La Tristeza y el Mundo contemporáneo: sus raíces
P. Horacio Bojorge S.J.
Al hablar de la Tristeza y el mundo contemporáneo, no me voy a referir a la tristeza en general. En todas las épocas del mundo el hombre se ha entristecido y no dejará nunca de tener los motivos de entristecerse que son inherentes a su condición humana. La tristeza de por sí no es mala. El hombre se entristece por la privación del bien, sobre todo por la privación de los seres que ama, por la pérdida de los vínculos con otras personas, que son los que lo identifican y le dan sentido a su existencia. También en el mundo contemporáneo se dan las mismas lícitas tristezas y duelos que se han dado en todas las épocas de la historia.
Voy a referirme a lo que considero que es una forma de tristeza y una causa de tristeza propia de nuestra época, de nuestro mundo y de la civilización que nos domina y nos invade, que ha sido bien calificada como cultura dominante. Es la cultura de los dominadores del mundo y que ellos van imponiendo a todos los pueblos. Pues bien, esta cultura, y de eso trata la obra que presento esta noche, padece, difunde y enseña una forma de tristeza que no viene de la privación o de la ausencia de un bien, sino que es tristeza por un bien: es tristeza por el bien divino del que se goza la caridad. Es lo que en nuestra teología espiritual recibe el nombre de acedia: envidia cuyo objeto es el bien divino.
El psiquiatra y psicólogo social Tony Anatrella, conocido por su obra El Sexo Olvidado es también autor de una obra que se titula La Sociedad depresiva (Ed. Sal Terrae, 1996). La depresión -dice- es no sólo la enfermedad más extendida en nuestra civilización, sino su mal característico. La nuestra es una sociedad deprimente.
Viktor Frankl, el psiquiatra austríaco sobreviviente de Auschwitz, ha impuesto en la ciencia psicológica moderna el reconocimiento de que la depresión se debe a la pérdida del sentido de la vida. El hombre necesita tener un sentido último. Y ese sentido último ha de ser un bien que no se pueda perder. Ahora bien: el así llamado mundo contemporáneo, se edifica voluntariamente bien sea negando en forma teórica, bien sea prescindiendo en forma pragmática de todo sentido último. Dicho con mayor exactitud: prescindiendo de Dios como sentido último, como el gran para qué, para quién del hombre y del universo. Y esa es la raíz de su tristeza característica.
En efecto, a medida que avanza, la cultura moderna, que se prolonga y se consuma en la post-moderna, al mismo tiempo que ha ido imponiendo el ‘progreso’ a los pueblos, les ha ido quitando las alegrías de las que no carecían los pobres. Mientras que no siempre ni a todos los ha sacado de la pobreza, sí los ha empobrecido humanamente. Los pueblos que nuestra civilización llama primitivos suelen cantar de alegría durante el trabajo, se regocijan cuando comparten sus alimentos, así sean unos mendrugos, se alegran en su matrimonio y con sus hijos y no necesitan vacaciones para repararse del stress.
La actual industria del entretenimiento, en cambio, parece tener un envés de tristeza. No se entendería fuera del contexto de la sociedad depresiva. Sus vestidos de lentejuelas van forrados por las telas negras de la depresión. Se nutre del aburrimiento sin conseguir eliminarlo, o quizás peor: sin querer eliminarlo, puesto que lo necesita para perpetuar su negocio, para que su oferta sea, como lo es, un artículo de primera necesidad en un mundo aburrido por ausencia de los sentidos últimos, y de la creatividad entusiasta que dan los grandes amores.
En eso, el mundo contemporáneo no inventa nada nuevo. El vuelco a la televisión y a las salas de musculación o de ritmogym, no honra al mundo contemporáneo; convence de que padece una gran regresión cultural, de que se está reconvirtiendo a un paganismo semejante al que calcinaba de tedio al mundo imperial romano y provocó su declinar y su fin por haberse alienado en el circo y las termas. La New Age, es menos new de lo que pretende mentirosamente. Si tiene algo de neo, es de neopaganismo.
El mundo contemporáneo es autor de múltiples estafas de este tipo. Ha inventado, entre tantos otros productos ‘light’, además del café sin cafeína, del dulce sin azúcar, de la manteca sin colesterol, del bife y de la leche de soja, una línea más en sus cadenas de producción y en sus redes de distribución: es lo que Enrique Rojas ha llamado acertadamente: un hombre light al que se le propone una felicidad light. Una presunta felicidad que es sólo bienestar, e incluso mera promesa de bienestar: cebo con que encarnan los expertos en marketing el anzuelo del consumo; o espejismo con el que los economistas motivan siempre nuevos sacrificios que han de ofrecer los pueblos en los altares del Dios Mammon. El mundo contemporáneo, pues, ha inventado esta felicidad light cuyos ingredientes son jaranas exteriores, alegrías sin gozo y entretenimientos que no son más que una tregua en el aburrimiento mortal, permisos temporales de salida dominguera para los habitantes de un presidio, meras treguas en el taedium vitae: tedio vital del que son prisioneros.
La industria de la evasión ha invadido el mundo. El homo sapiens se ha convertido, no por evolución sino por triste involución, en homo zappiens. Si el primate homínido saltaba de rama en rama, el homo zappiens vive saltando de canal en canal, colgado del TV-cable. Ya no huye, como pudiera huir un mono, de las fieras, sino de la tristeza existencial que lo persigue. Huye del sinsentido y del aburrimiento. ¿Cuáles son las raíces de esa tristeza? Una es la principal.
Coincidente con Anatrella y Frankl, Héctor Jorge Padrón afirma que la raíz de la tristeza del mundo contemporáneo es la secularización de la vida de los hombres. La secularización -dice Padrón- ha pasado de ser una afirmación teórica y una consigna programática, a convertirse en un proceso histórico, en un hecho sociológicamente observable y comprobable, en una forma de vida, en una cultura. "Pues bien -concluye Padrón- esta situación histórica de la secularización, introduce existencialmente un desgarramiento y una angustia inevitables y directamente proporcionales al desconocimiento de Dios" (Dr. Héctor Padrón. Entre secularismo y postmodernidad. La Vida Monástica, en: Cuadernos de Espiritualidad y Teología (1998) Nº 20, p. 83). Nótese que Padrón dice proporcionales al desconocimiento y no proporcionales a la ignorancia. Se trata de una negación intencionada de Dios. Y no de la negación de la idea de Dios, sino de la negación de su revelación histórica con todos sus signos y concreciones eclesiales y pneumáticas.
Pero el hombre que por la secularización de la cultura se liberó de la religión y de la sujeción a Dios, el hombre que se salió de la Iglesia, ha caído en la angustia y la tristeza. La depresión, como vimos, es la enfermedad social moderna. El hombre contemporáneo, que creía haberse liberado de Dios, ha venido a caer en peores dependencias: dependencia del psicólogo y del psiquiatra, dependencia de los psicofármacos, esclavitud de las drogas y otros vicios sociales. El consumo de drogas antidepresivas, de hipnóticos y de drogas crece al mismo galope que el proceso de contemporaneización, entendido como modernización y postmodernización de los pueblos, sociedades y culturas.
De la tristeza que genera la sociedad depresiva hablan las estadísticas de suicidios y divorcios.
La dependencia televisiva del hombre contemporáneo es una forma de huir de su tristeza oculta. El sinsentido y la desesperanza ha encontrado un refugio doméstico en la teleadicción y el zapping. El hombre depone ante la televisión su capacidad de protagonismo histórico y se convierte en espectador. Después de destronar a Dios, se está destronando a sí mismo. O está siendo destronado por los que antes le quitaron a Dios. Se les prometió ser como dioses y poder desplegar su omnipotencia en la plasmación de su destino. Pero la tele los persuade a que se entreguen a una dulce renuncia. Las fuerzas ocultas que gobiernan el mundo en que viven, son, de todos modos, cada vez menos influenciables y cada vez más inaccesibles. Son dioses ocultos con los que ya no es posible hablar y que no acceden a ninguna súplica. La tele abre pues una ventana para evadirse, olvidarse y morir por un rato. Su torrente de imágenes adormece dulcemente, como una droga, la propia capacidad de imaginar, que Dios le dio al hombre como herramienta de la acción creadora. El torrente del zapping enjuaga el alma de todo rastro de los propios sueños, aquellos que individúan al hombre porque son el lenguaje -individual- con que dialogan, dentro del hombre, su alma y su espíritu. La catarata de imágenes televisivas aturde de tal manera, que entontece precisamente aquella facultad imaginativa con la que el hombre podría recibir las comunicaciones divinas. Atrofia el oído para la percepción profética. Ensucia el corazón y le enturbia los ojos para ver a Dios. La televisión erosiona además gravemente la comunicación y la vida familiar ya atacada hoy por tantos otros factores.
La familia es el lugar natural de las dichas humanas porque es el lugar de los más profundos y puros afectos y amores. Pues bien, en el mundo contemporáneo, vemos crecer la frustración y la disconformidad en la pareja y el desencuentro de las generaciones. Las nuevas generaciones ven el matrimonio, cada vez menos como un posible camino de felicidad. Aumentan por un lado los divorcios, disminuye por otro el número de matrimonios formales y se multiplican las parejas temporales, los vínculos transitorios y promiscuos. En la casa del sexo habita el placer, pero la habitación de la felicidad ha quedado vacía y en ella se han instalado la melancolía, la tristeza, la depresión, una frustración que, por no ser del todo consciente, no sólo no es confesada sino ni siquiera puede serlo.
Es verdad que jamás ha tenido el mundo tal disposición de bienes y tal capacidad de multiplicarlos y producirlos. Jamás ha tenido tanta posibilidad de ‘bienestar’ exterior. Pero el hecho de que los bienes y el bienestar, como todo el mundo reconoce, estén mal repartidos y que sean inalcanzables para muchos, siembra tristeza y frustración entre los muchos que son cada vez más. En cuanto a los que tienen el privilegio de acceder a esos bienes, se diría que es precisamente entre ellos donde más se ve crecer la frustración, la angustia, la depresión... en una palabra: el malestar interior. Su privilegio se hace, pues, cada vez más dudoso.
La reducción de la idea de felicidad a la de bienestar, y la reducción del bienestar al consumo, que subyace como principio tácito e indiscuto a nuestra civilización pragmática, está en la raíz de la creciente depresividad social que denuncia Anatrella.
La nuestra es una civilización que ha perdido la cultura de la alegría en la misma medida que ha abandonado y sigue rechazando la cultura cristiana de la caridad: es decir, las verdaderas formas del amor. El término caridad no se ha desprestigiado ni desaparecido del uso por una casualidad, sino por un proceso cultural y por lo tanto intencional. Ha sido proscrito del uso porque no se desea la realidad que designa. Nuestra civilización rechaza la revelación de un Dios que ama al hombre. Consecuentemente se ha liberado del peso de tener que corresponderle amándolo a El y al prójimo. Pero al rechazar ser amado para no tener la obligación de responder con amor, va cayendo del no ser amado al no ser digno de amor, o sea no ser amable, ni para sí ni para nadie. El que rechaza ser amable a los ojos de Dios terminará tarde o temprano siendo odioso a sus propios ojos. ¿Hay mayor calabozo de tristeza que no poder salir de esta prisión del yo que se odia?
La raíz de la tristeza, que Frankl define como "falta de sentido último", puede expresarse más acertadamente como "desamor". Como lo canta el corrido mexicano con un aye desgarrador: "¡Ay! ¡Corazón! ¿por qué no amas?"
Pero el desamor mantiene al hombre desvinculado y solitario, le impide entrar en comunión. El amor a Dios, la caridad, es más que un sentimiento, más que una disposición interior, es nada menos que el vínculo que inserta, que vincula, que pone en comunión con el gran NOSOTROS divino-humano que es la Iglesia. Me explico.
Al no creer en la revelación de un Dios que ama al hombre, tampoco hay posibilidad de que el hombre ame a Dios, ni al prójimo por amor a Dios. Con esto queda desintegrado el tejido relacional cristiano. El gran NOSOTROS divino-humano va desapareciendo progresivamente del domino cultural, social, de la legislación y de la vida pública. Su misma identidad se va desdibujando y esfumando. La vida pública, laicizada, secularizada, se ha ido reduciendo a un nosotros puramente interhumano, del que Dios no es miembro, como en el tejido relacional cristiano. Ese nosotros puramente humano, exclusivamente interhumano, no logra ser un nosotros universal. La aspiración a ser un NOSOTROS abierto a todos, viene en el sistema relacional cristiano, de que Dios es el miembro principal y fundante del nosotros. Donde se excluye a Dios del tejido de relaciones del Nosotros, el nosotros necesariamente se fragmenta, se particulariza y se contrapone a múltiples grupos de "ellos". Recaemos en las tribus, los partidos, los nacionalismos, separados entre sí por particularismos y rivalidades.
Pablo había visto muy bien que sólo la Cruz de Cristo había hecho caer los muros de separación entre judíos y paganos, entre libres y esclavos, entre hombre y mujer... El gran NOSOTROS divino humano que funda la cruz se expresa así: "todo es vuestro, pero vosotros sois de Cristo y Cristo de Dios". Esa escala de pertenencia, funda un nosotros. Y la identidad nos viene de nuestras vinculaciones de pertenencia. El hombre que pierde sus vinculaciones pierde su identidad, o sea: se pierde a sí mismo. Y lo que desvincula al hombre es su desamor.
La tristeza del hombre contemporáneo viene por lo tanto de su desvinculación, de su desamor a Dios, y por lo tanto de su solitarización. La sociedad en el mundo contemporáneo está formada por solitarios que fundan asociaciones de interés, por convergencia de egoísmos individuales. Esos "nosotros" se asocian necesariamente enfrentando los intereses de "ellos". Así la vida pública del mundo secularista, laicizada, se ha reducido a una yuxtaposición de pequeños nosotros puramente interhumanos, necesariamente polarizados y fragmentados en múltiples "nosotros" nacionales o tribales, llamados por vocación al conflicto y a la guerra con tantos otros "ellos".
El Nuevo Orden Mundial propone en vano la instalación de la Utopía de la Revolución Francesa, que cantó Beethoven en la Oda a la Alegría: Alle Menschen werder Brüder (Todos los hombres se convertirán en hermanos). En lugar de remover los obstáculos que hubieran permitido la realización del ideal cristiano, se prefirió descartarlo y soñar con otra fraternidad puramente filantrópica. Un "nosotros" del cual Dios ya no era miembro.
Habiendo desaparecido el Padre de la revelación cristiana, que era el único capaz de hermanar a los hombres por encima de todas las diferencias, el sueño de la revolución francesa no pudo realizarse. La próxima revolución, la bolchevique, ya no pudo invocar aquél ideal sino que propuso la unión de los camaradas, ya no la de los hermanos. Pero también dejó de lado la aspiración de la Oda de Beethoven a la fraternidad universal. Ya no se unirían todos los hombres, sino los proletarios para luchar contra los burgueses. Desaparecido Dios del gran NOSOTROS, debía necesariamente fragmentarse y polarizarse en bandos opuestos y enemigos. Una gran tristeza histórica se abatió sobre el mundo en el siglo de las guerras mundiales y de las revoluciones proletarias.
La era revolucionaria de la Humanidad, pasará a la historia como una era triste y sembradora de tristezas. Las revoluciones han partido siempre de un diagnóstico pesimista, triste, oscuro y sombrío, negativo y desesperanzado de la realidad. Han partido siempre de una acusación y de una propuesta de destrucción de lo existente, para cambiarla por otra, soñada e ideal. Los revolucionarios han jugado a profetas y la historia demuestra que han sido falsos profetas. Han amontonado escombros irresponsablemente y otros han tenido que reconstruir.
El Nuevo Orden Mundial se nos propone ahora como una gran revolución unificadora de la Humanidad en un gran Nosotros. Pero es un Nosotros del cual, otra vez más, está ausente Dios. Para la creación del gran vínculo universal que unirá a todos los hombres, se propone, de entrada, la necesidad de destruir todos los vínculos de familia, nación y religión. Ya se deja entrever cuánta tristeza agregará a los pobres habitantes del planeta el privarlos de los amores que son la fuente de su identidad y de su felicidad. Se nos propone una humanidad huérfana, apátrida e irreligiosa, aséptica de todos los amores, creados y al Creador, y cuyos miembros, por lo tanto, estarán desvinculados y carecerán de identidad.
Es el embate final contra el gran NOSOTROS divino-humano católico que se realiza en la Iglesia, formada de familias y patrias católicas. Otro intento más de fundar un "nosotros" de solos hombres, desvinculados de Dios.
La tristeza del mundo contemporáneo nace de este rechazo de Dios, de toda posible relación suya con los hombres, de todo posible protagonismo histórico suyo. El libro que presento esta noche habla de este rechazo y lo explica como acedia: es decir el pecado por el cual el hombre se entristece por el bien divino, del que se alegra la caridad.