La Caridad para con el prójimo 

[el valor social de la caridad]

 

P. Fr. Mario A. Pinto O.P.

 

Hay quienes plantean sobre la caridad: "Se trata de una virtud personal y no social". Nada de eso; porque esa caridad para con Dios, se extiende y transforma en caridad para con el prójimo. ¿Qué es? no es otra cosa que esta misma virtud sobrenatural del amor a Dios, o sea, la misma virtud de la caridad, en cuanto que se extiende a los demás hombres por Dios.

Su objeto directo y principal es el mismo Dios, Uno y Trino, como último fin del hombre; amar a Dios por El mismo, a causa de su infinita bondad.

El objeto secundario, consecuente, son las criaturas racionales, en cuanto que están llamadas a la visión beatífica y al amor de Dios. De Dios se deriva el amor a sus imágenes, a sus hijos, a estos se les ama "en Dios". Dios es el motivo del amor a los hombres; estos se hacen prójimos en Dios. En efecto, cuando se ama a una persona, se ama también todo lo que pertenece a esa persona, su hogar, sus hijos, como si fuese él mismo. Por eso es el signo del amor de Dios.

Esta caridad se llama amor Cristiano, ¿por qué? Por tres razones:

1a: Porque Cristo nos ha merecido y comunicado con la gracia el poder y la virtud del amor al prójimo.

2a: Porque El mismo ejercitó este amor en su plenitud y lo ha anunciado como su mandato supremo, como el distintivo de sus discípulos: Un nuevo mandamiento os doy: que os améis los unos a los otros como yo os he amado. En esto conocerá el mundo que sois mis discípulos.

3a: Por consiguiente, estamos llamados y obligados a amar a nuestro prójimo por amor de Cristo. La caridad es distinta de cualquier otro amor humano, porque es una réplica en nosotros del amor de Cristo hacia los hombres.

La caridad para con el prójimo es el amor a los hombres, redimidos por Cristo: amor de hermanos en Cristo. Cristo no sólo es el promulgador sino también el motivo de ese amor, amamos a nuestros semejantes por Cristo, porque vemos a Cristo en ellos: Lo que hiciereis al menor de mis hermanos a mí me lo habéis hecho.

Por consiguiente la caridad al prójimo se extiende a todos los hombres por dos razones:

1a: Todos son imágenes de Dios, llamados a ser hijos de Dios.

2a: Todos están redimidos, llamados, pues, a ser hermanos de Cristo, miembros del Cuerpo Místico de Cristo.

Pues bien, esta caridad para con el prójimo ejerce sobre la vida social una influencia enorme, profunda y bienhechora.

¿En qué consiste esa influencia? Vamos a explicarlos siguiendo el plan del Padre Welty, gran sociólogo dominico alemán:

1er efecto: La caridad estimula la investigación y difusión de la verdad.

En efecto, el error y la ignorancia son los dos obstáculos más importantes de toda vida justa en general y en particular, del recto orden social. Basta ver los efectos siniestros de las ideas disolventes. Sólo la verdad puede salvar a los hombres.

Pues bien, la caridad para con el prójimo impulsa a compadecerse de los hombres desorientados y a procurar que el camino de la verdad sea enunciado a todos y conocido por todos; y así la caridad se pone de un modo permanente y desinteresado al servicio de la verdad, estimula y sabe encontrar las palabras apropiadas que conducen a la verdad. Es el apostolado cristiano.

2do efecto: La caridad conduce al más alto aprecio del hombre y a la más profunda comprensión de sus necesidades.

En efecto, hemos dicho que la caridad considera a los hombres como imágenes e hijos de Dios, como hermanos en Cristo y por Cristo. No cabe pues punto de mira más elevado, medida más alta, ni puede proclamarse con mayor claridad y eficacia el valor del hombre, su eminente dignidad, en la cual se funda todo el orden social.

Además, Santo Tomás enumera entre los efectos del amor la mutua adhesio, es decir la unión de los que se aman. Desaparece así toda discordia y se logra una verdadera unidad en el pensar, querer y obrar. La caridad implica una profunda comprensión de los otros, hace a los hombres clarividentes y delicados ante las necesidades de los demás.

3er efecto: Solo la caridad vence el egoísmo, el mayor obstáculo de la vida social.

En efecto, la caridad que no busca lo suyo, es medicina contra la peor de las heridas del pecado, el falso apego al propio yo, consecuencia la más funesta del pecado original que redunda siempre en daño del prójimo y de la comunidad.

Pues bien, el único contrapeso eficaz contra ese mal es el amor cristiano al prójimo. Sólo cuando se ve y se encuentra a Dios y a Cristo en cada uno de los semejantes se superan todas las oposiciones en una unidad superior en virtud de la ayuda divina.

4to efecto: La Caridad informa a todas las demás virtudes y las impulsa a obrar. Es vinculum perfectionis.

¿Por qué? Porque las ordena todas a Dios, fin supremo de la vida, ya que mueve a los hombres a obrar siempre por amor de Dios. Todas las virtudes sociales: la liberalidad, la amabilidad, la tolerancia, la paciencia, la conformidad, etc. se ponen al servicio del prójimo bajo el mandato, la llamada y el estímulo de la caridad.

5to efecto: La caridad es fuente principal del progreso social.

En efecto, la humanidad debe los progresos sociales, en primer lugar, a los grandes campeones del amor cristiano, a sus doctrinas, a sus ejemplos, a la acción constante de la Iglesia, inspirada por la caridad.

6to efecto: El amor sobrenatural al prójimo estimula al hombre y le mueve a cumplir fielmente todos los deberes de la justicia que es el fundamento primero de todo orden social.

En efecto, el hombre puede y debe ser justo por caridad, es decir, porque ama a sus semejantes, porque ve en ellos a Dios y a Cristo, y porque, por eso mismo, está pronto y dispuesto a otorgarles y a restituirles lo que les pertenece. Cristo lo ha dicho: Cuanto quisiereis que los hombres os hagan a vosotros, hacédselo vosotros a ellos (Mt. 7, 12). Esto no significa que la caridad sustituya a la justicia social. Compete a la justicia crear las condiciones que correspondan a la intención de la naturaleza y del Creador; pero la caridad mueve e impulsa en gran parte a la consecución y afianzamiento de esas condiciones.

La justicia solamente comprende y ordena relaciones totalmente determinadas, es decir, jurídicas; empieza en las desigualdades y cesa cuando se han terminado. Pero los hombres se hacen duros e insensibles donde únicamente se atiende al punto de vista jurídico, es como un engranaje sin aceite. Por eso la caridad tiene que reinar entre los prójimos, de lo contrario la vida social se hará dura, intolerable y se olvidará y desatenderá precisamente a los más pobres y necesitados de ayuda.

La caridad empieza donde termina la justicia, rebasa la justicia; se encarga precisamente de esos desgraciados y de esos necesitados, se convierte así en misericordia, o sea en el amor que se emplea en poner remedio a la miseria.

Y ahora nos preguntamos: ¿qué valor tiene esta caridad para con el prójimo en la vida social? A lo que contestamos: la caridad para con el prójimo garantiza a la vida social la paz, es decir, la armonía verdadera, firme y permanente. Sin caridad no puede haber paz verdadera.

La paz, como dijo San Agustín, es la tranquilidad del orden. El orden es la unidad resultante de la conveniente disposición de muchas cosas.

Hay que hacer una distinción fundamental. Hay un orden externo: el orden entre los hombres, el acuerdo justo, la conformidad de dos o de muchos entre sí, es la paz exterior llamada "concordia". Y hay un orden interno: el orden del alma, el orden entre las potencias del hombre: es la paz interior o simplemente la paz.

Pues bien, para que reine la paz -la verdadera paz- es necesario ante todo el primer orden: el orden de la justicia. De ahí el axioma: opus iustitiae pax. Es la condición necesaria de la paz, pues si cada cual no da a los demás lo suyo, inevitablemente surgirán inquietudes y discordias. Pero no basta con el orden de la justicia. Es necesario también el segundo orden, el orden de la caridad. El amor al prójimo es, en efecto, el único que crea la unidad de las almas y de los corazones en Cristo. Como dice en los Hechos de los Apóstoles (4, 32); La multitud de los que habían creído tenían un solo corazón y una sola alma.

Por eso si la paz exterior o sea la concordia ha de ser realmente auténtica y estable, debe estar cimentada en el interior del hombre, brotar de la paz interior que es fruto de la caridad y debe estar siempre sostenida por ella. De donde se sigue que sólo la fuerza interior de la caridad cristiana es capaz de fundamentar y garantizar eficazmente la paz social.

Por eso ha sabido enseñar con sabiduría Pío XI en su encíclica Quadragésimo Anno (III, 4, b):

"Todas las instituciones destinadas a consolidar la paz y promover la colaboración social, por bien concebidas que parezcan, reciben su principal firmeza del mutuo vínculo espiritual que une a los miembros entre sí; cuando falta ese lazo de unión, la experiencia demuestra que las fórmulas más perfectas no tienen éxito alguno. La verdadera unión de todos en aras del bien común sólo se alcanza cuando todas las partes de la sociedad sienten íntimamente que son miembros de una gran familia e hijos del mismo Padre Celestial; más aún, un solo cuerpo en Cristo 'siendo todos recíprocamente miembros los unos de los otros" (Rom. 12, 5); por donde "si un miembro padece, todos los miembros se compadecen" (I Cor. 12, 26). Entonces los ricos y demás dirigentes cambiarán su indiferencia habitual hacia sus hermanos los pobres en un amor solícito y activo, recibirán con corazón abierto sus peticiones justas y perdonarán de corazón sus posibles culpas y errores. Por su parte los obreros depondrán sinceramente ese sentimiento de odio y de envidia de que tan hábilmente abusan los propagadores de la lucha social y aceptarán sin protesta el puesto que les ha señalado la Divina Providencia en la sociedad humana, o, mejor dicho, lo estimarán mucho, bien persuadidos de que colaboran útil y honrosamente al bien común, cada uno según su propio grado y oficio, y que siguen así de cerca las huellas de aquél que, siendo Dios, quiso ser entre los hombres obrero y aparecer como hijo de obrero".

 

Y a su vez Pío XII, en su célebre Mensaje de Navidad de 1942, nos dice estas hermosas palabras:

"No hay que admitir la oposición ni la alternativa: amor o derecho, sino la síntesis fecunda: amor y derecho.  En uno y en otro, ambos irradiaciones del mismo Espíritu de Dios, se cifra el programa y el sello de la dignidad del espíritu humano. Uno y otro se completan mutuamente, cooperan, se dan vida, se sostienen, se estrechan la mano en el camino de la concordia y de la pacificación; mientras el derecho allana el camino al amor, el amor mitiga el derecho y lo sublima. Ambos elevan la vida humana a aquella atmósfera social, en donde aún en medio de las diferencias, impedimentos y durezas de esta vida, se hace posible una fraterna convivencia. Pero suponed que el malvado espíritu de ideas materialistas domine, que la tendencia al poder y al atropello concentre en sus rudas manos las riendas de los sucesos y veréis aparecer cada día más los efectos disgregadores, desaparecer el amor y la justicia, triste presagio de amenazadoras catástrofes sobre una sociedad apóstata de Dios".

 

El último fruto social de la caridad que debemos mencionar es la alegría en el trabajo.

La alegría, lo mismo que la paz, es un fruto, un efecto del amor. Tanto la posesión como la esperanza de un bien amado hacen a los hombres felices. La paz y la alegría se enumeran en la Sagrada Escritura como frutos del Espíritu Santo.

La importancia de la verdadera alegría para la vida social se echa de ver por sus efectos.

La alegría eleva al hombre, da alas a la voluntad, ensancha, dilata el corazón. Cuando el hombre está alegre todo le resulta fácil; trabaja mejor y más solícitamente. La alegría hace a los hombres mutuamente expansivos y predispuestos a ceder, a olvidar, a reconciliarse. Recordemos un texto significativo del gran Peguy. Se ha enterado con horror que los obreros de una fábrica han destruido por sabotaje sus útiles de trabajo. Y eso le mueve a evocar sus recuerdos de infancia a fines del pasado siglo, en su humilde hogar de Orleáns donde su madre se dedicaba a fabricar sillas de paja; y evoca así un ambiente todavía entonces impregnado por aquella atmósfera social de caridad que fuera la característica del orden social cristiano en este mundo.

"¿Habrá quién quiera creernos?; hemos crecido en medio de un pueblo alegre. En aquel tiempo un taller era un lugar de la tierra donde los hombres eran dichosos. Hoy un taller es un lugar de la tierra donde los hombres se recriminan, se odian, se pelean y se matan.

En mi tiempo todo el mundo cantaba. En la mayor parte de los oficios se cantaba. Hoy se protesta, se reniega. En aquel tiempo no se ganaba casi nada. Los salarios eran más bajos que todo lo que uno pueda imaginarse. Y sin embargo todo el mundo reía. Había hasta en los hogares más modestos una suerte de bienestar del que ya no tenemos ni memoria. En el fondo no se hacían cuentas. No había nada que contar. Y se podía educar a los hijos. Y se los educaba. No existía esta especie de espantosa estrangulación económica que cada año nos da una vuelta más en la garganta. No se ganaba nada, no se gastaba nada, y todo el mundo vivía.

¿Habrá quién quiera creernos? Hemos conocido obreros que tenían ganas de trabajar. Sólo pensaban en trabajar. Hemos conocido obreros que a la mañana el levantarse sólo pensaban en trabajar. Se levantaban por la mañana ¡y a qué horas!, y cantaban ante la idea de que iban a trabajar. Y a las once cantaban también cuando iban a almorzar... Trabajar era toda su alegría, la raíz profunda de su ser. Y la razón de su ser. Poseían un honor increíble del trabajo, el más bello de todos los honores, el más cristiano, el único quizás que esté plenamente justificado.

Todos los hombres convergían en ese honor. Una decencia y una finura en el lenguaje. Un respeto del hogar. Un sentido del respeto, de todos los respetos, del ser mismo del respeto. Una ceremonia, por decirlo así, constante. Por lo demás el hogar coincidía muchas veces con el taller y el honor del hogar y el honor del taller eran un mismo honor; el honor de un mismo lugar, el honor de una misma chimenea. ¿Qué se ha hecho de todo eso? Todo era un ritmo y un rito y una ceremonia, desde el amanecer. Todo era un acontecimiento sagrado. Todo era una tradición, una enseñanza, todo había sido legado, todo era una sagrada tradición. Todo una elevación interior, y una oración, durante todo el día; el sueño y la vigilia, el trabajo y el poco de descanso, la cama y la mesa, la sopa y la vianda, la casa y el jardín, la puerta y la calle, el patio y el zaguán y los platos sobre la mesa.

Decían sonriendo para embromar a los curas que "trabajar es rezar"; y no sospechaban cuánta razón les asistía. Hasta tal punto su trabajo era una oración; y el taller un oratorio".

 

Trabajemos, señores, porque un día vuelva a florecer en nuestras sociedades ese sentido cristiano del trabajo, tan bellamente evocado por Peguy e inspirado por la fraterna caridad.