La Madre de Dios
Silvano el atonita
Monje del Monte Athos
Cuando el alma ha sido penetrada por el amor de Dios, entonces, ¡cuán bueno es todo, cuán lleno está todo de dulzura y de gozo! Pero, también entonces, no se escapa a la aflicción, y cuanto más grande es el amor más grandes son las aflicciones. La Madre de Dios no pecó nunca, ni siquiera con un solo pensamiento, y no perdió nunca la gracia, pero también ella debió sufrir grandes aflicciones. Cuando estaba al pie de la Cruz, su pena era inmensa como el océano. Los dolores de su alma eran incomparablemente más grandes que los de Adán cuando fue expulsado del Paraíso, porque su amor era, también, incomparablemente más grande que el de Adán. Y si ella se mantuvo con vida, es únicamente porque la fuerza del Señor la sostenía, pues el Señor quería que Ella viera su resurrección, y que después de su Ascención quedara en la tierra para consolar y alegrar a los Apóstoles y al nuevo pueblo cristiano. Nosotros no alcanzaremos la plenitud del amor de la Madre de Dios, y es porque no podemos comprender plenamente su dolor. Su amor era perfecto. Amaba inmensamente a su Dios y su Hijo, pero amaba también con un gran amor a los hombres ¿Acaso es que Ella no sufrió cuando esos hombres, a quienes tanto amaba y para quienes hasta el fin quiso la salvación, crucificaron a su Hijo muy amado? No podemos comprenderlo, porque nuestro amor por Dios y por los hombres es muy débil.
Como el amor de la Madre de Dios no tiene medida y sobrepasa nuestra comprensión, así también su dolor es inmenso e impenetrable para nosotros. ¡Oh Virgen Purísima, Madre de Dios, dinos a nosotros tus hijos, cuánto amabas a tu Hijo y tu Dios, cuando tú vivías en la tierra! ¿Cómo se alegraba tu espíritu en Dios, tu Salvador? ¿Cómo mirabas su Rostro maravilloso, pensando que El es aquél que sirven con temor y amor todas las potencias celestiales? Dinos qué sentía tu alma cuando tenías en tus brazos al Niño divino. ¿Cómo lo alzabas en tus brazos? ¿Cuáles fueron los dolores de tu alma cuando junto con José lo buscaste durante tres días en Jerusalén? ¿Qué tormentos sufriste cuando el Señor fue entregado a la crucifixión y murió en la Cruz? Dinos cuál fue tu gozo en la Resurrección, o qué melancolía llenó tu alma después de la Ascención del Señor. Nuestras almas desean conocer tu vida con el Señor en la tierra; pero tú no has querido poner por escrito todo eso, y es en el silencio que has envuelto tu secreto. He visto numerosos milagros y gestos de ternura por parte del Señor y de la Madre de Dios, pero no puedo dar nada a cambio de tanta bondad. ¿Qué podría dar a la Santísima Soberana para agradecerle el no haber sentido aversión por mí, que estaba hundido en el pecado, sino el haberme visitado y haberme exhortado con clemencia? Yo no la he visto, pero el Espíritu Santo me ha dado el reconocerla en sus palabras llenas de gracia. Mi espíritu se alegra y mi alma se vuelve hacia Ella con tal amor que la simple invocación de su nombre es dulce a mi corazón. Cuando aún era un joven novicio, oraba un día ante el icono de la Madre de Dios, y la “oración de Jesús” entró en mi corazón, y allí comenzó a ser pronunciada por Ella misma, sin esfuerzo de mi parte. Cierto día en que escuchaba en la iglesia la lectura de las profecías de Isaías, a las palabras: “Lavaos y seréis puros” (Is. 1, 16), me vino el pensamiento: “Podría ser que la Madre de Dios haya pecado una vez, y sería de pensamiento”. Y cosa asombrosa, en mi corazón, al mismo tiempo que la oración, una voz me dice claramente: “La Madre de Dios no ha pecado jamás, ni siquiera de pensamiento”. Así, en mi corazón, el Espíritu Santo da testimonio de su pureza. Pero, durante su vida terrenal, Ella guardaba una cierta implenitud y estaba sujeta a errores, pero no a pecados. Se lo puede ver en el Evangelio cuando, volviendo a Jerusalén, no sabía dónde estaba su Hijo y lo busca con José durante tres días (Lc. 2, 44-46). Mi alma está en el temor y en el temblor cuando sueño con la Gloria de la Madre de Dios. Mi inteligencia es insuficiente, mi corazón es pobre y débil, pero mi alma está en la alegría y desea escribir al menos algunas palabras sobre este tema. Mi alma teme semejante empresa, pero el amor me empuja a no esconder mi reconocimiento por su misericordia. La Madre de Dios no ha puesto por escrito sus pensamientos, ni su amor por su Hijo y su Dios, ni los dolores de su alma en el momento de la Crucifixión, porque de todos modos no los habríamos podido comprender. Su amor por Dios es, en efecto, más fuerte y más ardiente que el amor de los serafines y de los querubines; y todas las Potencias celestiales de los Ángeles y los Arcángeles quedan mudos de admiración ante su vista. Aunque la vida de la Madre de Dios esté como velada por un silencio sagrado, el Señor de nuestra Iglesia Ortodoxa nos ha hecho saber que su amor abarca el mundo entero, que, en el Espíritu Santo, Ella ve todos los pueblos de la tierra y que, tanto como su Hijo, tiene compasión por todos los hombres. ¡Oh! ¡Si pudiéramos saber cómo la Santísima Virgen ama a los que guardan los mandamientos de Cristo, y cómo tiene compasión y sufre por los que no se corrigen! Yo mismo he hecho la experiencia. No miento, hablo ante el rostro de Dios que mi alma conoce: en espíritu, conozco a la Virgen Purísima. No la he visto, pero el Espíritu Santo me ha concedido conocerla, al igual que su amor por nosotros. Sin su misericordia, hace mucho tiempo que yo habría perecido; pero Ella quiso visitarme y exhortarme a no pecar más. Me dijo: “No me gusta ver lo que tú haces”. Sus palabras eran serenas y dulces, pero actuaron con fuerza sobre mi alma. Después han pasado más de cuarenta años, pero mi alma no puede olvidar esas palabras llenas de dulzura. No sé qué le daré en reconocimiento por su amor hacia mí y cómo podré agradecer a la Madre del Señor. Ella es, en verdad, nuestra protectora después de Dios y su nombre basta para alegrar el alma. Todo el Cielo y toda la tierra se alegran con su amor. ¡Maravilla incomprensible! Vive en los Cielos y contempla constantemente la Gloria de Dios, pero no olvida sin embargo a los pobres, que somos nosotros, y cubre con su protección a todos los pueblos de la tierra. El Señor nos ha dado a su Madre Purísima. Ella es nuestra alegría y nuestra esperanza. Es nuestra madre según el espíritu, y es cercana a nosotros según la naturaleza, como ser humano; y toda alma cristiana se arroja en sus brazos con amor.