aristotélico-tomistas, tampoco. Los primeros, desde la reflexología hasta el formalismo, han observado el instinto en los animales, donde se manifiesta con precisión y evidencia; luego han aplicado las conclusiones al hombre, donde el instinto animal de ninguna manera es evidente; están resueltos a que haya una continuidad homogénea entre el irracional y el ser humano y, para ello, niegan lo que haya que negar, atan lo que haya que atar, cueste lo que cueste.
Los segundos descansan en paz sobre la convicción de que la cuestión ha sido suficientemente estudiada por los empiristas. Pero esa actitud es insostenible, pues, mientras Sto. Tomás de Aquino afirma que el instinto es algo muy simple y esencial -una motio anterior a las potencias operativas- los que se colocan el título de discípulos de tal maestro, tienen que echar mano de un verdadero galimatías para conciliar a la Escuela con las hipótesis aprioristas de los empíricos. Al definirlo o enumerarlo aglomeran apetitos, pasiones y -cosa extraña en un tomista- recurren al término más indefinido que puede darse, esto es, a "las fuerzas psíquicas", produciendo un verdadero mazacote psicológico; caen, por ejemplo, en la rara debilidad de seguir la clasificación Mc Dougall, el cual llama instinto a pasiones bien definidas como lo son la fuga y la audacia, a conceptos amorfos como el de la "auto-humillación".
Abocarse con este problema es mirar de frente la cuestión más decisiva de la Psicología humana. En una palabra, al considerarla nos colocamos en el filo de la problemática de todo lo que atañe al hombre, pues es evidente que, si se llega a demostrar que la naturaleza humana carece de instintos animales, se sigue que hay o puede haber en el hombre una real unidad y armonía entre lo sensible y lo racional. Entraríamos entonces en una desacostumbrada posibilidad: la transfiguración de lo sensible, su íntima participación de la nobleza racional. Si, por el contrario, es verdad que lo animal, también en el hombre, está cerrado sobre sí por sus correspondientes instintos y la razón, es decir, el espíritu, gime en medio, contrariada por ellos, tendríamos que aceptar como verdadera la tragedia -en última instancia inexplicable- de la dualidad sustancial platónica, gnóstica, maniquea, cartesiana, protestante y, por último, materialista.
Entremos de lleno en el planteo del problema:
1. Se da de continuo una concepción dualista de la naturaleza humana, donde el espíritu y la animalidad se oponen en un interminable conflicto. Este dualismo puede ser espiritualista o materialista.
2. Se da también sin ninguna frecuencia la doctrina hilemórfica acerca de esa misma naturaleza, según la cual el ser humano es la conciliación, por cierto admirable, de lo espiritual y lo animal en una forma sustancial específica muy peculiar, que es la racionalidad.
La primera manera de pensar, abundantísima en extensión y variantes, es la común desde el Oriente hasta el Occidente; se la encuentra por todas partes: en el campo de los mitos, de las ciencias antiguas y modernas y en las mentalidades vulgares.
Podríamos decir que es la sombra que acompaña siempre al hombre; patética confesión inconsciente de los pueblos y las ciencias acerca de aquel pecado inicial que quebró al hombre y planteó el conflicto y la contradicción en sus propias entrañas.
Mas al mismo tiempo manifiesta mediana pujanza metafísica y filosófica, pues no logra traspasar el estado del hombre y alcanzar una lectura límpida y exacta de la esencia del mismo, en sí.
Si esta concepción dualista es también espiritualista, como en Platón y los platónicos, los gnósticos, los maniqueos, Descartes y los protestantes, el alma humana, en absoluto, es la racionalidad, con nexos más o menos accidentales hacia la parte animal, sustancia corpórea distinta de aquélla.
Si además de dualista es materialista encontramos, aunque parezca extraño, la misma concepción del espiritualismo exagerado, pero con los términos invertidos: lo animal constituye la única sustancia humana y la razón sería una superestructura inexplicable -o bien una sublimación también, por supuesto, inexplicable- producida por esa misma naturaleza absolutamente animal.
Dicha animalidad, capaz de una secreción tan extraña y molesta, estuvo -según la opinión de los empiristas- regulada hacia los fines, en los años de su inocencia original, por la infalibilidad de los instintos; en cambio, la aparición de la razón ha trastornado la pureza de lo animal en el hombre. Su redención posible, entonces, sería subordinar la razón a los apetitos animales, no la justificaría otro fin que el de proporcionar con su aptitud inexplicablemente creadora, lo útil a la prosecución de los fines principales del hombre, esto es, los propios de dichos apetitos animales.
Aunque parezca extraño, el origen, tanto del espiritualismo exagerado como del materialismo actual, hay que buscarlo en Descartes. La razón-superestructura y la razón-sublimación de los materialistas, al final de cuentas, no es otra cosa que un resabio romántico de la razón cartesiana, tan encumbrada que ya era, evidentemente, una superestructura inaccesible sobre el mundo de los sentidos.
Descartes, en realidad, retoma, de manera más cerrada y pobre, la concepción platónica y gnóstica, dualista: un alma, sustancia espiritual completa, contrariada y encarcelada por un cuerpo puramente animal, también completo. Este criterio se proyecta necesariamente en dos psicologías también contrapuestas, las cuales llegan a las mayores exageraciones: su espiritualismo exagerado aflora con Fichte y Hegel, en una demoníaca divinización del espíritu humano. La parte sensible, por su lado, en un comienzo abandonada, se convierte en el objeto de psicologías mecanicistas, deterministas y fisiológicas, las cuales en realidad, son la reducción a la nada de la psicología como ciencia de lo propiamente humano.
El gran error de Descartes fue pensar el espíritu como la contradicción radical de lo animal. La mentalidad moderna ha heredado esa convicción de manera que está afectada a lo largo de todo su desenvolvimiento por conceptos de racionalidad y animalidad contradictorios, que se excluyen; si se prefiere una, necesariamente habrá que despreciar o temer a la otra. En una palabra, un sombrío maniqueísmo acompaña a toda la Edad Moderna. Freud es su expresión más acabada, pues linda con la desesperación.
Una concepción así, incapacita al hombre para conocer al hombre pues se confunde un estado "de facto" con una esencia "de jure"; es decir que define al hombre por una división y una contradicción que en él es un estado, no su esencia.
La misma alma humana se ha encargado de demostrar la insuficiencia de los sistemas psicológicos mecanicistas, fisiológicos y, en general, materialistas, suscitados como derivaciones lógicas de la concepción cartesiana. La naturaleza humana es tan rica que su presencia se desborda por encima de dichos sistemas. Freud denunció que, debajo de una zona anímica mal conocida, se extiende un caudal de energías y potencias anímicas que se pudren. Lo único que se ha logrado es que el hombre se levante como un enigma irreductible frente al hombre, mientras por otra parte se conoce, es verdad, al detalle elementos dispersos, integrantes, de su compleja naturaleza. Las hipótesis se suceden a las hipótesis, mas el ser humano se evade de todas ellas. Ciertamente ha llegado el momento de decir con humildad sobre el campo y los bagajes de esos ensayos: el hombre excede al hombre.
Segunda manera. Frente a ese prolongado dualismo que, sin exageración, podemos llamar trágico. Aristóteles y el tomismo sostienen con toda su fuerza y hasta sus últimas consecuencias que el alma es la causa formal sustancial determinante del cuerpo, incluso también cuando dicho principio sustancial es racional. Al aplicar, el Estagirita, su concepción hilemórfica del mundo sensible a la naturaleza humana, el hombre queda explicado como aquella creación admirable donde lo espiritual y lo animal, sin confundirse ni perder sus estructuras formales distintas, se conjugan en una conciliación mutua, cuyas raíces están en una sola sustancia la cual, al ser racional incluye de manera eminente, no por adición, sino por riqueza entitativa de su propia unidad, las perfecciones inferiores cuales son lo vegetativo y lo animal.
La posesión de esa verdad clave constituye una de las mayores glorias del sistema, pues le permite desplegar una psicología del hombre en una plena sazón humana. Dicho de otra manera: la Psicología coincide con todo el hombre sólo cuando sus conclusiones, incluyendo las que se refieren a lo sensible y a lo vegetativo de la naturaleza humana, derivan de la racionalidad como de su premisa mayor constante.
La afirmación no es gratuita: en el concierto de los entes sensibles vemos perfecciones comunes (las perfecciones genéricas) y otras distintas, incomparables, privativas de este ser y no de otro (las perfecciones específicas). Sólo el caballo puede ser caballo y la hormiga es soberana como hormiga, pues nada en cuanto tal la puede sustituir.
La preocupación de los naturalistas es descubrir los caracteres de tal especie para clasificarla y distinguirla con respecto de las otras. Entonces, ¿qué pasa, que en el estudio del hombre se quiere ver su género próximo -su animalidad- y en cambio se considera a su perfección específica -la racionalidad- una secreción adicional y desconcertante?
Las posiciones filosóficas o científicas más diversas, ya lo hemos dicho, coinciden en concebirla como una facultad esporádica y desconectada del concierto de las potencias restantes.
En cambio Aristóteles y el tomismo afirman que la perfección específica es el principio unitivo que da impronta y modo a todo el compuesto de una naturaleza. Y consecuentes en lo que se refiere al hombre, sostienen que la racionalidad es la unidad que hace humana a la esencia en los elementos que la constituyen, como así también es la racionalidad la que ha de conmensurar los apetitos y las operaciones del hombre para que estos también sean humanos.
Cuesta aclarar en pocas palabras un principio tan radical. Decir que el alma racional es la causa formal sustancial determinante del cuerpo humano es lo mismo que decir que ella es el principio morfológico del organismo. La concepción hilemórfica del mundo sensible arroja en psicología esa luz de primer orden con respecto de la constitución esencial de los seres vivientes.
El alma racional es el principio morfológico del cuerpo humano no por su formalidad racional que excede a la materia y no informa órgano alguno, sino porque ella, al ser superior, incluye en su ámbito a lo vegetal y lo animal. Dicho de otra manera, el hombre no es racional por exclusión de las formas inferiores sino por asunción de ellas tal como la especie asume a los géneros y constituye una unidad simple y sustancial con estos. La racionalidad consiste, precisamente, en una inteligencia que armoniza con la animalidad. Supone e incluye a lo animal de tal manera que, si esto no existiera, aquello tampoco existiría. Su modo de ser abstractivo y argumentativo es el adecuado para operar en lo sensible. No funciona con órganos pero sí a través de los órganos adecuadamente. Si recordamos las relaciones de lo vegetativo y lo animal en los animales, no nos sorprenderá esta relación entre lo animal y lo racional; es evidente que uno y otro género no se comportan en el irracional como dos entidades distintas y separadas, sino con una indisoluble unidad donde lo vegetal es distinto de lo vegetal puro porque ya es animal.
Por eso una es la animalidad del animal y otra es el la del hombre. La del primero cíclica, completa en sí; la del ser humano abierta en aptitud potencial con respecto de la razón. La experiencia muestra hasta la saciedad, por ejemplo, que los apetitos sensibles se dan en el hombre como tendencias indeterminadas; no cerradas y delimitadas hacia su fin específico, como en el animal, mediante la infalible firmeza del instinto. La razón, porque conoce los fines particulares de aquellos mediante la cogitativa y, por sí, el fin racional del hombre, es la llamada a determinar en concreto y en cada caso la medida y modo de las operaciones sensibles para que éstas tengan realmente magnitud humana. De otra manera los apetitos quedan sueltos, derramados, sin forma ni orden conveniente al hombre.
El solo planteo del problema ha manifestado su trascendencia. Si se estudia con rigor científico se llegará a una de dos conclusiones:
1. La naturaleza humana goza de unidad sustancial tanto en su esencia como en sus operaciones.
La diferencia específica, la racionalidad, se da en ella, como en toda sustancia, en una misma unidad sustancial con los géneros. Esa verdad pasa idéntica al orden dinámico, pues sabemos que toda inclinación no es otra cosa que la versión dinámica de una forma previa. Por consiguiente, se concluiría: La unidad sustancial con que la racionalidad y la animalidad se hallan en la esencia de la naturaleza humana existe también necesariamente en la dinámica del hombre. Esto es: las operaciones de los apetitos sensibles que integran la naturaleza humana no están conmensuradas por instintos animales sino que presentan, en dicha naturaleza, cierta indeterminación y habitudo abiertas hacia una última especificación racional de sus actos. En una palabra, en el hombre no existen operaciones animales propiamente dichas, es decir, conmensuradas por instintos animales hacia fines animales. Por lo tanto, cuando un hombre intenta una acción puramente animal, exenta de un fin honesto, ese hombre se frustra, ahoga su naturaleza dentro de una acción disforme con respecto a ella y, además, enloquece a los apetitos sensibles, los cuales están dotados, en el ser humano, de una habitudo (tendencia oscura) hacia la razón.
2. La conclusión opuesta a que se podría llegar, sería la siguiente: si la inducción llegara a probar, por la observación directa del hombre, que en la naturaleza humana existen instintos animales, se concluiría que sus operaciones sensibles son específicamente animales. A ésta seguiría otra conclusión: la parte sensible de la naturaleza humana es de especificación animal, con fines propios animales (los instintos son mociones que ordenan hacia el fin de la especie, no hacia fines secundarios o accidentales); se trataría, entonces, de una animalidad completa, cíclica, esto es: independiente de la razón y cerrada sobre sí misma. Si es completa, con fines propios, no se encuentra en la sustancia humana como género sino como diferencia específica; por consiguiente, no es un quid potencial con respecto de la racionalidad, sino una forma subsistente. De esta manera llegamos, necesariamente, a la concepción de una manera dual, sin unidad sustancial: enigmática fusión de dos principios contradictorios coactuantes, en constante conflicto. Una animalidad completa y una racionalidad también completa que conviven en pugna sin término, con el único fin de contradecirse mutuamente y, aún más, de destruirse. En este caso la naturaleza humana sería esencial e incomprensiblemente trágica. Lo único incomprensible y enigmático del universo.