LA PRUEBA DEL JUSTO: SAN JOSÉ 

 

 Del libro la Historia de María, La Virgen Madre

Barreiero Y Ramón S.A., Uruguay (Montevideo), 1988, cap. VI.

 

 

María Agustina Schroeder Otero

 

Cuando María atravesó la Judea, en pleno verano, los animales avanzaban entre la nubes de polvo que levantaban al pisar , y las altas montañas amarillentas, los barrancos áridos, parecían resquebrajarse al sol. Volvía llena de nostalgia, después de la ausencia, a su casa. Poco a poco, una gran preocupación se enseñoreó de su ánimo, porque era menester enfrentar al esposo, y ya en su exterior se translucía su bendición maternal. Era inminente la revelación de aquel secreto; se hacía necesaria. ¿Cómo? María iba a dar un paso más en cumplimiento de su "promesa" y su "esclavitud". En aquellos días del viaje de retorno hizo la oblación del silencio, una de las más difíciles para un alma fina.

Quedó sometida a lo que trajeran para ella los acontecimientos, a la espera de que en los mismos se tradujera la voluntad de Dios, a la cual su esclavitud de amor la unía para siempre.

Una esperanza la reconfortaba: era el recordar cómo el Altísimo la había dispensado de callar frente a Isabel.

Cuando por el Esdrelón la caravana llegó hasta las laderas, los niños que cuidaban los rebaños de cabras y ovejas la rodearon como siempre, curiosos y alegres, saltando y gritando, saludando así a los conocidos. Echó a correr uno de ellos para avisar a José el retorno de la viajera, según había pedido el esposo, trepando como un cabrito joven por atajos, para sacar ventaja a la caravana, lo que no era difícil, por venir al paso tardo de la mulas y los asnos, todos muy cargados

José en pleno trabajo, dejó su taller, cercano a la casa, y se encaminó, llevando al niño de la mano, hasta la puerta de la ciudad, donde era enloquecedor el griterío y el ruido de los traficantes, los que charlaban, cambiaban y vendían. En el momento de llegar el carpintero la algarabía era atronadora: desembocaba la caravana rodeada por los curiosos, los que esperaban parientes o los que buscaban mercancías y encargos. José distinguió dificultosamente el traje oscuro de viaje de su esposa, un poco rezagada entre el gentío, y acercándose lleno de felicidad y alegría, la ayudó con gran cuidado a bajar, tomando a su mujer del brazo y al asno de la brida.

Después del saludo se encaminaron a la casa, callados en la imposibilidad de hacerse oír uno del otro en aquel gran ruido de la plaza.

Iba cubierta la esposa con gran velo de casada sujeto al cabello con el bonete cónico, envuelta toda en pliegues amplios.

Ya en el interior, María se dirigió a su alcoba para quitárselo, y, una vez purificadas las manos, servir a José la cena en la sala anterior.

Apareció frente a él llevando una vasija de barro que iba a poner sobre la estera. Se volvió éste a mirarla con cariño y preguntarla lleno de gozo por su estancia en casa del sacerdote. Entonces ella pudo ver apagarse en sus ojos la alegría y tomar el rostro una expresión de desconcierto, de estupefacción, de tristeza infinitas. María esperó ansiosa una pregunta, una pregunta liberadora, y hasta recriminaciones. Vio con espanto y dolor que callaba. La cena se deslizó muy lenta, y los dos sólo acertaron a hablar de los demás con tono indiferente y cansado. Relató ella sus trabajos durante la espera de Isabel y el nacimiento del niño. Pero no hizo ninguna alusión a las circunstancias que lo rodearon, ni a la relación de aquel nacimiento con el Hijo que llevaba en su seno.

Entonces el silencio construyó entre ambos su invisible barrera, que se agranda con el día que pasa, que va desvirtuando las palabras, los gestos y miradas, a los que despoja de su intención verdadera y los deforma. Era menester que las horas de prueba de nuestros pobres amores humanos no fueran ahorrados a aquella pareja santísima. Porque también María y José llevaban el tesoro incalculable de sus almas en vasijas de barro quebradizo. Cada expresión, cada palabra, agrandaba el abismo.

En el misterio de la desunión de aquellos dos seres que Dios había enlazado para siempre con vocación especialísima, el sufrimiento tenía ya valor de rescate. María iba a estar estrechamente unida a su Hijo en la obra redentora, y un misterioso paralelo comenzaba a regir la vida de ambos. A la grande e inconmensurable humillación del Verbo encarnado en el seno de una mujer, correspondía la humillación de su madre en el corazón del esposo. María, que había sido exaltada hasta su incomparable dignidad, en razón de su virginidad sin mácula, iba a ser afrentada por la duda sobre su misma pureza por el ser que más amaba y más próximo estaba a ella, excepto el hijo que reposaba en sus entrañas.

Cada paso que daba en cumplimiento de su declaración de esclavitud le costaba un esfuerzo más grande que el anterior.

Su alma, sumida en la contemplación y la oración, en el diálogo con su Hijo y su Señor, intuía caminos, no ya colmados de gloria, como en Ain-Karem, sino de recónditos sufrimientos. Su vocación o llamada se iba perfilando cada vez más concreta: escondidas penas y alegrías le estaban reservadas; un atacar los acontecimientos serenamente, una entrega cada día más absoluta y total. Su sufrimiento de ahora correspondía a su alegría de antes: era el dolor de causar involuntariamente el dolor, cuando antes había sido portadora de felicidad y consuelo; causarlo al hombre que para ella había tenido comprensión en medio de la incomprensión, que representaba su única posibilidad de vida en medio de su pueblo, de acuerdo a los anhelos de su alma. María se preguntaba cómo se iba a modificar su existencia y qué le pediría a Dios para atestiguarle ella su amor definitivo.

Los días, las semanas pasaron, redoblándose la pena.

Las circunstancias pusieron su nota de acerba ironía.

Empezaron a llover sobre José felicitaciones de amigos y parientes por la bendición de su unión, ya que sólo los esposos estaban en el secreto del voto que la presidía. La maternidad de María, a ojos de los que veían en ellos un matrimonio corriente, no podía ser sino un motivo de regocijo para José. Pero hasta entonces, a su vez, la maternidad de María era un secreto entre ella y Dios.

Mientras continuaban las congratulaciones, el alma de José se sumía en tribulaciones más grandes.

La serenidad inalterable de su esposa en sus quehaceres no interrumpidos y cumplidos con perfección y cariño; la paz con que recibía los cumplidos de su parentela; su mirada encendida en ascuas interiores durante las horas de oración cada vez más frecuentes y recogidas, agregaban al tormento de José una gran perplejidad.

Penosamente cumplía él también su trabajo diario, obsesionado siempre con el mismo pensamiento de volver y encontrarse a María y pasar la noche en su cuarto, desde el que oía la serena respiración de la mujer dormida, con los ojos abiertos en la oscuridad que lo oprimía, los miembros rendidos y el abrasado volar de sus pensamientos. En aquellas interminables horas en que esperaba con ansia ver clarear por la abertura que daba a la parte anterior de la casa, José discurría y discurría. Repasaba entonces la vida de María, su piedad, su virtud, proverbiales; cómo hasta se reían al paso de ella las jóvenes de Nazareth, al verla tan distinta en las mismas condiciones sociales. Recordaba cómo le habían atraído su silencio, su recato, su tranquilo fervor. Luego se detenía en aquel día de sus esponsales, cuando tuvo lugar para él la gran revelación del alma de su prometida, el día en que, ruborizada, le relató el voto que la ligaba en el acatamiento de Jehová; recordó cómo él se comprometió solemnemente a acompañarla siempre de acuerdo a aquel voto, cómo le había ofrecido amarla con un cariño hasta entonces desconocido entre sus compañeros; cuánto le había costado a él tomar esa resolución tan alta, porque sacrificaba a ella la paternidad, la más grande aureola a que podía aspirar el israelita después del sacerdocio; recordaba cómo había debido guardar para sí sus dificultades, porque nadie podía ayudarle en aquella resolución hasta entonces nunca tomada, y que no podían comprender ni sus parientes ni sus amigos más íntimos. Recordaba luego, en aquel torbellino incesante de pensamientos, cuánta alegría había notado en María desde entonces: ella andaba y le trataba como si le hubieran quitado de los hombros un gran peso.

Entonces, brutalmente, se le presentaba en toda su crudeza el enorme perjurio de María, que había concebido fuera de la unión conyugal basada a pedido suyo, de ella misma, en su voto de perpetua virginidad. Al asalto venían los ¿cómo?, ¿por qué?, ¿cuándo? Y las circunstancias, el conocimiento que de ella tenía negaban a grandes voces las sospechas, apenas insinuadas en su ánimo atribulado.

¿No había estado en casa del sacerdote y su esposa, aquellos de los cuales decía unánimemente la gente -¡extraña coincidencia!- que eran justos y de vida irreprensible?... ¿No había ido y venido acompañada de conocidos que con gran reverencia y cariño le agradecían al despedirse -sus propios ojos lo habían visto- la ayuda prestada en el viaje? Actualmente, aquella manera silenciosa que envolvía su trajinar cotidiano y continuo, no correspondía a ninguna actitud del culpable; ni al cinismo ni al remordimiento.

El ánimo de José retrocedía ante la sospecha, y la perplejidad se hacía grande. Pero, por otra parte, las mismas felicitaciones tan involuntariamente inoportunas de los parientes y amigos, que demostraban ser ya del dominio del pueblo el estado de María, lo urgían a tomar una resolución.

Porque también José era israelita profundamente religioso. Como si la gran voz del mismo Legislador en persona le atronara los oídos, creía oír los terribles anatemas contenido en las escrituras contra el adulterio y su castigo afrentoso: los culpables debían morir apedreados por el pueblo. Recordaba las imprecaciones contra la infidelidad conyugal contenidas en los escritos de Salomón; su raza, su condición religiosa le exigían arrojar de su hogar a la infiel como un deber ineludible; la piedad en ese caso hubiera sido mirada como cobardía despreciable.

Para evitar los arrebatos de aquellos temperamentos exaltados en el pueblo de dura cerviz, los trámites legales habían dificultado el cumplimiento de la lapidación inmediata.

A José, dentro de este plano legal, se le ofrecían algunos caminos. Si quería arrojar de su lado a su esposa, debía darle un libelo de repudio. Era éste un documento formal en que después de la fecha, nombre de los esposos y del pueblo en que tenía lugar, se hacía la declaración, diciendo: "quedas libre para contraer matrimonio con quien quieras", a lo que seguía la firma de dos testigos. Ese libelo se hacía llegar por un intermediario a manos de la esposa, quien desde que lo recibía no podía considerarse ya como tal.

Reuniendo estas condiciones, tenía el libelo valor jurídico.

Pero si quería acusar a María públicamente, debía presentar dos testigos. No los tenía. En verdad, ni se atrevía a juzgarla él mismo en su corazón, tan atormentado por ella en los últimos meses. "Pero José, su esposo, siendo como era justo, y no queriendo infamarla, deliberó dejarla secretamente" (Mateo, cap. 1, vers. 19), porque, tanto en el caso de la acusación como en el caso del libelo de repudio hecho según la Ley, María no escapaba de la condenación pública. Su dilatada parentela se debía enterar, puesto que era huérfana, y entrar a opinar y a condenarla en cualquier caso, porque él gozaba de estima general y buen nombre. Sabía también que siempre toda la culpa se achacaba en tales fracasos a la mujer, y cuánto la iban a despreciar los que hubieran sido puestos en el caso de recibirla en su casa. Dejarla, era abandonarla, rebajarla y repudiarla. Podía entonces cumplir con su deber de conciencia atemperando aquel rigor: haría llegar secretamente a sus manos un libelo, por decirlo así, privado, donde constaran para ella sola las causas de su actitud. Era justo: José no se atrevía a condenar a María resueltamente. Pero para él aquella existencia era imposible. Olvidando todo egoísmo, no se escatimó a sí mismo el sufrimiento, y pensó, además, eclipsarse él, abandonar el pueblo sin dar motivos, aparentemente para un viaje corto, como el que la misma esposa acababa de realizar. A esta sola idea, su desolación se hacía más completa, si cabe, porque era condenarse a no ver ni la tierra, ni el taller, ni la casa, a no verla más a ella, a quien su corazón amaba profundamente, lleno de compasión ahora.

Pero esa solución era la que se ofrecía entre todas como la más factible, capaz de conciliar su deber, o lo que él veía como tal, con su gran misericordia de justo.

Así estaban las cosas: ella, esperando en su esclavitud la pregunta salvadora; él, sufriendo en su determinación de no verla más y de no poder arrancarse del alma la duda atroz. Pero ella y él purificaban las penas silenciosas y no por eso menos verdaderas, con la oración.

 

María, defendida por el ángel

José esperaba siempre en aquellas horas de descanso de la noche, cuando terminaba la labor diaria, discurrir sobre su esbozada resolución y decidirse sin precipitaciones tan culpables como la misma negligencia del deber.

"Estando él en este pensamiento", en una de aquellas antes desconocidas vigilias, "he aquí que un ángel del Señor se le apareció en sueños" (Mateo, cap.1, vers. 20), y él despertó bruscamente de su reposo agitado, y sus ojos, ardientes de preocupación, miraron atónitos aquel espíritu celestial, cuya luz, llenando la estancia de improviso, sin que mediase una palabra, sumió su alma en una gran paz, José no se turbó, ni se asustó, porque en la tensión nerviosa en que vivía, estaba inconscientemente esperando que algo sucediera. Intuyó en seguida que al fin iba a alcanzar una certeza, no sabía cual. El ángel dijo: "José, hijo de David", y el carpintero comprendió por aquel exordio extraordinario que le esperaba una gran revelación, porque nadie se acordaba al presente, en su pobreza actual, de su ascendencia regia. Le intrigó que entre la línea de ilustrísimos monarcas fuera elegido precisamente David; luego asoció la venida del ángel, sin saber por qué, con su gran preocupación y su agónica pregunta sin respuesta.

Continuó la voz: "no tengas recelo en recibir a María tu esposa" blandamente, sin condenarlo a él por sus sospechas, porque claramente veía el espíritu celeste el motivo de las mismas y cuánto se había debatido José contra ellas. Llamaba a María con aquel augusto nombre de esposa, como confirmándoselo. Reconocía válido ante los ojos de Dios el matrimonio de ambos.

Antes de que el hombre, serenado y atónito, pudiera abrir la boca para exponer las dificultades en el cumplimiento del mandato, la voz continuaba: "Porque lo que ha engendrado en su seno es obra del Espíritu Santo" (Mateo, cap. 1, vers. 21). Aquí la perplejidad de José se transformó, súbitamente estremecida. Lo inundó un remordimiento hondo de haber rozado con sus dudas a su mujer, la cual se volvía para él algo sagrado e intocable. Su reverencia,, su admiración, su amor, iban a ir en aumento sustituyendo en contraste abrumador sus pasadas inquietudes; porque el ángel, sin dejarle detenerse en aquellas maravillas, seguía: "Así que dará a luz un hijo, a quien pondrás por nombre Jesús", con lo que lo llamaba ya a permanecer al lado de María en aquellos instantes del nacer del niño que no era su hijo. El ángel, como lo más natural, agregaba explicando el nombre: "Pues él es el que ha de salvar a su pueblo de sus pecados" (Mateo, cap. 1 vers. 22-23).

Esta era la misión del Niño: tan alto estaba, que merecía, un mensajero especial del Altísimo, rumiaba José. Pero con su paciencia y su misericordia, su actitud, humanamente desinteresada y llena de piedad, había sufrido la acrisolada prueba definitiva; aunque él no lo supiera, se había hecho acreedor a explicaciones y revelaciones más completas, a una participación muy íntima en los inescrutables designios de Dios. Oyó al ángel decirle: "Todo lo cual se hizo en cumplimiento de lo que pronunció el Señor por el Profeta, que dice: Sabed que una virgen concebirá y dará a luz un hijo" (Isaías, capítulo 7, vers. 10-14).

El amor a María y aquel misterio que la envolvía, crecía y crecía en el corazón del justo a cada palabra que llegaba a sus oídos. Se preguntaba por qué caminos de la vida interior había marchado ella para hacer aquel voto tan insólito, nunca visto en su pueblo, que la preparaba a ser elegida para el ministerio sublime que el mensajero de Dios le exponía. Se veía ahora él mismo colaborando hasta ese instante involuntariamente en la resolución por el carácter de su unión conyugal. Pero por sobre estas razones estaba la cita angélica: aludía al más grande milagro prometido por Dios al mundo; al principio del cumplimiento de la promesa, la obra que por ser tenida por completamente imposible había reservado Jehová para el final, como si en ella debiera resplandecer su Omnipotencia en un esfuerzo nunca visto: era la gran profecía de Isaías que prometía al descreído rey Acaz un portento: de arriba, de lo más alto del Cielo, la señalada por el mismo Dios, una virgen concebiría y pariría, virgen siempre, antes y después del parto.

Como si esto fuera poco, José iba a colaborar, con plena conciencia, en la gran obra que se avecinaba; estaba sobre el umbral del definitivo derrotero de su existencia; se sentía llamado, como en otra ocasión su esposa, para aquella misión que se le encomendaba, porque el pedirle que impusiera el nombre a la criatura era reconocerlo como padre legal, oficial, de la misma y compañero de la madre. Su ser se adhería sin restricciones al llamado, sin reservarse nada para sí, tal cual se había anonadado María en aquel "he aquí la esclava", aunque él no lo supiera aún.

Pero lo sabía el ángel, quien terminó de precisar su cita profética, agregando que "a ese Niño le pondrán por nombre Emmanuel, que, traducido, significa Dios con nosotros" (Mateo, cap. 1, vers. 23).

 

Vigilia de adoración

José se volvió a quedar solo, despierto. No le alcanzaban ahora las horas de la noche, que le parecieran tan largas, para repasar estas palabras que quedaron como formando parte de su ser. Sintió que iba a ser juzgado por su fidelidad a las mismas.

Desnuda el alma delante de Dios, clamaba sin palabras: "Yo, indigno..." "Será llamado Emmanuel, es decir, Dios con nosotros..." Estaba entonces ya allí presente, y su casa, aquella constituida por las tristes tres piezas excavadas en la roca, y su sala anterior, albergaba la gloria del Templo segundo, al cual había de venir el Señor. José andaba por los caminos del anonadamiento y la acción de gracias, porque la retribución divina a su comportamiento y el dolor que su esbozada resolución le producía había sido inconmensurable. Casi no se atrevía a pensar en María, pero inevitablemente se le presentaba en su interior; temblando le decía: "Virgen". Ahora recordaba las palabras del propio canto nupcial, cuando, llevado de inspiración secreta, bajo los ramos de palmas y olivo, la llamaba, sin sospechar, eso sí, el alcance de sus propias palabras: "Eres sellada fuente, cerrado huerto eres", y, más ensimismado aún, cuando la llamaba "Madre" tenía que agregar "de Dios".

Todos sus afectos y sus actos se transformaban. Si en el pasado había sido su existencia la de un artesano, y era su meta su esposa, aun dentro de aquellas líneas de la unión virginal, y su trabajo, el futuro trascendía mucho más allá, edificado, sin embargo, sobre las mismas condiciones naturales. Se transformaba esencialmente la jerarquía de valores: toda su vida debía ser para María y para Jesús.

El mismo amor que le tenía en su alma, se hacía arrobador y tomaba otro carácter desconocido, porque si María amaba a su hijo y lo adoraba como a su Dios, José en aquellas horas aprendió a amar a María mucho más, porque la conocía ahora tanto más digna, y a reverenciarla como a la Madre del Creador.

La grandeza inefable y humilde se le fue revelando poco a poco, aunque sabía que hasta el último instante sería para él inagotable. La reconoció discurriendo sobre las descripciones de las Escrituras, desde las primeras páginas del Génesis, prometida a la descendencia de Adán, hasta las grandes profecías que la tenían por motivo.

Se complacía en rememorar de nuevo su cantar de bodas, con honda intención de desagravio y reparación. Después de cernerse durante horas en aquellas alturas, a las cuales ansiosamente trataba de volar su espíritu, como lo intentarían por los siglos las generaciones venideras, José, naturalmente, fue llevado a considerar las circunstancias que habían acompañado a los prodigios. Se abismó en la sabiduría de Dios, a cuya luz sus propias dudas parecían providenciales.

Consideró que sólo él y María habían sufrido, porque a los ojos de los demás su matrimonio era perfectamente corriente y normal; más aún: podían considerar motivo de gran gozo para ambos la preñez de la esposa. Juzgó José por sí mismo y sus dudas; vio claramente, y esto le sirvió de criterio, porque si él, que era el que mejor conocía a esa mujer y más cerca estaba de ella, no había podido evitarlas, ¿qué tremendas cosas le hubieran achacado sus parientes y amigos? El misterio de la Encarnación en sus entrañas virginales, que iba a constituir el más grande y central de los misterios, la llave de entrada al mundo sobrenatural, la piedra de tropiezo de los débiles, necesitaba la fe insondable de dos predestinados para ser creídos, antes que el mismo Cristo hubiera demostrado su divinidad con su doctrina y milagros.

En aquel ambiente incrédulo y legalista de fariseísmo y saduceísmo, en aquella época en que Israel había perdido la costumbre del contacto con lo sobrenatural, y en que hasta la más espiritual, la idea del Mesías, Salvador, objeto y razón de ser del pueblo escogido, se había materializado, el conocimiento de la verdad de la Encarnación, en la que se arrobarían las más excelsas inteligencias, estaba fuera de lugar, hubiera sido convertir a María en objeto de escarnio e irrisión. José vio cómo era preciso evitarlo y cómo el velo que lo envolvía era la unión legítima y legal que lo amparaba; cómo le era menester a aquel ser, que un día debía presentarse como el Mesías, tener su vida cimentada en las más respetables tradiciones familiares. Comprendió que él tenía un papel allí, definitivo, como sus mismas dudas. Porque debía servir de testigo para siempre de la pureza inmaculada de su esposa, lo que no hubiera podido ser así si no hubiera vacilado y no hubiera sido confirmado, él, el esposo, en su fe en María.

Se admiró de que Dios hubiera elegido la pobreza entre mil posibilidades que la tierra le ofrecía, y empezó a planear ya en concreto su comportamiento en lo sucesivo. Se dolía al medir el sufrimiento de María por el suyo propio, y deseaba el nuevo día para disipar de su alma y de su rostro entristecido el dolor. Comprendió su soledad de años y años en su vida interior incomparable. Deseó fervientemente cuidarla y acompañarla. La unión de ambos dentro del plano en que las circunstancias, libre y amorosamente aceptadas, los habían colocado, debía ser fecundísima en perfección y virtud, abría nuevas posibilidades a la vida conyugal, que también estaba materializada y concretada en la procreación, aunque entre los israelitas trascendiera en la idea mesiánica.

El ángel había ordenado a José que impusiera el nombre al Niño: era como llamarlo a proceder frente a El con todas las prerrogativas del padre en el amplio sentido patriarcal de su pueblo, llamarlo a proceder como esposo en la autoridad y sujeción que le debía María. Pero ahora aquella misión, que era tan natural en la vida del hombre, constituía para José, bien lo veía, una gran dificultad. Porque él reconocía la infinita superioridad de María, su esposa, tabernáculo viviente del Altísimo, ante el cual sólo se veía humillado con la frente en el polvo, como David, su abuelo, ante el Tabernáculo. Mucho más difícil le iba a ser cumplir con su deber frente al Niño. Como en María la esclavitud, desde la noche de su vocación, ésta sería para José la clave de su existencia hasta su muerte: mandar en la humillación y la adoración a la Madre y al Hijo. En verdad, desde que las almas son hijas de Dios, sólo temblando se puede ejercer autoridad sobre ellas. La certeza y la resolución tomada dieron al ánimo de José la paz; un sueño bienhechor lo rindió hasta el amanecer. "Con eso, José, al despertarse, hizo lo que le mandó el ángel del Señor".

Sintió en la pieza vecina los pasos leves de unos pies descalzos, el ruido del agua removida en los cántaros de barro, el suave roce del peine en los cabellos de María.

Cuando se reunieron los dos para salmodiar las oraciones de la mañana, "recibió a su esposa" (Mateo, capítulo 1, vers. 24), llamándola: "¡Oh mi inmaculada y purísima!", en una delicada alusión al día de sus bodas.

Ella adivinó la alegría, como antes la pena, y supo ahorrar los comienzos difíciles.

Contó él sencillamente la aparición del ángel, repitiendo hasta su última palabra. Le ofreció su amor, su apoyo y su compañía a ella, y, por intermedio de ella, a su Hijo. María, conmovidísima y llena de alegría, vio que Dios no le pedía esta vez abandonar su vida habitual; antes bien, la ratificaba en su elección. Le tocó a ella el turno, entonces, de relatar, siguiendo la misma conducta que con Isabel, la visita de Gabriel, su alegría infinita y su pena por haber debido guardar silencio, del cual ella ahora también veía que Dios había querido sacar un bien grande para ambos, y por la proyección que podía tener en el futuro para la fe de los que vinieran. Continuó luego con los prodigios en casa de Zacarías e Isabel, repitiendo a José el cántico de Zacarías inspirado.

Cuando María se quedó sola, corrió a su alcoba y se arrodilló sobre la estera en el mismo sitio donde la encontró Gabriel el día de la Anunciación.