LA ANGUSTIA: PLANTEO RELIGIOSO

 

P. Fr. Armando O. Díaz O.P.

 

"Vuestra tristeza se convertirá en gozo" (Jn... 16, 20).

 

El hombre, obra maestra de Dios, está colocado entre lo visible y lo invisible: lo visible por el cuerpo, y lo invisible por el alma espiritual.

La vida de todo hombre consiste en ser un nexo, un gozne entre lo inferior y las cosas superiores del espíritu. Es así que el hombre no es un ángel ni una bestia; no es un ángel porque posee un cuerpo mortal, y no es una bestia porque posee un alma espiritual abierta a Dios y a la comunicación con los ángeles; de ahí que sean tan peligrosos, en la concepción del hombre, tanto los bestialismos como los angelismos.

"Es peligroso hacer ver demasiado al hombre cuán igual es a las bestias, sin mostrarle al mismo tiempo su grandeza -observa Pascal-. Es también peligroso hacerle ver su grandeza sin su bajeza. Es todavía más peligroso dejarle ignorar lo uno y lo otro. Pero es muy ventajoso representarle lo uno y lo otro. No es menester que el hombre vea que es igual a las bestias, ni a los ángeles, ni que ignore lo uno y lo otro, sino que sepa lo uno y lo otro. El hombre no es ángel ni bestia, y la desdicha hace que el que quiera hacer de ángel hace de bestia". (Pensamientos, nos.. 328-330).

La dificultad estriba por lo tanto, en desconocer la grandeza y la pequeñez del hombre, grandeza en la apertura hacia las cosas superiores y pequeñez por ser criatura. Ciertas concepciones antropológicas o caen en un optimismo desmedido, exagerado, igualando al hombre con la divinidad, o en una visión enteramente pesimista, por ejemplo, la luterana, en la cual todo lo que sale del hombre es pura corrupción. En cambio, la verdadera postura descubre que el hombre, creatura de Dios, está llamado por un lado a una grandeza muy elevada que San Juan de la Cruz expresa en uno de sus famosos Avisos y Sentencias:

"Un solo pensamiento del hombre vale más que todo el mundo; por tanto, sólo Dios es digno de él" (n.32).

 

Y, por otro lado, también se da la fragilidad en la experiencia humana: los límites, las imperfecciones, el pecado, etc. Como nos recuerda Pascal:

"El hombre es una caña, la más débil de la naturaleza; pero es una caña pensante. No es menester que el universo entero se arme para aplastarla: un vapor, una gota de agua es suficiente para matarlo. Pero aun cuando el universo lo aplastase, el hombre sería todavía más noble que el que mata, porque sabe que muere, y la ventaja que el universo tiene sobre él, el universo nada sabe.

Toda nuestra dignidad consiste, por lo tanto, en el pensamiento. De ahí es de donde nos es menester realzarnos, y no del espacio ni del tiempo, que no podremos llenar. Trabajamos por consiguiente en pensar bien: de ahí el principio de la moral" (Pensamientos, n.264).

Esta grandeza y fragilidad en todo ser humano, nos lleva a un cierto binomio: los límites, la propia nada, y por otro lado el deseo de superación y de perfección en Dios. Es en este ámbito donde se debe ubicar la angustia, la cual es denominada la enfermedad del siglo (1). Ahora bien, la angustia ¿qué lugar ocupa en la vida psicológica y espiritual del hombre? ¿es una enfermedad o un vicio? ¿qué es? Todo esto nos lleva a preguntarnos por las causas que la producen, es decir, su origen. Y al preguntar por las causas hacemos un planteo al revés de las soluciones relativistas y decadentes que presenta nuestra sociedad frente a las miserias que acosan y destruyen. Así por ejemplo, generalmente, se combate el efecto y no la causa, como con el sida, la pornografía o cualquier otro mal. No se busca atacar el mal en su raíz, que en el caso del sida, está en no buscar la relación entre hombre y mujer como Dios lo establece, teniendo relaciones corruptas y degradantes de hombre con hombre y mujer con mujer.

Pasando a la angustia, algunos autores la ven como un efecto del pecado (2), o una tristeza no superada (3), o un malestar interno, sin llegar a ser enfermedad, (4), o un estado anímico que conduce al pecado (5), o un efecto del temor o de la ansiedad (6).

Nuestro enfoque acerca de la angustia, va a ser en el ámbito teológico, sin desconocer los aportes psicológicos y filosóficos. Y así como la fe supone la razón para elevarla y perfeccionarla, así la buena teología no anula los aportes de la verdadera psicología y filosofía.

Los problemas humanos, incluyendo el de la angustia, son materia de preocupación para la teología, vistos desde la luz de la fe que es en definitiva el ámbito donde se descubre la verdadera dimensión de tales problemas. La Iglesia, cuando los trata, lo hace desde una dimensión superior, de una dimensión más profunda que cualquier otra ciencia humana.

"El magisterio eclesiástico -observa agudamente el Papa Juan Pablo II- cuando entra en los ámbitos que son objeto de investigación de los hombres de ciencia, no lo hace en virtud de una competencia científica particular. ‘La Iglesia sólo interviene en virtud de su misión evangélica: tiene el deber de dar a la razón humana la luz de la revelación, de defender al hombre y de velar por su dignidad de persona, dotada de alma espiritual, de responsabilidad moral y llamada a la comunión beatífica con Dios’ (Congregación para la Doctrina de la Fe, Donum Vitae, n.5). Dado que se trata del hombre, los problemas rebasan el marco de la ciencia, que no puede explicar la trascendencia de la persona ni dictar las normas morales que nacen del lugar central y de la dignidad primordial que le corresponde en el universo (Conf. Juan Pablo II, Discurso a los Miembros de la Academia Pontificia de Ciencias, 28/10/1994; L’Osservatore Romano, ed. en lengua española, 4/11/1994, p.22)" (Juan Pablo II, Discurso a la Conferencia Internacional de Agentes Sanitarios, 9/12/1994, p.7).

Por tanto la angustia, un problema del hombre que afecta a lo humano, debe ser visto en su totalidad. La Teología Católica apoyada en las Sagradas Escrituras, el Magisterio y la Tradición va a ayudar a explicitar este drama humano y a darle solución. Como bien observa Von Balthasar: "La palabra de Dios no tiene miedo de la angustia. Entra en ella con el mismo poderío que en todo lo que caracteriza al hombre como hombre (Y sólo le conocemos en la situación de caída y de Redención en vías de cumplimiento). Como el dolor y la muerte, la angustia no es para la palabra de Dios un pudendum que no haya que nombrar" (7). Tampoco podemos decir que la Revelación entra en las miserias humanas por una curiosidad morbosa o por una vanidad intelectual, sino para elevar al hombre en las cosas de Dios. "Pero tampoco se puede afirmar lo contrario : que la palabra de Dios adquiera un interés especial, como de curiosidad, por la angustia del hombre y de la criatura en general: que la saque a la luz, que la pretenda o que la fomente: sino que la asume como una de las condiciones básicas del existir humano, para darle otro valor desde su supremo observatorio, lo mismo que todo lo humano es barro en la mano del Creador y Redentor" (8).

 

I. La Angustia

a. Etimología

Lo primero para descubrir la realidad, es basarnos en lo que ella es; de ahí que la palabra -signo exterior del verbo mental- nos revela el ser de las cosas.

La palabra angustia viene del latín: angustia: angostura, dificultad y éste del griego: aggos: aflicción, congoja. Esta palabra hace referencia a un estado anímico de turbación interior. Por ejemplo en algunos diccionarios leemos: angustia: "Intranquilidad con padecimiento intenso, por ejemplo por la presencia de un gran peligro o la amenaza de una gran desgracia" (9); "Aflicción, congoja, mesticia, desconsuelo, tósigo, ahogo, agonía, agobio, amargura, ansia, consternación, tribulación, quebranto..." (10).

La angustia, hace referencia al estrechamiento del espíritu, al angostamiento emotivo por las diferentes dificultades que se presentan. El hombre angustiado es como un ser quebrado, está vuelto hacia sí, en un repliegue de su ser, dominado por la tristeza. En su etimología, la palabra angustia refleja una relación al espacio. Angustia es limitación espacial: angustioso es un camino que tiene los inconvenientes de la estrechez. Toda estrechez por lo mismo es angustiosa. No es la estrechez de la exigencia evangélica, del camino recto, sino la estrechez que se cierra a lo trascendente, la que se queda en lo inmanente.

Otro matiz de la palabra angustia es que en la misma raíz griega quiere decir estrangular, es decir, hace referencia a la "opresión". En gran parte de la "literatura médica, angustia y ansiedad aparecen como términos sinónimos, y en algunas lenguas como la alemana existe un vocablo que agrupa indistintamente a las dos: Angst. En cambio en francés existen dos conceptos: angoise y anxiéte. Lo mismo sucede en la lengua, inglesa: anguish y anxiety. En castellano hablamos también de dos experiencias distintas, aunque con gran frecuencia los psiquiatras no hacemos uso de esas distinciones y empleamos una u otra" (11).

La angustia es un agobio espiritual, una tristeza no superada; el alma angustiada queda atrapada por el problema, por el mal presente.

La angustia es como un "impedimento de fuga" (Sto. Tomás, I-II, 35, 8), produciendo "una ansiedad" en el alma, "que de tal modo oprime el ánimo, que no hay refugio alguno" (Ibíd.). También, a manera de aclaración, decimos que la angustia viene más de la tristeza que del miedo; de ahí que cuando uno "se angustia de algo -observa el P. Castellani- por ejemplo de un peligro, entonces no hay angustia, hay miedo. La angustia típica es cuando uno tiembla de nada. Pero entonces ¿la nada es algo? sí; es la limitación -el defecto, la privación. Si en el hombre no hubiera algo en cierto modo infinito encerrado en algo finito, no podría haber angustia. El pudor es una especie de angustia, la tentación es una especie de angustia y el miedo a la tentación, también" (12).

 

b. Las causas de la angustia

Preguntar por la causa de un mal, de un vicio, es hacer referencia a aquello a partir de lo cual algo se produce, la raíz. Lo que sí, no basta descubrir la causa, que es el punto de partida, sino que es necesario corregirla, aplicar la solución adecuada. La verdadera curación-recuperación es cuando se trabaja sobre la causa que produce dicha turbación.

La angustia, como malestar humano ¿tiene una causa o varias? La respuesta no es simple. Pensamos, inicialmente, que se dan varias causas que la provocan.

 

1. El Pecado

La angustia, ¿es efecto del pecado, o el pecado es efecto de la angustia? Con este interrogante nos planteamos por la primera posible causa ya que el pecado está en la base de todos los males.

No se comprende el mal del hombre, como las imperfecciones, sin ubicarnos previamente en esta terrible carencia que es el pecado; y antes; sin hacer referencia al estado de perfección de nuestros primeros padres. La afirmación bíblica: "En el principio creó Dios los cielos y la tierra" (Gén. 1, 1) expresa que todo lo que hay en el cielo y en la tierra ha sido creado por Dios, que tiene a Dios como único Autor. Dios creó todo por su Logos, por su Palabra: porque "en El fueron creadas todas las cosas, las del cielo y de la tierra, las visibles y las invisibles" (Col. 1, 16). Pero Dios no sólo crea las cosas, el universo, sino que las hace partícipes de su bondad y perfección, de ahí que dice el Génesis que luego que Dios hizo cada obra "vio que era buena".

Nuestros protoparentes, Adán y Eva, fueron creados desde el principio y colocados en un lugar de privilegio, por encima de los seres visibles, y con una cierta familiaridad con los ángeles y Dios. Desde el comienzo fueron elevados a la vida sobrenatural, eran los amigos de Dios, conversaban con El en la intimidad. La expresión "a imagen y semejanza" indica que fueron hechos para reflejar al Creador, la imagen en cuanto al ser, por el alma espiritual, la semejanza por la divinización.

Pero el estado paradisíaco duró poco; vino el pecado, el cual implica una rebeldía y una ruptura con Dios. El pecado original de nuestros primeros padres significó el paso de la amistad con Dios a la enemistad, de la vida espiritual a la muerte interior, de estar en el paraíso a ser expulsado de el. El pecado es alejarse de Dios y caminar a la nada de muerte y condenación.

Pero analicemos un poco más el pecado, es decir, cómo se produce. Eva, cuando empezó a dialogar con el demonio, príncipe de la mentira y homicida desde el principio (Cfr. Juan 8, 44), entró a relacionarse con la tentación; después, al consentir en ella vino su caída. El demonio, el tentador, al principio sugiere, insinúa "de comer del árbol", luego pasa a cosas peores: "Se abrirán vuestros ojos" "seréis como dioses". La base del engaño diabólico es la mentira. Eva, cuando fue tentada tuvo que elegir entre lo que Dios le proponía: la verdad y lo que el demonio sugería: la mentira. Ella fue libre de elegir, pero al aceptar al demonio consintió ser engañada por él: se hizo aliada de la mentira. Pero cuando se cae, se cae con todo; Eva luego favoreció que Adán cayera.

Debemos afirmar siempre que Adán y Eva fueron libres antes del pecado, de rechazarlo o aceptarlo, "ya que el hombre no está predestinado al mal" (Juan Pablo II, Evangelium Vitae, n.2).

Luego de esto vinieron las terribles consecuencias que son: dar la espalda a Dios, ocultarse de El. "Cuando oyeron a Yahvé Dios que se paseaba por el Jardín al fresco del día, se escondieron de Yahvé Dios el hombre y su mujer" (Gén. 3, 8). Esconderse equivale a ocultarse, es decir huir de la presencia de Dios. Se ocultan "en medio de la arboleda del jardín (vers. 8). Antes, al hombre las creaturas le servían para elevarse a Dios, ahora se esconde en ella para evadirse del Creador. Y Dios, que penetra hasta lo más íntimo de las cosas y que no hay ocultamiento posible delante de El les pregunta: "¿dónde estás? (Gén. 3, 9), a lo que el hombre contesta: "te he oído en el jardín y temeroso porque estaba desnudo me escondí" (Gén. 3, 10). La pregunta de Dios "¿dónde estás?", es como si le preguntara en qué lugar te encuentras, a dónde has caído; la respuesta de Adán es de justificación, de excusa, en síntesis, la mentira. Esta justificación mentirosa conlleva al traspaso de la culpa, el no aceptar que él libremente y porque quiso cometió el pecado. Adán le hecha la culpa a su mujer: "La mujer que me diste por compañera me dio de él y comí". Dijo pues Yahvé Dios a la mujer: "¿por qué has hecho eso?", y contestó la mujer: "La serpiente me engañó y comí" (Gén. 3, 12-13). El traslado de la culpa del hombre a la mujer y de la mujer a la serpiente indica un no reconocimiento objetivo del propio pecado.

Luego de esto viene el castigo de parte de Dios a la serpiente, a Adán y Eva (Cfr. Gén. 3, 14 y ss.).

El pecado original, pecado de soberbia, provocó una caída desde Dios, a un desorden y esclavitud en las creaturas. El pecado original, como cualquier otro pecado, es la pérdida de la paz interior. La angustia, en este sentido, es efecto de este desorden inicial, de esta privación de perfección. Para Kierkegaard, la angustia es consecuencia del pecado: "La angustia que trae consigo el pecado tiene, ante todo, realidad cuando el individuo mismo pone el pecado" (13). La angustia, como trastorno humano, es un invento del diablo, ya que lleva a alejarse de Dios.

"La angustia es la filosofía de Satanás y del condenado en el infierno. El condenado sufre la doble penalidad de daño y de sentido, siendo la angustia estado connatural de su existencia. No es algo extraño la angustia como constitutiva del ser en el mundo, en un mundo sin Dios, en el castigo de Dios, que vive ya los resplandores del infierno... La angustia es la filosofía del demonio; más bien es un reflejo en el mundo del pecado de obstinación en el mal, propio del diablo" (14).

Por lo tanto el pecado original no queda en Adán, sino que pasa a todos los hombres: "por un hombre entró el pecado en el mundo y por el pecado la muerte" (Rom. 5, 12); es un pecado que se transmite no por imitación sino por vía de generación. "Sostenemos -observa el Papa Pablo VI- con el Concilio Trento, que el pecado original se transmite con la naturaleza humana, no por imitación sino por propagación y por tanto es propio de cada uno" (El credo del Pueblo de Dios). Este primer pecado inunda todo el género humano, excepto a Cristo y la Virgen María, en razón de los méritos de su Hijo. El pecado original:

"es la privación de la santidad y de la justicia originales, pero la naturaleza humana no está totalmente corrompida: está herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al imperio de la muerte e inclinada al pecado (esta inclinación es llamada ‘concupiscencia’). El bautismo, dando la vida de la gracia de Cristo, borra el pecado original y devuelve el hombre a Dios, pero las consecuencias para la naturaleza, debilitada e inclinada al mal, persisten en el hombre y lo llaman al combate espiritual." (Catecismo de la Iglesia Católica, n.405).

Y lo más grave -en este aspecto- no sólo es el pecado, sino lo que se denomina ‘la pérdida del sentido del pecado’; del hombre que no acepta la realidad del pecado. "Seguramente el pecado más grave del mundo de hoy -observa el Papa Pío XII- es que los hombres están empezando a perder el sentido del pecado". No tener sentido del pecado es no reconocer la ofensa hecha a Dios. La mentalidad secularista, atea y relativista, lleva a no ver el pecado.

"El pecado: una palabra que hoy se silencia; la mentalidad de nuestro tiempo rehuye no sólo la consideración del pecado por lo que es, sino incluso el hablar de él. Esta palabra parece fuera de uso, como un término inconveniente, de mal gusto. Y se entiende por qué. La noción de pecado implica otras dos realidades de las que el hombre moderno no quiere ocuparse: una realidad trascendente, absoluta, viviente, omnipresente, misteriosa, pero innegable: Dios; Dios creador que nos define como creaturas suyas. Quiérase o no, «en Dios vivimos, nos movemos y existimos», dice San Pablo en su discurso del Areópago de Atenas (Act 17, 28); todo lo debemos a Dios: el ser, la vida, la libertad, la conciencia, y por ello nuestra obediencia, condición del orden, de nuestra dignidad y de nuestro verdadero bienestar; Dios amor que vela sobre nosotros, inmanente, que nos invita al coloquio paterno-filial de su comunión, de su reino sobrenatural. Y una segunda realidad subjetiva y con relación a nuestra persona, una realidad metafísico-moral; es decir, la relación insuprimible de nuestras acciones con el Dios presente, omnisciente, que cuestiona nuestra libre elección. Toda acción libre y consciente nuestra tiene este valor de elección de conformidad o disconformidad con la ley, esto es, con el amor de Dios, y en él se transcribe, por decirlo así, y en él registra nuestro sí o nuestro no. Este no, es el pecado. Es un suicidio" (Papa Pablo VI, 8-3-1972).

El pecado es algo más que un defecto, es una transgresión voluntaria contra Dios, que repercute principalmente en el sujeto que lo realiza. La principal víctima es el que peca.

"Porque el pecado no es únicamente un defecto nuestro personal, sino una ofensa interpersonal que desde nuestra persona llega a Dios; no es solamente una falta a una legalidad del ordenamiento humano, una culpa contra la sociedad o contra nuestra lógica moral interior. Es una rotura mortal del vínculo vital, objetivo, que nos une a la fuente única y suma de la vida, que es Dios. Con esta primera y fatal consecuencia: que nosotros, capaces, en virtud del don de la libertad que hace al hombre «semejante a Dios» (cf. Par. 1, 105), de perpetuar tan fácilmente esta ofensa, esta fractura, no somos ya capaces, por nosotros mismos de repararla (cf. Jn. 15, 5). Somos capaces de perdernos, no de salvarnos. Esto nos hace reflexionar hasta dónde llega nuestra responsabilidad. El acto se convierte en estado: un estado de muerte. Es terrible. El pecado lleva consigo una maldición que sería condena irreparable si de Dios mismo no partiese en nuestra ayuda una iniciativa, reveladora de su omnipotencia en la bondad y en la misericordia. Esto es maravilloso. Esta es la redención, la suprema liberación. Dice una estupenda oración litúrgico-teológica: «Oh Dios que manifiestas especialmente tu poder con el perdón y la misericordia...» (Colecta del décimo domingo después de Pentecostés, en el antiguo misal). La idolatría del humanismo contemporáneo, que niega o descuida nuestra relación con Dios, niega o descuida la existencia del pecado. Deriva de ella una ética insensata. Loca de optimismo, porque tiende a hacer lícito todo, lo que gusta y lo que agrada; y loca de pesimismo, porque priva a la vida de su sentido profundo, proveniente de la distinción trascendente entre el bien y el mal, y la envilece en una visión final de angustiosa y desesperada fatuidad" (Ibíd.).

 

2. Los límites humanos

El ser criatura implica un límite no fácil de aceptar y de admitir. Una de las tentaciones más terribles que todos tenemos es el de no ubicarnos en nuestro propio lugar, en nuestra propia contingencia y de no ver que somos seres perfectibles. La humildad, que es andar en la verdad, es la virtud que nos frena en la falsa manera de amarnos y, a la vez, nos sujeta a Dios, que es el Todo, lo único necesario.

La Palabra de Dios va a señalar siempre la distinción entre la criatura y el Creador y la primacía del Autor de todas las cosas. "Todos los pueblos son delante de El como nada o vanidad" (Is. 40-17). "Tú sin Dios, eres menos ser -observa S. Agustín-; y tú, en cambio, con Dios no aumentas en nada su Ser" (In Io. 11, 5). Dios le va a decir también a Sta. Catalina de Siena: "toda la perfección consiste en saber que tú eres la que no eres y Yo Soy el que Soy".

Y aunque los límites se dan en nuestro ser, sin embargo Dios crea al hombre para que se trascienda, y se supere a sí mismo. "El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre -plantea el Catecismo de la Iglesia Católica-, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios; y Dios no cesa de atraer al hombre hacia sí, y sólo en Dios encontrará el hombre la verdad y la dicha que no cesa de buscar" (n.27). Pero esta inclinación profunda, el hombre por un mal uso de la libertad la puede desviar, torcer, "olvidar, desconocer e incluso rechazar explícitamente. Tales actitudes pueden tener orígenes muy diversos: la rebelión contra el mal en el mundo, la ignorancia o la indiferencia religiosas, los afanes del mundo y de las riquezas, el mal ejemplo de los creyentes, las corrientes de pensamientos hostiles a la religión, y finalmente esa actitud del hombre pecador que, por miedo, se oculta de Dios y huye ante su llamada" (ibíd., n. 29).

La solución está en descubrir que en el "principio de mi existencia hay una iniciativa, Alguien que me ha dado a mí... Que me ha dado en absoluto, y en cuanto este ser determinado. No como hombre, sin más, sino como este hombre: perteneciendo a este pueblo, a este tiempo, a este tipo y a estas condiciones" (15). La real aceptación de sí mismo está en ver en sí mismos los talentos, cualidades para perfeccionarlos, y también los defectos, imperfecciones, para corregirlos.

"En la raíz de todo está el acto por el cual me acepto a mí mismo. Debo estar de acuerdo con el ser que soy. De acuerdo con tener las propiedades que tengo. De acuerdo con estar en los límites que se me han trazado. Todo eso se hace especialmente difícil cuando percibo no sólo los límites, sino las insuficiencias y defectos de mi ser: fallos de la salud, trastornos en la armonía psíquica, cargas de herencia de antepasados, estrechez por la situación histórica y social y así sucesivamente" (16).

Y los límites del propio ser, cuando no se los acepta adecuadamente, llevan a la ansiedad, a "aquella experiencia interior en la que todo es inquietud, desasosiego" (17), turbación interior. Nadie puede estar tranquilo si en lo profundo de su ser vive alejado de sí, como un forastero en la propia casa. Todo esto conduce a la ansiedad, en la que pueden darse tres clases de manera concreta.

La primera: es la "angustia existencial", que según Enrique Rojas, "no es patológica. La tiene todo ser humano por el solo hecho de serlo. (La angustia existencial) es aquella que proviene de la inquietud de la vida y nos pone frente a frente con nuestro destino, con la muerte y con el más allá" (18).

La angustia existencial no es patológica, es decir, no hay que confundirla con la enfermedad; ya que la enfermedad es la privación de la salud. A la enfermedad se la puede definir como "cierta desordenada disposición del cuerpo, por la cual disuelve la igualdad en la cual consiste la razón de la salud" (S. Th. I-II, 82, 1; además, ib., ad.1). En un sentido propio la enfermedad se aplica al cuerpo cuando pierde la salud. En cambio la angustia afecta al alma inquietándola. Es un problema inicialmente del alma y que luego incide en el cuerpo.

"Es preciso hacer una restricción. Se trata de la apreciación del fenómeno de la angustia. Lo que hoy en día nos llama la atención acerca de este fenómeno en los escritos sobre el mismo es una tendencia precipitada, sumamente sospechosa, a equiparar la angustia con la enfermedad. En favor de una libre visión debe reaccionarse con la mayor energía contra esta identificación. Por más que siempre un pathos , un estado de padecimiento de cualquier índole, esto no significa que la angustia sea sin más una enfermedad, y, por consiguiente, no es objeto de la patología a menos que nos entreguemos a la simpleza de ver una disposición patológica en la vocación fundamental del hombre por el sufrimiento. La identificación, que hacen muchos, de la angustia con la neurosis de la angustia fuerza la realidad de los hechos. Debe procederse exactamente a la inversa: sólo quien ha comprendido el papel positivo de la angustia en el deber de la antropogénesis del individuo está capacitado para distinguir entre la angustia como fenómeno patológico y su función necesaria en la organización total del hombre" (19).

La segunda es la "ansiedad exógena", que no es propiamente ansiedad. Es producida por estímulos externos.

"La ansiedad exógena no es todavía propiamente ansiedad; mejor sería llamarla de otro modo. Es aquel estado de amenaza inquietante producido por estímulos externos de muy variada condición: conflictos agudos, súbitos, inesperados; situaciones encronizadas de tensión emocional; crisis de identidad personal; problemas provenientes del medio ambiente. Hoy se ha popularizado en el argot psiquiátrico hablar de los life events: acontecimientos de la vida que se sitúan en la antesala de la ansiedad, ejerciendo una fuerza y un poder de generarla a través de situaciones que entrañan algún riesgo o peligro, y que forman un amplio conjunto de factores que van desde problemas afectivos, dificultades laborales, fracasos sentimentales, problemas financieros, pérdida de seres queridos y un larguísimo etcétera" (20).

Y por último la ansiedad endógena que surge desde "dentro", por alteraciones físicas, orgánicas.

"La ansiedad endógena es la ansiedad propiamente dicha. Proviene, como hemos mencionado con anterioridad, de los sentimientos vitales. De ese estrato llamado la vitalidad en donde parece que confluyen lo somático y lo psíquico. Lo que Novalis llamaba la costura entre el alma y el cuerpo. La produce el organismo. Viene de la endogeneidad. Deriva de un trastorno psicofisiológico de estructuras cerebrales implicadas en la regulación de la vida emocional. Se trata de una serie de estructuras nerviosas, entre las que se destaca el sistema límbico principalmente; la corteza cerebral, un sistema de interrelación que se establece entre los dos anteriores, a los que deben añadirse una serie de sistemas de activación (unos específicos para cada tipo de trastorno emocional y otros inespecíficos), toda la endocrinología y el sistema nervioso vegetativo" (21).

 

3. La Tristeza

La tristeza nos lleva al estudio de las pasiones, las cuales son el movimiento del apetito sensitivo que surgen por la aprehensión del bien o del mal sensible, con cierta conmoción refleja más o menos intensa en el organismo.

Esta ubicación de la tristeza en al ámbito de las pasiones nos ayuda para mejor comprender a la angustia, que según el esquema de Santo Tomás, es una tristeza no superada. Las pasiones, son aquellos movimientos del apetito sensitivo que producen una cierta conmoción física, que afectan el ser del hombre. Dentro de las pasiones se encuentran las del apetito irascible, que tienden al bien arduo y difícil. Este apetito irascible, según la escolástica se divide en cinco:

 

                       el bien arduo...     Posible......    Esperanza

En el                        ausente...      Imposible...   Desesperación

apetito               el mal arduo...     Superable...    Audacia                                    ausente...    Insuperable.... Temor

  irascible            el mal arduo...       presente .....  Ira

 

 

Por otro lado se encuentra el apetito concupiscible, por el que las pasiones tienden al bien deleitable y de fácil consecución. Las pasiones de este apetito son seis:

                         El bien simplemente aprehendido.. Amor

                         El mal, opuesto al bien................... Odio

En el apetito       El bien futuro ................................. Deseo

concupiscible      El mal futuro ................................. Aversión o fuga

                           El bien presente ............................ Gozo

                            El mal presente ............................ Tristeza o dolor

 

Según este esquema la tristeza-pasión se encuentra dentro del apetito concupiscible; se da cuando hay un mal presente. Santo Tomás, en la Suma Teológica, inicialmente ubica a la tristeza en relación con el dolor. El dolor se dice primero del cuerpo "porque la causa del dolor está en el cuerpo, por ejemplo cuando sufrimos algo nocivo al mismo. Pero el movimiento del dolor está siempre en el alma, puesto que el cuerpo no puede dolerse si no se duele el alma, como dice San Agustín (in Psal. 86)" (S. Th. I-II, 35, 1, ad.1 m).

Paso seguido se pregunta si la tristeza es igual al dolor. La respuesta es que la tristeza es una especie de dolor.

"Debe decirse, que la delectación y el dolor pueden ser producidos por dos clases de aprehensión: por la aprehensión del sentido exterior, o por la aprehensión del sentido interior, o del entendimiento o de la imaginación. Mas la aprehensión interior se extiende a muchas más cosas que la exterior, porque todas las que caen bajo la aprehensión exterior caen también bajo la interior, y no viceversa. Así, pues, sólo aquella delectación que procede de la aprehensión interior se denomina gozo, como se ha dicho (C. 31, a.3). E igualmente aquel solo dolor que es producido por la aprehensión interior se llama tristeza. Y así como aquella delectación que proviene de la aprehensión exterior se denomina en verdad delectación y no gozo; así aquel dolor que se deriva de la aprehensión exterior se llama ciertamente dolor, pero no tristeza. Por lo tanto, la tristeza es alguna especie del dolor, como el gozo es una especie de delectación" (S. Th. I-II, 35, 2).

La tristeza no sólo es una especie de dolor sino que es contraria a la delectación, ya que se produce por la presencia de un mal.

"La tristeza, pues, y la deleitación, como son las pasiones, se especifican por los objetos. Y ciertamente tienen contrariedad según su género, porque uno se refiere a la persecución, el otro a la fuga, las cuales se hallan en el apetito, como la afirmación y la negación en la razón, según se dice (Ethic. 1.6, c.2). Por lo tanto, la tristeza y la delectación que versan acerca de lo mismo tienen oposición entre sí según su especie. Pero la tristeza y la delectación acerca de cosas diversas, si estas cosas diversas no son opuestas, sino dispares, no tienen oposición entre sí, según su especie, sino que son también dispares (independientes), como entristecerse por la muerte de un amigo, y deleitarse en la contemplación. Pero, si los objetos diversos son contrarios, entonces la delectación y la tristeza no tienen contrariedad según la especie, sino que aun tienen conveniencia y afinidad, como alegrarse del bien y entristecerse del mal" (S. Th. I-II, 35, 4).

Y ahora bien, la angustia, según Santo Tomás, se encuentra como una especie de tristeza. Según el doctor común el objeto propio de la tristeza es el mal y de ahí se divide en cuatro especies. 

"Y hablando así se asignan aquí especies a la tristeza por la aplicación del concepto de tristeza a algo extraño. Lo cual extraño puede ser considerado ya por parte de la causa u objeto, ya por parte del efecto. Porque el objeto propio de la tristeza es el propio mal. Por lo cual el objeto extraño de la tristeza puede entenderse ya por relación a otro solamente, es decir, porque es mal, aunque no propio; y así tenemos la compasión, que es tristeza del mal ajeno, en cuanto sin embargo se estima como propio. O bien bajo esta doble relación, que no es ni de lo propio ni de lo malo, sino del bien ajeno, en cuanto sin embargo el bien ajeno se estima como mal propio. Y tal es la envidia. Mas el efecto propio de la tristeza consiste en cierta fuga del apetito. Por lo cual lo extraño, con relación al efecto de la tristeza, puede entenderse en cuanto a otro solamente, y como impeditivo de la fuga. Y tal es la ansiedad, que de tal modo oprime el ánimo, que parece no hay refugio alguno, por lo cual con otro nombre se la llama angustia. Pero si esta opresión llega a tanto que inmovilice los miembros exteriores para obrar, lo que pertenece a la acedía; en este caso será extraño en cuanto a ambas cosas, puesto que ni hay fuga ni está en el apetito. Por eso dícese especialmente que la acedía priva de la voz porque la voz, entre todos los movimientos exteriores, es la que mejor expresa los conceptos y afectos internos, no solamente en los hombres, sino también entre los otros animales, como se dice en Polit. (1, 1, c.2)" (S. Th. I-II, 35-8).

La angustia, por tanto, es una tristeza no superada que estrecha y oprime el alma. El espíritu decae, se angosta; se produce lo contrario a lo que aconsejan los grandes místicos, por ejemplo Santa Teresa, que dice: "No dejéis que se os encoja el ánima y el ánimo, que se podrán perder muchos bienes" (Camino de Perfección c. 41, n.8), o San Juan de la Cruz que nos indica de no tener un "ánimo aniñado" Epistolario Carta 16).

 

4. El Aburrimiento

Un elemento que también puede llevar a la angustia es el aburrimiento. El aburrimiento es propio de aquél que no sabe gozarse de las cosas, se da en las almas vacías, y es un efecto generalmente del pecado.

Quien se aburre ha dejado de asombrarse, de maravillarse por el ser de las cosas; en cambio "el que se admira no osa expresar un juicio sobre lo que admira porque tiene miedo de no lograr hacerlo; pero mira hacia el porvenir" (Suma Teológica I-II, 41, 4 ad.5). La admiración es un santo asombro.

El aburrimiento es efecto de una cierta apatía interior. Pero en esto debemos aclarar que la vana alegría, como la tristeza desordenada, conduce al aburrimiento interior, son dos caras de una misma moneda.

"Pero no es sólo vergüenza; es también falta de voluntad. Es una filosofía hedonista, y el hombre pretende tener derecho a la felicidad, sin saber siquiera cuánto sufrimiento se procura con ello, pues esa pretensión de felicidad lo destroza. Es como un cheque sin fondos en un banco equivocado. Quizá sea bueno buscar la felicidad. Los cristianos deberían ser realmente los hombres más felices. Pero depende de cómo y de dónde se busque. La mayoría lo mezclan con un poco de todo: un poco de dinero, algo de televisión, viajar, algo de culturilla, algo de ciencia, un poco de todo. El Tener se escribe con mayúsculas. Sólo que así se busca la felicidad en el lugar equivocado. No se entiende que la felicidad va munida a la cruz. Dios oculta la felicidad en el sufrimiento prolongado, pues quien lo acepta, experimenta en ello una especial cercanía a Dios, que supera con mucho toda otra felicidad" (22).

La pérdida de trascendencia, la monotonía y lo rutinario de las cosas conduce al aburrimiento, ya que "quien cree de veras, nunca se aburre" (23); en cambio quien no cree, por su fe tibia se aburre. Las cosas hechas sin amor a Dios, sin generosidad, sin enamoramiento, llevan al aburrimiento. "Es mucho más fácil morir que soportar un matrimonio aburrido" (24). Los aburridos son los que poseen la melancolía (cfr. Sta. Teresa, Fundaciones cap. 7), que impide o dificulta en gran medida la vocación a la vida religiosa.

La pérdida de profundidad en las cosas conduce al alma al aburrimiento, a la angustia y a estar descontenta. En el fondo se trata de una evasión, de un escapismo, que conduce a éstos aburridos-angustiados a ser "desertores de la eternidad".

"¿Son los males endémicos de nuestra civilización el aburrimiento, el descontento, la revolución? Son los frutos del mismo árbol. La uniformidad por agotamiento de la calidad interior (o por la monotonía del medio ambiente) segrega el aburrimiento. La extraordinaria fortuna de la palabra evasión muestra hasta qué punto el hombre moderno se siente prisionero. ¿De qué? De su trabajo, de sus semejantes, del lugar en que vive, de todo lo que, normalmente, debería constituir su clima de elección. De ahí esa neurosis de cambio y novedad, nacida del descontento de lo que tiene y de sed ficticia de lo que falta, que le agita en todos los sentidos. Antiguamente, las cosas (las costumbres, vestidos, de modos de pensar y de vivir, etc.) eran estables en el tiempo y prodigiosamente variadas en el espacio; hoy todo se uniformiza en el espacio (en las cuatro esquinas del mundo se comentan las mismas noticias, se lee el mismo "best-seller", se encuentra a las mismas jovencitas con las mismas mini o maxifaldas, a los mismos "hippies" mugrientos y melenudos en los mismos lugares públicos, los mismo "slogans" comerciales y políticos, etc.) y, en compensación, todo está sometido en el tiempo a una rotación cada vez más rápida. La moda -esa dictadura de lo efímero que se ejerce sobre los desertores de la eternidad- reemplaza a la tradición abolida; la variación ocupa el lugar de la variedad y la diversión florece sobre la tumba de la diversidad. Así, los fanatismos colectivos se suceden sin dejar huellas: la hoja muerta revolotea de un lado a otro, pero todos los lugares cobran importancia para ella, pues su única patria está en el viento que la lleva... Mutantur non in mellius, sed in aliud (no buscan lo mejor, sino la novedad), decía el viejo Séneca..." (25).

 

III. Clases de Angustias

La angustia que vamos a tratar es la existencial, la que afecta espiritualmente al hombre, y que después incide sobre todo el ser, ya que el hombre es una totalidad de cuerpo y alma espiritual. La angustia considerada en sí misma no es buena, dado a que es una turbación interior. Vista moralmente, todo depende si uno la acepta o la rechaza. Antes de tomar la decisión personal, la angustia es indiferente, neutra "que va adherida a la existencia como tal" (26). El inconveniente moral empieza cuando el hombre se deja esclavizar por ella, se encierra en sus estrechas fauces, o por el contrario la domina, la vence y la convierte en un medio de purificación espiritual. Estas dos actitudes producirán dos efectos distintos y contrarios: Primero la angustia del hombre malo y segundo la angustia del hombre bueno. Hay una gran diferencia entre ambas:

"una angustia de los malos y una angustia de los buenos, que se contraponen mutuamente; la angustia de los malos es vana y ridícula, considerada desde la luz en que se encuentran los buenos; la angustia de los buenos es auténtica y seria, y está consentida y que-rida por Dios. La angustia de los malos es la tiniebla del Hades anticipada; la luz en ella engaña y es una situación permanente; mientras que la angustia de los buenos es un tránsito, un paso, un episodio entre luz y luz. La angustia de los malos es efecto y causa de su apartamiento de Dios; encierra y encarcela; es el signo de la ira de Dios levantado sobre ellos; mientras que la angustia de los buenos tiene el sentido y la finalidad de abrirles hacia Dios en el grito angustiado que pide misericordia, y el signo de la gracia de Dios levantado sobre ellos. Pero esa distinción, aun siendo correcta, queda como provisional: en primer lugar, porque incluso en la angustia de los malos impera una "graciosa Providencia", pero también, y más aún, porque el mismo justo cae, y porque puede ser llevado, en una intensificación para él incomprensible, a la angustia que les está reservada a los malos, y aun a la que le es evitada" (27).

 

a. La angustia del malo

El hombre malo es el que peca y se esclaviza al pecado, el que vive en el vicio y el que no hace la Voluntad de Dios. La maldad en el hombre presenta siempre matices, grados, es decir, no es lo mismo caer por ignorancia, por debilidad o por malicia. Hay distintos grados de pecadores.

El pecado, la maldad, siempre es la privación de un bien, de ahí que la angustia que se da en el hombre malo es antes que nada porque está privado de Dios, no tiene paz en su conciencia, no posee paz interior. Lo que sí que a mayor separación, oposición y rebeldía contra el Creador, mayor turbación.

La angustia del hombre malo es la de un desesperado, del dominado por el desaliento y el derrotismo. La angustia del hombre malo es la "angustia sin fe (o con la fe al revés)" y que "produce lo Demoníaco... ¿Qué es lo demoníaco? Es la angustia ante el bien" (28); es la angustia a la que se llega por "saltos cualitativos" (29), gradualmente. El que llega a lo demoníaco llega al grado más terrible de angustia, ya que lo demoníaco es "lo reservado y sólo involuntariamente revelado: el criminal inconfeso" (30).

Hay otro grado de esta angustia perversa, que es la "angustia mundana" (31), que es efecto de la desordenada solicitud por las cosas, el apego desmedido a las criaturas. Es la alteración del orden real, en el cual las cosas están hechas para el hombre y el hombre para Dios; al invertirlo se cae en esta subversión de valores, en las que se coloca el ser en función del tener, y el corazón del hombre se cosifica por las cosas y se cierra a lo superior.

La angustia del hombre malo entra en lo más grave cuando en su corazón se apodera la desesperación o la presunción: ambos vicios son contra la virtud de la esperanza. La desesperación es cuando mira más las propias miserias que la Misericordia de Dios. Por la desesperación "el hombre deja de esperar en Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la bondad de Dios, a su Justicia -porque el Señor es fiel a sus promesas- y a su Misericordia" (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2091).

La desesperación lleva a la angustia y a cualquier otro malestar interior que diga relación al desaliento, pesimismo, derrotismo, etc.

"El que desespera, por el contrario, se separa y desconecta de ese motivo formal y de esa fuente inagotable de energías sobrenaturales. Absorto y aplastado por la consideración de sus pecados, de sus miserias y de sus flaquezas, acaba por persuadirse de que para él no hay remedio, porque sus pecados son mayores que la misericordia de Dios y no los perdonará, como decía el desesperado Caín (Gén. 4, 13). Apreciación falsa, porque Dios no quiere la muerte del pecador, sino que se convierta y viva (Ezech. 33, 11); ni permite que nadie sea tentado y afligido más de lo que puede soportar, sino que acude siempre con su ayuda poderosa (I Cor. 10, 13; Philips. 4, 13) para hacer provechosas esas mismas dificultades. Hermosamente lo ha expresado San Alberto Magno: «tanta est divina misericordia, quod respectu eius omnia peccata hominum, quantacumque sint vel qualiacumque, sunt quasi scintilla in medio maris». Respecto de la misericordia de Dios, todos los pecados del mundo son como una pequeñísima chispa en medio del océano. Se apaga, se extingue y desaparece como por encanto" (32).

Y el grado más tremendo y terrible de desesperación es cuando se llega al suicidio.

"Cuando un hombre acaba su vida por mano propia, es porque no encuentra más motivo para el esfuerzo de vivir. No son situaciones de padecimiento intolerable las que dan los suicidios; o mejor dicho, lo que hace intolerable un padecimiento no es sino una convicción, o bien una falta de convicción racional. Ningún padecimiento hay intolerable cuando el padeciente cree firme que un día acabará el sufrir y que todo va a acabar en bien. La cualidad de infinito comunicada al dolor proviene de una disposición de ánimo llamada desesperación, que es un pecado gravísimo contra la segunda de las virtudes teologales; y esa desesperación es la raíz del suicidio.

Hablamos del suicidio completamente "deliberado" (consciente y voluntario) que de hecho creemos no se da siempre, ni quizá muchas veces. El suicidio de Kiriloff en Dostoievsky)". (P. Castellani, en Las Ideas de mi tío el Cura, Excalibur, Bs.As., 1984, p. 17).

Suicidarse es quitarse la vida, es privarse de un bien grande. La vida es dada por Dios para que cada hombre la administre en nombre de El. La vida que comienza desde la concepción debe ir creciendo en plenitud y en el desarrollo de los talentos, según Dios.

"Cada cual es responsable de su vida delante de Dios que se la ha dado. El sigue siendo su soberano Dueño. Nosotros estamos obligados a recibirla con gratitud y a conservarla para su honor y para la salvación de nuestras almas. Somos administradores y no propietarios de la vida que Dios nos ha confiado. No disponemos de ella. El suicidio contradice la inclinación natural del ser humano a conservar y perpetuar su vida. Es gravemente contrario al justo amor de sí mismo. Ofende también al amor del prójimo porque rompe injustamente los lazos de solidaridad con las sociedades familiar, nacional y humana con las cuales estamos obligados. El suicidio es contrario al amor del Dios vivo.

Si se comete con intención de servir de ejemplo, especialmente a los jóvenes, el suicidio adquiere además la gravedad del escándalo. La cooperación voluntaria al suicidio es contraria a la ley moral.

Trastornos psíquicos graves, la angustia, o el temor grave de la prueba, del sufrimiento o de la tortura, pueden disminuir la responsabilidad del suicida.

No se debe desesperar de la salvación eterna de aquellas personas que se han dado muerte. Dios puede haberles facilitado por caminos que El solo conoce la ocasión de un arrepentimiento salvador. La Iglesia ora por las personas que han atentado contra su vida" (Catecismo de la Iglesia Católica, nros. 2280-3).

El otro vicio contrario a la esperanza es la presunción. "Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades (esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto), o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas (esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito) " (Catecismo de la Iglesia Católica, n.2092).

La presunción, aunque vicio por exceso y distinto de la desesperación, sin embargo produce efectos de angustia. El presuntuoso al presumir de sus fuerzas y no convertirse va a tener como resultado la angustia de privarse de la ayuda de Dios y de pecar contra la virtud de la esperanza.

"Y lo mismo hace el que presume, ya sea porque pretende salvarse sin dejar el pecado ni arrepentirse de él ni preocuparse lo más mínimo de ganar el cielo cooperando con buenas obras a la gracia de Dios; ya también porque piensa que bastan para ello sus propias fuerzas naturales, sin necesidad de acudir al socorro de la gracia divina, como pensaban los pelagianos puros, de los que no parecen distar mucho los partidarios modernos de un cierto naturalismo integral, que exhiben y presentan a veces bajo el ropaje de humanismo o de valores humanos del hombre" (33).

Ambos vicios, en resumen, se tocan y se relacionan. No basta por tanto, descubrir las propias miserias, hay que ver la Misericordia de Dios; y no alcanza tampoco pensar solamente en la Misericordia de Dios, es necesario descubrir las propias miserias. Sta Catalina coloca como solución la unión de las dos cosas.

"Si sólo te conocieras a ti mismo, caerías en el desaliento y la turbación; si sólo conocieras la bondad divina, te sentirías tentada por la presunción. Es preciso, pues, que ambos conocimientos estén íntimamente unidos entre sí para no formar más que una sola cosa. Si lo haces así, llegarás a la perfección, porque por el conocimiento de ti misma adquirirás el horror de tu naturaleza sensual... Y por el conocimiento de Dios encontrarás el fuego de la divina caridad" (Carta 44, Florencia 1860).

Y un caso, para concretizar y ejemplificar, del alma que pasa a la angustia, es descrito por Shakespeare en su obra Hamlet. Comienza Hamlet perdiendo su alegría, abandonando las cosas

"De poco tiempo a esta parte (el porqué es lo que ignoro) he perdido completamente la alegría, he abandonado todas mis habituales ocupaciones, y, a la verdad, todo ello me pone de un humor tan sombrío, que esta admirable fábrica, la tierra, me parece un estéril promontorio (...)".

Pero la caída no se queda ahí. Pasa a la pérdida de asombro frente a las cosas; el no apreciar la belleza de la creación

"(...) ese dosel magnífico de los cielos, la atmósfera, ese espléndido firmamento que allí veis suspendido, esa majestuosa bóveda tachonada de ascuas de oro, todo eso no me parece más que una hedionda y pestilente aglomeración de vapores".

 

El deterioro interior, la ansiedad profunda lo lleva a no valorar a los demás, a reducir las relaciones interpersonales a la nada.

¡Qué obra maestra es el hombre! ¡Cuán noble por su razón! ¡Cuán infinito en facultades! En su forma y movimientos, ¡cuán expresivo y maravilloso! En sus acciones, ¡qué parecido a un ángel! En su inteligencia, ¡qué semejante a un Dios! ¡La maravilla del mundo! ¡El arquetipo de los seres! Y, sin embargo, ¿qué es para mí esa quintaesencia del polvo? No me deleita el hombre, no, ni la mujer tampoco" (Hamlet, Acto II, Escena II).

El que se olvida de Dios padece graves consecuencias: "tribulación y angustia sobre todo el que hace el mal" (Rom. 2, 9). Lo que sí no hay que dejar engañarse por los que obran el mal; su paz es aparente.

 

"pues tuve envidia de los insensatos,

viendo la paz de los impíos.

Pues no hay para ellos tormentos;

están sanos y rollizos" (Ps. 72, 3-4).

 

Pero una cosa es la apariencia y otra la realidad. Los que obran mal tienen la paz mundana pero no la paz de Cristo; llevan la cruz del "demonio".

"púseme a pensar para entender esto, pues era cosa ardua a mis ojos; hasta que penetré en el misterio de Dios, y puse atención a sus postrimerías: Ciertamente los pones tú en resbaladero y lo precipitas en las ruinas [al hombre malo]. ¡Cómo en un punto son asolados! Acaban y son consumidos por el espanto" (Ps. 72, 16-19).

 

b. La angustia del bueno

Frente al mal se encuentra la verdadera solución. Y así como al error se lo vence con la verdad, al mal con el bien, al vicio con la virtud, al pecado con la gracia.

Apenas caído Adán, Dios de modo inmediato presenta la solución fundamental; una solución pensada por Dios desde toda la eternidad: Cristo el Mediador entre Dios y los hombres. Cristo es el Salvador que Dios-Padre coloca para ayudar a todos los hombres. Dios al castigar a la serpiente, al demonio, le dice:

"Pongo perpetua enemistad entre ti y la mujer Y entre tu linaje y el suyo; Este te aplastará la cabeza, y tú le acecharás el calcañal" (Gén. 3, 15).

La Mujer que dice el texto, no es la antigua Eva la cual había pecado, sino la Nueva Eva, la Virgen María; y el que le va a aplastar la cabeza a la serpiente es el Nuevo Adán, Cristo. Estas palabras son el ProtoEvangelio, el primer anuncio de la Buena Nueva.

Con la llegada de Nuestro Señor, podemos cantar: "Feliz culpa que nos ha merecido tan gran Redentor" (Exsultet de la Vigilia Pascual). El Hijo de Dios se ha hecho Hombre sin dejar de ser Dios. La Encarnación de Cristo nos ha traído el Misterio de la Misericordia: el Reino interior, el Reino de la Gracia. Nos ha dado el Hijo de Dios el Reino de la Misericordia para enfrentar el Misterio de la Iniquidad, que es el Reino del mal y del pecado.

Cristo se encarna principalmente para liberar al hombre del pecado y para abrirle de nuevo las puertas del Cielo. El nos viene a purificar de nuestros pecados y, también, a divinizarnos, deificarnos con el auxilio divino; es lo de S. Agustín: "Dios se hizo Hombre para hacer al hombre Dios". Se hace Hombre para "hacernos partícipes de la naturaleza Divina" (cfr. 2 Pedro 1, 4).

La Encarnación de Nuestro Señor se ordena a la Salvación. El se encarnó para reconciliarnos con Dios "para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: ‘En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él’ (I Jn 4, 9)" (Catecismo de la Iglesia Católica, nrs. 458-9).

También Cristo se convierte, por su entrada en la vida de los hombres, en Modelo de Virtudes, un Modelo para imitar: "Aprended de mí.." (S. Mt. 11, 29). Su perfección: en cuanto Dios es de suma plenitud y, en cuanto Hombre, se daba la ausencia de toda maldad y la posesión de todas las virtudes. En cuanto al mal, en El no hubo jamás la menor sombra de pecado. La Biblia dice de Cristo.

"en El no hay maldad alguna" (Is. 53, 9).

S. Pablo observa que nuestro Pontífice es "santo, inocente, inmaculado, apartado de los pecadores y más alto que los cielos" (Heb. 7, 26).

S. Juan afirma que Cristo "apareció para destruir el pecado y que en El no hay pecado" (I Jn 3, 5)

S. Pedro repite que "en El no hubo pecado y en su boca no se halló pecado" (I Pedro 2, 22).

Y respecto a las virtudes, las tuvo todas en grado máximo: es el "Doctor de las Virtudes" (S. Agustín). Pero hubo algunas que no tuvo. La fe no la poseyó, porque era incompatible con la visión beatífica de que gozaba habitualmente su alma. Como es sabido la fe supone la no-visión de lo que se cree mediante ella. Pero Cristo tenía lo formal de la fe -el asentimiento firme y la obediencia a las verdades divinas- en grado eminente y superlativo (cfr. S. Th. III, 7, 3 c. et ad 2 2 et ad 2).

Tampoco la virtud de la esperanza, porque era ya bienaventurado, o sea, poseía y gozaba plenísimamente de Dios, que es el objeto primario de la esperanza. Pero en cuanto al objeto secundario, la tuvo de hecho, como lo explica Sto. Tomás (III, 7, 4, c. et ad 1 et ad 2). Lo secundario se refiere al auxilio divino, y en este aspecto la necesitaba para la glorificación de su cuerpo. Ni la virtud de la penitencia, puesto que Cristo era absolutamente impecable y, por lo mismo, no podía arrepentirse jamás de ningún pecado (cfr. Jn 8, 46).

Ni la virtud de la continencia, que tiene por objeto refrenar los movimientos desordenados de la sensualidad, que no se dieron jamás en Cristo. Y también no se dio absolutamente ninguna ignorancia privativa, en cuanto en El se "hallan escondidos todos los tesoros de la sabiduría y de la ciencia" (Col 2, 3).

En Cristo se contempla un perfecto dominio de sí, un señorío que se extendía a todo su ser; desde lo espiritual a lo más inferior ejercía un gran imperio, un gran control de sí. En cuanto a las pasiones, las poseía pero perfectamente orientadas al bien y controladas por la razón. En Cristo existieron todas las pasiones humanas que en su concepto no envuelven ninguna imperfección moral. Las Sagradas Escrituras lo dicen expresamente. He aquí algunos textos:

AMOR: "Jesús, poniendo en él los ojos, le amó" (Mc 10, 21). "Lloró Jesús y los judíos decían: ¡Ved cómo le amaba!" (Io 11, 35-36). "Habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, al fin extremadamente los amó" (Io 13, 1).

ODIO (como pasión): "Díjole entonces Jesús: Apártate, Satanás, porque escrito está: «Al Señor tu Dios adorarás y a El solo darás culto»" (Mt 4, 10) (34).

DESEO: "Ardientemente he deseado comer esta Pascua con vosotros antes de padecer" (Lc. 22, 15).

FUGA: "Y Jesús, conociendo que iban a venir para arrebatarle y hacerle rey, huyó otra vez al monte El solo" (Io 6, 15).

GOZO: "En aquella hora se sintió inundado de gozo en el Espíritu Santo y dijo: Yo te alabo, Padre" (Lc 10, 21).

ESPERANZA: (como pasión): "Padre mío, si es posible, pase de mí este cáliz" (Mt. 26, 39).

AUDACIA: "Id y decidle a esa raposa (Herodes): Yo expulso demonios y hago curaciones hoy y las haré mañana..." (Lc 13, 32).

TEMOR: "Tomando consigo a Pedro, a Santiago y a Juan, comenzó a sentir temor y angustia" (Mc. 14, 33).

IRA: "Y dirigiéndoles una mirada airada..., dice al hombre: extiende tu mano" (Mc 3, 5).

Y en orden a la tristeza consta expresamente en la S. Escritura por el testimonio propio de Cristo: "Triste está mi alma hasta la muerte" (Mt 26, 38). En el Evangelio de S. Lucas añade: "Lleno de angustia, oraba con más insistencia y sudó como gruesas gotas de sangre, que corrían hasta la tierra" (Lc. 22, 44). El poseía una tristeza que no desordenó su ser, sino al contrario encausó y dominó. Sto. Tomás hace una reflexión interesante, escuchemos sus palabras.

"Como queda dicho, el gozo de la contemplación de Dios era mantenido, en virtud de una dispensación del poder divino, dentro del ámbito del alma, sin redundar en las facultades sensibles, para que de esta suerte no quedasen inmunes al dolor sensible. Ahora bien; la tristeza, al igual que el dolor sensible, reside en el apetito sensitivo; pero difieren entre sí por razón del motivo y del objeto. En efecto, el objeto y el motivo del dolor es la lesión percibida por el sentido del tacto, como acontece en el caso de una herida. Por el contrario, el objeto y el motivo de la tristeza es lo nocivo o el mal interiormente aprehendido, bien por la razón, bien por la imaginación, como ocurre cuando alguien se entristece por la pérdida de una gracia o de una suma de dinero. El alma de Cristo pudo aprehender interiormente una cosa como nociva, bien para sí mismo, como su pasión y su muerte; bien para los demás, como los pecados de sus discípulos o de los judíos que le condenaron a muerte. Por tanto, así como pudo darse en El un verdadero dolor, pudo darse también verdadera tristeza, bien que ésta difería de la nuestra por aquellas tres razones que expusimos al hablar de la pasibilidad de Cristo en general" (S. Th. III, 15, 6).

La pasión de la tristeza en Cristo -como aclaración- se denomina pro-pasión, en cuanto estaba dominada por la razón. Escuchemos de nuevo al Doctor Angélico.

"Con todo, tales pasiones no fueron idénticas a las nuestras. Existe entre unas y otras una triple diferencia:

a) La primera, por relación al objeto de las mismas. En efecto, en nosotros a menudo estas pasiones nos conducen a cosas ilícitas; no así en Cristo.

b) La segunda, por relación a su principio; pues en nosotros muchas veces previenen el juicio de la razón, mientras que en Cristo todos los movimientos del apetito sensitivo estaban perfectamente controlados por la misma. Por ello dice San Agustín: «Cristo, a causa de una dispensación ciertísima, tuvo esos movimientos en su espíritu humano cuando quería y como quería, igual que se hizo hombre cuando quiso».

c) La tercera, por relación al efecto, ya que en nosotros a veces esas pasiones no se mantienen en el ámbito del apetito sensitivo, sino que arrastran consigo a la razón. Esto no sucedió en Cristo, el cual retenía en el área del apetito sensitivo los movimientos naturales propios de su humanidad sensible, de suerte que nunca le entorpecían el recto uso de la razón. Por esto dice San Jerónimo que «nuestro Señor, para demostrar que era verdadero hombre, experimentó realmente la tristeza; más como esta pasión no le dominó el espíritu, dice el Evangelio que comenzó a entristecerse (Mt 26, 37), dando así a entender que se trataba más bien de una pro-pasión». Según esto, pasión perfecta es la que se apodera del alma, esto es, de la razón; mientras que la que, incoada en el apetito, no le sobrepasa, debe llamarse más bien pro-pasión" (S. Th. III, 15, 4).

El triunfo de Cristo fue total: es la Redención Objetiva. El nos enseña a vencer; nos da las armas espirituales para superar el mal y crecer en el bien. Son armas de gran eficacia, hay que aplicarlas, saber usarlas santamente. S. Pablo nos dice que hay que "completar en nuestros miembros lo que falta a la pasión de Cristo": es la Redención Subjetiva.

El hombre que busca ser bueno, con la ayuda de Dios, cuando se le presenta la tentación o aquello que lo puede angustiar, debe tomar como actitud, por ejemplo, la de Job, un santo pagano del A. T., que apoyado en Dios ve todo en función de El. Cuando pierde sus cosas dice: "Desnudo salí del vientre de mi madre y desnudo tornaré allá. Yahvé lo dio, Yahvé lo ha quitado. ¡Bendito sea el nombre de Yahvé!" (Job. 1, 20). Y aun con los cuestionamientos de sus amigos y sus terribles luchas va a mantener la fe en Dios. Y delante de la Respuesta de Dios, reconoce que todo lo recibe de El. "Sé que lo puedes todo y que no hay nada que te cohíba... Sólo de oídas te conocía; mas ahora te han visto mis ojos. ¡Por eso me retracto y hago penitencia sobre polvo y ceniza!" (Job 42, 1-6). Aun cuando fue probado, sin embargo se mantuvo fiel.

Otra actitud es la de los discípulos que en medio de la tormenta se acercan al Señor. Esta tormenta es símbolo del mundo, de las tentaciones y de la propia carnalidad que agita al alma. La nave es símbolo del alma y de la Iglesia. Cuando se producen las dificultades que alteran el alma, o la turban o la angustian, la solución es acercarse al Señor, quien "dormía como Hombre, pero velaba como Dios". El es el único para apaciguar y para calmar las turbulencias de la tormenta. La respuesta que se exige del discípulo es que "clame" "despierte al Señor", que le diga: "Señor sálvanos que perecemos" (S. Mateo 8, 25). Y esta actitud de temor de los discípulos va a tener la repuesta del Señor: "¿Porqué teméis, hombres de poca fe? Entonces se levantó, increpó a los vientos y al mar, y sobrevino una gran calma" (v. 26).

La solución para las almas angustiadas es Cristo, el Salvador; es vivir conforme a los bienes que nos da su Esposa, la Iglesia, depositaria de todos los tesoros del Divino Esposo.

"Llega el grito de los hombres de hoy que quieren encontrar un sentido a su vida -observa el Papa Juan Pablo II-. Nosotros percibimos en ese grito la invocación de quien busca al Padre olvidado y perdido (cfr. Lc. 19, 18-20; Jn. 14, 8). Las mujeres y los hombres de hoy nos piden que le mostremos a Cristo, que conoce al Padre y nos lo ha revelado (cfr. Jn. 8, 8, 55; 14, 8-11).

Aprehendamos del mismo Señor quien, a lo largo del camino se detenía entre la gente, la escuchaba, se conmovía cuando los veía "como ovejas sin pastor" (Mt. 9, 36; Mc. 6, 34). De El debemos aprender esa mirada de amor con la que reconciliaba a los hombres con el Padre y consigo mismos, comunicándoles la única fuerza capaz de sanar al hombre entero" (Orientale Lumen, I, 4).

Pero no basta mirar a Cristo, debe darse la respuesta, la conversión y la imitación del Señor. Ser cristianos es imitar a Cristo, es ser un Cristo viviente, por la gracia. Citemos de nuevo al Papa Juan Pablo II:

"La mirada progresivamente cristificada [del alma pecadora] aprende así a alejarse de lo exterior, del torbellino de los sentidos, es decir, de cuanto impide al hombre la levedad que le permitiría dejarse conquistar por el Espíritu. Al recorrer ese camino, se deja reconciliar con Cristo en un incesante proceso de conversión: en la conciencia de su pecado y de la lejanía del Señor, que se transforma en compunción del corazón, símbolo de su bautismo en el agua saludable de las lágrimas; en el silencio y en el sosiego interior buscado y recibido, donde se aprende a que el corazón palpite en armonía con el ritmo del Espíritu, eliminando toda doblez o ambigüedad. Este hacerse cada vez más sobrio y esencial, más transparente a sí mismo, puede llevarlo a caer en el orgullo y en la intransigencia, si llega a considerar que eso es fruto de su esfuerzo ascético. El discernimiento espiritual, en la purificación continua, lo hace entonces humilde y manso, consciente de captar sólo algún rasgo de esa verdad que lo sacia, porque es don del Esposo, único que encierra la plenitud de felicidad" (Orientale Lumen, I-12).

 

V. Soluciones y Remedios

La verdadera solución se encuentra por un lado en la ayuda de Dios y por otro en enfrentarse consigo mismo, mediante "un odio santo de sí mismo" (Sta Catalina) que lleva a no justificarse ni a excusarse en los errores, sino a mirarse de frente: "aunque la conciencia no me acuse -dice San Pablo-, no por eso me encuentro excusado" (I Cor. 4,4).

El camino que nos propone el Señor es el camino estrecho de la exigencia y de la cruz. Pero el problema radical -en este aspecto- es cuando se buscan las: falsas soluciones.

 

Primero: Una cruz sin Cristo.

Es propio del hombre desesperado, del que ve la miseria sin la ayuda de Dios; del ateo. La cruz sin Cristo lleva a la tristeza desmedida, a la angustia y a la pérdida del sentido de trascendencia.

"Hay muchos expertos en sufrir sin Dios, especialmente entre las mujeres, aunque también se cuentan entre los hombres. Entre ellos se cuentan muchos depresivos: viven su sufrimiento completamente sin Dios. La depresión aquí en occidente es precisamente la enfermedad. Pero el sufrimiento de que se trata aquí es algo totalmente distinto. Porque el sufrimiento real libera, mientras que la depresión esclaviza. Muchos hombres no son felices y eso es prácticamente un pecado.

Se permite que la infelicidad le separe a uno de Dios y de los hombres. Se está totalmente solo. No hay tiempo, no se tiene presente, ni pasado ni futuro. Se vive realmente desarraigado. Esta es la situación del hombre actual aquí, también la de muchos cristianos. Son exiliados, aún más que yo, en esta tierra, porque son realmente infelices, están totalmente desarraigados de sí mismos, del suelo, de la comunidad, de Dios. La misión de los cristianos habría de ser ir en su busca y traerlos de nuevo a la presencia de Dios" (35).

 

Segundo: Un Cristo sin cruz

La mentalidad hedonista, de consumo, de la vida fácil, etc. lleva a ciertas almas a prescindir del sacrificio y de la cruz. Buscan a veces a un Dios acomodado a la medida humana, como una especie de traje a la medida del hombre. No es el hombre que se somete a Dios, sino Dios manejado según los caprichos humanos.

El ambiente secularizante de nuestra época y de la cultura de la muerte que destruye toda vida humana y toda vida sobrenatural, "no ve en el sufrimiento ningún significado o valor, es más, lo considera el mal por excelencia que debe eliminar a toda costa. Esto acontece especialmente cuando no se tiene una visión religiosa que ayude a comprender el misterio del dolor" (Juan Pablo II, Evangelium Vitae,c I, 15).

Es la corriente anticristiana que lleva a dejar de lado a Cristo con su cruz. Se vuelven a repetir los personajes de la pasión que dicen a Cristo: "Baja de la cruz para que veamos y creamos" (Mc. 15, 32). Aunque Cristo hubiese bajado de la cruz no habrían creído, ya que no lo aceptaban ni a El ni a su cruz redentora. Hoy también se rechaza la cruz junto con Cristo:

"¡La Cruz! La corriente anticristiana pretende anular su valor, vaciarla de su significado, negando que el hombre encuentre en ella la raíz de su nueva vida; pensando que la Cruz no puede abrir ni perspectivas ni esperanzas: El hombre, se dice, es sólo un ser terrenal que debe vivir como si Dios no existiese" (Juan Pablo II, Ut Unum Sint, n.1).

 

Tercero: Sin Cristo, sin Cruz

Es propio de los tibios, de aquellos que han perdido el sabor, como la sal que debe ser pisoteada y tirada afuera. Es la tibieza que rechaza Nuestro Señor.

Los que no buscan ni a Cristo ni a la cruz caen por un lado en la indiferencia, que es una apatía frente a Dios, frente a los demás y consigo mismo; o en el ateísmo militante que no solamente niega la existencia de Dios sino que quiere que Dios no exista.

Sin Cruz, sin Cristo, se cae en la angustia y en la perturbación delante del bien. Quien ha descrito con claridad esto es el Padre Castellani.

"la angustia ante el Bien: como el santo se angustia instintivamente ante la maldad, el demoníaco se angustia instintivamente ante lo santo, lo huele desde lejos con ese instinto que se llama «hierognosia». El Evangelio narra que cuando Cristo pasaba los Demoníacos gritaban: «¡Vete de aquí! ¿Por qué nos molestas? ¿Qué tenemos que ver contigo? ¡Sabemos quién eres, oh Santo del Señor!».  Los psicólogos alemanes llaman «Lebenrachen» o rabia contra la vida.  Esa «angustia ante el bien», calzada en una soberbia infinita, se manifiesta en las siguientes formas:

1º - el demoníaco no hace crímenes groseros: los hace por otros, los inspira;

2º - el demoníaco vierte continuamente un veneno invisible; donde él está se producen perturbaciones, incluso sociales;

3º - el demoníaco atrae a la gente y la repele a la vez; tiene un misterioso poder de fascinación;

4º - el demoníaco hace acciones enteramente incomprensibles, cuya motivación escapa a todos; el marqués de Sade salvando de la guillotina a sus suegros;

5º - el demoníaco distingue al santo, y lo señala con su desprecio infinito y su odio gratuito;

6º - el demoníaco odia gratuitamente: ésta es la gran señal, pero su odio es frío, contenido y calculador por lo mismo que es infinito y espiritual" (36).

 

La solución es: la Cruz con y por Cristo. Con Cristo la Cruz, ya que El lleva la Cruz en lugar nuestro y, por Cristo, es decir, llevar la Cruz por amor a Cristo. El cristiano que ama a Cristo lo encuentra con la Cruz; de ahí, que la más "terrible Cruz es no tener Cruz" (Sto. Cura de Ars). La Cruz no sólo es el arma del Católico, sino que es la llave que nos abre el cielo.

La Angustia, miseria que afecta al alma, se la debe vencer con Cristo y por la aceptación de la Cruz. Sto. Tomás nos da algunos remedios para superar la tristeza que afecta al alma y que nos auxilia para vencer la angustia.

Los remedios son:

 

Primero: Tener un Goce lícito

El primer remedio es la delectación (cfr. I-II, 38,1), es decir tener un goce lícito en lo bueno.

La tristeza aparece cuando hay un mal presente, un mal que deja al alma turbada, cansada, agobiada. Si no hay solución aparece la angustia. Sto. Tomás al colocar el primer remedio en la delectación, lo hace en un movimiento contrario a la tristeza. La delectación en el bien calma, tranquiliza, genera un reposo.

"la delectación -comenta Sto. Tomás- es cierto reposo del apetito en el bien conveniente, y la tristeza proviene de aquello que repugna al apetito... (y además) implica cierta fatiga o malestar de la potencia apetitiva. Así, pues, todo reposo del cuerpo suministra un remedio contra cualquier fatiga que proviene de alguna causa innatural.; igualmente cualquier delectación es un antídoto para mitigar cualquier tristeza, proceda de donde quiera" (ibíd.).

Reposar en el bien es superar el mal. El reposo dice encauce de las potencias en lo perfecto. El peligro a nivel psicológico o espiritual es, por un lado, contener, reprimir y por otro lado, mal encauzar. Lo primero es de manera semejante a un dique que sólo contiene, pero llega un momento que estalla. Y el otro peligro es dejar que el agua vaya por cualquier lado: son las personalidades descontroladas. El remedio es canalizar, ordenar las propias fuerzas interiores en la Verdad, el Bien y la Belleza.

La misma palabra virtud hace referencia a la realidad de encauzar. Virtud viene de vir: fuerza, es decir, es como una fuerza o potencialidad ordenada al bien. El hombre virtuoso es el ser normal que ha encaminado todo su ser en las cosas buenas. El vicio, al contrario, es no sólo esclavizarse al mal, sino también, dispersar las fuerzas, desparramarlas en las criaturas desordenadamente.

El otro elemento fundamental es que siempre se debe buscar más la delectación que la simple fuga del mal producido por la tristeza. "El bien es más fuerte que el mal, como consta por Dionisio (De Div. Nom. c.4, p.4. lect. 21 y 22). pero la delectación es apetecible por razón del bien que es su objeto; y el huir de la tristeza lo es por causa del mal". Esto que dice en el Sed Contra (I-II-35 a.6), lo amplía en el cuerpo del artículo Sto. Tomás:

"Debe decirse que, hablando en absoluto, el apetito de la delectación es más fuerte que la fuga de la tristeza. Y la razón de esto es porque la causa de la delectación es el bien conveniente; y la causa del dolor o tristeza es algún mal que repugna. Puede ocurrir que algún bien sea conveniente sin disonancia alguna; pero no puede haber ningún mal totalmente repugnante y sin conveniencia alguna. Por lo cual la delectación puede ser íntegra y perfecta; mas la tristeza es siempre parcial. De donde resulta que naturalmente es mayor el apetito de la delectación que la fuga de la tristeza. Hay también otra razón, y es la de que el bien, que es el objeto de la delectación, es apetecido por sí mismo; en tanto que el mal, objeto de la tristeza, debe ser huido en cuanto privación del bien. Y lo que es de suyo es mejor que lo que es por accidente. Lo cual se advierte bien en los movimientos naturales. Pues todo movimiento natural es más intenso en su conclusión, cuando se aproxima al término conveniente a su naturaleza, que en su principio, cuando se aparta del término que no le conviene; como si la naturaleza tendiera más a lo que la conviene, que huyera de lo que lo repugna. Por lo cual también la inclinación de la potencia apetitiva, hablando en absoluto, tiende a la delectación con más vehemencia que huye la tristeza. Pero por accidente ocurre que alguno huya la tristeza más que lo que apetece la delectación. Y esto de tres maneras. En primer lugar, por parte de la aprehensión. Porque, como dice San Agustín (De Trin. 1, 10), se siente más el amor, cuando lo promueve la carencia. Pero de la necesidad del objeto amado procede la tristeza, que es ocasionada por la pérdida de algún bien amado o por la intromisión de algún mal contrario. Pero la delectación no tiene indigencia del bien amado, sino que reposa en el bien ya alcanzado. Siendo, pues, el amor la causa de la delectación y de la tristeza, tanto más se huye de la tristeza, cuanto más se siente el amor, por cuanto la tristeza contraría al amor. En segundo lugar, por parte de la causa que contrista o infiere dolor, la cual repugna al bien más amado que aquel en que nos deleitamos. Porque amamos más la conservación natural del cuerpo que el placer de la comida. Y por eso, por temor al dolor que procede de los azotes u otras cosas semejantes, que contrarían al bienestar del cuerpo, renunciamos a la delectación de la comida, o a otras de igual índole. Tercero, por parte del efecto, es decir, en cuanto la tristeza impide no sólo una delectación, sino todas" (S. Th. I-II, 35, 6).

El alma por tanto debe estar más en el gozo del bien, que en el simple huir del mal. Hay que, no solamente, rechazar el mal para que la tristeza no domine, sino también para que sea el gozo quien impere. "No dejes que la tristeza se apodere de tu alma... La alegría del corazón es la vida del hombre, y un tesoro inexhausto de santidad" (Ecli. 30, 22-27). Es también el consejo de S. Juan de la Cruz: "En todos los casos, por adversos que sean, antes nos habemos de alegrar que turbar, por no perder el mayor bien que toda prosperidad que es la tranquilidad de ánimo" (Subida, L.III, c.V.).

La tranquilidad del ánimo y el reposar en el bien conduce a la santa alegría, al divino sentido del humor. Y así como el aburrimiento agobia, la alegría virtuosa trae paz y es descanso del alma. La alegría mira las cosas en Dios, se goza de las cosas creadas por Dios, en cuanto son buenas. La alegría es un bien espiritual.

"Porque la alegría tiene otro origen. Es espiritual. El dinero, el confort, la higiene, la seguridad material no faltan con frecuencia; sin embargo, el tedio, la aflicción, la tristeza forman parte, por desgracia, de la vida de muchos. Esto llega a veces hasta la angustia y la desesperación que ni la aparente despreocupación ni el frenesí del gozo presente o los paraísos artificiales logran evitar. ¿Será que nos sentimos impotentes para dominar el progreso industrial y planificar la sociedad de una manera humana? ¿Será que el porvenir aparece demasiado incierto y la vida humana demasiado amenazada? ¿O no se trata más bien de soledad, de sed de amor y de compañía no satisfecha, de un vacío mal definido?

Sin embargo, esta situación no debería impedirnos hablar de alegría, esperar la alegría. Es precisamente en medio de sus dificultades cuando nuestros contemporáneos tienen necesidad de conocer la alegría, de escuchar su canto. Nos compartimos profundamente la pena de aquellos sobre quienes la miseria y los sufrimientos de toda clase arrojan un velo de tristeza. Nos pensamos de modo especial en aquellos que se encuentran sin recursos, sin ayuda, sin amistad, que ven sus esperanzas humanas desvanecidas. Ellos están presentes más que nunca en nuestras oraciones y en nuestro afecto" (Pablo VI, Gaudete in Domino, I parte).

La verdadera alegría supone una conquista, un gran esfuerzo; es fruto de la presencia de Dios en el alma. A mayor unión con Dios, mayor gozo y a mayor alejamiento de Dios mayor esclavitud en el mal.

"Sería también necesario un esfuerzo paciente para aprender a gustar simplemente las múltiples alegrías humanas que el Creador pone en nuestro camino: la alegría exaltante de la existencia y de la vida; la alegría del amor honesto y santificado; la alegría tranquilizadora de la naturaleza y del silencio; la alegría a veces austera del trabajo esmerado: la alegría y satisfacción del deber cumplido; la alegría transparente de la pureza, del servicio, del saber compartir; la alegría exigente del sacrificio. El cristiano podrá purificarlas, completarlas, sublimarlas: no puede despreciarlas. La alegría cristiana supone un hombre capaz de alegrías naturales. Frecuentemente, ha sido a partir de éstas como Cristo ha anunciado el reino de los cielos" (Pablo VI, Gaudete in Domino, I parte).

La santa alegría dice sentido del humor; consiste en poseer la eutrapelia, que es la virtud de la sana diversión. Lo contrario a esta virtud es: por defecto el agua-fiesta, el amargado, y por exceso la diversión frívola, pecaminosa, etc. No cualquiera tiene una santa ironía, el humor santo.

"Tener sentido de humor es un buen signo de salud mental. Porque el humor, del que brotan la sana ironía, la risa fresca, la alegre carcajada, implica la percepción de lo absurdo, de lo contradictorio, de lo desproporcionado, de lo deforme. Y es condición imprescindible para esta percepción el ser dueño de un intelecto sano, capaz de contemplar y comprender al ser en su armonía y en el resplandor de su belleza. Por eso el humor verdadero es un privilegio del pensamiento realista. El mundo moderno, sumergido en el devenir heraclitiano, se ha vuelto incapaz de percibir lo absurdo, lo contradictorio. Su inteligencia ha roto el orden del ser, cerrada en su propia conciencia, ha apostatado de los primeros principios, negando su evidencia inmediata. El humor marxista no es auténtico y por tanto no es humor. Es ácido, agrio, corrosivo, una herramienta de lucha dialéctica al servicio de la destrucción, de la disgregación. Ello se debe a que el marxista, al introducir la contradicción en el mismo corazón de la realidad, se vuelve ciego para contemplar la armonía de las formas y, por tanto, del ridículo de lo deforme" (37).

 

Segundo: el llanto

Cuando alguien anda afligido y triste tiende a contenerse, a conflictuarse en su interior; el alma queda como golpeada por el problema. El llanto o gemido, ¿en qué alivian? ¿cualquier llanto ayuda?, es decir, ¿basta llorar para andar bien? Comencemos con lo primero: el llanto como desahogo. Sto. Tomás hace el siguiente análisis, preguntándose: parecería que el llanto no mitigase la tristeza. Responde.

"Debe decirse, que las lágrimas y los sollozos mitigan naturalmente la tristeza. Y esto por dos razones: 1º Porque ciertamente todo lo nocivo encerrado en lo interior aflige más, porque más se multiplica la intención del alma acerca de ello: pero cuando se derrama al exterior, entonces la intención del alma se disgrega en cierto modo en las cosas exteriores, y así se disminuye el dolor interno. Y por esto, cuando los hombres que se hallan en tristezas manifiestan su tristeza al exterior por el llanto o el gemido o también por la palabra, la tristeza se mitiga. 2º Porque siempre la operación conveniente al hombre según la disposición en que está, le es deleitable. Y el llanto y los gemidos son ciertas operaciones convenientes al atristado o doliente. Y por eso se le hacen deleitables. Por tanto, como toda delectación mitiga de algún modo la tristeza o el dolor, según se ha dicho (a.1), síguese que por el llanto y el gemido se mitiga la tristeza" (S. Th.I-II 38, 1).

Pero no basta llorar, hay que hacerlo por un fin noble, santo y perfecto. Las lágrimas son como el reflejo del corazón. "Quiero que sepas que toda lágrima procede del corazón -le dice Dios a Sta. Catalina de Siena-. Ninguna parte del cuerpo se siente tan ligada con los afectos del corazón como los ojos. Si el corazón sufre, los ojos manifiestan este dolor" (El Diálogo, PII, c. IV, 3). Y como en el corazón puede haber dos disposiciones, dos maneras distintas de amar: o el amor a Dios por encima de sí o el amor propio con el desprecio de Dios; por tanto, hay dos maneras de llorar, dado que hay dos maneras de amar.

 

a. Lágrimas de muerte

Es la primera manera de llorar, de gemir. Es el llanto de aquel que no se arrepiente, del que no se convierte y del condenado. Es el siervo inútil, que va a ser arrojado al infierno, a las "tinieblas exteriores" donde "habrá llanto y crujir de dientes" (S. Mt. 25, 30). El llanto es por los tormentos: la privación de la visión de Dios y el sufrimiento por el castigo de los pecados. La fe nos indica que "Dios no predestina a nadie a ir al infierno (cfr. Concilio de Orange II, DS, 397 y Concilio de Trento, ibíd. 1567); para que eso suceda es necesario una aversión voluntaria a Dios (un pecado mortal) y persistir en él hasta el final" (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1037).

Las lágrimas de muerte son las "lágrimas de los inicuos de este mundo. Son lágrimas de condenación" (38), lágrimas de aquellos "que viven miserablemente en el mundo" y que elevan "las criaturas y las cosas creadas y su propia sensualidad al rango de Dios" (39).

Estas lágrimas son de muerte porque surgen de la soberbia, por lo tanto, de un corazón podrido en su raíz.

"El alma que vive virtuosamente hunde la raíz de su árbol en el valle de la verdadera humildad. Mas estos que viven miserablemente la ponen en el monte de la soberbia. Así este árbol, mal arraigado, no produce frutos de vida, sino de muerte. Los frutos son sus obras, todas ellas envenenadas por muy diversos pecados.

Las flores son podridas; y así es en verdad. Estas flores son los pestilentes pensamientos del corazón (que tanto me desagradan), así como el odio y desprecio para con el prójimo" (40).

 

b. Lágrimas de vida

El llanto que engendra vida es el que conduce a la conversión, al mejoramiento espiritual en Dios. Hay en ellas una graduación. Se encuentra primero las que surgen del temor: "de los que se levantan del pecado por temor al castigo. El temor les hace llorar"; después las de "aquellos que lejos del pecado, empiezan a gustar de Mí (Dios) y lloran por la dulzura que encuentran. Empiezan a servirme. Pero su amor es imperfecto: de aquí la imperfección de su llanto". En tercer lugar: de aquellos que "han llegado a la perfección en la caridad del prójimo y me aman a Mí sin interés alguno. Estos lloran y su llanto es perfecto". Y por último hay "lágrimas de dulzura, derramadas con gran suavidad" (41), "estas lágrimas son ungüentos olorosos que despiden olor de gran suavidad" (ibíd.). Las lágrimas que engendran vida se debe alcanzar, con la ayuda de Dios: son las lágrimas de fuego.

"Hay un llanto de fuego, es decir, que se consume por afecto de amor... Digo que éstos tienen lágrimas de fuego y que es el Espíritu Santo el que llora en ellos por sí mismos y por su prójimo. Quiero decir que mi divina caridad enciende con su llama el alma para que ofrezca sus ansiosos deseos en mi presencia aun sin lágrimas en los ojos. Son lágrimas de fuego, y en este sentido digo que es el Espíritu Santo quien llora" (42).

Las Lágrimas de vida, son de la verdadera conversión, es un llanto que se siembra con el sacrificio del verdadero compromiso: "los que con llanto siembran, en júbilo cosechan. Van y andan llorando los que llevan y esparcen la semilla, pero vendrán alegres trayendo sus gavillas" (Ps. 125, 5-6).

Sin tristeza contra lo malo, sin llanto santo no hay alegría y gozo en el Señor. Se requiere en el verdadero discípulo el compromiso y la fidelidad total al Señor.

"En verdad, en verdad os digo que lloraréis y lamentaréis, y el mundo se alegrará; vosotros os entristeceréis, pero vuestra tristeza se volverá en gozo. La mujer, cuando pare, siente tristeza, porque llega su hora; pero cuando da a luz un hijo, ya no se acuerda de la tribulación, por el gozo que tiene de haber venido al mundo un hombre" (Jn 17, 20-21).

La conversión se asemeja a un parto espiritual, a un alumbramiento doloroso, que luego se transforma en algo gozoso.

El llanto bueno, santo, es el que premia Dios con la bienaventuranza: "Bienaventurados los que lloran porque ellos serán consolados" (Mt 5, 5). Es el llanto del arrepentimiento, del que llora por amor a Dios. Y para llegar a esto, que es efecto de la compunción del corazón arrepentido, se debe pedir a Dios el "don de lágrimas".

"Este «don de lágrimas» es tan precioso, es una tan elevada gracia, que para obtenerla tenemos que pedirla al «Padre de las luces de quien desciende todo don perfecto sobre nosotros» (Jac. 1, 17). El misal contiene una fórmula Pro Petitione lacrymarum. Los antiguos monjes recitaban con frecuencia esta plegaria. Repitámosla con ellos: "Dios todopoderoso y lleno de dulzura, que en favor del pueblo sediento hiciste brotar de la roca una fuente de agua viva; arranca lágrimas de compunción de la dureza de nuestro corazón, para que podamos llorar nuestros pecados y merezcamos obtener el perdón por tu misericordia" (43).

 

Tercero: La compasión de los amigos

El hombre, que es un ser sociable por naturaleza, necesita del otro, del prójimo para crecer espiritualmente. En el comienzo, cuando Dios crea a Adán, dijo "No es bueno que el hombre esté solo; voy a hacerle una ayuda proporcionada a él" (Gén. 2, 18). La ayuda fue Eva, su mujer.

La ayuda del otro es indispensable, dado que el hombre es un ser imperfecto, limitado, indigente. El otro, no es sólo en el sentido humano, sino que el Otro por excelencia es Dios, la principal y fundamental ayuda que el hombre necesita.

Ahora bien, la angustia al turbar, angostar, estrechar y debilitar interiormente hace que la persona entre en crisis. Y cuando la persona anda mal, pueden darse a nivel personal ciertos efectos: o la persona se encierra, se ensimisma cayendo en un mutismo, aislacionismo peligroso, o, por el contrario se vuelca desmedidamente a lo exterior, desparramándose en las cosas, masificándose o esclavizándose a lo primero que le proponen. La solución es buscar la ayuda del otro, de manera especial de los amigos y del amigo por excelencia que es Dios. El ser comprendido y el desahogarse ordenadamente ayuda a vencer el encierro mutista o el volcarse alocadamente en las cosas. Escuchemos lo que dice Sto. Tomás.

"Debe decirse que el amigo que se conduele en las tristezas es naturalmente consolativo. De lo cual insinúa Aristóteles dos razones (Ethic. l.9,, ibíd.). La primera de las cuales es que, siendo propio de la tristeza el agravar, viene a ser como una carga, de la que procura ser aliviado el que la sufre. Y así, cuando uno ve que otros se contristan de su tristeza, se hace cierta idea de que aquella carga otros la llevan con él, como esforzándose por aligerarlo de ese peso, y en consecuencia soporta como más llevadera la carga de la tristeza, como ocurre también al llevar las cargas materiales. La segunda razón, y más convincente, es porque en el hecho mismo de que los amigos se contristan con él, conoce que es amado por ellos, lo cual es deleitable según lo dicho (C. 32, a.5). Luego, como toda delectación mitiga la tristeza, según lo dicho (a.1), infiérese que el amigo que se conduele de nuestra tristeza, la mitiga" (S. Th. I-II, 38, 3).

El amigo que verdaderamente ayuda en este trance es el amigo virtuoso, dado que la verdadera amistad se encuentra entre los virtuosos y no los viciosos. El amigo es el custodio del alma. Buscar un buen amigo es para crecer, ser corregido y corregir. La corrección sirve para edificar, por esto:

 "El que ama la corrección ama la ciencia; el que odia la corrección es estúpido" (Prov. 12, 1).

"Encontrar un amigo es hallar un tesoro, una perla preciosa."

"Si tuvieres muchos amigos, uno entre mil sea tu consejero."

"Si tienes un amigo, ponle a prueba y no te confíes a él tan fácilmente."

"Porque hay amigos de ocasión, que no son fieles en el día de la tribulación..."

"Un amigo fiel es poderoso protector; el que lo encuentra halla un tesoro."

"Nada vale tanto como un amigo fiel; su precio es incalculable."

"Un amigo fiel es remedio saludable; los que le temen al Señor lo encontrarán."

"El que teme al Señor es fiel a la amistad, y como lo es él, así lo será su amigo" (Ecclo, 6, 6-17).

 

El verdadero amigo es el guardián del amor, el custodio de las buenas costumbres.

Y en este desahogo ayuda mucho el director espiritual, que tiene sabiduría, experiencia y santidad. Tener un buen asesor es clave para crecer espiritualmente bien.

San Juan de la Cruz en sus consejos nos dice: "El alma sola, sin maestro, que tiene virtud, es como el carbón encendido que está solo antes se irá enfriando que encendiendo" (Dichos de luz y amor, n.7) y "El que a solas cae, a solas está caído y tiene en poco su alma, pues de sí solo la fía" (n.8).

El sacerdote que dirige espiritualmente, sea absolviendo en la confesión, sea en los consejos, se convierte en un verdadero padre espiritual, un padre en que los hijos encuentran compasión, misericordia y ayuda. Los padres espirituales han recibido el don del Espíritu Santo y son los que "miran con los ojos de amor que Dios tiene" (Juan Pablo II, Orientale Lumen, 13). La dirección espiritual no anula a la persona, siempre y cuando se haga bien y sea según Dios.

"No se trata de renunciar a la propia libertad, para que los demás nos dirijan: se trata de sacar provecho del conocimiento del corazón, que es un verdadero carisma, para que nos ayuden, con dulzura y firmeza, a encontrar el camino de la verdad. Nuestro mundo los ha rechazado, porque le parecían poco creíbles, o su modelo daba la impresión de estar ya superado y ser poco atractivo para la sensibilidad del momento. Sin embargo, tiene dificultad para encontrar unos nuevos, y entonces sufre en el miedo y en la incertidumbre, sin modelos ni puntos de referencia. El es el padre en el Espíritu, si lo es de verdad -y el pueblo de Dios ha demostrado siempre que sabe reconocerlo-, no hará a los demás iguales a sí mismo, sino que les ayudará a encontrar el camino hacia el Reino" (Juan Pablo II, Orientale Lumen, 13).

El director espiritual es un padre espiritual, en cuanto engendra en Cristo, por las enseñanzas y la vida sacramental. En el Oriente cristiano se encuentra el stáretz, que es un padre según el espíritu.

"En ruso la palabra «stáretz» significa anciano, y evoca una idea de dignidad, de serena experiencia. Tratábase por lo general de un monje entrado en años, no siempre sacerdote, que por la meditación y la plegaria había adquirido el arte de comprender y dirigir a los que a él acudían en alguna necesidad. Enfermos de cuerpo o de alma, analfabetos o intelectuales atormentados, comerciantes o peregrinos indigentes, todos acudían al anciano admirable. Dostoievski lo describe así en Los hermanos Karamázov: «El stáretz es el que se apodera de tu alma y de tu voluntad, y las hace suyas. Al elegir a un stáretz renuncias a tu voluntad, se la das en completa obediencia, en plena renuncia. El que toma sobre sí esta prueba, el que acepta esta terrible escuela de la vida, lo hace libremente, con la esperanza de que después de esta larga experiencia podrá vencerse a sí mismo y hacerse señor de sí al punto de poder alcanzar, mediante esta obediencia de toda su vida, la completa libertad, es decir, librarse de sí y evitar la suerte de quienes han vivido toda una vida sin llegar a encontrarse a sí mismos». A modo de ejemplo, puede verse el admirable retrato del stáretz Zósima, que ofrece el gran literato en la misma obra" (44 ).

Y la amistad absoluta, donde se debe el alma volcar totalmente, es la de Dios. Es un Amigo por encima de todos los amigos.

"Eres amigo del hombre, porque está presente. Pero Dios tiene mayor ventaja porque está presente íntimamente, siempre y en todas partes. El hombre está presente, porque está junto a ti; pero Dios está más presente, porque está dentro de ti, como explica San Agustín: «Está en el interior del corazón, pero éste se alejó de él». El hombre está unas veces presente y otras ausente por necesidad, pero Dios nunca se ausenta de ti aunque tú a veces te alejes y te ausentes. San Agustín agrega: «Tú estabas dentro y yo fuera; yo te buscaba afuera, y deforme irrumpía en estas cosas hermosas que hiciste; conmigo estabas y yo no estaba contigo».

Además, el hombre de quien eres amigo, está presente a ti en algunos lugares, y en otros está ausente; pero Dios está presente a ti en todas partes. Por lo cual, como al morir no podrás gozar de la presencia de los amigos, de la que necesitarás en gran manera entonces, disfrutarás con mucho consuelo de la presencia de este Amigo" (Sto. Tomás, De Dilectione Dei, IV).

 

Cuarto: La Contemplación de la Verdad.

Si la angustia agita el alma, el remedio debe ser su contrario, lo que produzca reposo, quietud y, en este sentido, es la contemplación de la verdad. La contemplación es un reposo en la Verdad, en el Bien, es decir, en Dios.

Y si la angustia tira hacia abajo, encamina a la desesperación; la contemplación, como ciencia de amor, eleva hacia lo superior, hacia lo trascendente. Escuchemos en este cuarto remedio a Sto. Tomás.

"(San Agustín Soliloq. l.1, c.12): Parecíame que, si aquel resplandor de la verdad se descubriese a nuestros espíritus; o no exprerimentaría yo aquel dolor, o al menos lo tendría por nada. Debe decirse, que, según se ha dicho (C.31, a.5), la mayor delectación consiste en la contemplación de la verdad. Y como toda delectación mitiga el dolor, según lo dicho (a.3), la contemplación de la verdad mitiga la tristeza o el dolor; y tanto más, cuanto uno es más perfecto amador de la sabiduría. Y por eso los hombres gozan en las tribulaciones por la contemplación de las cosas divinas y de la futura bienaventuranza, según aquello (Jac 1, 2): Hermanos míos, tened por sumo gozo, cuando fuereis envueltos en diversas tribulaciones. Y lo que es más, aun en medio de los suplicios corporales se halla también este gozo; como el mártir Tiburcio, andando con los pies desnudos sobre carbones encendidos, dijo: paréceme que camino sobre rosadas flores en nombre de Jesucristo (Brev. S.O.P., die 11 aug.)" (S. Th. I-II, 38, 4).

El fin del hombre es la contemplación de la Verdad, es decir, ver a Dios cara a cara en la otra vida. La contemplación comienza, germinalmente, en esta vida bajo la fe y los dones del Espíritu Santo. Contemplar es una trama armoniosa entre la fe y la caridad.

La angustia -al contrario- es la inversión o la contraposición del que busca contemplar, dado que es un caer hacia abajo, estar atrapado por los problemas. La solución es la quietud y serenidad que produce la contemplación de los misterios de Dios. "El desasosiego -dice el P. Castellani- encuentra su lugar y se vuelve útil o utilizable. La inquietud para una sola cosa puede servir, y es para llevarlos a Dios. "Feciste nos Domine, ad te et inquietum est cor nostrum donet requiescat in te". Nos hiciste oh Dios para TI; inquieto está nuestro corazón mientras no se calme en TI" (45).

La inquietud o el desasosiego, conduce a la angustia. El alma descentrada de Dios es una alma angustiada, que dispersa sus fuerzas y se vuelca a las creaturas. "Pero si el alma no se esfuerza en vivir en sí misma -observa San Bernardo- en concentrar en el amor de Dios todos sus deseos, habrá de salir al exterior, y por la vista, por el oído, por los demás sentidos corporales se complacerá en las cosas mundanas como exteriores a ella... (y) por haberse deleitado en los consuelos del mundo no encontrará la consolación interior que únicamente Dios da: Dios no se dignará visitarlo, y el alma abrumada por la pesantez de la propia conciencia no podrá soportarse a sí mismo. No encontrará el ansiado reposo porque abandonó a aquél en quien únicamente debiera reposar y habitar" (Tratado de la Conciencia o del conocimiento de sí mismo, C. I).

Al alma se le presentan muchas alternativas, y variados consuelos que deberá discernir y elegir. Se encuentran por un lado, los consuelos mundanos y pecaminosos que destruyen y alejan de Dios y, por otro lado, el consuelo divino que trae la verdadera paz y tranquilidad:

"Hay dos tipos de personas en la tribulación: unos no quieren buscar alivio alguno, los otros sí. Entre los primeros hay también dos clases. Hay quienes están tan ahogados en dolor que caen en un estado de mortal depresión: nada les importa, en casi nada piensan, como si estuvieran en un letargo, con lo que puede ocurrir que desgasten el seso y la memoria, y aun las pierden del todo. Este tipo de pesadumbre sin consuelo es el grado más alto del pecado capital de la acidia o pereza. Hay otros que no buscan consuelo ni lo recibirán, pero que en su tribulación, sea pérdida o enfermedad, se hacen tan irritables, tan airados, y tan lejos de toda paciencia, que para nada sirve hablarles. Es la suya una impaciencia tan furiosa que parece estuvieran medio locos y puede que, al hacer hábito de tal conducta, caigan en la locura completa. Esta clase de pesadumbre en la tribulación es una rama alta y mala del pecado mortal de la ira. Luego, como te decía, hay otro tipo de gente que con mucho gusto serían consolados, y también hay aquí dos clases. Unos buscan el alivio mundano; y de éstos diré ahora poco porque tendremos muchas ocasiones después de referirnos a ellos. Pero sí voy a decir aquí algo que aprendí de San Bernardo: El que estando en tribulación torna a las vanidades del mundo para obtener ayuda y consuelo, se comporta como un hombre que en peligro de ahogarse toma cualquier cosa que pasa al alcance de la mano, y la agarra firmemente aunque no sea más que un palo; pero eso no lo ayuda porque se lleva el palo consigo bajo el agua y ahí se ahogan los dos juntos.

El otro tipo, es de los que desean ser confortados por Dios. Y como te decía antes, sólo en este deseo poseen ya gran causa de consuelo. Esta actitud suya puede muy bien ser causa de mucho alivio por dos importantes consideraciones: una es que buscan consuelo en donde no dejarán de encontrarlo, pues Dios puede dárselo y se lo dará. Puede, porque es todopoderoso; se lo dará, porque es sumamente bueno y El mismo ha prometido: Petite et accipietis: Pedid y se os dará. El que tenga fe, como ha de tener quien vaya a ser confortado, no puede dudar de que Dios cumplirá ciertamente su promesa, y por tanto, tiene mucha razón para tener ya alivio" (46).

El verdadero consuelo viene de Dios, ya que El es la fuente de todo bien y de toda perfección; pero para esto se requiere vivir en la presencia de El, ser inhabitado por El y estar divinizado por su divina presencia. Las almas que están habitadas por Dios son como columnas fortalecidas desde lo alto, templos espirituales, mansiones de la Trinidad y Paraísos de la perfección.

"¡Dichosa el alma que ha sido confirmada en la paz de Cristo, fortalecida en el amor de Dios! Vendrán las batallas del exterior: no lograrán turbar el silencio, la calma, la dulzura de la paz interior que el alma goza y en la cual ha concentrado sus deseos; vendrán las tentaciones: no alcanzarán a corromper, por los apetitos de la carne, su voluntad; porque el alma posee ya en sí misma cuanto constituye su dicha, sus delicias; y, de esta suerte purificada, cuando se reconcentra en su gozo interno, está ya rehecha a imagen y semejanza de Dios, a quien en sí propia honra. Y los ángeles y los arcángeles vendrán frecuentemente a visitarla, a rendirle homenaje, como a templo de Dios y morada del Espíritu Santo. Transformaos, pues, en templo de Dios, y el Altísimo habitará en vosotros; porque el alma que tiene a Dios en sí misma, templo de Dios es, y en ella se celebran los divinos misterios" (San Bernardo, Tratado de la Conciencia o del Conocimiento de sí mismo, c I).

 

Quinto: El Sueño y los baños

La última solución para vencer la mala tristeza es corporal: el sueño y los baños. La razón de este remedio es que el hombre es una totalidad de cuerpo y alma espiritual; el hombre no es solamente cuerpo o solamente alma, es la unión de ambos sustancialmente.

El cuerpo, en la concepción Católica, es de gran importancia; ya que junto con el alma es una obra de Dios. La visión maniquea, que es herética y errónea, nos viene a decir que es creado por el demonio, y por lo tanto es malo. Al contrario, desde el comienzo nos indica la S. Escritura que es creado por Dios, del limo de la tierra y al cual Dios le insufla el "aliento de la vida", que es el alma. Y el cuerpo es también templo del Espíritu Santo. S. Pablo lo expresa con términos bien fuertes.

"¿No sabéis que vuestros cuerpos son miembros de Cristo? ¿Y voy a tomar yo los miembros de Cristo para hacerlos miembros de una meretriz? De ningún modo. ¿No sabéis que quien se allega a una meretriz se hace un cuerpo con ella? Porque ‘serán dos, dice, en una carne’. Pero el que se allega al Señor se hace un espíritu con El. Huid la fornicación. Cualquier pecado que cometa un hombre, fuera de su cuerpo queda; pero el que fornica peca contra su propio cuerpo. ¿O no sabéis que vuestro cuerpo es templo del Espíritu Santo, que está en vosotros y habéis recibido de Dios, y que por tanto no os pertenecéis? Habéis sido comprados a precio. Glorificad pues, a Dios con vuestro cuerpo" (I. Cor. 6, 15).

El cuerpo, por estar sometido al alma, recibe los influjos de ella. Así, por ejemplo, el pecado original que privó al alma de la gracia, afectó al cuerpo; también los pecados personales y, de la misma manera, la angustia, que comienza en el espíritu y tiene su repercusión luego en el cuerpo. Por lo tanto la solución al problema no debe ser solamente espiritual (que son los cuatro primeros remedios) sino también corporal: el sueño y los baños. Santo Tomás, conociendo la naturaleza del hombre en su totalidad los presenta como remedios:

"Dice San Agustín (Conf. l.9, c.12): Había oído que el baño es llamado así (balneum), porque repele la ansiedad del ánimo, y más adelante: dormí; y, al despertar, observé que en gran parte se había mitigado mi dolor. Y cita lo que se dice en el himno de San Ambrosio:

Quies artus solutos            Al trabajo torna hábiles

Reddit laboris usui,            Los miembros el descanso;

Mentesque fessas allevat     Quita al cansado espíritu

Luctusque solvit anxios.       Pena y solicitud.

 

(Hymn. II Deus Creator omnium).

 

Debe decirse, que, según se ha dicho (C.37, a.4), la tristeza según su especie, repugna a la moción vital del cuerpo. Y por lo tanto, aquellas cosas, que restablecen la naturaleza corporal en su debido estado de movimiento vital, repugnan a la tristeza y la mitigan. Y también porque con estos remedios se restaura la naturaleza al debido estado, se causa de ellos la delectación; porque esto es lo que origina delectación, como queda dicho (C.31, a.1). Luego, pues toda delectación mitiga la tristeza, síguese que por estos remedios corporales se mitiga" (I-II, 38, 5).

La mirada de los santos nos conduce a ver las cosas desde Dios. Un ejemplo es Santo Tomás Moro, que al hacer su oración a Dios, pide no solamente los bienes del alma sino también los bienes del cuerpo; de este cuerpo, que va a resucitar glorioso.

A modo de epílogo, citamos la oración de Santo Tomás Moro:

"Concédeme, Señor, una buena digestión, y también algo para digerir. Dame la salud del cuerpo y el sentido para cuidarla del mejor modo posible. Concédeme, Señor, un alma santa, con sentido para la belleza y la pureza para que cuanto de malo vea en el mundo, no la precipite en el temor, sino la ubique rectamente en cada situación. Dame un alma que no sepa de aburrimientos, lamentaciones y suspiros. No permitas me preocupe demasiado por esa mezquina cosa que se llama "yo". Concédeme, Señor, humor para que sepa extraer un poco de felicidad de esta vida, y para que permita a otros gozar de ella. Amén".

 

IV. Conclusión

La angustia, como cualquier otra turbación que el hombre puede sufrir, se explica por la realidad íntima y profunda que se encuentra en el corazón de todo ser humano. Toda realidad humana se debate entre los límites y la capacidad de superación, entre la propia nada y la búsqueda del Todo que es Dios.

La palabra hombre nos acerca a esta doble dimensión: "Para designar al hombre, las diversas lenguas sólo tienen una palabra, la lengua latina tiene dos: homo y vir. Esas dos palabras expresan dos cosas absolutamente contradictorias. La primera significa la debilidad, la segunda la fuerza. Sus etimologías acentúan la oposición de ambos vocablos. Homo viene de humus, tierra, vir viene de vis (fuerza)" (47).

La debilidad y la fuerza. San Pablo hablaba de su debilidad: "Si es menester gloriarse, me gloriaré en lo que es mi debilidad" (2 Cor. 11, 30). El considerarse débil para mejor ser ayudado por Dios: "Muy gustosamente, pues, continuaré gloriándome en mis debilidades para que habite en mí la fuerza de Cristo" (2 Cor. 12, 9).

La solución siempre de las propias debilidades es la ayuda de Dios. Pero debemos colocar también los medios eficaces. En el caso de la angustia, que es una tristeza no superada, los medios son los remedios antes mencionados. Remedios que implican un goce lícito, que es un santo gozo, una alegría en el bien. "El humor -dice Jean Leclerq- supone una cualidad en el espiritual; supone el desprendimiento, la ligereza -en el sentido gregoriano de la palabra-, la alegría, el arranque fácil" (48).

No basta la alegría, debe darse el llanto. El cristiano tiene sentido de la alegría porque tiene sentido de la cruz. El gemido o el llanto es necesario para el espíritu, no sólo como desahogo, sino como medio para lograr una catarsis interior, una purificación íntima. "El llanto es tan saludable como el sudor, y más poético. Hay que aplicarlo siempre que sea posible como la medicina antigua aplicaba la sangría" (49).

También la ayuda de los amigos y de manera especial del gran Amigo: Dios. El y sólo El curará nuestras heridas. La ayuda que nos da son sus instrumentos eficaces: las causas segundas subordinadas a El, los grandes tesoros que ha depositado en la Iglesia. También El de manera directa nos levanta, cura nuestras heridas, calma nuestro llanto. El nos dará "en vez de ceniza, una corona; el óleo del gozo en vez del luto, alabanza en vez de espíritu abatido" (Is. 61, 3).

Es necesario, también, la contemplación. Contemplar es trascender lo perecedero, es entrar en la intimidad con Dios y es saber es-cuchar al Divino Huésped; de ahí que el paraíso del contemplativo es el silencio, ya que el silencio nos abre todo el ser para mejor escuchar al Maestro interior.

La última solución es corporal, el sueño y los baños. No basta con actuar sobre el espíritu, hay que hacerlo en el cuerpo, el "hermano asno", como lo llamaba S. Francisco. Hermano, porque en sí mismo es bueno, y asno en cuanto se resiste al espíritu.

 

La Virgen María

Un modelo de superación de la angustia, de los agobios internos, es la Madre de Dios, la Virgen María. Ella es el ejemplo de la Mujer fuerte que le aplasta la cabeza a la serpiente, con su Hijo. Es la Inmaculada concepción, sin pecados, y además la llena de gracia, llena de Dios. Convertida en el receptáculo de la Trinidad vivió el seguimiento de su Hijo en las buenas y en las malas, en los consuelos y en las tristezas. Su único anhelo fue hacer la Voluntad de Dios.

También en ella se encuentra la lucha contra el mal y el triunfo en el bien. Se da en Ella:

El bien corporal y espiritual

El cuerpo de la Virgen se convirtió por la Maternidad Divina en el verdadero Santuario de la Vida. En su Vientre purísimo engendró al Salvador. Cristo tomó de ella su ser humano; es decir, se hizo Hombre, sin dejar de ser Dios.

La Virgen María al concebir y dar a luz su Hijo se convirtió en el Santuario de Dios, la Catedral de la Santidad, el Tálamo Nupcial donde el Verbo de Dios se desposa con la humanidad. Ella no sólo engendró a su Hijo, sino que también portó a la Iglesia germinalmente; Iglesia que va a engendrar en plenitud al pie de la Cruz.

"Al pronunciar su Fiat, María no se convierte sólo en Madre del Cristo histórico; su gesto la convierte en Madre del Cristo total. ‘Madre de la Iglesia’. Desde el momento del Fiat -observa San Anselmo-, María comenzó a llevarnos a todos en su seno; por esto, ‘el nacimiento de la Cabeza es también el nacimiento del cuerpo’, proclama San León Magno. San Efrén, por su parte, tiene una expresión muy bella a este respecto: María, dice él, es la ‘tierra en la que ha sido sembrada la Iglesia’" (Juan Pablo II, 30.11.79).

El gozo en lo bueno

La Virgen María no era un alma neutral, sino que vivió en la radicalidad del amor a Dios. Ella se centraba en Dios. Su gozo era el cumplimiento de la Voluntad del Señor. El Fiat, en la Encarnación, y el gozo expresado en el magníficat sintetiza su vida teocéntrica. Ella dice:

"Mi alma engrandece al Señor y exulta de júbilo mi espíritu en Dios, mi Salvador" (S. Lc. 1, 46-7).

El llanto de la Virgen María

También lloró nuestra Madre y sus lágrimas fueron de Vida, lágrimas de bienaventuranzas.

El nombre de la Virgen nos indica algo. "Y el nombre de la Virgen era María" (S. Lc. 1, 27). ¡María!: "la más bella música que han podido formar cinco letras" (Pemán). Un nombre que, además de significar "estrella de mar", "Señora", indica "Mar amargo". Mar amargo por la inmensidad de sus penas en la pasión de su Hijo, por la ingratitud de los pecadores y por la tristeza de su condenación. Mar amargo ya que Ella sufrió con los sufrimientos de su Hijo muy Amado. Esta amargura que padeció por amor a Dios fue profetizada por el Anciano Simeón: "y una espada atravesará tu alma para que se descubran los pensamientos de muchos corazones" (S. Lc. 2, 35). La espada que va a traspasar el corazón inmaculado de la Virgen María va a ser progresiva, gradual. Va desde la huída a Egipto, la pérdida del Niño Jesús en Jerusalén, las Humillaciones que padeció su Hijo, la cruz a cuestas, la crucifixión y muerte de Jesús. También al tener a su Hijo muerto en sus brazos y la soledad de ella. Todos fueron golpes internos, dolores profundos que los vivió fielmente en Dios. Ella es la Reina de los mártires por todos estos sufrimientos que padeció. La Madre de Dios, Corredentora, es Nuestra Señora de los Dolores. Los versos del Stabat Mater traducen y reflejan un poco estos dolores inmensos.

"La Madre piadosa estaba

 junto a la Cruz y lloraba

mientras el Hijo pendía.

Con alma triste y llorosa

traspasada y dolorosa

fiero cuchillo tenía ..."

 

La compasión de la Virgen

Nuestra Madre, consuelo de los afligidos, no sólo lloraba por nosotros sino que su vida era un padecer para mejor engendrarnos en Cristo. Toda ella se encontraba sometida a Dios en lo único necesario. Ella, consolada por Dios, nos consuela con el Amor de Dios. Cuando en las Bodas de Caná se terminó el vino, Ella le pide a su Hijo su primer milagro: de convertir el agua en Vino. Le va a decir a los sirvientes: "Haced lo que El os diga" (S. Jn. 2, 5).

Se pregunta S. Bernardo por qué la Iglesia llama a María Reina de Misericordia, y responde que para que sepamos todos que la Virgen abre los tesoros de la Misericordia de Dios a quien le place, cuando le place y cómo le place; así que no hay pecador, por enorme que sean sus pecados, que llegue a perderse si lo protege María.

La contemplación de la Verdad

Si contemplar es llevar todo a lo único necesario, reducir todo al Todo, la Virgen María es Modelo de contemplativa. Ella "vio" en todo a Dios. A su Hijo que lo miraba con los ojos corporales, lo adoraba como Dios por la fe.

La fe, junto con las otras virtudes, era lo que movía a la Virgen María. Cuando recibió el anuncio del Arcángel, a Cristo primero lo engendró por la fe en su corazón y luego en su vientre. La Virgen María tuvo más fe que todos los hombres y todos los ángeles juntos.

"Su fe sometida a una triple prueba: a la prueba de lo invisible, a la prueba de lo incomprensible y a la prueba de las apariencias contrarias. Esta triple prueba la superó la Virgen de manera verdaderamente heroica. Vio, en efecto, a su Hijo en la cueva de Belén, y lo creyó Creador del mundo. Lo vio huyendo de Herodes, y no dejó de creer que Jesús era el Rey de reyes. Lo vio nacer en el tiempo, y lo creyó eterno. Lo vio pequeño, y lo creyó inmenso. Lo vio pobre, necesitado de alimento y de vestido, y lo creyó Señor del universo; lo vio débil y miserable, tendido sobre el heno, y lo creyó omnipotente. Observó su mudez, y creyó que era el Verbo del Padre, la misma sabiduría increada. Lo sintió llorar, y creyó que era la alegría del paraíso. Lo vio, finalmente, vilipendiado y crucificado, muerto sobre el más infame de los patíbulos, y creyó siempre que era Dios; y aunque todos los demás vacilaban en la fe, Ella permaneció siempre firme sin titubeos" (50).

oooooooooooooooooo

NOTAS

 

(1) ROJAS, Enrique, La Ansiedad, Temas hoy, Bs. As. 1994, pp. 18 y ss.

(2) KIERKEGAARD, S., El concepto de la Angustia, Espasa Calpe, Madrid, 1982.

(3) STO. TOMAS DE AQUINO, Suma Teológica, I-II, 35, 8.

(4) VON GEBSATTEL, V., E., Imago Hominis, Gredos, Madrid, 1969, p.112.

(5) KIERKEGAARD, S., op. cit.

(6) ROJAS, Enrique, op. cit. p.25.

(7) VON BALTHASAR, H., El Cristianismo y la Angustia, Cristiandad, Madrid, 1964, p.33.

(8) VON BALTHASAR, H., Ibíd., p.34.

(9) MOLINER, María, Diccionario de uso del español, Gredos, Madrid, 1971.

(10) ALONSO, Martín, Gramática del Español Contemporáneo, Guadarrama, Ma- drid, 1968.

(11) ROJAS, Enrique, op. cit., p.23.

(12) P. CASTELLANI, Leonardo, De Kirkegord a Tomás de Aquino, Guadalupe, Bs. As. 1973, p.192.

(13) KIERKEGAARD, S., op. cit., p.73.

(14) P. GARCÍA VIEYRA, A. O.P., Memorias de Un Semivivo, Nuevo Orden, Bs. As., 1966, pp. 46-53.

(15) GUARDINI, Romano, La Aceptación de Sí Mismo, Las Edades de la Vida, Cristiandad, Madrid, 1975, 3ra. Ed. p.19.

(16) GUARDINI, Romano, Ibíd., p.23.

(17) ROJAS, Enrique, op. cit., p.36.

(18) ROJAS, Enrique, op. cit., p.37.

(19) VON GEBSATTEL, V., E., op. cit., p.102.

(20) ROJAS, Enrique, op. cit., p.37-38.

(21) ROJAS, Enrique, ibid., p.38.

(22) GORICHEVA, Tatiana, La Fuerza de los Débiles, Encuentro, Madrid, 1988, p.32.

(23) GORICHEVA, Tatiana, ibíd., p.29.

(24) GORICHEVA, Tatiana, ibíd., p.63.

(25) THIBON, Gustave, El Equilibrio y La Armonía, Rialp, Madrid, 1981, p.31.

(26) VON BALTHASAR, op. cit., p.36.

(27) VON BALTHASAR, ibíd., p.57.

(28) P. CASTELLANI, Leonardo, op. cit., p.189.

(29) P. CASTELLANI, Leonardo, ibíd., p.190.

(30) P. CASTELLANI, Leonardo, ibíd., p.191.

(31) P. CASTELLANI, Leonardo, ibíd., p.191.

(32) P. Fr. RAMÍREZ, Santiago, O.P., Esencia de la Esperanza Cristiana, Punta Europa, Madrid, 1960, p.311.

(33) P. Fr, RAMÍREZ, Santiago, O.P., ibíd., p.311.

(34) El odio puede ser considerado bajo dos aspectos. En cuanto pasión del apetito sensitivo y en cuanto pecado opuesto a la caridad. En el primer sentido significa un movimiento de repulsa ante la simple aparición del mal, y en este sentido no hay inconveniente en atribuírselo a Nuestro Señor Jesucristo, cuya alma santísima rechazaba enérgicamente el mal, sobre todo el de orden moral (cf. Mt. 4, 10). Por esta misma razón es imposible que Cristo tuviese odio en el segundo sentido, o sea, como pecado opuesto a la caridad. En cuanto a la desesperación, aun en su aspecto meramente pasional, supone impotencia para alcanzar un bien ausente, lo cual es incompatible con el poder infinito de Cristo.

(35) GORICHEVA, Tatiana, op. cit., p.35.

(36) P. CASTELLANI, Leonardo, Psicología Humana, Jauja, Argentina, 1995, p.67.

(37) P. ESCURRA, Alberto, Sobre el Humor, en Rev. Mikael, Paraná, 1981, año 9, n.27, p.80.

(38) El Diálogo, P.II, c.V, 2.

(39) El Diálogo, P.II, c.V, 4.

(40) El Diálogo, P.II, c.V, 4.

(41) El Diálogo, P.II, c.V, 2.

(42) El Diálogo, P.II, c.V, 2 i.

(43) DOM MARMION, C., OSB, Jesucristo Ideal del Monje, Difusión, Bs. As., 1951, p.180.

(44) P.SAENZ, A., SJ, De la Rus’ de Vladimir al "hombre nuevo Soviético", Gladius, Bs. As. 1989, pp. 171-2.

(45) P. CASTELLANI, Leonardo, De Kirkegord a Tomás de Aquino, p.192.

(46) STO. TOMAS MORO, Diálogo de la Fortaleza, Contra la Tribulación, libro I. c.3.

(47) HELLO, Ernesto, El siglo, Difusión, Bs. As., 1943, p.87.

(48) LECLERQ, Jean, OSB, Cultura y Vida Cristiana, Sígueme, Salamanca, 1965, p.174.

(49) CASONA, Alejandro, Prohibido suicidarse en Primavera, Acto primero.

(50) ROSCHINI, Instrucciones Marianas, Madrid, 1963, pp.190-2.