LA EDUCACIÓN DE LAS PASIONES
DEL GOZO Y LA TRISTEZA


Jordán Abud

Antes de referirnos a nuestro tema específico, habría dos cuestiones previas sobre las cuales conviene decir algo: delimitación del tema y su importancia.
En cuanto a lo primero, digamos que delimitar el objeto de nuestra conversación es un planteo preliminar necesario, y mientras más claro mejor. Esto ya supone, de algún modo, entrar en el tema. Pero principalmente nos evita que desde el comienzo caigamos en equívocos, en ambigüedades, es decir, que no nos entendamos, o que hablemos de cosas distintas.
Así como cuando alguien dice “vamos”, la pregunta espontánea es ¿adónde?, si alguien nos propone “discutamos”, la pregunta segura debiera ser ¿de qué?. (si no nos queremos parecer a algunos paneles que aparecen por televisión).
El tema es, entonces: “La educación de la pasión del gozo y la pasión de la tristeza”.
Sobre la ubicación antropológica de la pasión ya se han referido en las exposiciones anteriores. A los efectos de la nuestra, podríamos sintetizarlos diciendo que tomaremos el término pasión como sinónimo -aunque estrictamente no lo sean- de estados de ánimo, afectos, sentimientos. Todas cualidades propias de nuestro carácter de vulnerables, cambiantes, sujetos al impacto permanente de toda la realidad sensible, exterior y también interior.
La pasión en sentido clásico es el fenómeno que patentiza la unidad del compuesto. Ella nos habla de la comunión del alma
con el cuerpo.
Recordemos, esquemáticamente, que los dos elementos son: cuasi formal -movimiento del alma sensitiva-, y cuasi material -alteración orgánica, (transmutación corpórea). Pasión es inclinación del alma y cambio corporal, es decir, pasión es conmoción en todo nuestro ser.
Y el inicio de la pasión, -lo primero que se mueve-, puede ser justamente el cuerpo, que provoca la posterior inclinación del apetito sensible, o bien, primero el apetito sensible que, inclinado ante un bien o un mal percibido por el sujeto, provoca luego la alteración corpórea.
Ejemplo del primer caso es una gripe, que provoca el decaimiento del ánimo, falta de aliento, apocamiento general. Del segundo: la muerte de un ser querido, lo cual suscita una tristeza que, en mayor o menor grado, acarrea alteraciones cardíacas, intestinales, musculares, etc. De esta cuestión se derivan innumerables consecuencias en la realidad psicopatológica, pero justamente, detenernos en ellas sería irnos de nuestra delimitación del tema.
Cuando se nombran las pasiones del gozo y la tristeza se debe recordar que son términos análogos. Análogo: un mismo significado de base, como un concepto común, pero que luego se deriva en otros de mayor especificación.
En nuestro caso, el significado primario será el que se encuadra en el concepto de pasión, pero a medida que avancemos también nos vamos a referir a una tristeza y un gozo espiritual, que tiene similitudes y diferencias con el anterior.
Alguno puede preguntar, ¿para qué lo aclaramos si vamos a hablar de las dos tristezas y los dos gozos?. Pues, para evitar la univocidad, que es decir: “hay una sola acepción del término; quiere decir esto, y lo que se salga de esta definición ya no es tristeza”. Y para evitar la equivocidad, que es decir: “esta tristeza que se nombró recién no tiene nada que ver con la anterior. Es más, se le podría poner otro nombre”.
El gozo y la tristeza son, entonces, pasiones del apetito concupiscible. El apetito concupiscible es la inclinación del alma ante
el bien deleitable.
Terminando con la delimitación del tema, lo que nos ocupa es la educación de estas pasiones.
Es decir, cómo hacer para que estos movimientos del alma, que nos sacuden, que nos llevan y nos traen, nos conmueven, también vayan haciendo de hombres buenos. Educarlas es encauzarlas en la línea perfectiva de nuestra naturaleza.
Cuando uno se pregunta cómo educar las pasiones, se pregunta qué espíritu inyectarle a esa masa de fuerzas tan rica y profunda para que también estas pasiones hagan de nosotros mejores instrumentos de Dios.
Hasta acá, entonces, la delimitación del tema.

Segundo, ¿es importante el tema?, ¿vale la pena ocuparse de él?, ¿tiene un papel importante en nuestro crecimiento?.
Sí lo es, y podemos aducir tres argumentos.
1º- Porque rescata la unidad del hombre, perdida o distorsionada por el racionalismo cartesiano, que es desastroso no sólo a nivel filosófico, sino también y en consecuencia, a nivel moral.
Abelardo Pithod dice, haciendo referencia a esta real y mutua influencia entre las potencias superiores y las inferiores: “La razón se obnubila cuando no está sostenida por una afectividad fuerte, sana, recta.”.
Y Jacques Maritain: “Es absurdo resolver lo superior en lo inferior (lo intelectual en lo sensible), pero es inhumano separarlos”.
La unidad del alma en la diversidad de las potencias y manifestaciones humanas, la mutua influencia y la redundancia de la vida vegetativa, sensible y espiritual sólo la ha calibrado geométricamente, con un equilibrio fiel a su objeto la antropología cristiana, representada principalmente por Santo Tomás de Aquino.
Un buen modo de evitar angelismos y bestialismos es profundizar en la educación de las pasiones humanas.
2º- Porque algunas virtudes tienen por materia las mismas pasiones.
Así que sin pasión no habría virtud, y sin virtud no hay
hombre bueno.
Fíjense qué sencilla y acertada la imagen de T. Toth: “Sin grandes pasiones no pueden hacerse obras grandes, y sin ellas no hay hombres grandes ni santos. La pasión es el viento del mar. Si no sopla, los barcos se detienen inactivos. Pero no basta con que empiece a soplar, todo depende de que sepa el marinero aprovecharlo”.
3º- Porque este es un cuaderno de espiritualidad. Un riesgo en la espiritualidad son las caricaturas. Y una triste caricatura es rechazar, ignorar o disfrazar la realidad de las pasiones en la propia vida.
El cultivo de las virtudes es un trabajo fino, delicado. Si bien al martillazo hay que darlo fuerte, también hay que darlo con cuidado.
Difícil tarea la de modelar nuestra alma. Dice al respecto Dietrich Von Hildebrand: “No hay nada humano que no pueda ser pervertido ni falsificado, y realmente cuanto más elevado es algo, tanto peor es su perversión y falsificación”.
Y para nuestro tema, afirma: “El que ignora o rechaza en sí la vida sensible la incita por ello a revestirse de un disfraz sagrado y a sumirse insidiosamente bajo la capa del impulso espiritual”.
Por todo esto, y principalmente para que no caigamos en la seudoespiritualidad, podemos decir que el tema es importante.
Tratemos de caracterizar brevemente estas dos pasiones.

¿Qué es el gozo?.
Acá lo usaremos indistintamente, pero ya de entrada, Santo Tomás distingue:
- Delectación: más clausurado en el ámbito animal, sensible.
- Gozo: que hace referencia a la participación de lo espiritual en las potencias inferiores.
Lo propiamente humano es el gozo.
Santo Tomás habla de tres elementos en esta pasión:
Bien, unión con ese bien y conciencia de esa unión.
Recordemos la importancia del dinamismo de las pasio
nes. Entonces:
amor: ante el bien
deseo: en marcha hacia el bien
gozo: reposo en la posesión del bien apetecido.


Cuando hablamos de dinamismo en la búsqueda del bien, la delectación tiene la bondad de ser la última perfección que se agrega al acto. Es el plus, el regalo, que se sigue de una cosa bien hecha.
Y es por eso que la delectación perfecciona la operación, de algún modo la completa.
Y con esto volvemos a la analogía del término gozo, porque hablamos en sentido general, pero el bien puede ser transitorio, eterno, concreto, material, espiritual, solamente imaginado, etc.
Pero el gozo en sentido general es ese reposo del apetito en la unión con el bien apetecido.
Hay distinción, hay jerarquía, hay interrelación en los gozos:
Sobre la jerarquía, dice Aristóteles: “la más grande delectación es la que proviene de la operación de la Sabiduría”. Hay gozos más nobles y menos nobles.
Hasta acá, seguimos hablando del gozo o delectación en general, sin tocar aún su educación. Pero sí ya podemos decir que hay que cuidarse de temer el gozo o de reservarse cierto rechazo previo por el sólo hecho de ser gozo. Porque el gozo es una necesidad natural del hombre.
Dice San Gregorio: “Todo hombre desea naturalmente alguna delectación o contento”.
Y más todavía, el “rigorista” Tomás de Aquino decía: “no puede haber operación perfectamente buena si no hay también delectación en el bien”.
Qué abismo que hay entre la unidad humana en la práctica de las virtudes según Santo Tomás y el dualismo racionalista en el cumplimiento del deber según Kant.
En uno la virtud más sublime y el gozo más cotidiano caminan de la mano en la vía de perfección. En el otro, cualquier rasgo de gozo en la acción es un golpe mortal al imperativo categórico, sin
saber que el ceño fruncido y la cara de amargado poco tiene que ver con la felicidad de la vida virtuosa.

¿Qué es la tristeza?.
Santo Tomás da también acá tres elementos:
Mal, unión con ese mal y percepción de esa unión.
Y habla de cuatro tipos de tristeza:
Compasión, envidia, angustia, acedia o abatimiento.
La tristeza se puede manifestar de innumerables maneras: frustración existencial, depresión, activismo desenfrenado, pesimismo radical…
Nosotros hablaremos principalmente de la angustia.
Y tal vez lo primero que sería bueno aclarar es que partimos de la fuerza de este sentimiento, de la gravedad, de lo profundo. No es que desestimemos la fuerza de las demás pasiones. Pero no creamos que la angustia, la tristeza, la depresión, se solucionan con una “palmadita” en la espalda o llamando por teléfono a alguno de los acogedores programas que tenemos en nuestra pantalla cerca de las cinco de la tarde. Es decir, sería bueno hablar con cierto respeto y gravedad de esta pasión.
Por lo pronto, el hombre es más sensible a la tristeza que al gozo.
Comenta el psiquiatra español J.J. López Ibor: “Temor y temblor. Angustia. Horror ante lo religioso. La libido freudiana queda desvanecida ante estos sentimientos abismales”. Y hablando de Kierkegaard, afirma: “nunca la creatura siente su propia miseria con tal intensidad como en la melancolía”.
Angustia viene de angosto. La angustia es el angostamiento del alma. Es como un impedimento de fuga. El hombre angustiado queda atrapado en el mal presente.
Un hombre que se deja ganar por la tristeza, profunda, completa, es un muerto en vida. Porque el corazón, hecho para el bien, la luz, la felicidad, queda aplastado por un mal insuperable y por una sombra que no deja ningún rincón de vida.
Vivir es caminar, buscar, poseer. En el angustiado, la
quietud (no en sentido de serenidad sino de catatonía mortuoria) lo ha invadido todo.
En la tristeza nos desanimamos, se nos va el alma. La tristeza se opone a la vitalidad, al movimiento. Es un cansancio del espíritu.
Es por eso que cuando hay angustia hay detención del tiempo vivido. Cuando todo es posible, el tiempo corre más veloz.
La tristeza quita vigor al corazón, hace cobarde y pusilánime. Oprime el ánimo, y debilita toda operación (exactamente al revés del gozo).
Dice Santo Tomás: “la tristeza es entre todas las pasiones la que más daña el cuerpo”. Con esto, el Doctor Angélico vuelve sobre la unidad del compuesto en las pasiones.
Se consideran grandes descubrimientos las famosas enfermedades psicosomáticas, o la repercusión orgánica, sutil o manifiesta, de los estados de ánimo. Por ejemplo, que la depresión tiene siempre alteración orgánica.
Y si bien, por lo general, el espíritu moderno que recibe estos hallazgos médicos es materialista, es bueno leer desde Santo Tomás, -desde esta concepción de la pasión como sufrida por el compuesto., lo que se dice.
Un diario de hace unos meses hablaba de la fisiología del amor y decía: cuando se ama se ensancha el corazón, se dilatan las pupilas, hay un estado de euforia...
El mundo materialista, principalmente el científico, afirma que el amor comienza y termina en esta cuestión neuronal o de adrenalina. Como dice un autor por ahí, como si todo lo que se explicaba desde el alma ahora se explica desde el cerebro.
Pero desde una perspectiva realista es otra cosa. Entendiendo al cuerpo como hecho para el alma, informado por ella, estas alteraciones orgánicas adquieren otro sentido, que tiene que ver con la comunión de estos dos principios. Cuando se ama, hasta el cuerpo lo proclama, porque es todo nuestro ser el que está comprometido en el obrar y padecer. Y así, la euforia y expansividad es hasta física. El corazón rebozante, lleno, es simbólico pero también literal por qué no.

Las pupilas dilatadas, como si este estar pendiente, con los ojos puestos en el ser amado fuera una disposición del espíritu y también del cuerpo, abierto a la luz de lo que se ama.
Basta volver sobre las recomendaciones de Santo Tomás contra la tristeza para reconocer la concepción justa del fenómeno de las pasiones: que visite amigos, que lea algo lindo, que se bañe, que llore.
Dice: “las lágrimas y sollozos mitigan naturalmente la tristeza”. Pero, lo que decíamos de las caricaturas: poco tiene que ver esto con el “si querés llorar llorá”, lamentablemente popularizado.

La tristeza y el gozo en el hombre moderno.

El hombre moderno es un ser radicalmente angustiado. Para hablar de la tristeza disolvente del mundo moderno, podríamos tomar un eje: el inmanentismo. Y dos facetas de este inmanentismo en relación a la tristeza.

“La reducción del hombre a sí mismo (inmanentismo) conduce a la angustia. El hombre necesita sustancialmente de la paradoja de los misterios”. La hiperinflación del yo no da confianza ni seguridad sino que angustia”. (J.J. López Ibor).

La inmanencia cierra al hombre. Y existe más angustia cuanto mayor es la vivencia de soledad. La soledad ontológica del hombre que no quiere saber nada de Dios, ni de la verdad, ni del prójimo ni de nada más que él, sume en la soledad más triste.
El hombre que no dialoga con la realidad (en el sentido no charlista sino más profundo del término) se desnaturaliza. El que busca en uno lo que uno no puede dar se frustra, y esto en todos los niveles.

La inmanencia mata al hombre, y antes de matarlo lo entristece.
Como sabemos, hay toda una filosofía de la tristeza, que es una filosofía de la muerte, de la soledad, del desprecio de Dios.
Pero hay otro punto importante del hombre inmanente que hace que la tristeza se desnaturalice, y en vez de templar el alma, la reseque.
Como el hombre inmanente es un ser que en los más variados matices lo que hace es mirarse el ombligo, también en lo referido a la vida afectiva el acento no está puesto en los objetos, situaciones, bienes, causantes de estos sentimientos, sino en el sentimiento mismo que aquello provoca, recreándolo una y otra vez, pasando la causa a un segundo plano, y terminando por no interesar demasiado.
Es el hombre pendiente de lo que siente más que de la causa del sentimiento. Entonces, lo importante es sentirse contento, no importa por qué, de qué, ni nada.
En psicoterapia esto se ve y es un tema delicado: el que va para sentirse bien, a la expectativa permanente de cómo se siente hoy, de qué lindo es estar contento, de qué feo fue ayer que estuvo triste.
La realidad termina siendo la de los propios afectos, y no la de los bienes y males causantes de aquellos afectos.
“La indignación (pero podría ser la tristeza) experimentada por un hombre que se recrea en su propia capacidad emotiva ya no es indignación genuina. El tema está desplazado del objeto a la respuesta y este desplazamiento es un golpe mortal para cualquier respuesta afectiva.” (D.V. Hildebrand).

Y para el gozo del hombre moderno tomemos otro eje: la superficialidad.
Porque hoy, algún tipo de gozo se ve. Pero gozo
demoníacamente superficial, un gozo que se queda en el plano animalezco de la pura sensación, incapaz de echar raíces en el corazón.
Un gozo que va y viene, parejo a la fugacidad de las circunstancias.
Superficialidad en el sentido de que se operó una ruptura con la espiritualidad humana. No hay un corazón humano, mucho menos cristiano, que acoja la vida afectiva.
Y entonces vemos en el ambiente una falsa alegría (puro ruido, un gran montaje para “parecer que…”), un gozo superficial, un optimismo forzado (que termina siendo utópico, ridículo).
Y esta superficialidad en todos los ámbitos lleva a un agotamiento que aburre, que llena de tedio.
Entonces, a falta de profundidad, que hace las experiencias fecundas, fuertes en serio, duraderas, siempre frescas, se acude a lo cada vez más chocante en el plano sensible, que según López Ibor, es la última convulsión (lo chocante) del gusto moribundo.
El hombre tiene sed de experiencias profundas, de gozos que lo ganen por completo, que lo absorban entero, entonces, los gozos “por arriba nomás” van frustrando, a medida que van patentizando su radical incapacidad de llenar el corazón.
Entonces, ¿a qué se acude?. A experiencias fuertes en el mal sentido.

“El tedio empuja a la aventura amorosa en busca de la novedad, de algo que sacuda el estanque inerte de la vida cotidiana. La pasión aparece como un remedio contra el tedio” (López Ibor).

Y así tenemos la alocada carrera de una vida superficial. Porque “a tristezas superficiales, respuestas, gozos, superficiales”.
Es llamativo cómo ciertas personas, para catalogar sus relaciones sociales, no dicen: “x es buena o mala persona…”, sino que
dicen: “x persona es interesante o no lo es…”, como si fuera un circo o un documental. O como si el mayor bien que puede hacerle es divertirlo.
Por supuesto que en algunos se usa sin referirse a ello, por una cuestión de términos, pero en otros hay todo un fundamento.
Lopez Ibor: “Lo interesante es la categoría estética creada por el aburrimiento”.
Ocupando el lugar de la belleza que cautiva, que arrebata el alma a la contemplación, lo interesante sorprende, choca, impacta,... por un momento nomás. Y por ello hay que ir buscando en un interminable devenir algo que sacuda.
Hasta acá la tristeza y el gozo del hombre moderno.

Pero hay un gozo y una tristeza santas.

El gozo y la tristeza santas son las ordenadas según la recta razón. Y la clave está en ese “según la recta razón”.
Porque esta expresión puede almidonarse por haberse tergiversado. Puede parecer rígida, enturbiada por psicologismos tales como el término racionalizar, que si bien tiene su parte de verdad, en cuanto trastorno psicológico, en definitiva ha puesto en el plano de las famosas defensas, todo lo que sea operación de las potencias superiores.
Como si en aquel “según la recta razón”, esa razón fuera el aguafiestas. El elemento que arruina el feliz disfrute de la sensibilidad. Como si el paraíso fuera la libre expresión de las pasiones, y la recta razón es ese tirano que reprime y coarta todo buen momento.
Esto, en parte, se debe al salvajismo naturalista de Freud, que tiene de fondo una consigna (y pensemos en el gozo): “los sentimientos no se tocan, y si se tocan nos enfermamos”.
Esta concepción de la razón no es realista. La recta razón no arruina nada, al contrario, llena de luz, vivifica, asume, perfecciona, hace al hombre sabio.
Las ideologías personales y grupales son las racionalizaciones.

Nosotros debemos rescatar el valor de lo superior, del intelecto, del espíritu, de las ideas. El logos -no la libido- mueve el mundo. Son las ideas las que dan rumbo a la vida de los hombres y los pueblos. Es el espíritu el que mueve la carne. Guarda con aquel: “son ideas nada más”. Son ideas nada más las del frío racionalismo, nuestras ideas quieren ser la participación en la Inteligencia ordenadora de Dios. Y una vez descubierto el orden queremos seguirlo cueste lo que cueste.
Pero este conocimiento al que se alude con recta razón, es un conocimiento en sentido evangélico. Un entender con el corazón, una unión amorosa con lo conocido, un verdadero desposorio. Es el corazón entero, inteligencia, voluntad, afectos que contempla el ser amado.
Razón es logos, sentido. El sentido humaniza y el hombre tiene hambre de sentido. La tristeza inhumana es, justamente, tristeza sin sentido.
“Donde hay amargura no hay sentido”, dice el Eclesiástico.
Hay un ejemplo claro del sentido reclamado. Podemos ver, desde la más tierna edad, cuando se reprende a un niño y el no sabe la causa. Basta mirarle el rostro para descubrir si sabe o no porqué se lo castiga. Y habría que poder mirar su corazón si no lo supiera, porque el daño que se le hace sería realmente grande. El sinsentido destroza el alma desde la más temprana infancia.
Y al revés también, cuando el niño sabe que merece justamente un castigo, cambia radicalmente la situación, por más que este castigo sea mayor.
Logos también es orden. Y el orden nos dice: “Todo es vuestro, vosotros sois de Cristo, y Cristo es de Dios”. Cuando el alma se ordena a Dios, y todo se hace de cara a la eternidad, el dolor se hace más dolor y el gozo más gozo.
Y volvemos a lo anterior: el espíritu del hombre marca la diferencia. Un mismo dolor deja un corazón resentido o un alma purificada y noble.
“El esfuerzo y el dolor no traumatizan si el entusiasmo
(que es estar lleno de Dios) dilata el ánimo”. (A. Pithod). Sufrir por lo que hay que sufrir es inmensamente digno.
Por todo esto, el gozo y la tristeza santas son las del hombre humanizado, y las del humano divinizado por la Gracia, que podríamos denominarlo el hombre profundo.
Esto está en franca oposición con la cultura moderna, anestesiada para vivencias profundas.
Hoy se entiende profundo, o psicología profunda, a la que se ocupa del dinamismo pasional crudo, o a las oscuridades del inconciente reprimido en sus más prohibidos deseos (y todas esas cosas que decimos los psicólogos), que será más visceral, pero una cosa es lo bajo y otra lo profundo.
Lo realmente profundo es lo espiritual.
T. Toth: “Es este un mundo terriblemente materialista. Pero todavía el hombre guarda un anhelo, rinde un tributo especial cuando el espíritu triunfa sobre la materia”.
Cuando el espíritu vence la dureza de la materia estamos ante la psicología profunda.
Pero esta concepción errónea, forma parte de la ideología subversiva freudiana que puso al hombre cabeza abajo. Psicología profunda en la Facultad, es psicología de la sexualidad o de la genitalidad.
Y nos referimos repetidamente a Freud, porque está inimaginablemente metido en la cultura. Hoy no sólo se piensa psicoanalíticamente, sino que hasta se enferman psicoanalíticamente (pensemos en el emblemático Complejo de Edipo).
Pero diga lo que diga la cultura hedonista, desertora de la eternidad, lo profundo lo da la inmaterialidad de la inteligencia y la voluntad. Profundo es el corazón en sentido evangélico, allí donde se juntan el conocer y el querer.
Profundo es el sí a Dios cuando todo estaba para que deserte.
Gozo y tristeza santas son las que nacen de este corazón profundo, son las que se queman y transforman en el fuego de la Caridad.

Y debemos estar con los ojos del alma bien atentos para no confundir, lo que sólo una mirada de fe, es decir, una mirada transfigurada por la Gracia distingue.
Dice San Agustín: “tanto un miembro paralizado como un cuerpo transfigurado son insensibles al dolor pero por razones opuestas”.
Y también por razones opuestas, el santo y el condenado lloran. En uno es la prenda para heredar el Cielo, en el otro el llanto se unirá para siempre al rechinar de dientes.
Una cosa es el llanto histriónico de los personajes televisivos, otra es el corazón quebrantado en el Huerto de los Olivos.
También con el gozo, el del mundo es opuesto e inconciliable al de los hijos de Dios.
Una cosa es el gozo superficial y chapucero del hombre moderno, otro el de los hijos de Dios, que debe ser profundo, esperanzado, preludio del gozo eterno.
Y ¿a quién mirar, a quién imitar?.
Porque nos hacen creer que la santidad es incompatible con los gozos, o que la vida feliz es impensable con tristezas y pesares…
Todo esto forma parte de la anticultura de la caricatura, que se opone a la pedagogía de los arquetipos.
Y si de arquetipos se trata, contemplemos a María Santísima, que toda su vida fue un Fiat. Cuando tuvo que sufrir sufrió, y en la alegría se alegró. Fiel en la Cruz y fiel en la Resurrección.
Cómo se habrá entristecido y cómo habrá gozado, como ninguno, ese corazón tierno que guardaba las cosas y las meditaba, quién sabe, tal vez en los atardeceres de Nazaret, en soledad, pero renovando cada día ese salvífico Fiat.
Y también contemplemos a Cristo vulnerable. “En todas las predicciones de la pasión resuena una tristeza profunda. Jesús descubre su corazón amoroso y vulnerable. Es verdad que cada vez que se predice la pasión, también se menciona la gloriosa resurrección. Pero en el momento de la predicción prevalece una nota trágica, un pesar sublime, porque antes de la gloria de la resurrección se en
cuentran los insondables sufrimientos del Getsemaní y de la muerte en Cruz”.
El que creó el Cielo y la Tierra con sólo pensarlo, ahora sufre, tiene miedo, se angustia. La locura máxima, un Dios que se derrite de amor por el hombre.
Para ir terminando, esto que quiso ser una exposición sobre la educación de las pasiones del gozo y la tristeza, bien podría llamarse la educación del corazón o la formación del hombre profundo.
Y el hombre profundo sabe que no se trata de un endiosamiento de los estados de ánimo ni los sentimientos, sino que, con gozos y tristezas (ineludibles para todo hombre) lo importante es llegar a Dios.
El año pasado se realizó en Paraná una competencia de atletismo para discapacitados. Y había una prueba muy particular porque era para todos, no había uno solo que no pudiera participar. Y así pasaba: se anotaban los que tenían las más marcadas limitaciones. Era una verdadera alegoría de la propia vida ese trecho de 60 o 70 metros. Cada uno con su estilo, marcado principalmente por las propias limitaciones cargadas al hombro, no sacaba su mirada fija de la meta. Y llegaba como sea. Y era como sea, ayudado, sostenido, cargado, dolorido, cansado. Con un grito de alegría o con la voz entrecortada… Con gozos y tristezas, lo importante es llegar a Dios.
Y si admitimos el misterio de la Cruz tenemos que admitir el misterio de la tristeza.
Nada tiene que ver con el masoquismo besar nuestra Cruz. El cristiano llora, pero llora levantando la mirada, porque espera aquello del Apocalipsis: “limpiará Dios de sus ojos toda lágrima, y no habrá ya muerte, ni llanto, ni alarido, ni habrá más dolor, porque las cosas de antes han pasado”.
Y no podemos terminar sin nombrar el amor, porque todas las pasiones se resuelven en el amor, y el amor se resuelve en la unidad.
Uno, a veces, espera fórmulas raras, o soluciones inéditas. No es así. La unidad con el bien amado es causa de gozo, la falta de unidad es causa de dolor. La ausencia de lo que se ama es causa de
tristeza. Por eso, una vida signada por la ausencia es una vida triste. Nuestra fe, nuestra religión es profundamente alegre, gozosa. Porque el cristianismo es la religión de la presencia real, viva, actuante de la fuente de nuestra alegría que es Nuestro Señor.
El amor nos deja en carne viva, expuestos a los más grandes dolores y a los más profundos gozos. Por eso, dice San Juan de la Cruz:

Quien no sabe de penas
nada sabe de amores,
y qué sabe de buenas
quien no enfrenta de frente sinsabores,
y quien quiere celeste
sin que nada le cueste
……………………..
pues la pena es raíz de vero amor
y dolor es librea de amador.

Educar nuestras tristezas es hacerlas participar de los dolores redentores de Cristo Nuestro Señor y de Su Santísima Madre, educar nuestros gozos es injertarlos en el último fundamento de nuestra alegría que es la Resurrección.
Como bellamente dice el P. Bojorge:

Todo el que aspire amar
como Tú nos amaste
ha de poder pasar
por lo que Tú pasaste

Por eso es que quizás
das tu amor con medida
pues si nos dieras más
nos quitarías la vida

Quién osará pedir
la gracia de ese don
si no puede sufrir
otra crucifixión

Dale al espino rosas
dale vino al lagar
da hijos a la esposa
da valor para amar

Tú que a amar nos conduces
y a sufrir nos enseñas
fabricándonos cruces
pero cruces pequeñas.

Que María Santísima nos de la Gracia de que todas nuestras pasiones se sumerjan y vivifique en el espíritu, y que el espíritu y todo nuestro ser mire a Dios, para que abracemos con amor el sentido salvífico de estas realidades: tristeza y gozo, Cruz y Resurrección.

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Bibliografía.

Von Hildebrand D., El corazón. Ed. Palabra, Madrid, 1997.

López Ibor J.J., El descubrimiento de la intimidad y otros ensayos. Espasa-Calpe, Madrid, 1975.

Pithod A, Experiencia, afectividad y realidad, o del corazón como centro de la persona. En Mikael. Revista Nº 11 del Seminario de Paraná, 1974.

Sáenz P, Tristeza y alegría del cristiano. En Mikael. Revista Nº 4 del Seminario de Paraná, 1976.

Santo Tomás de Aquino, Suma Teológica. Tomo VI: Las pasiones. Ed. Club de Lectores, Buenos Aires, 1987.