La huida

 

José Rafael López Rosas

 

 

Apuré la marcha por que deseaba llegar a la ciudad antes de la noche. Todavía no divisaba las murallas y me sentía cansado después de una larga jornada bajo el sol de fuego. Encontré un camello vagando sin destino y presentí algún desastre. Al cabo de un rato vi al jinete tendido a lo lejos sobre la arena todavía ardiente. Estaba enfermo, le di agua, recobró el ánimo y atinó a hablarme no sin dificultad. Me insistió que me alejara de la ciudad porque la magia había caído sobre ella. En realidad deliraba, me refirió extraños sucesos acerca del rey y un río de sangre, muchos males que caían sobre la ciudad, pestes, enfermedades. Me dijo que estaba huyendo cuando cayó del camello vencido por la fiebre. Se aterró cuanto intenté llevarlo conmigo de regreso a la ciudad, me suplicó que le trajese su camello, así lo hice, y montando a duras penas con mi ayuda partió nuevamente y desapareció en la negrura del desierto.

Quedé ensimismado considerando las palabras de aquel hombre, ya había anochecido cuando volví a apresurar mi marcha.

Nunca llegué a la ciudad, una enorme caravana detenida y en desorden se interpuso en mi camino. Me acerqué lentamente, soy beduino y conozco los reveses del desierto, cualquier hombre puede esconder la hospitalidad o la muerte. Llegué cautelosamente, nadie reparó en mi presencia, me sorprendió el alboroto y el desconcierto.

Las tiendas del campamento se estremecían con las ráfagas del viento. Las mujeres lloraban desconsoladas, los hombres gritaban enrojecidos:

- ¡Nunca debimos venir hasta aquí! Estamos solos en la más oscura de las noches, el formidable ejército enemigo se aproxima, no habrá salvación para ninguno. Moriremos sin remedio, ya se escucha el rumor de los soldados y los carros de guerra encima nuestro. Luego de una vida de amarga esclavitud nos sobreviene este final sangriento.

- ¡Vamos a morir! – gemían.

Yo seguí con la mirada un grupo de mujeres que corrían sin destino y vi media docena de ancianos echándose tierra en la cabeza y gimiendo ante la muerte inminente.

No supe qué hacer o pensar, creo que recordé por un instante al hombre afiebrado huyendo por el desierto. Grupos aislados de hombres y mujeres corrían hacia la noche cargados de equipajes, seguidos por cabras. Pretendí hablar con algunos pero nadie atinó a contestar o a mirarme siquiera. Sentí de pronto la tierra temblar bajo mis pies y supe que un ejército innumerable se aproximaba. Pensé en huir, esta gente trémula a mi alrededor no tenía espadas, ni escudos. Pensé en quedarme y luchar, pero aquello no sería una lucha, sería una matanza despiadada, había mujeres y ancianos y niños. Intenté hablar con alguien nuevamente pero la desesperación crecía entre aquellas pobres criaturas.

De pronto me di vuelta hacia el oriente y lo vi. Era el único rostro incólume, la única figura serena que no gritaba ni corría.

Aquel hombre salió de una de las tiendas y pasó caminando entre la multitud del pueblo que daba alaridos. Lo miraban casi sin verlo cegados por el miedo.

Se dirigió sin mirarlos y sin detenerle hasta la orilla, la espuma del mar le bañó las sandalias. Sin mirarlos levantó los dos brazos en alto y cesó la gritería y los llantos.

Quedé callado observándolo igual que todos.

El mar oscuro como la noche rugió en sus entrañas e hirvió con turbulencia de tempestad. Y comenzó a separarse.

Y no hubo más rostros que un solo rostro y los hombres y las mujeres vieron abrirse el mar hacia el naciente. Allí estaba frente a ellos la salvación, la huida más allá de la muerte.

Todavía hoy veo por las noches abrirse el mar entre mis sueños, no he podido olvidar aquella noche.

Los llantos se transformaron en risas y los gemidos en gritos de victoria, toda la caravana se precipitó hacia el prodigio.

Yo huí con ellos a través del mar, mis sandalias no se mojaron. Un rumor de olas abismales se revolvía en torno nuestro. Era noche cerrada y apenas vi algo más que piernas y talones y equipajes.

El innumerable ejército llegó de improviso haciendo un enorme estruendo, me di vuelta mientras corría, ocupaban todo el oscuro horizonte con carros y caballos, centenares de lanzas y aceros relumbraron en la noche. Se arremolinaron en las orillas, dudaron de sus ojos, nos miraron incrédulos huir por el mar durante un prolongado instante. Después se lanzaron feroces a darnos caza.

Corrimos desesperadamente. El poderoso ejército enemigo se aproximaba a través del mar abierto, la muerte se empeñaba en perseguirnos. Volvieron los lamentos, los gritos angustiados, el llanto. Muchos dejaron de correr vencidos por el cansancio y la desesperación.

El mar se cerró a nuestras espaldas, oscuro como la noche volvió a rugir como un monstruo primitivo. Yo vi hundirse al formidable ejército con sus carros y caballos, no se salvó ni uno solo. El caos del mar devoró a todos.

La caravana pasó a través del mar y la noche. Yo huí con ellos y mis sandalias no se mojaron.

En la orilla de la salvación me tendí en el suelo a recuperar el aliento. A mi alrededor cantaban hombres y mujeres dando gracias. Yo no llegaba a creer que aquello estuviera sucediendo en realidad, estaba maravillado, cuando pude respirar nuevamente me levanté y volví a mirar al mar, lo encontré plateado por la luna, íntegro y extenso. Recordé al jinete enfermo en el desierto, sus palabras acerca de la magia, yo había conocido la magia de los caldeos y aún la de los egipcios, pero esto colmaba la medida, esto era colosal. Busqué al hombre que había separado el mar con sus brazos, pero no di con él aquella noche.

Por la mañana la caravana se aprestó para partir, yo me propuse seguir con ellos hasta llegar al fondo del misterio, soy un beduino y errar por el desierto es mi vida.

Aquel hombre que separó el mar, nos llevó por largos inviernos en el desierto donde la arena es interminable como el horizonte, la sed atormenta la garganta y las aguas ilusorias de los espejismos nublan los sentidos. Lo vi realizar otros prodigios y comencé a entender que Dios estaba con él y que Dios nos llevaba por su mano.

Aquel hombre se llamaba Moisés, pude hablar con él la noche antes que subiera al monte sagrado. Me preguntó quién era, después me habló de Dios, me dijo que Dios nos buscaba. Que haría una alianza con nosotros. Una gran promesa, como la promesa de unas bodas. Un matrimonio entre Dios y este pueblo salvado de la muerte. Moisés me dijo que conocía a Dios y me dijo que Dios estaba enamorado del hombre.

No llegué a comprender plenamente sus palabras pero me pareció advertir reflejos del sol sobre su rostro, aparté instintivamente la vista de él, y vi la noche cerrada.

Esa noche soñé con aquel hombre de rostro reluciente y medité en la promesa de sus palabras, la luz de la luna develaba infinitas ondulaciones en la arena y yo fui inusitadamente feliz pensando que Dios podía enamorarse del hombre.