LOS REYES DEL DESCUBRIMIENTO:
ISABEL Y FERNANDO
Enrique Díaz Araujo
1. Unificación
¿Está todo dicho acerca de los Reyes Católicos Isabel de Castilla y Fernando de Aragón...? Probablemente, sí. ¿A qué insistir, entonces, con ellos...? Porque lo que abunda no daña; porque la síntesis didáctica nunca está de más; porque en esta época de la historia de España y de América se tiende a ignorarlos o soslayarlos y porque ciertos temas conviene puntualizarlos, colocando bien los puntos sobre las íes.
Lo primero a subrayar y recordar es que estos Reyes fundaron España. Eso es sabido, pero, como decíamos, hoy se intenta no saberlo. Luego, con el profesor de Cambridge J.H. Elliott, digamos:
"Desde luego nadie puede negar el hecho de que Fernando e Isabel crearon España; de que, durante su reinado, ésta adquirió a la vez existencia internacional y... un principio de entidad como comunidad... La España de los Reyes Católicos era, esencialmente, Castilla" (1).
Contundente afirmación. La unión personal de los Reyes dejaría paso al bien realengo para los sucesores; y del concepto medieval de "Hispania", de índole cultural, se pasaría a la voz "España" para significar las coronas unidas de Castilla y Aragón (2).
La cuestión que sigue a ésta es la de cómo y de qué manera lograrían ellos fundar un Estado moderno. El historiador francés Joseph Calmette contesta a este problema señalando que buscaron de todas formas la unidad. Así:
"El orden fue establecido. La autoridad monárquica fue exaltada e instituciones sólidas dieron a aquella monarquía una cohesión notable, al mismo tiempo que aquel colorido, completamente "sui generis", por el cual España ha adquirido y conservado su individualidad propia y original entre las potencias occidentales de los tiempos modernos... La unidad, al ser la obra de los Reyes Católicos, tuvo otro aspecto característico, y que conviene destacar a la vez: el aspecto religioso" (3).
Dado que las nociones están muy apretadas, quizás fuera útil y pedagógico ponerlas en el siguiente orden:
a. Crearon España, por la fusión personal de los reinos de Castilla y Aragón.
b. Más allá de lo dinástico, y en lo propiamente político, establecieron el orden, afirmado en el principio de autoridad.
c. Organizaron instituciones sólidas.
d. Dieron identidad nacional a la nación hispana.
e. Asociaron la unidad nacional a la unidad de creencias religiosas.
De esas cinco notas, la más polémica es la última. Calmette propone este desarrollo de ese punto:
e.1.: "En un país en que la fe, en cierto modo, había engendrado y alimentado el patriotismo, el clero había disfrutado siempre de un prestigio singular. Era preciso servirse de él; pero para servirse de él había que dominarlo. Así, se asistió a un forcejeo vigoroso del Estado con la Iglesia..."
e.2.: "Se asiste a una desconcertante resurrección de la teocracia visigótica. Se diría que, al recobrar Granada, el poder real hispánico encontró de nuevo la intransigencia ardiente e irresistible del siglo VIII".
e.3: "A este exclusivismo que nada puede detener, la España nueva vuelve desde el primer momento: entonces es el momento del triunfo de la Inquisición, al mismo tiempo que la explosión del más radical de los antisemitismos...".
e.4.: "El unitarismo totalitario que había llegado a ser el axioma de la católica España, no toleró mejor al mahometano que al judío. La inquisición y la expulsión de los israelitas fueron completadas por la conversión de los moriscos y el exilio de los refractarios...".
e.5.: "Se quiso unificar porque la diversidad daba miedo. ¿Cómo no sentirse afectado del peligro? Los textos son unánimes en decirnos que la compenetración de las religiones y de las razas conduce el escepticismo, a la corrupción moral y a la indiferencia. La piedad y el nacionalismo se rebelaron contra esa contaminación...".
e.6.: "Debían (las razas y religiones distintas) ser asimiladas o destruidas. La política de los "reyes" respondió a una necesidad... Incluso las leyes contra los judíos y los moriscos no bastaron para resolver el problema de la coexistencia, sobre el mismo suelo, de tantos individuos de orígenes tan diferentes...".
e.7: "La fe española sentíase la avanzada de la Cristiandad; su cruzada tal vez no estaba acabada; tuvo conciencia de estar en alerta perpetua y en constante peligro..."
e.8.: " Será, entonces, cuando la "católica" España que tomó cuerpo en aquel momento, en el crepúsculo del siglo XV, se colora con aquel matiz fuerte de ortodoxia ruda y de intolerancia resuelta, con aquella fisonomía vigorosa, que distinguirá, entre todos los Estados modernos, y durante varios siglos, a la monarquía forjada con tanta energía y espíritu de continuidad por los "reyes" (4).
Sin tapujos, desde una órbita cultural ajena al hispanismo clásico, Calmette ha ido al meollo de las controversias desatadas en torno a los procedimientos unificatorios de los Reyes Católicos, y les ha dado una respuesta, sino siempre satisfactoria, altamente congruente. Si se trataba de conseguir la unidad estatal, circunscribiendo territorio y población, ¿con qué otros métodos hubiera podido lograrse...? Perspectiva bien diversa de quien, partiendo de una nación consolidada, quisiera asegurar derechos individuales o grupales.
Eso es lo que debe reconocer el historiador objetivo, aunque personalmente no simpatice con los valores de ese proceso histórico. Tal por caso, los parágrafos siguientes que al tópico dedicara Fernando de los Ríos -del Instituto de Libre Enseñanza, masón prominente, socialista, ministro de la Segunda República Española-, y que dicen así:
"No hay nación posible -Renán lo vio con su habitual sagacidad- en tanto no pueda hablarse de ella como unidad sustantiva en la vida de la cultura... España toma de su historia combativa el tema vital de acción en el período de su esplendor: en el siglo XVI... lograda la unidad nacional como unidad religiosa. El mismo año en que la unidad territorial se logra, tiene lugar la expulsión de los judíos, primero indeseables a quienes se les deja en la alternativa de convertirse- que es para la conciencia política española de entonces sinónimo de nacionalizarse- o salir...
Medítese que en 1525 se invita a los moriscos a convertirse o a abandonar el territorio, lo que muestra no sólo que la equivalencia de religión y nacionalidad se mantenía viva, sino que el Estado, antes de apelar al "imperium", dejaba una posibilidad a la conciencia disidente para romper los lazos políticos...
El Estado se reconoció a sí mismo de acuerdo con los ideales de San Agustín, enfeudado en la finalidad trascendente que la Iglesia representaba; no se estimaba fin en sí, sino órgano intermedio para finalidades superiores...
Isabel I se encontró, al subir al trono, con que Castilla, lejos de estar internamente unificada, vivía ansiosa y necesitada de una voluntad vigorosa que le diese unidad interna...
Por estos duros caminos (de la Inquisición) discurre el proceso de unificación nacional... pues la Inquisición contribuye a modelar el Estado, siendo la inspiradora de la unidad jurisdiccional... y de la unidad de la fe, en la forma que hubo de ser establecida" (5).
No es ésa una queja plañidera -como la que se suele elevar desde ciertos sectores clericales- sentimentales contemporáneos-; sino la imparcial constatación del hecho histórico. Actitud cuya ausencia se deja sentir hoy en la historiografía agnóstica; tal vez, con la sola excepción del capítulo séptimo-"Balance de un gran reinado"- de la obra de Joseph Pérez (6).
Y, para la recepción adecuada del fenómeno histórico en examen, debe partirse del dato, ya enunciado, del caos que era la Castilla anterior al reinado de Isabel. Debe recordarse la destrucción casi total del orden público en la época de Enrique IV, que obligó a Isabel a comenzar por lo más elemental: dar seguridad a la vida y los bienes con la Santa Hermandad. Con las prácticas de una justicia y administración centralizada la Reina pudo cambiar en ciento ochenta grados la situación. Por eso solo:
"Isabel debe ser considerada como la creadora del estado moderno castellano... Superar la crisis no sólo feudal sino social, creando en el Estado castellano un orden interno nuevo; dar a la nueva sociedad política una base homogénea de convivencia a base de la unidad religiosa, mantenida por una institución del todo nueva; reavivar la vida religiosa y la severidad de las costumbres, lanzándose a una reforma total, pensada indudablemente no sólo como imperativo religioso, sino como fondo y garantía de la robustez de la nueva situación, esas fueron las metas fundamentales del programa de Isabel en los años liminares de su reinado" (7).
Es el tiempo de "La Celestina", retrato de un período inmoral, que había de ser doblegado. De ahí que José Cepeda Adán nos diga que:
"La procacidad y el amancebamiento corroen al clero, cuyas más altas dignidades hablan de "sus pecadillos" a la Reina, a aquella Reina digna que supo salir indemne de la corrompida corte de su hermano Enrique... Fue lentamente como se elevó el tono moral y un aire de limpieza barrió en parte aquella atmósfera corrompida, obrando en ello el ejemplo de la Corte, que cobró una forma digna y superior" (8).
Lo que explica que los coetáneos lo vean como "un milagro", y admitieran la presencia de Dios en la Historia.
De seguro que se fue por partes. Se atacó el "hecho eclesiástico", como decían los Reyes, con las normas sobre el estamento clerical, las de observancia de los regulares, la reforma de los monasterios, la provisión de obispados vacantes, etc. Intromisión, diríamos, en la jurisdicción religiosa, que se hizo sin argumentos conciliaristas, y sin que se pueda pensar en Isabel "configurándola con los protagonistas del posterior regalismo" (9). Limpiada la moral del clero, se podía, acto seguido plantear la comunidad de fe religiosa cual base estatal. Planteo que es moderno y es medieval, según lo observara el P. Imbart de la Tour:
"No hay sociedad viable sin una unidad de creencias, y este principio explica la coacción de los órganos del poder. Y es de notar que la coacción fue aumentando a medida que se prefiguraban los Estados nacionales. Las medidas tomadas en España por los Reyes Católicos han impedido, por su radicalidad, ver el mismo fenómeno en otros lugares. A comienzos del siglo XVI -1501-1503- tuvieron lugar en Francia algunos procesos por delitos religiosos y una serie de edictos contra los judíos que fueron favorablemente acogidos por el pueblo".
"Es el pueblo entero el que ha querido la unidad religiosa y es el pueblo el que ha formulado las penas destinadas a mantenerlo" (10).
Como es sabido, en este terreno el problema lo creaban los conversos, o, mejor dicho, los falsos conversos, los judaizantes y moriscos, que despertaban las iras populares. Desde 1391 se venían repitiendo en la Península las matanzas indiscriminadas de judíos y la destrucción de sus aljamas. Asunto que podía dejarse sin corrección, como se había hecho, o que debía encauzarse, cual lo hizo Isabel. Primero con la introducción de una Inquisición mixta estatal y eclesiástica y, luego, ante el desborde de la cuestión, con la expulsión de moros y judíos. El P. Tarsicio de Azcona, al estudiar con minucia estas materias, señala que:
"...la unidad religiosa estaba seriamente amenazada en Castilla tanto por los brotes heréticos recientemente aparecidos como por la deficiente asimilación del grupo converso. Deficiencia que para los cristianos viejos era pérfida insinceridad, que debía ser combatida enérgicamente, igual que la de los herejes. Aun dejando de lado los crímenes de los malos conversos y los desafueros del populacho en los motines contra ellos, extremos igualmente reprobables, siempre queda el problema neto de la radical imposibilidad de convivencia entre ambos sectores de cristianos viejos y nuevos" (11).
Específicamente sobre el decreto del 31 de marzo de 1492, agrega:
"El decreto iba a repercutir hondamente en la historia peninsular de los años sucesivos y a servir de signo de contradicción en la historiografía que posteriormente se ocupase de su reinado.
Para no gastar palabras, diremos que entraba en juego el problema de la asimilación de la minoría étnica judía, agudizado en los tiempos nuevos por la concepción renacentista del poder y por razones pragmáticas de coexistencia. En último término, ante las dificultades de tal asimilación, se impuso la razón de estado... fue una operación quirúrgica difícil en los reinos peninsulares. Podrá seguir discutiéndose todavía su necesidad y oportunidad... no se podrá desconocer que Fernando e Isabel llevaron a cabo la operación no tanto con pericia, sino con un alto criterio de justicia y equidad... aparece como una medida de estado perfectamente lógica" (12).
Y, aunque con menor despliegue controversial, la obra unificadora se completa con la expulsión de los moros después del motín de Alpujarras. De manera tal que España pasa a ser la primera nación europea que cuenta con un Estado en sentido moderno, basamentado sobre la unidad territorial y poblacional, con la religión como último sustrato. Dato histórico que, guste o no guste, permaneció a partir de su fundación, por lo cual es indisimulable e insoslayable. Si ciertos españoles del presente pueden discutir la bondad de las medidas unificadoras es porque se sienten seguros de pertenecer a una nación consolidada merced a esa misma política de los Reyes Católicos.
2. Catolicismo
Isabel y Fernando son reyes "católicos", en sentido propio. La Bula Si convenit, del 2 de diciembre de 1496, deliberada en consistorio, otorgó al rey y a la reina de las Españas el título de "Católicos". Y:
"La bula aprecia los siguientes méritos para que la curia romana les concediera dicho título: unificación de sus reinos, maltratados por la anarquía; conquista del reino de Granada; expulsión de los judíos; liberación de los estados pontificios y del reino de Nápoles, invadidos por el monarca francés, y los esfuerzos realizados y la promesa de llevar adelante la cruzada contra los turcos" (13).
Esas fueron las causas que Roma juzgó suficientes para darles ese calificativo. Pero, además de las causas objetivas, los Reyes eran personalmente cristianos de sólida formación, que tradujeron en su obrar de estadistas.
Isabel de Castilla, el "último cruzado", como la llamara William Thomas Walsh, fue, en el decir del P. Mariana: "la más excelente y valerosa Princesa que el mundo tuvo, no sólo en sus tiempos sino muchos siglos antes". "No sé -anotaba el cronista Pedro Mártir de Anglería- que haya habido heroína en el mundo, ni en los tiempos antiguos ni en los modernos, que merezca compararse con esta incomparable mujer". "¿Quién puede dejar de ser su panegirista?", se interrogaba don Marcelino Menéndez y Pelayo. Palafox la ponía a la altura de Santa Teresa de Ávila: "Si la Santa hubiera sido Reina -decía-, fuera otra Católica doña Isabel; si esta esclarecida Princesa fuera religiosa, que bien lo fue en las virtudes, fuera otra Santa Teresa". Fray Iñigo de Mendoza -en El Dechado de Regimiento de Príncipes- la llega a comparar con la Virgen María, por su función de reparación y restauración, sin que por entonces pareciera impropia o irrespetuosa la comparación. Es que proliferaban ese tipo de juicios. En las canciones de Cartagena no se vacilaba en esta hipérbole: "en la tierra, la primera; y en el cielo, la segunda". Y proseguían los ditirambos populares. Gracián se asombraría ante la capacidad de Isabel: "que al lado de la de un tan grande Rey, pudo no sólo darle a conocer, pero (además) lucir". El historiador don Antonio Cavanilles acuñó esta frase: "¡Qué gran Rey fue doña Isabel I ! El Papa León XIII dijo de ella que era una "mujer piadosísima y dotada de ingenio varonil y de alma grande". De lo que concluye el P. Azcona:
"Dejando de lado el tono exagerado de ciertos testimonios, un historiador imparcial no puede menos de sentir cierto acuciante deseo de explicarse cómo una mujer como Isabel, en ese lustro de característica inmadurez, entre los veinticinco y treinta años, pudo no sólo ganar activamente una guerra, sino estructurar sus reinos como un perfecto estadista" (14).
Claro, ese es un punto de vista aséptico, digamos. Empero, ¿quién le puede negar a los cronistas -Bernáldez, Pulgar, Palencia, Valera, Sículo, Zurita, etc.- el derecho a ver a la mano de Dios en sucesos que les parecen providenciales? Así:
"La vida de la Reina Isabel está tejida de hechos providenciales y en ninguna época el sentimiento de lo extraordinario fue tan apasionado y vivo como en aquélla. La vida de los reyes que han sido elegidos por Dios, según el sentimiento que recogen las crónicas, adquiere un valor extraordinario y de aquí que los intentos frustrados de poner fin a su vida en las ocasiones en que se presentaron se resalten con el mayor interés y se vea en ello la mano de la justicia divina" (15).
Que no por nada se ha instaurado y prosperado el proceso de canonización.
Al lado de Isabel, cualquiera empalidece. De ahí, parte del desmedro con que algunos cronistas han tratado a su esposo Fernando V. Aunque según su biógrafo Andrés Giménez-Soler, otros fueron los motivos que contribuyeron a disminuir su talla histórica:
"Fernando el Católico -dice- es uno de esos hombres grandes por sus hechos y empequeñecidos por la fama. Comenzó a reinar en una época de división dinástica y venció; pero los vencidos ni perdonaron la derrota ni olvidaron al vencedor. Era una época de revueltas, y los revoltosos sometidos tampoco perdonaron ni olvidaron. Su tiempo fue de inmoralidad y él corrigió los abusos. Los corregidos se vengaron de él atacando su fama... Por añadidura fue modesto, y la modestia, en aquel tiempo de historiadores asalariados y de personajes vanidosos, era un defecto" (16).
Hay más que eso. Fernando fue el forjador del Imperio Español, de la grandeza de España, labor en la que empleó su enorme talento político. Y es eso lo que no se perdona. A Isabel pueden disculparle haber realizado en quince años el esplendor de Castilla, presentándola como una beata medio torpe (cuando, en verdad, disponía de una instrucción teológica superior). Pero con Fernando -manso como una paloma y astuto como una serpiente- no valen esos elogios descalificadores. Entonces, se combate su memoria adjudicándole, de ser posible, algunos asesinatos de parientes o herederos. Es lógico que los franceses -a cuyos reyes Fernando venció con astucia- se traten de desquitar, exhibiéndolo como un cínico, sensual y ambicioso desmedido. Lo absurdo es que españoles -vgr. Manuel Giménez-Fernández-, que gozan de los beneficios de los restos del Estado Nacional que Fernando edificara, se ensañen con su figura histórica, tratándolo como un "monstruo" de maldad. Hasta se prestan, póstumamente, a servir de alcahuetes y correveidiles, registrando las reales o supuestas infidelidades conyugales del rey. E, inevitablemente, recurren a la cita de Nicolás Maquiavelo, quien lo nombró modelo de príncipes. Dado el mal nombre del maquiavelismo, descuentan que la asociación con el florentino hundirá a Fernando. Sin embargo, ni todo lo que escribió Maquiavelo es reprobable, ni la referencia a Fernando es desjerarquizadora. "Si consideráis sus acciones -dice- las encontraréis siempre grandes y extraordinarias". El encomio del aragonés es por su política italiana. Para el secretario florentino Italia era: "el más corrompido de todos los países. Un pueblo cuya corrupción ha penetrado tan adentro, no puede vivir en libertad, no diré ya durante algún tiempo, sino nunca". La desunión de los pequeños Estados italianos -que fomentaban los reyes franceses Carlos VIII y Luis XII- era, para el autor de "El Príncipe", la fuente de la corrupción que denunciaba. Y como Fernando -con el "Gran Capitán" Gonzalo Fernández de Córdoba- impuso su ley y su arbitraje a ese "avispero" itálico, aquél le reconoció su grandeza. Eso es todo; y lo mínimo que cabe apuntar ante quienes usan de la política italiana para desacreditar a Fernando de Aragón.
Dejando de lado la notoria injusticia de los falsarios de la historia, digamos con Moreno Echevarría que Fernando fue:
"el más grande estadista que ha tenido España. El que virtualmente de la nada -un reino de Aragón extenuado y consumido por diez años de guerra civil y una Castilla en descomposición, sumida en el caos y la anarquía- creó esa obra que se conoce en la Historia con el nombre de imperio español. Y lo hizo con el trabajo paciente y meticuloso con que se forjan los grandes imperios. Porque Fernando no fue el irresistible conquistador que tras su fulgurante paso, deja un imperio deslumbrante, pero débilmente cimentado. La suya fue una obra concienzuda y sólida y, por eso mismo, duradera... Y así Felipe II, cuando pasaba por delante de un retrato de Fernando, no podía menos de saludar quitándose el sombrero. Y justificaba su gesto, diciendo: "A él se lo debemos todo" (17).
Modelo de príncipes cristianos, conforme a Baltasar Gracián, quien resumió la superioridad de Fernando con esta frase: "Antepongo un rey a los pasados; propongo uno a los venideros".
Ni vale el intento de dividirlos u oponerlos. "Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando". Y ellos mismos acuñaron esta fórmula feliz: "mandar, gobernar, regir e señorear a una" (18).
Tal la personalidad de los Reyes. En cuanto a sus convicciones más profundas -y descontando que ellas pertenecen a un plano de conciencia sólo auscultable por Dios y su Iglesia-, una anécdota puede servir de indicio revelador. Aludimos a la muerte del heredero varón de las coronas, el príncipe Don Juan. Recién casado, el joven príncipe enfermó en Salamanca de unas fiebres fulminantes, que les fueron mortales. Anoticiados sus padres, la reina que guardaba cama no pudo trasladarse. Lo hizo Fernando, quien llegó junto a su hijo cuando los médicos ya lo habían desahuciado. Entonces, según el cronista Bernáldez, se acercó al lecho del moribundo y le dijo:
"Hijo mío muy amado, tened paciencia, pues os llama Dios, que es mayor Rey que ningún otro, y tiene otros reinos y señoríos mayores y mejores que estos vos teníais y esperábais, que os durarán para siempre jamás, y tened corazón para recibir la muerte, que es forzoso a cada uno recibirla una vez, con la esperanza de la inmortalidad y vivir en gloria".
Esa fue la expresión del padre, quien, de inmediato, retornó a la corte para informar a la madre de la muerte de su hijo. Entonces se suscitó ese diálogo entre los cónyuges:
"- ¡Decidme la verdad Señor!", le exigió Isabel.
"- El está con Dios", contestó Fernando. La gran reina palideció. "Este fue el primer cuchillo de dolor -dijo Bernáldez- que atravesó su corazón". Después, inclinando su cabeza, dijo: "Dios nos lo dio y Dios se lo ha llevado. ¡Bendito sea su Santo Nombre!" (19).
Narra el cronista Pedro Mártir de Anglería que tras ese momento ambos soberanos ocultaron su dolor, mostrándose serenos ante el mundo, con tanta fortaleza espiritual que todos se maravillaron de su valor.
Es un hecho aislado. No obstante, demostrativo de cual era el catolicismo de los reyes "católicos". En todo caso, quien sea capaz de adoptar una conducta similar en una circunstancia semejante, podrá discutir la religiosidad de estos reyes; los demás, deben abstenerse de hacerlo.
3. Cruzada
Católico quiere decir universal. En tiempos de la Cristiandad el catolicismo se acreditaba con el espíritu de Cruzada, de lucha contra los infieles musulmanes que cercaban a Occidente. En esa misión se inscribieron Isabel y Fernando.
Granada. Los manuales suelen darlo como un término territorial, y como el fin de la Reconquista. Si sólo se mira a la Península es así; mas no desde la óptica imperial, desde la cual Granada no es un fin sino un comienzo. La ciudad andaluza no fue un punto de llegada, sino de partida para la Cruzada contra el Islam. América y el África, y sus empresas conquistadoras, se engendran en Granada. A este respecto expone Julián María Rubio:
"En Castilla, apenas terminada la conquista del Reino de Granada, florece como consecuencia natural una actividad político-militar orientada también en sentido africano, que siendo en un principio originada por la iniciativa particular de los grandes señores andaluces, no tarda en ser alentada y recogida por los Reyes, e Isabel en su famoso testamento, inserta el conocido pasaje, que dice: "...e ruego e mando que no cesen en la conquista de África e de pugnar por la fe contra los infieles..." He aquí un ideal plasmado en unas sencillas palabras, cuya continuidad se encarga expresamente a sus sucesores. El cardenal Cisneros, que interpretó como nadie los sentimientos y deseos de la Reina Isabel, tomó sobre sí el cumplimiento de esta cláusula testamentaria, y a sus propias expensas, con autorización de Fernando el Católico, muy ocupado a la sazón en los asuntos italianos, organiza una flota que al mando de don Ramón de Cardona y el alcaide de Donceles Fernández de Córdoba, conquista la plaza de Mazalquivir en el año 1505. El conde Pedro Navarro conquista en 1508 el Peñón de la Gomera, y el propio Cisneros toma parte personal en la gran empresa que produce la conquista de Orán en 1509. Prosigue la actividad militar en Africa, lográndose la toma de Bugía y Trípoli y la sumisión de los reyezuelos de Argel, Túnez y Tremecén" (20).
Dada la ignorancia casi generalizada que existe entre nosotros sobre la conquista africana, paralela a la americana, ambas fundadas en el espíritu de Cruzada, nos detendremos un tanto más en este asunto.
En el texto antes transcrito se enaltece la función del cardenal Ximénes de Cisneros en dicha labor. Eso es así. Cual lo observa Antonio Igual Ubeda, la cuestión africana llegó a ser para el incorruptible franciscano regente de Castilla, "una obsesión", puesto que se consideraba el mandatario de la cláusula testamentaria de Isabel. Y, de no haber sido por la derrota española en la isla de Gelves, la cruzada emprendida por Cisneros hubiera continuado por todo el Norte de África (21).
Ahora, el asunto es de si la actividad de Cisneros suplió la inercia de Fernando. El inglés J.H. Elliott resume la versión que podríamos llamar "clásica" de este problema. Para él hay una nota de división política entre ambos personajes. Introduce el tema de esta forma:
"Alejandro VI dio, en 1494, su bendición papal a la cruzada africana, y lo que es más importante, autorizó, a fin de subvenir a ella, la continuación del tributo conocido con el nombre de cruzada. Pero la cruzada al otro lado del estrecho se vio retrasada durante una azarosa década. Las tropas españolas estuvieron enzarzadas durante la mayor parte de esa época, en una difícil lucha en Italia, y Fernando no estaba en disposición de volver su atención hacia ningún otro lugar. Aparte de la toma del puerto de Melilla por el duque de Medina-Sidonia, en 1497, el nuevo frente con el Islam fue abandonado y sólo con la primera rebelión (mora) de las Alpujarras, en 1499, los castellanos advirtieron realmente la amenaza norteafricana. La revuelta provocó un gran resurgir del entusiasmo religioso popular y suscitó nuevas peticiones de una cruzada contra el Islam, apoyadas con ardor por Cisneros y por la reina. Sin embargo, cuando Isabel murió en 1504, nada se había hecho aún y fue Cisneros el encargado de hacer cumplir su última voluntad...".
Describe a continuación la acción de Cisneros en la región y sus roces con Fernando:
"El fervor militante de Cisneros iba a arrollar, una vez más, todos los obstáculos. En otoño de 1505 se organizó una expedición en Málaga que zarpó hacia el norte de Africa. Se consiguió ocupar Mazalquivir, base esencial para atacar Orán, pero la atención de Cisneros se veía entonces distraída por asuntos internos y sólo en 1509 un nuevo y poderoso ejército fue enviado a Africa y se ocupó Orán. Pero los comienzos, en 1509-1510, de la ocupación de la costa norteafricana sólo sirvieron para acentuar las divergencias entre Fernando y Cisneros y para revelar la existencia de dos políticas africanas irreconciliables. Cisneros, imbuído del espíritu de cruzada, había proyectado, según parece, penetrar hasta los límites del Sahara y establecer en el norte de Africa un imperio hispano-mauritano. Fernando, en cambio, veía en Africa un teatro de operaciones mucho menos importante que el tradicional enclave aragonés en Italia y se mostraba partidario de una política de ocupación limitada del litoral africano que bastase para proteger a España contra un ataque los moros.
Cisneros rompió con su soberano en 1509 y se retiró a la universidad de Alcalá. Durante todo el resto del reinado prevaleció la política de Fernando: los españoles se contentaron con ocupar y guarnecer una serie de puntos claves, mientras dejaban el interior en poder de los moros. España habría de pagar muy caro, en los años sucesivos, esta política de ocupación limitada...
La razón más obvia del fracaso español en la empresa de establecerse sólidamente en el Norte de Africa reside en la magnitud de los intereses españoles en otros lugares... El Norte de Africa fue durante todo el siglo XVI la cenicienta de las posesiones españolas en ultramar" (22).
Italia: la "obsesión" italiana de Fernando, en desmedro de Africa y de América, de la Cruzada en general. Tal esa tesis. Que no es compartida por modo alguno por quienes más seriamente se han abocado al estudio de la política exterior del aragonés.
Así, Ricardo del Arco comienza por destacar que Fernando fue siempre el "campeón contra los infieles".
"Si Fernando ansía la paz europea, la concordia entre los Príncipes cristianos, es para juntarse contra el enemigo común: el mahometano, y, más concretamente, el turco".
Lo que sucede, afirma del Arco, es que Fernando ve el tópico del Africa como uno de los varios aspectos de una política general contra el Islam:
"El problema de Africa, aparte su aspecto religioso, era una consecuencia -mejor dicho un aspecto- de la política mediterránea de don Fernando... El Mediterráneo era un lago argelino".
Además, en el Mar de Berbería estaba el reino de Fez, sobre el cual los portugueses reclamaban derechos, otorgados por el Papa. Y negocios y habilidades le costará a Fernando hacer aceptar la presencia española en esa costa pretendida por el Rey de Portugal. Por otra parte, agrega del Arco, existía entre Fernando y Cisneros una coincidencia en lo principal; sólo que:
"Claro está que el Rey tenía otro punto de vista que no interesaba al Prelado: el político o de seguridad del Mediterráneo. A Cisneros sólo le preocupaba -como a Doña Isabel- la cruzada religiosa, la ilusión de plantar la cruz al otro lado del Estrecho".
De ahí que Cisneros, como un nuevo Pedro el Ermitaño, afrontara el punto como una empresa sacra; aunque las operaciones militares tuviera que supervisarlas el Rey, con sus capitanes Navarro y Vianello. En consecuencia, para Ricardo del Arco no hubo tal desatención de Fernando de la conquista africana. Por el contrario:
"Ansiaba Don Fernando cerrarles a los mahometanos las puertas de Africa, dominar el paso entre Sicilia y Túnez y el Estrecho de Gibraltar. Y aún la conquista de Africa, según se desprende de la instrucción a sus embajadores sobre lo que habían de proponer en el Concilio de Letrán. En ella dice: "Item, ya sabéis, y a Su Santidad y todos los Padres del Concilio es notorio, que mi intención y propósito siempre ha sido y es de tener guerra contra todos los moros enemigos de nuestra santa fe católica y de conquistar toda el Africa". Auténtica política nacional. Si los otros Príncipes no le acompañasen en la empresa, iría el solo, en el supuesto que el Papa le concedería las décimas y cruzadas generales de la cristiandad. Y esperamos -decía a sus consejeros- que rodeados de la nobleza y fidelidad de nuestros valerosos vasallos, españoles e italianos, venceremos en la primera batalla al gran Turco, y le dejaremos tan quebrantado que, sin darle lugar a rehacerse, le podamos seguir y acosar; y darán gran comodidad a estos intentos los cristianos griegos y demás cautivos del Oriente, pues la recibirán de nosotros y de nuestra llegada para sacudir las cadenas y merecerse una segura libertad, arrojando de sus casas la tiranía mahometana...
Aspiración de toda su vida, porfía de su inclinación la de abatir a los infieles y limpiar de piratas berberiscos el Mediterráneo, por la fe y por la seguridad de la Patria. Puede afirmarse que en esta ilusión le sorprendió la muerte" (23).
De otro modo: los mismos fines que en Cisneros (aunque añadiendo el político), pero por distintos medios. Además de una concepción geoestratégica de mayor vuelo territorial que la del Cardenal; como que no apunta en exclusiva al Africa del Norte, sino al Oriente Medio, con vistas a liberar a los cautivos. Concepción que, si se reflexiona un instante, se inserta en la de Enrique el Navegante, de Sagrés, y se analoga con la de Cristóbal Colón, incluso por la expresión de "ir solo", si los demás príncipes cristianos no lo secundaban.
Contra la tesis de Elliott -o mejor dicho, que Elliott sintetiza-, se pueden oponer otros juicios. Por ejemplo, el de José Luis Comellas, quien asevera:
"Quizá más que nunca, ahora en los años de la regencia se patentiza en toda su pureza el ideal de la política fernandina, que Doussinague resume en la vieja fórmula medieval: pax inter christianos, bellum contra paganos. Para cumplir la primera parte del lema, la mejor garantía es la amistad con Francia.... La alianza hispanofrancesa sería el mejor seguro para la concordia de la Cristiandad. Sólo cuando comprendió que la actitud de Francia ponía en peligro la unidad del mundo cristiano, decidió el Rey Católico cambiar de política... En cuanto a la segunda parte de su lema -la lucha contra el infiel-, parece que estaban previstas otras dos etapas: la primera (1505-1510) de dominio del Mediterráneo y conquista de plazas africanas; la segunda hubiera comprendido el ataque a Grecia o Constantinopla y el intento de recuperar los Santos Lugares. No llegó a realizarse nunca" (24).
Con referencia a la etapa que sí se cumplió, la africana, aclara Comellas que la toma de plazas fuertes (Peñón de Vélez, Orán, Bugía, Argel, Túnez, La Goleta y Trípoli), no fue en realidad una política de Fernando o de Cisneros. Fue tan sólo "la táctica de Pedro Navarro... hábil como nadie en el cerco y asalto de plazas fuertes... sin control del terreno circundante". Asimismo, si no se profundizó hacia el interior, no fue tanto por lo del "avispero italiano" cuanto por la conquista americana:
"Se abandonó el proyecto de una Africa española y católica, en aras de una América que sí llegó a ser católica y española" (25).
Andrés Giménez-Soler tampoco acepta en absoluto aquella noción del desinterés de Fernando por la cruzada contra el Islam. El puntualiza que:
"Conquistada Granada, pensó don Fernando en una guerra más eficaz en el norte africano y pidió al Papa para llevarla a cabo las rentas de los Maestrazgos y las gracias de cruzada durante el tiempo que durase aquella. El Papa otorgó cuanto se le pedía a los dos (Fernando e Isabel)... pero con condición de que no se perjudicase con ello a ningún Príncipe cristiano. Y se interpuso Portugal, que alegaba derechos sobre el Reino de Fez, imperio de Marruecos, nacidos también de concesión apostólica... de las negociaciones seguidas a consecuencia de la petición de los Reyes resultó que fuesen reconocidos una vez más los derechos de Portugal y que Melilla se segregara del Reino de Fez y se incluyera en el de Tremecén; en el Atlántico fue reconocido el derecho de España al territorio comprendido entre los cabos Nun y Bojador".
Esto es: que si hubo demora en comenzar la cruzada africana, ella obedeció al tema jurisdiccional -que se remontaba a Alcaçobas (1479)- y que no podía soslayarse. Recién superado ese escollo diplomático, se trazan los lineamientos estratégicos:
"En querer llevar la guerra a Africa influían seguramente estímulos de fe, pero también, y en alto grado, intereses nacionales... todo el Mediterráneo oriental estaba en poder de los sultanes de Constantinopla.. y ese poder amenazaba su Reino de Sicilia y las costas de Cataluña, Valencia y Baleares... Don Fernando vio en toda su magnitud el problema del Mediterráneo... Precisamente, como si fuera providencial, sucedió que la primera conquista africana se hizo con la escuadra preparada para la expedición de Colón en 1497...
Sólo el Rey Católico entre todos los Príncipes de la cristiandad y entre todos los pueblos mediterráneos se dio cuenta del peligro, y sin requerimiento de nadie, envió una escuadra en auxilio de los venecianos... Don Fernando (año 1500) veía la necesidad de un Lepanto casi un siglo antes que la necesidad forzara a los cristianos a unirse.
Sólo él tuvo esa gran visión del porvenir y del peligro, para la civilización y la seguridad de los mediterráneos, de los avances turcos, pues los Príncipes italianos andaban en tratos con los Sultanes y se aliaban con ellos...
La guerra contra los turcos fue la gran preocupación de don Fernando; el destruirlos o por lo menos contenerlos en el Mediterráneo oriental fue su obsesión; en esto se adelantó a su tiempo y, naturalmente, fracasó. Pero, sin darse cuenta de su fracaso, insistió en su idea; en 1509 pensaba seriamente en capitanear él mismo una expedición contra los turcos, la tenía planeada y habíala consultado con el Papa y con otros Príncipes, comprendiendo que empresa tan grande no podía realizarla un solo Estado; y en 1511, tan adelantada llevaba la organización, que tenía nombrados los capitanes de las tropas que debían acompañarle y habían llegado a Cádiz compañías inglesas, tomadas a sueldo para este fin. El intento de Francia de resucitar el Gran Cisma de Occidente perturbando a la cristiandad, le obligó a desistir.
Este gran pensamiento no le impidió desarrollar una política netamente africana...
Toda la costa africana desde el Peñón de Vélez a Trípoli pertenecía a España al morir don Fernando.
Pero ésta ¿débese a él exclusivamente? P.M. de Anglería en la carta en que se da cuenta de la muerte del Rey y hace su elogio, afirma que desde su niñez no tuvo otro pensamiento que el de combatir a los infieles y que de su voluntad nunca hizo guerra a los cristianos" (26).
O sea que ahora contamos con datos más sólidos y concretos para poder estar seguros que la Corona española no se desentendió nunca del problema del peligro islámico.
Simplemente, ocurre, como advertíamos, que los autores quieren distribuir los galardones de modo desigual. Los partidarios de Cisneros intentan tal discriminación. Luis Santamarina, tras aseverar que el Cardenal, "como tantos otros, soñó con la liberación de Jerusalén, mediante una cruzada de príncipes cristianos", añade que Fernando "se mostró harto tibio" ante esa idea (27). En cambio, Moreno Echevarría hace compartir los méritos de la empresa a Cisneros y al Rey. Dice de este modo:
"Se ha atribuido a Cisneros toda la gloria de la conquista de Orán y, en realidad, todo cuanto a este respecto se ensalce al gran cardenal es absolutamente merecido. Pero los elogios a Cisneros no deben servir para dar al olvido los méritos contraídos por Fernando en esta ocasión. Desde el momento en que, en diciembre de 1508, se firmó el acuerdo entre ambos para la expedición a Orán, Fernando examinó y estudió todos los detalles del proyecto y lejos de dejarlo al exclusivo cuidado de Cisneros, se preocupó del mismo en todos sus pormenores (28).
Descontando, pues, que los respectivos biógrafos o panegiristas se mantendrán en sus trece, dejamos este plano del debate a fin de insistir en el concepto que a nosotros nos importa subrayar, que no es otro que el de la cruzada de la Cristiandad.
A tal propósito podemos opinar con Marcel Bataillon que:
"la idea de cruzada se espiritualiza en una aspiración al reinado universal de Cristo... Cisneros no quiere que la reciente victoria (de Granada) se detenga en las Columnas de Hércules. Tiene que proseguirse con el aniquilamiento del Islam, la reconstrucción de la cristiandad de los primeros siglos, la reconquista de Jerusalén... ...en 1506. Se trataba (con el rey Manuel de Portugal), pues, de una verdadera cruzada por la conquista de Tierra Santa..." (29).
Y ampliar el punto con las consideraciones del mayor especialista en la política exterior de los Reyes Católicos. En ese sentido, expone José M. Doussinague:
"La guerra contra los infieles es la idea principal, la idea directiva, fundamental de la política internacional de Isabel y de Fernando. Todo se encamina hacia ella, todo en su actuación exterior viene a tener un carácter subordinado a aquella finalidad principal... advertimos que la idea de hacer la guerra contra los infieles llena todo el reinado de los Reyes Católicos, y no hay momento en que la veamos abandonada ni aun cuando otras preocupaciones se atraviesan con carácter urgente e ineludible... Y no es sólo una línea política seguida, constante, ininterrumpida. En cualquier aspecto de la política de los Reyes Católicos que nos fijemos no hallaremos por ninguna parte un esfuerzo tan perseverante como éste en el orden exterior".
En particular, Fernando desarrolla "una política supranacional", puesto que aún "no había surgido la cerrada concepción del Estado moderno", y él era "en aquel momento, por derecho propio, la cabeza de la Cristiandad". En tanto que "príncipe cristiano" le competía guiar la Cruzada hacia el Santo Sepulcro; y: "El Rey Católico encauzó este ardor del alma de España hacia el faro lejano de Jerusalén". Precisamente, en 1509, en las Cortes de Monzón "se habla de llegar hasta la Casa Santa de Jerusalén"; efectuando una pinza bélica desde Alejandría y Grecia. Operativamente la idea estratégica se debía traducir de esta forma:
"La conquista del Norte de Africa y el dominio del Mediterráneo, el asestar golpes decisivos al Soldán de Egipto y al Gran Turco de Constantinopla, el convertir el Mediterráneo occidental en una posesión española ocupando en el oriental, tanto en Grecia como en Trípoli y Alejandría, posiciones avanzadas suficientes para asegurar aquella posesión" (30).
Por diversos motivos, la acción se vio entorpecida; pero todavía en 1511 el Rey le escribe a su embajador en Roma, Jerónimo de Vich para que solicite una Bula de Cruzada, exponiendo que piensa ganar los territorios que hoy "poseen los infieles como nos fue concedida en el reino de Granada y en las Canarias e Indias, que ganamos de los infieles" (31).
Bien. Pensamos que ha quedado suficientemente aclarada la materia. Al inicio, controvertimos el juicio de J. H. Elliott. Ahora lo compartimos, cuando expresa que, en definitiva, el proyecto castellano fue el de una "cruzada contra el Islam", y que la caída de Granada no aquietó sino que aumentó "la renovada dedicación de Castilla a la tarea, aún incompleta, de la guerra contra los infieles" (32).
Si es así, como lo es, conviene que reiteremos que Granada es el comienzo de más altas cruzadas: la mediterránea-africana y la americana; ambas, en último término, encaminadas a la liberación de Jerusalén, la capital cósmica de la Cristiandad.
4. Papado
En una diatriba feroz, Manuel Giménez-Fernández ha atacado al Rey Fernando, acusándolo de cuanto pecado y delito se le ha ocurrido acumular, llamándolo "monstruo de maldad". Y el principal de esos crímenes sería el de colusión con Rodrigo Borgia, Papa Alejandro VI, de intercambio de Bulas pontificias a cambio de favores patrimoniales familiares. Aunque nosotros por separado nos hemos ocupado del tópico al tratar del "Papa del Descubrimiento", algo más cabe decir aquí, y desde el ángulo del Rey hispano.
Recordemos. Fernando e Isabel eran monarcas católicos, príncipes de reinos cristianos, en tiempos renacentistas, cuando la imperial Cristiandad medieval se resquebrajaba. No obstante su condición de jefes de estado de una nación moderna, los reyes continuaron con la antigua obediencia al superior espiritual de la "Res Publica Christiana", el Romano Pontífice. Por cuerda separada se planteaba -o replanteaba- el modo de acatamiento a la autoridad romana en su dominio directo de los Estados Pontificios. Acá bueno es tener presente la situación europea y la agitación de los reinos italianos y, en ese contexto, ubicar la política real hispana.
En el centro de la cuestión de las relaciones hispano-romanas está un tercero: el rey de Francia; sin contar con su intervención itálica el problema no se comprende.
Hacia la época del Descubrimiento de América el Rey de Francia, Carlos VIII, movía sus ambiciones sobre los dominios del Papado. Para ello contaba con poderosos aliados en Italia: el predicador ultrarrigorista fray Jerónimo Savonarola, el "condottieri" Ludovico Sforza, la familia romana de los Colonna, y el grupo curial de los della Rovere. El monarca francés aspiraba a quedarse con los reinos de Milán y de Nápoles, este último feudo papal. A ese efecto pensaba invadir Italia, deponer a Alejandro VI, e instaurar en su lugar al Cardenal Julio della Rovere (futuro Julio II). Con el fin de ganar la benevolencia hispana para sus planes, firmó en 1493 con Fernando el Católico el tratado de Barcelona, por el cual reintegraba a la corona de Aragón el Rosellón y Cerdeña. A cambio de ello, Fernando apoyaría los planes de Carlos de atravesar Italia para ir a combatir al Turco (que era el modo avieso como el rey galo había presentado las cosas). En ese momento -que coincide con la fecha de otorgamiento de las Bulas Indianas, por las cuales Alejandro VI donaba América a la Corona de Castilla, y que es cuando según la injuriosa tesis de Giménez-Fernández el rey hispano y el Papa estaban en amplia colusión de intereses, entre otras cosas, para perjudicar al rey galo-, ni Fernando tiene injerencia en Italia, ni se lleva mal con Francia.
Lo que sucede -y que es lo que permite jugar con los anacronismos cronológicos- es que al año siguiente las relaciones cambiaron. Carlos VIII pasó por Milán con sus tropas, con el auxilio de Ludovico Sforza "el Moro", y conquistó Roma, obligando al Papa Alejandro VI a refugiarse en el castillo de Sant Angelo; desde Roma Carlos se proponía proseguir hacia el dominio de Nápoles. Agitaba el pretexto de una cruzada contra el Turco. Cuando se lo comunicó a Fernando éste le observó que si bien compartía sus ideales cruzados, Nápoles era feudo pontificio, y debía respetarlo, tal como se había comprometido en el Tratado de Barcelona.
Carlos ignoró la advertencia epistolar. Fernando procedió a tomar cartas en el asunto. Con la habilidad diplomática de su embajador en Roma, Garcilaso de la Vega, y el acierto estratégico de su delegado militar, Gonzalo de Córdoba, Fernando consiguió obligar a los franceses a evacuar Italia. Y fue desde ese momento en que España reemplazó a Francia en el influjo sobre los minúsculos Estados itálicos, y, desde 1495, las relaciones de Fernando con el Papa Alejandro fueron estrechas, consolidadas en 1498, con la primera "Liga Santa", antifrancesa.
Con todo, ni aun en ese momento se puede hablar de un "sometimiento" de Fernando a cualquier plan pontificio; ni el trato entre el Papa y los Reyes Católicos había contenido sólo mieles.
La circunstancia de que aquel Pontífice fuera de origen valenciano (Rodrigo Borja), no bastaba para que los Reyes Católicos volcaran toda su simpatía hacia él. En primer lugar: "Don Fernando no demostró alegría alguna cuando su súbdito y beneficiado fue elevado al solio pontificio". Asimismo, en pleno trámite de la segunda Bula Inter Caetera, el enviado real don Diego de Haro, virrey de Galicia, "reprochó públicamente al Pontífice que hubiese desencadenado la guerra que devastaba a Italia y le censuró, además, porque su conducta entibiaba la fe, y porque Alejandro VI asilaba en sus dominios eclesiásticos a los moros y judíos expulsados de España, mediante paga. Reclamaba el embajador, además, que se pusiese coto a la desenfrenada simonía que imperaba en la corte papal" (33).
Por su lado, tampoco Isabel aplaudía a Roma:
"No hemos encontrado estas exigencias (de episcopalismo) en documentos de ninguna clase, expedidos por la reina; pero sí una notoria desconfianza respecto de la curia romana, sobre todo cuando ciñó la tiara el cardenal Rodrigo de Borja".
El panorama de las relaciones de los Reyes con Alejandro VI, dice el P. Tarcisio de Azcona, tiene "algo de aguafuerte", mezcla de "alegría, temor y desconfianza"; pero:
"fue, indudablemente, la desconfianza la que terminó por adueñarse del campo. Las informaciones de embajadores y de enviados especiales, pero sobre todo la marcha de los acontecimientos, convencieron pronto a la corte castellana, de que en cuestión de reforma de la Iglesia tardaría en llegar de la curia romana una potente y eficaz iniciativa. De esta primera siembra de desconfianza germinó un gran desengaño, cuyos frutos más evidentes fueron el distanciamiento práctico..." (34).
Joseph Calmette agrega a lo anterior:
"Los "reyes" se opusieron a los nombramientos hechos por el papado a favor de prelados extranjeros. El Papa pretendía dar a uno de sus parientes, el Cardenal de San Jorge, el obispado de Cuenca. La reina Isabel se alzó con firmeza contra esta designación. El temor a una ruptura con la Corte de España hizo retroceder a la Santa Sede, y el breve fue anulado. Pero los "reyes" creyeron que tenían que hacer oposición no solamente a las designaciones desagradables, sino que debían proseguir la organización de una Iglesia sobre la cual tuvieran puesta la mano. Tratando a fondo el conflicto suscitado por el incidente de Cuenca, obligaron a Roma a ceder ante ellos y a admitir el principio de que la Corte de España tendría en lo sucesivo el "derecho de súplica", es decir, prácticamente un derecho de presentación para todo beneficio eclesiástico importante cuya vacante se produjera.
De hecho, se puede decir que a partir de este momento, el poder real proveyó los arzobispados, obispados, principales abadías, y hasta las grandes maestranzas de las órdenes militares" (35).
De ahí que ese autor sostenga que hubo religiosidad sin clericalismo.
En lo referente a la política internacional, tampoco estaba dicha la última palabra. Resultó que quedó vacante el trono del reino de Nápoles, que estaba sujeto a vasallaje pontificio, pero que pertenecía a la casa de Aragón. Alejandro hizo algunos arreglos para casar a César Borgia con una princesa francesa y, eventualmente, darle el trono de Nápoles. Esto suponía, claro, romper la alianza con España y buscar el entendimiento con el nuevo rey de Francia Luis XII. Entonces:
"Fernando e Isabel, que deseaban mantener a los franceses fuera de Italia, se disgustaron con Alejandro por su nueva política francesa, y de acuerdo con Portugal, intentaron atemorizarlo amenazándolo con la reunión de un Concilio general para deponerlo. Enviaron embajadores que, si debemos creer a Zurita -cronista español que escribió más tarde, cuando los prejuicios contra Alejandro se habían fortalecido-, le hicieron saber que "el no era legalmente Papa". El anciano Pontífice contestó que había sido elegido sin una sola opo-sición y que tenía derecho a su título, mientras que Fernando e Isabel eran usurpadores que se habían apoderado en España del poder que por derecho pertenecía a Juana la Beltraneja. Evidentemente, Alejandro se defendió con vigor y acusó a Garcilaso de la Vega, que se hallaba presente, de haber enviado informes falsos. Agregó que la muerte del Príncipe Juan, que había dejado a Fernando e Isabel sin descendientes directos, era un castigo de Dios por sus intromisiones en los derechos de la Iglesia" (36).
Así vamos, pues, con la "colusión" de que hablara el deslenguado andaluz Giménez-Fernández. En verdad, la tensión de las relaciones hispano-romanas llegó a tanto que, según el historiador del Papado, Ludovico von Pastor, se puede conjeturar que hasta hubo un intento cismático por parte de los Reyes Católicos. El P. Leturia lo niega y, en particular, lo desvincula de las ofertas pro-pontificias de Cristóbal Colón. Esto es lo que alega Leturia:
"Recuerda (von Pastor) en efecto, cómo muerto el 7 de abril de ese año (1498) el rey Carlos VIII de Francia, el Papa Borja se apresuró a aliarse con su sucesor Luis XII, dando con ello al monarca francés un inmenso influjo en Italia y poniendo en peligro la conquista recientísima de Nápoles por España. La reacción de los reyes fue violenta. El 19 de noviembre de 1498 sus embajadores echaron en cara al papa su elección dudosa, su simonía y su nepotismo, terminando con la amenaza de un Concilio de reforma. Como Alejandro contestó en forma igualmente infamante para los monarcas y no cambió por el momento de política, se creyó seriamente en Roma que Fernando e Isabel iban a retirar su obediencia al Papa, como lo había ya hecho Alemania: primavera de 1499...
...no hubo tal ruptura ni en 1499 ni en vida de Fernando el Católico. El cauto aragonés supo capear diestramente el temporal de 1499 con un arreglo provisorio de repartición de Nápoles con Luis XII, y con una conducta sinuosa respecto a los planes nepotísticos del Papa Borja. Con ello redujo a meros desahogos diplomáticos sin consecuencias las acaloradas amenazas de sus embajadores de noviembre de 1498. La grande línea de su política hacia el Papado, mezcla compleja de intereses dinásticos y nacionales con persuasiones religiosas, es la que informó la "Liga Santa" de 1495 hasta mediados de 1498, la misma que revivió -precisamente- frente a la intentona cismática del Concilio galicano de Pisa-Milán" (37).
Ese es el estado de la cuestión hasta la muerte de Alejandro VI, en agosto de 1503. Los Reyes, en tanto que Vicario de Cristo, acataban al sucesor de Pedro; pero no se contaban en el coro de los prosélitos de la persona de Alejandro VI. La prueba más acabada de lo que Fernando pensaba de aquel Papa está asentado en esta carta a su embajador en Roma, Francisco de Rojas, del 29 de febrero de 1504, en la cual decía que Alejandro:
"dejó estragadas y fuera de orden las cosas de la Iglesia romana y muchas de la Iglesia universal... aquel pervirtió (la religión y orden y buenas y santas costumbres)... que en esta vida no le queda sino mucha infamia y en la otra es de creer que mucha pena si nuestro Señor no usó con él de grandísima misericordia" (38).
Duro juicio.
Para mayor perplejidad de los seguidores de las tesis de la invalidez de la Donación Indiana por la hipotética colusión del Rey con el Papa, resultó que Fernando -que como se ha visto se llevaba mal con Alejandro VI, el donante- no tuvo problemas con su sucesor Julio II (della Rovere, enemigo de los Borgia). En 1508 se concretó la Liga de Cambray, antiveneciana; y en 1510 la nueva "Liga Santa" contra Luis XII de Francia. Buen motivo para tal alianza fue la conducta cismática del monarca francés. José M. Doussinague -en su obra Fernando el Católico y el Cisma de Pisa- ha sostenido que el rey de Francia no sólo alentó la reunión del conciliábulo de Pisa-Milán, sino que amenazó tomar Bolonia para apresar al Romano Pontífice y el Colegio de Cardenales. Tal atentado se evitó merced a la acción de las tropas españolas, que salvaron la autonomía de la Silla Apostólica -claro que a cambio de tener que desistir de la expedición sobre Túnez, que hubiera coronado la empresa africana de Fernando-. Reunido el Concilio V de Letrán, en 1512, el rey de España envía instrucciones a sus embajadores para que defiendan el principio de la Primacía Petrina por sobre el Concilio, con lo que salió robustecida la Santa Sede. Y es Julio II -no Alejandro VI- quien el 26 de marzo de 1510, otorga una Bula concediendo indulgencias a Fernando por la guerra de Africa, en la que, entre otros conceptos, dice:
"Como pues nuestro querido en Cristo hijo Fernando rey Católico de Aragón y de ambas Sicilias desde el principio se ha conducido de manera que dirigiese sus acciones todas hacia el honor y aumento de la fe ortodoxa...
está preparando al presente pasar personalmente al Africa, reunidas todas las fuerzas de sus reinos, como fortísimo atleta de Cristo, para poner fin a sangre y fuego a tan perfidísima secta (musulmana), borrar la ignominia marcada sobre el pueblo cristiano por espacio de tantos años, recuperar tan gran provincia, más aún, la tercera parte del orbe antes... no sólo contra los moros, sino contra cualesquiera otros infieles...
Y ciertamente para que tenga alguna prueba de la benignidad apostólica y de nuestro amor, siguiendo las huellas de Sixto IV de feliz recordación nuestro tío y de Inocencio VIII nuestros predecesores que concedieron con largueza los dones de su caridad al mismo Fernando Rey y a Isabel su esposa de esclarecida memoria, con ocasión de la recuperación de Granada... y (a quienes) le sigan en la guerra por la fe de Cristo... concedemos indulgencia plenaria y remisión de todos sus pecados desde el día de su nacimiento" (39).
Fernando de Aragón fue, en efecto, un "fortísimo atleta de Cristo", en definición de la Cátedra de Pedro, y sin que acá los calumniadores de oficio pudieran alegar nada. Que es cuanto queríamos anotar al respecto.
5. Colón
Enuncia el filósofo Angel González Alvarez:
"Isabel la Católica esta dibujada en la atmósfera histórica de la constitución de la primera nacionalidad moderna proyectada a la elaboración del Imperio que tuvo por motor la fe, por ejemplo el amor y por resultado la esperanza. La Reina de Castilla es eso: recapitulación y plenitud de España como nación y pregonera y aurora de la hispanidad como imperio del espíritu" (40).
Es un dato casi apodíctico; desde que prácticamente nadie niega el rol de Isabel en el Descubrimiento de América. La cuestión de interés aquí reside en la conducta de Fernando frente a Colón.
El colombista Taviani admite que Isabel tenía mayor simpatía por la personalidad huraña, orgullosa y visionaria del Almirante. Pero, aclara en seguida:
"¿Y Fernando?
Es falsa y exagerada la tesis de que siempre consideró molesto a Colón, que lo haya soportado sólo para complacer a la Reina... El protagonista -Colón- no era ciertamente un hábil político... Por otro lado, no carecía de astucia; fuera por instinto, por intuición o por razonamiento, tuvo la habilidad de no hacer distinciones entre Castilla y Aragón, entre Isabel y Fernando, distribuyendo con equidad los nombres de una y otro a las islas, bahías, montes y aldeas descubiertas, evitando no sólo la confrontación sino incluso la posibilidad de una confrontación...
El mérito del "milagro español" les corresponde, a partes iguales, a Fernando e Isabel... Una sola mente parecía regular la vida de España, completándose recíprocamente la voluntad y las acciones de los dos soberanos... Resulta, por lo tanto, más que difícil, a menudo imposible, distinguir el papel que el Rey y la Reina desempeñaron personalmente en las decisiones tomadas por su gobierno.
Esto es válido también, en lo que respecta a la empresa de Colón. Y explica por qué los historiadores difieren, cuando pretenden atribuir más a la una que al otro el mérito de haberla promovido...
Lamenta... Ballesteros que una negligencia inexplicable haya dejado en la penumbra la figura del rey Fernando. La armonía entre los dos cónyuges, la extraordinaria habilidad y el talento político del rey Fernando, no pudieron faltar en una cuestión de tanta importancia. Sin el consentimiento del Rey, no se habrían firmado las capitulaciones" (41).
Otro colombista, Felipe Fernández-Armesto, esclarece el tramo posterior a la muerte de la Reina, en 1504. Indica que:
"Colón experimentó un fuerte sentimiento de haber perdido a una protectora especial, pero en principio no pareció sentirse inquieto ante la perspectiva de tratar sólo con el rey. En cuanto se enteró de la noticia de la muerte de Isabel escribió a su hijo Diego, que estaba en la corte, con las instrucciones adecuadas... Lo primero que Colón pidió a su hijo fue encomendar afectuosamente con mucha devoción el alma de la Reina, Nuestra Señora, a Dios" ("Su vida siempre fue católica y santa y pronta a todas las cosas de su santo servicio, y por esto se debe creer que está en su santa gloria...).
Colón todavía alimentaba esperanzas con respecto al rey que acababa de enviudar. La elección del título de "cabeza de la cristiandad" con la que se dirige a él y que repite en términos muy similares en otra carta... puede sugerir incluso que el proyecto de Jerusalén ocupaba de nuevo la mente de Colón, ("Después es de, en todo y por todo, de desvelarse y esforzarse en servicio del Rey, Nuestro Señor, y trabajar de quitarle enojos. Su Alteza es la cabeza de la cristiandad...")...
Si hemos de creer en el testimonio de Las Casas (sic), parece que Colón (en 1505) llegó a la conclusión de que el rey no sólo le era hostil, sino también de que el monarca planeaba privar a Diego de su herencia... Sin embargo, parece que sus temores eran infundados.. Fernando estaba muy bien dispuesto respecto a la familia de Colón. Por ejemplo, se preocupó de que Diego recibiera una pensión de 50.000 maravedíes anuales, utilizó la influencia real para conseguir al muchacho un brillante matrimonio con doña María de Toledo, que era sobrina del Duque de Alba y nieta del hereditario almirante de Castilla y, por último, algunos años después restableció a Diego en el cargo de gobernador de La Española, cumpliendo una de las últimas esperanzas del almirante... los testimonios objetivos ponen de relieve que tras la muerte de la reina el rey fue tan generoso con la familia de Colón como lo había sido la pareja real en vida de Isabel" (42).
Los estudiosos del asunto desde la óptica de los Reyes, no son menos categóricos. Desde luego que Isabel -en la frase feliz de Gautier- "creyó al genio bajo palabra". Empero no tuvo que empeñar sus joyas para auxiliar la empresa colombina. Fernando hizo que el escribano Luis de Santángel adelantara los fondos necesarios. En este punto también hay que hurtarse a la mitología; puesto que Santángel fue perfectamente reintegrado por Alonso de las Cabezas, tesorero de la Cruzada en la diócesis de Badajoz, y por Rodrigo de Ulloa, también comisario de la Cruzada en Oviedo y Astorga. Estos, a su turno, actuaron bajo las órdenes de Fernando de Talavera, obispo de Ávila, confesor de la Reina. Todo eso porque esta empresa supranacional que fue la del Descubrimiento -que no se hizo bajo las banderas de Castilla o de Aragón, sino con la Cruz de Covadonga, de la Reconquista Ibérica, que era en España la cruz roja de los cruzados-, pertenecía a la Cristiandad y, por ende, fue subvencionada por la Bula de la Cruzada (43). Por lo demás, si las Indias se incorporaron sólo a la Corona de Castilla, y no a la de Aragón, fue -como lo ha demostrado Juan Manzano Manzano- para evitar el reforzamiento del feudalismo catalán, siendo en eso Castilla más "unitaria". Empero, esto supuso un desprendimiento notable de Don Fernando; lo cual, según lo aprecia Demetrio Ramos Pérez: "es muy propio de la sutilísima política del Rey católico, modelo y cifra de toda habilidad" (44).
Luego, está claro que Fernando no fue ajeno al acontecimiento descubridor. Giménez-Soler refuta de esta forma a quienes, por motivos innobles, intentan separarlo de la hazaña de Colón:
"La injusticia de este trato es manifiesta; el Rey podía creer o no creer en el genovés como uno de tantos que no creían y no merecer por ello que se le censurase. Es mayor la injusticia porque no fue así. Don Fernando apoyó las pretensiones del navegante genovés... si nadie trata de convencer a don Fernando debió ser por estar convencido; si se procura convencer a la Reina es por no estarlo... Hubo, pues, Américas para Castilla gracias a la protección dispensada a Colón por don Fernando".
Tal vez haya una cuota de exageración en estos argumentos, como la hay en el libro entusiasta del aragonés Emilio Lapuer-ta (45). Como fuere, lo seguro es que ambos Reyes aprobaron y sostuvieron la aventura colombina; y cualquier otra teoría no es exacta.
6. Conclusión
El lector tiene ante sí nuestra síntesis. Quizás ya sabría todo eso; quizás no. En esta materia, saberlo o recordarlo, no es inútil. Para recapitular el resumen, ahora podemos aseverar:
1º).- Los Reyes Católicos fueron los fundadores y fundidores de España; es decir: "supieron dar forma a un Estado que sin romper con la Edad Media, cuyos valores supremos acataba básicamente, resultaba el primero de la Edad Moderna, tanto en su estructura interna como en su actuación" (46).
2º).- La unificación hispana la forjaron sobre el entramado religioso de la unidad de creencia. De ahí que todas sus secuelas; la principal, la apuntada por don Marcelino Menéndez y Pelayo, de que España debe a aquellos gloriosos monarcas "su constitución definitiva, y el molde y forma en que se desarrolló su actividad en todos los órdenes de la vida durante el siglo más memorable de su Historia" (47).
3º).- Conforme al historiador Llanos y Torriglia, "Granada no sería su Capua". En ese año de 1492, iniciaron una tríada de cruzadas: la del 2 de enero, contra el Corán; la del 31 de marzo contra el Talmud; y la del 3 de agosto contra la idolatría general (48).
4º).- Además de esos combates espirituales internos unificadores, los Reyes libraron Cruzadas, en sentido estricto; es decir, como empresas bélicas de la Cristiandad, bajo bendición de la Sede Apostólica, con vista a la liberación del Santo Sepulcro (actividad que se había renovado después de la toma de Otranto por los turcos, el 11 de agosto de 1480). Tales fueron las campañas americanas y africanas. "Tenía entonces España ímpetus sobrados para acometer a un tiempo aquellas dos gigantescas hazañas, la conquista de Africa y la de América... los dos proyectos ciclópeos, que él (Fernando) entendía poder llevar a cabo simultáneamente" (49).
5º).- Por eso, y no por otros motivos infamantes, el Papado apoya esas acciones de los Reyes (con las Bulas Indianas, de 1493, y con la Bula Ineffabilis, del 13 de febrero de 1495, para el Africa), y Cristóbal Colón reconoce a Fernando como "cabeza de la cristiandad".
Eso es todo; nada más, y nada menos. Y por eso fueron Reyes "Católicos".
oooooooooooooooooo
NOTAS
(1) Elliott, J. H., La España Imperial 1469-1716, 2ª. Ed., Barcelona, Vicéns-Vives, 1969, p. 132.
(2) Ver, entre otros: José Antonio Maravall, El concepto de España en la Edad Media, Madrid, 1954; Silió Cortés, C., Isabel la Católica, fundadora de España. Su vida, su tiempo, su reinado, 1431-1504, 2ª. Ed., Madrid, 1943; La Torre, Antonio de, El concepto de España durante el reinado de los Reyes Católicos, en: Revista de la Biblioteca, Archivo y Museo del Ayuntamiento de Madrid, nº 23, 1954, ps. 285-294; Fernández de la Retana, L., Isabel la Católica, fundidora de la unidad nacional, Madrid, 1947, 2 vols.
(3) Calmette, Joseph, La formación de la unidad española, Barcelona, Luis de Caralt, 1949, ps. 195, 207.
(4) Calmette, Joseph, op. cit., ps. 207, 209, 212-213, 214, 215.
(5) De los Ríos, Fernando, Religión y Estado en la España del Siglo XVI, México, Fondo de Cultura Económica, 1957, ps. 36, 37, 38, 41, 71, 78.
(6) Pérez, Joseph, Isabel y Fernando. Los Reyes Católicos, Madrid, Nerea, 1988, ps. 365-408.
(7) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap., Isabel la Católica, Estudio crítico de su vida y su reinado, Madrid, B.A.C., 1964, ps. 314, 308; cfr. Menéndez Pidal, Ramón, Significado del reinado de Isabel la Católica, en: Curso de conferencias, vol. 1, ps. 9-30, y España y su historia, Madrid, 1957, t° 2, ps. 9-23.
(8) Cepeda Adán, José, En torno al concepto del Estado en los Reyes Católicos, Madrid, Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Escuela de Historia Moderna, 1956, ps. 211, 212.
(9) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap., op. cit., ps. 460, 455.
(10) P. Imbart de la Tour, Les origines de la Réforme, Melun, 1948, t. I, ps. 7, 9; cfr. Cepeda Adán, José, op. cit., p. 45.
(11) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap. , op. cit., p. 384.
(12) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap., op. cit., ps. 623, 653, 639; cfr. Caro Baroja, Julio, Los judíos en la España moderna y contemporánea, Madrid, 1961, 3 vols.; Suárez Fernández, Luis, Documentos sobre expulsión de los judíos, Madrid, 1964; Fita, Fidel S.J., Edicto de los Reyes Católicos (31 marzo 1492) desterrando de sus Estados a todos los judíos, Biblioteca Academia de Historia, Madrid, nº 11, 1887, ps. 512-528; López Martínez, Nicolás, Los judaizantes castellanos y la Inquisición en tiempos de Isabel la Católica, Burgos, 1954.
(13) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap., op. cit., p. 721; cfr. Rey E., La bula de Alejandro VI otorgando el título de Católicos a Fernando e Isabel, en: Razón y Fe, Madrid, 1952, nº 146, ps. 59-75, 324-347.
(14) Azcona, Tarcisio de, O.F.M. Cap., op. cit., p. 309; cfr. García y García de Castro, R., Virtudes de la Reina Católica, Madrid, 1961; De Llano y Torriglia, Félix, La Reina Isabel fundidora de España, Barcelona, Labor, 1941, ps. 12, 14, 15.
(15) Cepeda Adán, José, op.cit., p. 132.
(16) Giménez-Soler, Andrés, Fernando el Católico, Barcelona, Labor, 1941, pp.7-8.
(17) Moreno Echevarría, J. Ma., Fernando el Católico, Barcelona, Plaza y Janés, 1981, ps. 346-347, 348.
(18) Azcona, Tarcisio de, OF.M.Cap., op. cit., p. 317.
(19) Walsh, W. T., Isabel la Cruzada, 3ª. Ed., Bs.As.-México, Espasa-Calpe, 1955, pp. 189, 190.
(20) Rubio, Julián María, Los ideales y los hombres de la España Imperial, Madrid, Cultura Española, 1942, ps. 80-81; cfr. Gallego Burín, A., Isabel de Castilla: Curso de conferencias sobre la política africana de los Reyes Católicos, Madrid, 1953.
(21) Igual Ubeda, Antonio, La España de los Reyes Católicos, Barcelona, Seix Barral, 1954, ps. 58-61.
(22) Elliott, J. H., op. cit., ps. 50-51, 52, 53.
(23) Del Arco, Ricardo, Fernando el Católico, artífice de la España Imperial, Zaragoza, Ed. Heraldo de Aragón, 1939, ps. 263, 264, 265, 273, 275; ver, también: Vicéns Vives, Juan, Fernando el Católico, príncipe de Aragón, rey de Sicilia, Madrid, 1952.
(24) Comellas, José Luis, Historia de España Moderna y Contemporánea 1474- 1965, Madrid, Rialp, 1967, ps. 74, 75.
(25) Comellas, José Luis, op. cit., ps. 75, 76.
(26) Giménez-Soler, Andrés, op. cit., ps. 193-194, 195-196, 207. Desarrolla ahí la polémica con los apologistas de Cisneros, que a nosotros no nos interesa en particular.
(27) Santamarina, Luys, Cisneros, 4ª. Ed., Bs.As., Espasa-Calpe, 1953, ps. 128-9.
(28) Moreno Echevarría, J. Ma., op. cit., p. 257.
(29) Bataillon, Marcel, Erasmo y España: estudios sobre la historia espiritual del siglo XVI, México-Bs.As., Fondo de Cultura Económica, 1950, t. I, pp.61-2.
(30) Doussinague, José M., La política internacional de Fernando el Católico, Madrid, Espasa-Calpe, 1944, ps. 10, 483, 484, 14, 15, 24, 34, 341, 493.
(31) Doussinague, José M., op. cit., p. 652.
(32) Elliott, J. H., op. cit., p. 58.
(33) Del Arco, Ricardo, op. cit., p. 156; Molinari, Diego Luis, El nacimiento del Nuevo Mundo; 1492-1534, Historia y cartografía, Bs.As., Kapelusz, sf., p. 34.
(34) Azcona, Tarcisio de, O.F.M.Cap., op. cit., ps. 461, 588, 589.
(35) Calmette, Joseph, op. cit., p. 207.
(36) Walsh, W. T., op. cit., ps. 193-194.
(37) Leturia, Pedro de, S.J., Ideales político-religiosos de Colón en su carta institucional del "Mayorazgo", en: Revista de Indias, Madrid, año XI, nº 46, 1951, ps. 692-693, 694-695.
(38) Doussinague, José M., op. cit., ps. 538, 539.
(39) Doussinague, José M., op. cit., p. 591.
(40) González Álvarez, Ángel, Isabel la Católica en el nacimiento de la hispanidad, en: Revista de Estudios Hispánicos, Mza., UNC, Fac. Fil. y Letras, Inst. de Historia, 1954, t. I, p. 38; cfr. Ballesteros Gaibrois, Manuel, La obra de Isabel la Católica, Pamplona-Segovia, Ed. Gómez, 1953, p. 310; Gómez del Mercado y de Miguel, F., Isabel I, reina de España y madre de América. El espíritu y la obra de la Reina Católica en su testamento y codicilo, Granada, 1943.
(41) Taviani, Paolo Emilio, Cristóbal Colón, génesis del gran descubrimiento, Novara, Instituto Geográfico de Agostini, 1982- Roma, 1983, ps. 171, 438.
(42) Fernández-Armesto, Felipe, Colón, Barcelona, Crítica, 1992, ps. 207-208, 209, 81. Un texto más depurado del "Memorial" de Colón a su hijo Diego, de 1504, es el siguiente: "Lo principal es de encomendar afectuosamente con mucha devoción el alma de la Reina, Nuestra Señora, a Dios. Su vida siempre fue católica y santa y fuera del deseo de este áspero y fatigoso mundo. Después es de, en todo y por todo, desvelarse y esforzarse en el servicio del Rey, Nuestro Señor, y trabajar en quitarle enojos. Su Alteza es la cabeza de la Cristiandad; ved el proverbio que dice: "cuando la cabeza duele, todos los demás miembros duelen"; así que todos los buenos cristianos deben suplicar por su larga vida y salud, y los que estamos obligados a servirle más que otros debemos ayudar a esto con grande estudio y diligencia": Cristóbal Colón, Textos y documentos completos, Relaciones de viajes, cartas y memoriales, Selección, prólogo y notas de Consuelo Varela, Madrid, Alianza Editorial, 1982, p. 316.
(43) Azcona, Tarcisio de, OF.M.Cap., op. cit., ps. 674-675; De Llano y Torriglia, Félix, op. cit., ps. 199, 208.
(44) Manzano, Juan, ¿Por qué se incorporan las Indias a la Corona de Castilla?, Madrid, 1942; La incorporación de las Indias a la Corona de Castilla, Madrid, Cultura Hispánica, 1948, La adquisición de las Indias por los Reyes Católicos y su incorporación a los reinos castellanos, en: Anuario de Historia del Derecho Español, Madrid, 1951, t. XXI-XXII; Ramos Pérez, Demetrio, Historia de la Colonización Española en América, Madrid, Pegaso, 1947, p. 21.
(45) Giménez-Soler, Andrés, op. cit., ps. 141, 145, 149; Lapuerta Alfaro, Emilio, Fernando el Católico y la Hispanidad, Zaragoza, Publicaciones del Instituto Cultural Hispánico de Aragón, 1953, ps. 50, 59.
(46) Cepeda Adán, José, op. cit., p. 224.
(47) Menéndez Pelayo, Marcelino, Historia de España, seleccionada en la obra del maestro por Jorge Vigón, 6ª. Ed., Madrid, Cultura Española, 1950, p. 71.
(48) De Llano y Torriglia, Félix, op. cit., ps. 215, 222.
(49) Doussinague, José M., op. cit., p. 357.