LA CONCIENCIA DEL MÉDICO

 

Mario Caponnetto

 

I - Introducción

 

La lectio divina -que es el tema convocante de estas jornadas- (1) es, en esencia, un atento inclinar del oído del alma a la Palabra de Dios, fundamentalmente contenida en los textos sagrados y enriquecida por siglos de meditación y de exégesis que, a la manera de ríos caudalosos, surcan el tiempo y el espacio de la Iglesia. Pero la lectio se extiende, también, a las obras de Dios, a las cosas (y nos estamos refiriendo concretamente a las cosas físicas, ta fisiká) que en tanto son creadas por Dios contienen en sí y sustantivamente algún vestigio de la Santísima Trinidad (2). Por eso, la imitatio naturae, en la que el arte consiste, acaba, en definitiva, en una lectio naturae que no es otra cosa que una prolongación de la lectio divina.

Acabamos de mencionar al arte o tekné como un fruto mediato de la lectio divina. Y lo hemos hecho porque nos preocupa iluminar con la claridad de esta lectio un arte particular, el arte de la medicina. De esta manera intentamos justificar la introducción del presente tema en el contexto de una jornadas cuyo asunto central, en apariencia, no tiene conexión alguna con nuestro tema.

Digamos, en primer término, que así como a partir de esa lectio profunda de la Palabra de Dios el pensamiento cristiano fue capaz de elaborar una entera visión teológica y filosófica del mundo y de todas las realidades, de igual modo algo similar ocurrió con la medicina. Ella, en efecto, también sufrió el benéfico impacto o la benéfica influencia de esta visión surgida de la lectio. La medicina medieval, por ejemplo, alcanzó -no por supuesto en lo técnico científico específico, pero sí en la concepción física y sobrenatural del hombre enfermo- cumbres que hoy echamos de menos en nuestra medicina actual.

Una buena manera de introducirnos en nuestra materia sería preguntarnos cuáles son, exactamente, estas cumbres que echamos de menos. Veámoslo. Si alguien observa la medicina de nuestro tiempo se encuentra con una realidad muy visible, muy evidente, una situación que sale al paso del observador menos cuidadoso. Tal realidad es una suerte de tensión, de tensión dramática si se quiere, que ya fue vista muy lúcidamente por el ilustre médico y humanista español don Pedro Laín Entralgo: se trata de una dualidad constituida por dos términos, a saber, por un lado el poderío y por otro lado la perplejidad. El poderío deriva directamente del extraordinario desarrollo tecnocientífico que la medicina ha experimentado y experimenta sin cesar desde hace algunos decenios como parte de la característica cultural de estos tiempos signados por el auge de la tecnociencia. La perplejidad, a su vez, deriva de la situación espiritual del hombre contemporáneo (que se traslada, por supuesto, al hombre médico) quien, muy a menudo no sabe qué hacer con el poder que tiene entre sus manos. Más todavía, advierte que muchas veces ese poder puede volverse contra sí mismo, contra el hombre mismo, poniendo en riesgo la propia existencia humana.

Todo esto ha dado lugar dentro de la medicina, hace aproximadamente unos treinta años, a un movimiento de ideas, iniciado allá entre los años sesenta y nueve y setenta, por un oncólogo norteamericano, R. V. Potter, en un artículo -y posteriormente en un libro- que se consideran, con justa razón, el acta de nacimiento de ese movimiento que ha dado en llamarse bioética (3). La idea central de Potter -a pesar del grosero mecanicismo y del férreo determinismo que recorren todas las páginas de sus escritos- era muy sencilla y luminosa: había que tratar de trazar un puente, de procurar una unión entre el mundo del desarrollo tecnocientífico, que invade cada vez más el mundo médico, y el mundo de la ética, el mundo de las realidades morales. Porque, advertía Potter con gran lucidez, que si no se trazaba ese puente nuestra supervivencia estaba en juego; tanto es así que antes de introducir este neologismo, bioética, el autor llamó a esta propuesta o esta nueva ciencia, como quiera llamársela, la ciencia de la supervivencia, que tal es el título el primer artículo publicado por Potter en el año 1970, La ciencia de la supervivencia, del que hemos hecho mención.

Ahora bien, cuando ingresamos, con una mirada crítica, en el campo que actualmente se denomina bioética nos encontramos con que existe una serie enorme de dificultades. En primer lugar no podemos hoy decir con propiedad que la bioética se encuentre constituida desde el punto de vista epistemológico como una disciplina científica en todo cuanto implica este término. No se puede decir que esta bioética sea una ciencia formalmente constituida, con un objeto material y formal debidamente definidos, es decir que responda a las preguntas fundamentales de cualquier planteo epistemológico básico. Por otro lado, vemos, además, que surgen -y cada vez más- un conjunto de insuficiencias, producto todas ellas de una falta precisamente de un pensamiento rector, es decir, de un pensamiento fundado en el ser y en la realidad de las cosas. Por eso la bioética contemporánea, si se nos permite la expresión, ha degradado hacia una suerte de modus vivendi, de compromiso, en el cual lo que prevalece es el consenso, el consenso democrático, el consenso pluralista; al punto que esta idea del consenso ha suplantado a la idea de bien. La bioética contemporánea, lamentablemente, está creciendo, se está desarrollando (al menos en sus versiones más difundidas y con mayor predicamento en los ámbitos académicos y sociales) en una dramática ausencia de la noción del bien que es reemplazada, insistimos, por la del consenso.

Es fácil advertir que todo cuanto llevamos dicho ha transformado a la bioética en un campo de arduos debates. Tales debates giran alrededor de dos puntos: primero los aspectos de naturaleza filosófica que están en la base de muchas de las conclusiones de los bioeticistas más promovidos, y, segundo, la advertencia de un número creciente de insuficiencias que va relegando a la sombra aspectos que consideramos fundamentales. Dentro de este amplio debate, y en el orden específico de las señaladas insuficiencias, hemos podido apreciar la ausencia, por demás llamativa, de un tema al que, sin embargo, conviene, según nuestro juicio, prestarle una particular atención. Nos estamos refiriendo a la conciencia del médico tanto en lo que ella tiene de recta apreciación de los propios actos cuanto en lo que concierne a su formación como instancia clave de la actividad ética personal de quien ejerce el oficio de la medicina. La importancia del tema se nos hace evidente cuando indagamos acerca del verdadero sentido de nuestra vida moral. La actividad moral del hombre puede resumirse como una relación dialógica de la persona con el bien (4). Tal relación consiste, en definitiva, en un descubrimiento de un bien real -el bien en su máxima radicalidad ontológica- que ha de ser realizado en una situación singular y concreta. La ética, en efecto, es un conocimiento del bien en vista de su realización mediante la actividad libre, inmanente y trascendente de la persona, circunstanciada en un aquí y ahora, en la línea de la perfección última del hombre. Pero en este diálogo del hombre con el bien la conciencia juega, como veremos enseguida, un papel esencial.

La conciencia, en efecto, es una suerte de gran nudo vital, acerca del cual conviene reflexionar debidamente; y conviene reflexionar, en homenaje justamente a esa lectio divina, que nos congrega, bajo la luz del orden natural, de la recta filosofía y de la Sagrada Teología. Por eso hemos dividido nuestro tema en tres principales momentos. El primero de ellos lo vamos a dedicar al análisis de la conciencia, qué es la conciencia, mediante un somero repaso del tema. El segundo momento estará destinado al análisis de la conciencia del médico desde una perspectiva natural, desde la perspectiva del habitus natural de la ayuda médica. Y el tercer momento, por último, va a procurar analizar el tema de la conciencia médica desde la perspectiva de la Fe y de la Gracia, esto es, de qué modo el hábito natural de ayuda de la medicina puede ser sobreelevado a un plano superior, al plano de las realidades sobrenaturales y ver cómo en ese proceso de elevación, al igual por otra parte, como ocurre con cualquier otra realidad natural, esta realidad no queda abolida sino plenificada.

 

II. La conciencia

Como siempre, vamos a tomar como guía seguro al maestro común, a Tomás de Aquino. Tomás de Aquino aborda el tema de la conciencia en varias de sus obras, pero hay un texto que nos parece de una enorme riqueza que es el que corresponde al corpus del artículo 1 de la cuestión 17 de las Quaestiones disputatae de Veritate. Allí el santo doctor trata, precisamente, de la conciencia. Pero digamos que la cuestión 17, a la que corresponde el artículo mencionado, está precedido por la cuestión 16 dedicada al tema de la llamada sindéresis. Creemos que esta disposición y secuencia temáticas obedecen a la existencia de un punto de partida fundamental: Para entender el tema de la conciencia es necesario entender que ésta se articula en dos momentos, diversos desde luego, pero solidarios e inseparables. El primero de estos momentos corresponde a aquello que podríamos llamar la conciencia primitiva, primaria o conciencia originaria; se trata de un hábito, un hábito natural, un hábito que nos viene dado con nuestra propia naturaleza, por tanto, un hábito ingénito al que toda la tradición patrística, de la cual es solidario Santo Tomás, denomina sindéresis. La sindéresis es, tal como la hallamos definida en las diversas obras de Santo Tomás, el hábito de los primeros principios del obrar práctico. El Aquinate hace un paralelo entre la razón especulativa y la razón práctica, paralelismo, por lo demás, muy frecuente en sus obras. Y dice: así como en el orden de la razón especulativa necesitamos de un hábito natural, que es el hábito de los primeros principios del conocimiento especulativo, principios que son evidentes de suyo, que son indemostrables porque no requieren demostración puesto que son más que demostrables (no pertenecen al orden de la ratio sino al del intellectus), así como existen en el orden teorético estos principios primeros sin los cuales no podría ser posible el proceso discursivo de la razón, así también en el plano de la razón práctica, que es el plano propio de la actividad ético-moral y poietico-productiva del hombre, de igual modo se requiere de un hábito natural, que es ese hábito ya mencionado de los primeros principios del obrar práctico mediante los cuales el hombre, naturalmente, se inclina al bien y rechaza el mal. Esta sindéresis no es otra cosa que la impronta de la ley natural en nuestra alma. La sindéresis nunca yerra; es esta una enseñanza muy clara de Santo Tomás, tanto en la cuestión 16 de De veritate como en el texto paralelo de Summa Theologiae (5).

La conciencia tiene, pues, su fundamento en este hábito natural de los primeros principios del obrar práctico. Después viene lo que se llama la conciencia propiamente dicha, es decir, una acción u operación que, por analogía con lo que ocurre en el orden de la razón especulativa, podríamos llamar la acción reflexiva y discursiva de la conciencia. Ocurre que al igual que en el orden especulativo, a la intuición intelectual de los primeros principios sigue el discurso de la razón, del mismo modo, a la aprehensión natural del dato de la sindéresis sigue el "discurso" ético de la razón práctica. Santo Tomás no tiene inconveniente en llamar también conciencia a la sindéresis siempre que quede bien claro que se trata de dos momentos distintos de la conciencia. Y otra cosa muy importante, ya entrando en el acto de la conciencia propiamente dicha: para Santo Tomás la conciencia no es ni una potencia, es decir, una facultad del alma como pueden ser el intelecto, la voluntad, las potencias sensitivas, nuestros sentidos externos e internos, ni tampoco es un hábito sino que es, propiamente hablando, un acto de conocimiento aplicado a un acto particular. Es, por tanto, un acto de iluminación de un acto determinado. Santo Tomás dice textualmente en el artículo 17 de De veritate:

Nomen enim conscientiae significat applicationem scientiae ad aliquid; unde conscire dicitur quasi simul scire (6).

La inevitable traducción española mengua un tanto la fuerza que tiene el original latino que dice: conscire dicitur quasi simul scire. Conscire, verbo que sólo atinamos a traducir como tomar conciencia o concientizar, es lo mismo que scire, esto es, conocer. Quiere decir que para Santo Tomás la conciencia al no ser ni potencia ni hábito, es un acto, un acto de conocimiento, de ciencia, que tiene una característica propia: que se aplica a un acto particular y concreto de la persona. Esto es, un acto de conocimiento en el cual el hombre es, a la vez, sujeto y objeto del conocimiento. De allí que el texto citado continua:

Conscientia non potest nominare aliquem habitum especialem, vel aliquam potentiam, sed nominat ipsum actum, qui est applicatio cuiuscumque habitus, vel cuiscumque notitia ad aliquem actum particularem. (7)

Por eso en el resto del corpus del artículo que tenemos bajo análisis, Santo Tomás va distinguiendo en el acto de la conciencia todo cuanto corresponde a un acto de conocimiento. Sostiene, así, que entre esos hábitos y conocimientos que se aplican en el acto mismo y concreto de la conciencia, han de señalarse los hábitos de la razón operativa, esto es, la sindéresis, y la sabiduría, además el hábito de la ciencia, así como también se requiere el concurso de la memoria sensitiva y aún del sentido para poder percibir aquello que se hace o se debe hacer en un aquí y ahora determinados. Todo esto nos conduce a una noción de conciencia radicalmente distinta de aquella que puso en circulación el subjetivismo racionalista e idealista. Pues la conciencia muestra que es un acto en el cual confluye todo el hombre con sus potencias espirituales y sensitivas, con sus hábitos naturales y adquiridos, es decir, todo el hombre con su pasado y su presente, con su historia personal, con su desarrollo vital. La conciencia es, así, dinámica, sincrónica y diacrónica a la vez pues está sujeta a maduración y crecimiento, se vincula con las etapas de nuestra vida, puede y debe ser formada en la adquisición y mantenimiento de los diversos hábitos y conocimientos que en ella confluyen. Por otra parte, la conciencia no es en sí misma ni principio ni medida de las cosas que giran en la inmanencia de la conciencia misma, sino un acto medido por la ley natural y por la ley de Dios.

 

III. La conciencia del médico

En el caso específico de la conciencia médica, si hay en ella una regla de oro para su formación, ésta bien puede ser la que se contiene en los Precepta hipocráticos: donde hay filanthropia, es decir amor al hombre, al ser humano, hay también filoteknia, es decir amor al arte. Continúa diciendo Hipócrates, el médico es amigo de su arte en cuanto es amigo del hombre, en cuanto tal, en cuanto persona humana a la que atiende. Como médico es amigo de ese hombre a través de su arte y del amor que debe profesar a su arte. Amor al arte a través del amor al hombre, amor al hombre a través del amor al arte. Hay aquí un entretejido muy interesante entre el amor al arte y el amor al hombre que va configurando eso que podemos llamar la conciencia médica y el ethos médico.

Analizando, precisamente, desde la perspectiva de esta riquísima y vital relación entre el amor al arte y el amor al hombre, entre la filanthropia y la filoteknia, la conciencia del médico, a nuestro juicio, debe encaminarse hacia o detenerse sobre tres aspectos fundamentales. El primer aspecto es que la ratio última y suprema de la acción médica es procurar el bien del paciente a través del arte. Esto es muy importante. Aquí tocamos un punto decisivo. Primero, porque estamos introduciendo la noción de bien, y segundo porque la noción de bien es analógica, es decir, se expande en un amplio arco de significados diversos, bien que todos ellos ligados por un significado básico común. Por consiguiente, hay un bien que es un bien supremo, un bien máximo, más allá del cual nuestras potencias apetitivas no pueden apetecer ya más nada, que es, desde luego, Dios. Pero hay una serie de bienes particulares o bienes intermedios que son como una participación en este Bien Supremo y que constituyen las diversas clases de bienes: los bienes útiles, los bienes deleitables, los bienes honestos, etc, que todos conocemos por la clásica distinción aristotélica. Entonces es necesario afirmar y sostener con toda claridad, en este aspecto, que tanto nuestros conocimientos procedentes del arte cuanto aquellos hábitos (en especial la prudencia, virtud cardinal que es el gozne alrededor del cual gira la actividad ética del hombre) que veíamos confluir en el acto de la conciencia, han de estar orientados y tendidos hacia el bien, pero teniendo muy presente que se trata de dos especies distintas de bien. La actividad ética del hombre está orientada hacia la consecución del bien último del hombre, esa eudaimonia de la que habla Aristóteles y que luego se transforma en el pensamiento cristiano en la beatitudo, es decir, en la bienaventuranza, en esa felicidad última a la que estamos llamados y que no es otra cosa que la contemplación cara a cara, en la luz de la gloria, del mismo Dios. Y la consecución de los bienes intermedios se ordenará rectamente en tanto nos lleve y nos guíe a la posesión de ese Bien Supremo. En síntesis. En el orden de la actividad ética el bien que buscamos es el bien último, el bien máximo, más allá del cual no podremos aspirar a nada más porque nuestra capacidad de amor quedará definitivamente saciada. Los otros bienes tendrán que ordenarse a la consecución de ese fin último pues si se desviaren de la consecución del fin último ya se desordenarían pues quedarían por fuera del orden del fin que es el principal en el orden ético. En cambio, en el orden de la actividad técnica el bien que buscamos es el bien de la cosa hecha, el bien del artefacto, el bien de lo hecho. Un carpintero busca hacer el bien, busca hacer la mejor mesa posible, una mesa que no se caiga ni se desvencije cuando alguien la use como escritorio, como la mesa de las comidas familiares o como altar.

Pues bien, llevando esta distinción al plano de la medicina, el médico como hombre tiene que tener en cuenta este doble sentido del bien al cual se dirige su actividad profesional. En tanto es ella una actividad poiética, una actividad productiva, en tanto la medicina puede ser analogada a una actividad técnica, sólo puede tener en vista el bien transeúnte, el de la cosa bien hecha, el del diagnóstico bien hecho, de la endoscopia bien hecha, del interrogatorio bien dirigido, de los análisis complementarios correctamente solicitados, de la terapéutica correctamente indicada. Pero en cuanto su accionar se dirige más allá de lo técnico y entra de lleno en la dimensión ética, el bien que ha de tener en cuenta es no ya el bien técnico sino el bien integral de la persona. Pero hay una necesaria subordinación del bien de la técnica al bien general de la persona. Y es en y por esta subordinación que surge aquello que podríamos llamar el momento ético de la técnica. Es necesario, pues, que para la recta formación de su conciencia el médico tenga presente este dinamismo, este juego entre el bien entendido en un sentido ético y el bien entendido en un sentido técnico productivo o poiético. Precisamente vemos que en la medicina contemporánea esta distinción se ha perdido. Parecería que el bien de la técnica (o, mejor dicho, la eficacia de la técnica) se sobrepone al bien de la persona. Interesa más la eficiencia técnica que el humilde servicio a la naturaleza. En definitiva, la medicina es una humilde ministrans natuare, como dice Santo Tomás en el comentario del De sensu et sensato (8). Mas parece que hoy nos estamos convirtiendo en dominadores y en depredadores de la naturaleza humana antes que en sus humildes servidores.

El segundo aspecto al cual debe dirigirse la formación de la conciencia médica es la relación del médico con su enfermo, una relación que se funda en una particular especie de la amistad a la que los antiguos llamaron filia iatriké, es decir, amistad médica. Y aquí es importante recalcar que, precisamente, por ser la amistad médica, que en definitiva es una forma de amor, el cimiento de la relación del médico con su paciente, esta relación tiene que estar fundada en una armónica conjunción entre el arte del médico y la prudencia del médico, esto es, en el ejercicio de las dos grandes virtudes de la razón práctica que, insistimos, pertenecen a esos hábitos que confluyen en el acto de la conciencia. La prudencia por un lado, el arte por otro. Precisamente por ese amor al hombre, al paciente, es necesario poner en consonancia el arte con la prudencia. Hay, al respecto, un bello texto de Pieper que se aplica con justeza al caso particular de la conciencia y del acto médicos. Es en el tratado de la prudencia donde hallamos esta página realmente admirable. Clásicamente, es un lugar común admitir que por medio de las virtudes éticas ejercemos actos inmanentes, es decir, que el acto de las virtudes permanece en el sujeto que opera. Para quien ejerce un acto de justicia, o de prudencia, o de templanza, ese acto lo perfecciona como sujeto y permanece, inmane, en él. La prudencia, proprie loquendo, ejerce un acto que es inmanente. Sin embargo, hay un instante en que la prudencia, si se nos permite al máximo tensar las fórmulas, se hace transitiva. ¿Qué quiere decir esto? Que el acto de prudencia tiene la posibilidad de hacerse transeúnte, de trascenderse, de ser conferido al otro, de ser ejercido de alguna manera sobre el otro. Dice Pieper:

"Sólo el amigo, [y hemos dicho que la relación médico paciente es una forma particular de amistad] y si es prudente, puede coasumir la decisión del amigo desde el mismo yo (y por tanto, no del todo "desde fuera") de este último, al que al afecto viene a hacer como propio, pues merced a la acción unificadora del amor, [y la relación médico enfermo es una relación de amor] está facultado para contemplar la situación concreta de la decisión desde, vale decir, el centro inmediato de su responsabilidad. De ahí que sólo al amigo sea posible también -sólo a él y siempre que sea prudente- "preformar" la decisión del amigo mostrando por modo de consejo el camino recto, o "reconstruírle" para, a la manera de un juez, dictaminar acerca de su bondad o maldad" (9).

Es decir, el don de consejo es lo que hace posible que la prudencia médica, como la prudencia del preceptor o del amigo, se haga en cierto modo transeúnte, trascendente. Caemos aquí, a nuestro juicio, en un tópico fundamental tanto en la gradual formación de la conciencia médica cuanto en la actividad médica: el don del consejo. El médico es sobre todo consejero. Es algo que los propios médicos hemos perdido de vista desgraciadamente. O bien nos creemos los dueños de nuestros pacientes y olvidamos que somos nada más que sus consejeros. O bien, en el marco del creciente individualismo anglosajón que invade la bioética contemporánea, nos limitamos al frío "consenso informado", fórmula rigorista de indudable raíz neokantiana. Pero está claro que para aconsejar no podemos hacerlo de otro modo que desde esa prudencia amorosa capaz de hacerse transitiva, transeúnte.

Y finalmente el tercer aspecto al que tiene que dirigirse la conciencia médica es tener siempre en claro la dignidad de la profesión médica. La medicina tiene una dignidad que proviene de la situación particular en la que ella se encuentra, pues ella es un arte, es una tekné, no es una ciencia en el sentido más propio que esta noción encierra, pero está indisolublemente unida, nutricialmente unida a la ética. ¿Por qué? Porque aquella realidad sobre la cual opera la medicina es la realidad sacral, única e irrepetible de la persona humana. Porque no hay enfermedades sino enfermo, según el viejo y conocido adagio. En realidad, lo que hay es enfermedades en personas enfermas, y esto es una verdad tan simple, tan sencilla que la hemos olvidado. El que viene a la consulta no es un "caso" clínico sino un hombre con toda su historia, con todo su dolor, con toda su angustia, con todo su problema existencial. Ese hombre, como recuerda Laín Entralgo, se acuesta sobre la camilla, se ofrece casi pasivamente al acto operatorio médico, a que se lo inspeccione, se lo mida, se lo palpe, se lo ausculte, a que se lo someta a las técnicas de diagnóstico, cada día más complejas e invasivas. Se trata, por tanto, de una persona, realidad sagrada, irrepetible y única. Entonces es necesario que tengamos en cuenta la dignidad de la profesión médica.

 

IV. Sobreelevación del habitus médico al orden de la Gracia.

¿Cómo puede este hábito natural que conforma el ethos natural del médico, que hemos analizado, alcanzar su mayor plenitud mediante una sobreelevación a las realidades sobrenaturales de la Fe y de la Gracia? El cristianismo tiene la particularidad de haber elevado toda realidad humana al plano de lo sobrenatural y, por supuesto, la realidad natural de la medicina no podía escapar a este feliz acontecimiento al que somos permanentemente invitados y en el cual existencialmente vivimos porque después de la venida de Jesucristo no existe otra realidad que la realidad de una naturaleza elevada al orden sobrenatural.

La amistad médica, esa filia iatriké que poníamos en el fundamento de la relación médico enfermo, se hace ahora caridad, caridad cristiana. Ese don del consejo que veíamos como surgiendo de una prudencia transitiva, es ahora don del Espíritu Santo, el don del consejo. Y si se nos permite una pequeña digresión, en las Collationes septem de donis Spiritus Sancti, el gran maestro San Buenaventura dedica la séptima de las collationes precisamente al don del consejo. Y aquí tal vez es donde per accidens y sin que sea parte esencial de esta exposición, podamos agregar algo que ya fue erudita y sabiamente tratado en el marco de estas Jornadas. Nos referimos al tema de la exégesis bíblica, Adviértase que San Buenaventura para hablar del don del consejo apela a un texto bíblico, Proverbios 31, 10-13, el que habla de la mujer fuerte. Esa mujer fuerte se provee de lana y de lino y los trabaja discretamente con sus manos. Para el Santo Doctor, el acto del consejo, digamos el acto precedente del consejo, puede ser tomado de esta imagen de la lana y del lino y el acto propio del consejo puede ser tomado de esto de que la mujer prudente y fuerte trabaja con sus propias manos. Es muy interesante ver aquí el sentido anagógico, el sentido tropológico con los que San Buenaventura penetra los textos bíblicos, y a su vez cómo la realidad del consejo es traspasada por la luz de la Palabra Divina. La imagen de la lana y del lino, dice San Buenaventura, no es otra cosa que el Nuevo y el Viejo Testamento, mientras que la acción directa con las manos de la mujer fuerte significa la ejecución a través de las virtudes, de los actos virtuosos, del don del consejo. Y así concluye que hay un acto propio del consejo por el cual se nos enseña a discernir lo que es lícito y lo que es conveniente y útil para la salvación según el dictamen de la recta razón. Hay otro consejo que nos manifiesta cómo debemos escoger lo que es lícito, lo que es conveniente y lo que es útil según el imperio de una recta voluntad. Y hay, por último, un tercer consejo que nos instruye cómo debemos practicar lo lícito, conveniente y útil según el ejercicio de las obras virtuosas. Los dos primeros modos de consejo corresponden a esa lana y a ese lino que son tomados y traspasados de la Escritura a la iluminación del tema que San Buenaventura tiene bajo análisis. La obra directa de las manos es tomada para iluminar el último modo o tercer acto del consejo que es el ejercicio de las obras virtuosas (10). El texto sigue y no tenemos tiempo de analizarlo en toda su profundidad, pero es interesante ver cómo San Buenaventura, siguiendo en esto a toda la gran tradición exegética de los Padres, no hace sino fundarse en la lectio divina, esto es, en la atenta lectura de la Palabra de Dios para iluminar un tema teológico y filosófico como es el don del consejo.

Lo que precede, insistimos, es una digresión. Pero es oportuna, porque todo esto que dice San Buenaventura respecto del don del consejo tiene una plena aplicación al caso del consejo médico. El consejo médico tiene que fundarse en el dictado de la recta razón (la lana de la Escritura), tiene que basarse en una recta buena voluntad (el lino) y tiene que basarse en obras virtuosas (la acción directa con las propias manos). El médico debe ser un hombre virtuoso. Esto es importante. Vir bonus medendi peritus, decían los clásicos para referirse al médico: un hombre bueno experto en el arte de curar.

Pero en esta sobreelevación del arte médica al orden sobrenatural hay todavía algo más que decir y que se vincula con el tercer aspecto sobre el cual debe detenerse la conciencia médica, a saber, la dignidad de la profesión. Y es el tema que el médico es instrumento de Dios. Y viene a colación el conocido pasaje del Eclesiástico. Se recordará, sin duda, que en el capítulo 38, versículos 1 a 14, el Eclesiástico va configurando el perfil moral del médico. Pero hay uno de los versículos que dice algo importantísimo: "El Señor es el que pone en la tierra las medicinas y el varón prudente es el que no las desdeña" (Eclesiástico, 38, 4). La salud viene de Dios, en definitiva. Nosotros sólo somos instrumentos. "Del Altísimo viene la curación, la ciencia de la curación viene del Altísimo como una dádiva que del Rey se recibe" (Eclesiástico, 38, 2). Por consiguiente, el médico no es otra cosa que el instrumento de Dios, porque, en definitiva, el verdadero médico es Dios. Entonces a partir de aquí podemos ir avanzando hacia otra dimensión: superando esta concepción veterotestamentaria, hallamos ahora, esta cosa tan admirable y consoladora que nos revela el Nuevo Testamento en el que Jesucristo es llamado Médico. ¡El es nuestro Médico, El es el Médico! Y está aquí, entre nosotros, hecho uno de nosotros. Pero también, El es el paciente. Porque en definitiva todo enfermo no es sino un ícono, una imagen del Cristo Paciente. La vieja piedad cristiana decía que había que ver a Cristo en cada enfermo. Y es cierto. También esto lo hemos olvidado. Cada enfermo es una imagen del Christus patiens. Y así lo entendía San Benito cuando escribió en su Regla:

Infirmorum curam ante omnia adhibenda est, ut sicut re vera Christo, ita eis serviatur. (11)

La curación o el cuidado de los enfermos ante todo debe ser dado como si fuera a Jesucristo, como si el mismo Jesucristo en persona fuera El el objeto de nuestra solicitud médica. Y esta regla de San Benito nos conduce, directamente, a ese gran discurso esjatológico de San Mateo, cuando al final de los tiempos el Señor venga a juzgarnos y nos diga: "Venid a Mi benditos de mi Padre, porque estuve enfermo y me visitasteis" (Mateo, 25, 36).

ooooooooooooo

NOTAS

(1) Este trabajo reproduce la ponencia presentada en las Terceras Jornadas de Espiritualidad Católica, acerca del tema Lectio divina y estabilidad espiritual, celebradas entre el 7 y el 10 de junio de 1997, en San Antonio de Arredondo, Córdoba, Argentina.

(2) Cfr. Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q 45, a 7, corpus.

(3) V. R. POTTTER, Bioethics, The science of survival, en Perspectives in Biology and Medicine, 1970, 14, 1, pp. 127-153; Bioethics: bridge to the future, Prentice Halla, Englewood Cliffs (NJ), 1971.

(4) En esta concisa expresión quedan incluidos todos los elementos que concurren en el ejercicio de aquellos actos que expresan nuestra dimensión ética. En efecto, hablamos de una relación dialógica, de una relación que en sí misma es un dia-logos, esto es, una comunión entre dos términos mediada por el logos entendido como razón, sentido e iluminación. A su vez, los términos dialogantes son, de un lado, la persona y, de otro, el bien, asumidos ambos en la amplitud de su significación metafísica. La persona es la indivisa substancia rationalis naturae, a saber, la substancia individual que es el sujeto o soporte de una naturaleza racional. Como tal, ella hace referencia a todo el hombre en su alma y en su corporeidad, en su espiritualidad y en su sensibilidad, en su sangre, en su carne y en su espíritu. El bien, por otra parte, no es sino el ente visto bajo el respecto de lo perfectivo y de lo apetecible. No se trata, pues, de la sola relación de unas potencias espirituales (la voluntad y la inteligencia) respecto de un objeto apetecido o valorado: se trata de todo el hombre que consuma la posesión amorosa, realísima y efectiva de una naturaleza apetecible y apetecida en vistas de la perfección y la plenitud de esa misma naturaleza del hombre. Es una salida desde el hombre y un regreso hacia el propio hombre en una doble actividad inmanente y trascendente.

(5) Santo Tomás de Aquino, Summa Theologiae, I, q. 79, a 12, ad 3.

(6) "El nombre de la conciencia significa la aplicación de la ciencia a algo; por lo cual tomar o tener conciencia se dice lo mismo que conocer". De veritate, q. 17, a 1, corpus.

(7) "La conciencia no puede designar un acto especial o alguna potencia sino que denomina al acto mismo, que es la aplicación de cualquier hábito o cualquier conocimiento a un acto particular". (De veritate, q. 17, a 1, corpus).

(8) Santo Tomás de Aquino, In de sensu et sensato, lectio 1, 15, 15.

(9) Josef Pieper, Prudencia y Templanza, Madrid, 1969, p. 85.

(10) San Buenaventura, Collationes septem de donis Spiritus Sancti, collatio, 7.

(11) "Ante todo y sobre todo se ha de atender a los enfermos sirviéndolos como a Cristo en persona" (San Benito, La Regla de los monjes, XXXVI. Versión española de Pablo Saenz, Buenos Aires, 1990).