LA REALIDAD DEL MAL

EN LA NOVELÍSTICA DE BERNANOS

 

Dra. Ana Galimberti

Universidad Nac. de Cuyo

 

Nadie como George Bernanos mostró, en la literatura francesa de la primera mitad del siglo XX, la presencia del mal en la interioridad del hombre y del mundo, a tal punto que podría afirmarse sin dificultad que su narrativa es, en gran medida, un vasto comentario a lo que apenas un siglo antes el poeta de la vida moderna había señalado: "Es más difícil para la gente de este siglo creer en el Diablo que amarlo. Todos le sirven y nadie cree en él. Sublime sutileza del Diablo" (1). Fenomenología de la modernidad que Bernanos prolonga en una meditación sobre la diversidad de rostros posibles que el mal asume en el mundo contemporáneo. No sorprende, entonces, que su primera gran novela, Bajo el sol de Satán (1926), fuera, para una sociedad signada por la decadencia espiritual, el reto inesperado de un escritor que, más allá de las categorías de la estética moderna, intenta "hacer lugar a lo sobrenatural" en la existencia cotidiana.

El propósito de este trabajo consiste en tratar de reconocer en la narrativa bernanosiana aquellos núcleos de articulación textual que dibujan con mayor acuidad el espacio propio del tal ruta. Tres son los niveles elegidos para tal aproximación, a saber: 1) la dinámica del mal; 2) las máscaras del mal; 3) la abolición de lo humano.

 

1. La dinámica del mal

En la filiación de Baudelaire, Joseph de Maistre y León Bloy, Bernanos tematiza en su novelística la realidad del mal no sólo como una forma más, entre otras, de los actos humanos, sino más especialmente como la modalidad renovada, siempre y cada vez, de la falta inicial que signa ab origine la naturaleza humana. En efecto, toda su narrativa apela a una toma de conciencia del misterio insondable del mal así como de la participación renovada que le cabe a cada hombre en el ejercicio de una libertad personal, que, por adhesión o rechazo, puede o bien ahondar la extensión del mal o bien promover su limitación. Cuando, en Bajo el Sol de Satán, tiene lugar el encuentro nada azaroso entre Mouchette y Donissan -la joven homicida de dieciséis años y el cura de parroquia rural, poco hábil aparentemente para el ejercicio de su ministerio pero sostenido por una fe intensa- el autor abandona el núcleo de la intriga del prólogo, el homicidio cometido por Mouchette, para ahondar en la poderosa y profunda presencia del pecado original reiterada en el largo itinerario de existencias humanas solidarias en la servidumbre de la mentira, el error, la hipocresía y la injusticia. Lo que el sacerdote ve en la joven no es el acto puntual de su homicidio sino la oculta y devoradora fuerza del mal que avanza ineludible y violenta hacia el espacio más débil de la inocencia. El siguiente texto resume acabadamente esta idea:

"Por doquier el pecado rompía su cáscara y dejaba ver el misterio de su generación: millares de hombres y de mujeres ligados por las fibras de un mismo cáncer, y los terribles lazos retractándose, semejantes a los brazos amputados de un pulpo, tocando el núcleo mismo del monstruo, y así la falta inicial ignorada por todos, en el corazón de un niño..." (2) 

En Un crimen (1936), esta misma idea conduce y configura el relato reiterándose de manera explícita:

"-Ahora veo que cada crimen crea en torno suyo una especie de remolino que atrae invenciblemente hacia si a inocentes o culpables, y del que nadie podría calcular anticipadamente la fuerza ni la duración. Sí, señor, seguía diciendo con una ansiedad creciente, el gesto más insignificante desata un poder misterioso que arrastra en el mismo movimiento al criminal y a sus jueces, durante tanto tiempo como sea necesario para agotar su violencia, según leyes que nos son desconocidas..." (3)

El texto que precede podría servir de presentación a la que, según Albert Béguin, es la obra maestra de Bernanos, El señor Ouine (1943), personificación del mal como esa "enorme aspiración al vacío, a la nada" (4) que succiona literal y cotidianamente a personas, instituciones y cosas, extendiéndose en este caso, a la totalidad de una feligresía rural. La idea del "remolino devorador" alcanza en esta obra una extensión máxima, subrayando así no sólo el triunfo del mal sobre la libre capacidad de aceptación o rechazo en cada hombre sino también el profundo desorden que instaura en el núcleo más interior de una comunidad. Es, sin embargo, Diario de un cura rural (1936) en donde esta idea madura en la meditación sostenida del cura de Ambricourt. En efecto, el diálogo que marca la escena central del encuentro entre el joven sacerdote y la condesa del lugar -mujer a quien la muerte de un hijo muy pequeño, la indiferencia del esposo y la hostilidad creciente del su única hija, han reducido al espacio hosco y silencioso de un resentimiento extremo- retoma esta idea del mal apuntada en los textos precedentes, pero ampliando ahora con mayor claridad el espacio de participación real que cabe a cada hombre en el sostenimiento del justo equilibrio del mundo. Antes de ingresar a este núcleo textual, será preciso recordar asimismo que Diario de un cura rural se abre con una aguda observación del cura de Ambricourt frente a la tarea que le espera en su nueva parroquia; observación puntual acerca de la forma que toma el espacio sagrado en la sociedad actual. Veamos este primer texto:

"Mi parroquia es una parroquia como las otras. Todas se parecen. Las parroquias actuales, naturalmente. Le decía ayer al padre cura de N, que el bien y el mal deben hallar allí [en las parroquias] su equilibrio, sólo que el centro de gravedad está ubicado bajo, muy bajo" (5)

Dos primeras consecuencias se desprenden de este texto: 1) la existencia de verdaderos espacios sacros, lugares de confrontación, por excelencia, para las dos fuerzas espirituales que se disputan constantemente la interioridad del hombre y del mundo; 2) la posibilidad clara de un desajuste real entre el bien y el mal precisamente en estos espacios, lo cual subraya la fisura creciente no sólo en la voluntad del hombre, sino en la de la jerarquía eclesiástica cuya misión consiste en ser el sostén espiritual de la historia.

Pero, retornemos sin más al diálogo central de esta obra, en donde las palabras del cura rural muestran este desplazamiento del "centro de gravedad", en el espacio sagrado de un alma singular. He aquí el texto:

"Ella colocó sus dos manos sobre mi brazo y acercó su rostro al mío.

- Pero es ridículo, Ud me habla como a una criminal. Las infidelidades de mi marido, la indiferencia de mi

hija, su hostilidad ... ¡todo esto no significa nada! [...] Es como decirme que yo soy la causa de todo.

- Ah, señora, nadie sabe de antemano lo que puede salir, a la larga, de un mal pensamiento [...] La semilla del mal y del bien vuela por doquier. La desgracia mayor es que la justicia de los hombres interviene siempre demasiado tarde: reprime o siega actos, sin poder ir más alto ni más lejos que quien los ha cometido. Pero nuestras faltas ocultas envenenan el aire que otros respiran y tal crimen no hubiera jamás madurado sin ese principio de corrupción.

- Esas son locuras, imaginaciones (ella estaba lívida). Si pensáramos así no podríamos vivir.

- Ya lo creo, señora. Creo, efectivamente, que si Dios nos diera una idea clara de la solidaridad que nos liga unos a otros, en el bien y en el mal, no podríamos vivir" (6)

 

La noción de solidaridad íntima, de comunión invisible pero real, en la naturaleza y en la intención más profunda, entre la totalidad de los actos humanos, es aquí manifiesta y confirma no sólo la profunda y delicada confrontación entre el bien y el mal, sino el grado de responsabilidad participativa -sea en una u otra dirección- que cada acto tiene en la constitución de una justicia divino-humana que expresa la naturaleza de lo verdaderamente humano del hombre.

Por otra parte, este mismo texto abre al espacio de otra noción cara a Bernanos: la de expiación o reversibilidad de destinos, vía de salvación por la mediación del amor. Es, precisamente, el vínculo de una posible justicia expiatoria el que reúne a los dos protagonistas de Bajo el Sol de Satán, posibilidad que sólo el sacerdote ve, conoce y padece inicialmente, quedando reservado a Mouchette el último minuto de su vida -el más dilatado y libre, el único gozoso para ella- en el que solicita del pobre cura de aldea, ir a morir a la Casa del Padre. En las dos novelas siguientes, La Impostura y La Alegría (1929), Bernanos propone la historia de una doble expiación. Ambos títulos -si bien publicados separadamente- constituyen los polos de un dístico que desarrolla la experiencia de una participación doble en el destino sobrenatural de Cánabre -un cura sin verdadera fe ni vocación, que lleva adelante sus estudios para escapar definitivamente del lastre de la pobreza- y cuya salvación exige el denudamiento extremo de dos seres: Chévance, un viejo y piadoso sacerdote, y Chantal de Clergerie, figura de la inocencia y del gozo impoluto; personaje éste que, en La Alegría, realiza un itinerario salvífico gradual para todos aquellos que la rodean: su abuela, su padre y hasta el mismo hombre que termina ultimándola. Lo importante, aquí, es el re-conocimiento de una ruta de salvación, primero; su libre y misteriosa aceptación, después; y, por último, su consecución, minuto tras minuto hasta transformar toda una existencia en el análogo del minuto agónico final. Recordemos la clara conciencia que tiene, de esta vía salvífica, el viejo sacerdote de La Impostura:

"El sabía, estaba seguro de tener entre sus viejas manos, no su salvación sino la de otro, otro hombre todavía más miserable, más abandonado que él mismo" (7).

Pero es nuevamente en Diario de un cura rural -obra de la que Bernanos ha dicho: "¡Ah! Amo este libro, lo amo como si no fuera mío" (8) donde la noción de expiación es recobrada y sufre un giro semántico todavía más radical. Frente a la injusta hostilidad de sus alumnas de catequesis, niñas aún en su mayoría, el cura de Ambricourt reflexiona:

"Dios mío, los niños son los niños, pero, ¿y la hostilidad de estas niñitas...?

Los monjes sufren por [pour: a favor de] las almas. Nosotros, nosotros sufrimos [par] en lugar de ellas. Este pensamiento que tuve ayer, ha velado junto a mí toda la noche como un ángel" (9).

 

Una situación semejante, aunque de mayor vuelo trágico, tiene lugar después de la muerte de la condesa, en el recuerdo interior del joven sacerdote:

"El recuerdo del combate que ella había sostenido delante mío, bajo mis ojos, ese gran combate por la vida eterna del cual ella había salido agotada pero invicta, me asaltó tan fuertemente que creí perder el conocimiento. ¿Cómo no adiviné que semejante día era el último, que ambos nos habíamos enfrentado en el límite extremo de ese mundo invisible, al borde del abismo de luz? ... "Vaya en paz", le dije. ¡Y ella había recibido dócilmente esta paz!... ¡Yo se la había dado! Oh, maravilla, poder dar lo que aún no se posee, oh dulce milagro de nuestras manos vacías. La esperanza que moría en mi corazón florecía en el suyo, el espíritu de oración que yo creía perdido, ¿Dios se lo habría dado? Quien sabe... En mi nombre, quizás..." (10)

Esta misma meditación se prolonga en la última obra de Bernanos: Diálogo de Carmelitas, donde la cuestión del "partage" (11) destinal cobra no sólo amplio desarrollo sino que el contexto monástico de la acción y la semántica religiosa que lo configura desplazan su comprensión al dogma de la comunión de los santos. Por otra parte, la misteriosa comunión de dos almas tiene lugar en esta obra -cuyo título subraya particularmente esta dialogicidad- bajo el auspicio de una virtud: la fortaleza, y de un sacrificio: el martirio, actualizándose en una intriga en extremo simple. En efecto, una joven mujer cuyo rasgo más propio es su hondo temor frente a la muerte, ingresa al Carmelo a la búsqueda de fortaleza. Esa misma mujer -quien ha pedido para sí el nombre de Blanca de la Agonía de Cristo- decide, hacia el final de la obra, alcanzar libremente a sus hermanas del Carmelo -condenadas por la revolución a la guillotina- y morir junto a ellas en el martirio. El cambio radical en la conducta de esta joven mujer, que no ha tenido tiempo real para fraguarse en el espacio de la vida comunitaria, sólo puede ser comprendida desde el misterio de la comunión de los santos. La misma priora -mujer de probada fortaleza y caridad- y el claustro entero asisten a la humillación de una agonía desesperada, inexplicable para esta monja ejemplar. Y es, naturalmente, la novicia más joven del convento quien comprende, y traduce de la manera más directa, el fenómeno:

"-Quien hubiera pensado que le costaría tanto morir... ¡que no supiera morir! Podría decirse que en el momento mismo de su muerte, Dios se ha equivocado de muerte, como en un vestuario cuando, por error, se nos da un saco por otro.. una muerte que no estaba a su medida, a la medida de nuestra Priora, una muerte demasiado pequeña para ella..."

 

Y Blanca de la Force, aquella por quien todo ha sido dado, pregunta sin entender, aún:

"- La muerte de otra.., ¿y qué quiere decir esto?

- Esto quiere decir que hay alguien que cuando llegue la hora de su muerte se sorprenderá de entrar a ella tan fácilmente, de sentirse tan confortable..." (12)

 

Estas palabras describen anticipadamente el gesto firme y el canto celebratorio que signan definitivamente el ascenso de Blanca al cadalso.

 

2. Las máscaras del mal

El proceso de ocultamiento-fascinación del mal en la novelística de Bernanos procede a través de un recurso lingüístico que concentra cargas semánticas en ciertas palabras cuya recurrencia y relaciones intertextuales configuran verdaderas redes de sentido. Nos ocuparemos, en este caso, de la tríada más evidente, la que componen las palabras: tedio (ennui), curiosidad y muerte. La primera, debe ser entendida con el sentido del taedium vitae baudelaireano; la segunda, en su significado de conocimiento abarcador y posesivo del objeto al cual se dirige, aunque estrictamente racional y separado, en consecuencia, de una verdadera comprensión; por último la palabra muerte indica no sólo el término o límite temporal de la vida humana sino más especialmente el principio de corrupción latente a lo largo de toda esa existencia. Sobre tal trama lingüística el mal asume una multiplicidad de máscaras que van desde las más elementales y, sin embargo, vigorosas en la estructura del relato -tal, la figura del muchacho que le sale al paso al sacerdote de Bajo el sol de Satán, como un inesperado compañero de ruta- hasta las más sutiles e insidiosas, como la espiritualidad travesti del señor Ouine.

Veamos, brevemente, la urdimbre del tedio -y el crimen- en la primera Mouchette. Es bajo la forma aparentemente inocente de una mentira que la estrategia del mal cobra vigor. Asistimos a la preocupación extrema de un padre por salvar ciertas formas de convivencia social y, simultáneamente, al descuido y hasta transgresión, por parte de este mismo padre, del ámbito inviolable de la persona de su hija. En efecto, el señor Malhorty procede de dos maneras: 1) ante todo, escucha sólo sus propias razones de viejo republicano y honesto padre de familia ("Para qué me preguntas si nos vas a escucharme, repetía Mouchette entre sollozos infantiles" (13); 2) recurre a la mentira por tres veces consecutivas aun cuando ya en la primera, al asegurar al marqués de Cagignon que su hija lo había confesado todo, percibe que ha cometido un error irreparable:

"- ¡Ella me lo ha dicho todo...! -Júrelo. -Lo juro, respondió. Esta mentira le pareció un engaño honesto. Por otra parte, hubiera sido difícil ahora desdecirse. Pero una idea le atravesaba el cerebro, una idea que no podía fijar pero que le producía una fuerte angustia. Tuvo la impresión de haber elegido, entre dos rutas, la mala, y de haberse lanzado a fondo, irreparablemente" (14).

El destino íntegro de Mouchette ha sido sellado bajo la máscara de una mentira honesta, uno más entre los tantos rostros posibles del protocolo rutinario de una mediocre pero firme voluntad de poder.

Una nueva modalidad de la mentira y el engaño tiene lugar la noche del encuentro entre Donissan y Satán. Más allá de la apariencia trivial de un muchacho que se aproxima en el momento mismo en que el sacerdote gira, a ciegas, en la ruta oscura y fangosa de Artois, se trata del embate directo entre dos fuerzas, de un cuerpo a cuerpo que decide, a favor de la fe y la fortaleza del sacerdote, la disolución aparente de esta nueva máscara. Aparente ya que a esta primera visión del mal por parte del sacerdote, le seguirá una forma de conocimiento análogo que abre su vida al camino definitivo de la santidad, pero -y este es el costo- a través de un itinerario cuyo signo es la continuidad abismal del combate entablado. Su primer rescate será, precisamente, el alma de la joven Mouchette.

Sin embargo, esta in-habitación satánica hará su camino en la interioridad de Donissan quien próximo a la hora de su muerte, reclamará de Dios, por la vía de un milagro, una prueba que le asegure Su realidad y Su poder:

"No implora el milagro, lo exige, Dios se lo debe, Dios se lo dará o todo no es más que sueño..." (15)

 

Llevado hasta las últimas consecuencias, este juego de máscaras -de ocultamiento y engaño, a la vez- se ha desplazado insidiosamente de su causa originaria al objeto, contaminando -por momentos- el principio de vida interior en el viejo sacerdote. La risa satánica que cierra la escena da testimonio de este triunfo. Mentira, engaño, crimen, soledad y duda espiritual: he aquí, en esta primera novela, la trama semántica del tedio. "Conocer para destruir, y renovar en la destrucción su conocimiento y su deseo -¡este es el sol de Satán!- deseo de la nada buscada en sí misma, ¡efusión abominable del corazón!" (16)

Aproximemos, finalmente, esta lente lingüística en los términos señalados, a las dos obras centrales del escritor: Diario de un cura rural y El señor Ouine. En ambas, la palabra clave sigue siendo tedio (ennui) pero ahora con una clara descripción fenomenológica que subraya su naturaleza profundamente espiritual y su procedimiento insidioso e invasivo. En el caso de la primera de estas obras, la presentación dentro del marco de una severa crítica al clero, confirma no sólo el origen espiritual de la situación observada por el cura de Ambricourt -el pueblo y la parroquia muertos- sino el grado de responsabilidad solidaria que vincula a instituciones e individuos en la decisión de asumir -o no- una existencia verdaderamente humana. He aquí, ajustado, el extracto que interesa:

"Mi parroquia ha sido devorada por el tedio, esta es la palabra. ¡Como tantas otras! El tedio las devora bajo nuestros ojos y nosotros no hacemos nada. Un día, quizá, el contagio nos gane y descubramos en nosotros ese cáncer. Se puede vivir mucho tiempo con eso.

....

Me decía, así, que el mundo ha sido devorado por el tedio. Naturalmente, es preciso reflexionar un poco para verlo, no se percibe inmediatamente. Es una especie de polvo. Ud. Va y viene sin verlo, Ud. lo respira, Ud. lo come, lo bebe y es tan fino que ni siquiera siente el ruido bajo sus dientes...

Se diría que hace ya mucho tiempo que el mundo está familiarizado con el tedio, que el tedio es la verdadera condición del hombre." (17)

 

Este texto, que es en sí mismo un diagnóstico veraz y preciso de las condiciones de vida del hombre moderno, es una especie de prefacio para ambas obras que ilumina, en el caso de Diario de un cura rural, el esfuerzo personal de un sacerdote por restablecer, desde su particular situación existencial y misional, el orden primigenio; y, en El señor Ouine la complejidad de vínculos individuales e institucionales que arrastra consigo el remolino devorador del tedio, en el núcleo mismo de una pequeña comunidad rural. Veamos, ahora, a título de síntesis, aquellas situaciones o elementos que jalonan en esta segunda obra, la ruta devastadora del mal: 1) el crimen, no resuelto por la justicia legal, de un pobre muchacho lisiado quien, sin embargo en el orden de una justicia sobrenatural ha asumido el destino de su amigo Phillippe (Steeny), el discípulo del señor Ouine; 2) el suicidio de dos jóvenes esposos acuciados por su núcleo familiar y, quienes, por esta vía intentan, aún sin saberlo, restituir el honor de la familia; 3) el linchamiento público de Mme. De Néreis, una anciana mujer de clase alta, demente, en el que toda la comunidad intenta encontrar su liberación; 4) el suicidio del intendente del pueblo, en quien la culpa colectiva del crimen no resuelto agobia hasta la desesperación; 5) la existencia devastadora del viejo profesor de lenguas clásicas, cuya patología espiritual genera ondas concéntricas extensivas que arrasan no sólo con toda vida próxima -la enfermedad y muerte de Anselmo, la locura de Mme. De Néreis, el crimen inexplicable de Guillaume, la metamorfosis de Steeny- sino con la suya propia. En este punto conviene recordar, asimismo, que esta novela actualiza, en realidad, dos historias: la del señor Ouine y la de su discípulo, Phillippe. El vínculo entre ambos personajes, y ambas historias naturalmente, lo establece la dupla tedio-curiosidad. En efecto, toda la primera parte de la novela, desarrolla la atmósfera de descomposición -ennui- que rodea la palaciega residencia del adolescente así como la vida de su madre y la presencia ambigua de su amiga en la casa. Cuando el adolescente, hastiado de ese ámbito busca nuevos horizontes, cae fascinado en la trampa intelectual del viejo profesor, cuyo propósito no es tanto poseer el objeto -apropiarse, en este caso, del resto de inocencia de Steeny- cuanto destruirlo, para avanzar sin límites. Por su parte la historia de Ouine comienza en el espacio asfixiante del castillo invadido por la enfermedad de su dueño -en quien, se sospecha, Ouine habría despertado un deseo devorador análogo al suyo-, y se desenvuelve en el diálogo reiterado del "maestro y el discípulo", diálogo que concluye con la muerte del señor Ouine. Será preciso tener en cuenta, en este sentido, que el verdadero aprendizaje de Steeny es, como le anuncia su maestro, el de amar a la muerte (18) tal como él mismo lo ilustra con su existencia personal. De aquí que cuando llegue el momento final para sí mismo, el discípulo asista a una confesión inesperada, una confesión que descubre la profunda verdad del señor Ouine:

Oui - "Me veo ahora hasta el fondo, nada detiene mi mirada, ningún obstáculo. No hay nada. Retenga esta palabra: ¡Nada!

...

St. - Pero...están la misericordia, el perdón. O quizá, la nada, ¿por qué no?.

Oui. - ¡Imbécil! Si no hubiera nada yo sería alguna cosa, buena o mala. Soy yo quien es nada.

....

Oui. - Y ahora entro en mí para siempre, amigo mío..

Y entrar en sí mismo no es un juego. Me hubiera costado menos volver al vientre de mi madre. Me he dado vuelta, he hecho definitivamente de mi revés mi lugar.." (18)

 

En su valioso libro sobre las máscaras del deseo dionisíaco, el filósofo francés Jean Brun, describe admirablemente esta situación espiritual. El texto que sigue ilumina en toda su dimensión esta gran metáfora de la muerte, que es no sólo la muerte del personaje sino la de todo el pueblo: "El rechazo a la Trascendencia y la adoración del Mundo conducen al hombre a una esquizofrenia en la que se golpea contra el muro situado en el fondo del impasse que él mismo constituye para sí" (19).

 

3. La abolición de lo humano

De toda la novelística de Bernanos, El señor Ouine es la obra que mejor ilustra la finalidad transgresora del sol de Satán, deseo de conocimiento insaciable y destructor. Si se intentara un seguimiento relativamente puntual de la vida del señor Ouine en la aldea de Fenouille, se descubriría inmediatamente que se trata de una existencia al acecho. La pregunta, entonces, es: ¿al acecho de qué o de quién? En realidad, él mismo se describe ante su futuro discípulo como alguien para quien el otro no significa un ámbito personal y, en consecuencia libre e inviolable, sino, por el contrario, un terreno de saqueo, disponible para el despojo en aquello que lo constituye esencialmente, a saber: sus pequeños secretos, su interioridad, su hálito vital. Precisamente en esto consiste la tarea cotidiana del viejo profesor de lenguas: despojar a sus víctimas de sus secretos más íntimos, vaciarlos, así, de toda verdad propia, y reducirlos a una subsistencia orgánica que se arrastra por ámbitos antes familiares y que se vuelven, día tras día, cada vez más ajenos:

"¡Vaya si los conozco! ¡Yo he protegido a esta gente contra sí misma!...

... Y ahora la cosecha está lista -no queda nada por matar" (20)

 

Quizá ahora se comprenda más claramente el siniestro proyecto de "iniciación a la muerte" que Ouine traza para su discípulo, anunciándoselo sin disimulación alguna:

"Yo le enseñaré a amarla [a la muerte]... ¡Es tan rica! Ud. La amará. Y llegará un día en que sólo la ame a ella". (21)

 

Proyecto que él mismo ha cumplido para sí a lo largo de toda su existencia y cuya resolución cobra una forma definitiva en la imagen forjada a través de la dupla bulimia-curiosidad con la que el autor dibuja la muerte del personaje: hambre insaciable de almas, curiosidad siempre renovada frente al menor secreto del otro (22), ejercicio voluptuoso de la impiedad (23) que no cede frente a ninguna manifestación de sufrimiento y, finalmente, la indiferencia más cruel, rasgos que distinguen la empresa de des-humanización que el Señor Ouine pone en marcha y con la que logra ciertamente, la destrucción espiritual y moral de todo un pueblo y la suya propia.

Por último, importa subrayar que el cuadro final de esta gran obra de Bernanos, destinado a la muerte de Ouine, traza, al mismo tiempo, una poderosa y profética metáfora sobre la muerte de una época, de una civilización, de una forma de pensamiento y existencia que se ha constituido y sostiene sobre los cimientos de una celebración idólatra del Mundo.