LLAMA DE AMOR VIVA
P. Fr. Alberto García Vieyra O.P.
San Juan de la Cruz utiliza la idea del fuego que penetra en el hierro hasta ponerlo incandescente a tal extremo que produce una llama.
El hierro, o también el madero somos nosotros mismos; el fuego es el amor divino o la caridad.
El fuego representa el amor en el horizonte visible de los hombres. El Espíritu Santo aparece en Pentecostés como lenguas de fuego. Pensando en el amor divino que venía a traer al mundo, dijo Jesús: "Yo he venido a traer fuego a la tierra, ¿y qué he de desear sino que arda?" (Lc. 12, 49).
Sobre este fuego, dice S. Ambrosio: "No aquel fuego que consume los bienes... sino el que mejora los vasos de oro de la casa del Señor y reduce a cenizas el heno y la paja".
Sobre los apóstoles, que recibieron el Espíritu Santo, dice S. Bernardo: "Viniendo después el fuego divino, y hallándolos vasos limpios, infundió en ellos los dones de su gracia, más abundantemente, y los trocó abrazándolos en un amor totalmente espiritual" (Sermón de Pentecostés, O.I, 564).
"Oh, Deidad eterna,-dice Sta. Catalina de Siena- eres fuego que siempre arde y no se consume. Eres fuego que consume en su calor todo amor propio del alma; eres fuego que quita toda frialdad".
Muchos otros textos podríamos mencionar, pero estos bastan para indicarnos que la Llama de Amor Viva está arraigada en la mejor tradición cristiana, significando una santidad consumada. El santo explica el contenido en pocas palabras: "Porque, aunque en las canciones que arriba declaramos hablamos del más perfecto grado de perfección a que en esta vida se puede llegar, que es transformación en Dios, todavía estas canciones tratan del amor ya más calificado y perfeccionado en ese mismo grado de transformación..." (Pról.).
Más adelante observa: "...aunque ...no se puede pasar de allí..., pero puede con el tiempo y ejercicio calificarse y substanciarse mucho más [en] el amor" (Ibídem).
Por calificarse entendemos crecer en calidad, en intensidad; sustanciarse, como una casi identificación con la sustancia del alma. El fuego puede entrar más y más en el madero, reducirlo a brasas y llamear.
Los místicos hablan de unión del alma con Dios; unión cada vez más íntima y perfecta en que va, por grados o pasos sucesivos, entrando el alma cada vez más en la intimidad de las cosas divinas. Es la llamada unión transformativa. Y no sólo con "las cosas divinas" sino con las divinas personas de la Santísima Trinidad.
San Juan de la Cruz, en la Llama , no se detiene en los pasos sino que explica dónde ha llegado él. Aquello quedó explicado en la Subida o en la Noche Oscura. Ahora habla con sus pares, las almas heroicas, y no con los flojos como nosotros. Sin embargo, algo podremos aprovechar.
El fuego es el amor. Es el amor de caridad; aquel vínculo sobrenatural que une el alma con Dios, su último fin; por él el hombre llega a la meta de todos los esfuerzos valederos en la vida.
"¡Oh llama de amor viva,
que tiernamente hieres
de mi alma en el más profundo centro!;
pues ya no eres esquiva, acaba ya, si quieres;
rompe la tela deste dulce encuentro" (Pról.).
El lenguaje expresa el deseo del alma toda inflamada en la divina unión. A esta unión el santo se encarga de encarecer en los versos subsiguientes para dar a entender su grandeza.
El paladar y sus entrañas todo bañado en gloria; abundando en deleites y ríos de agua viva (Ibíd., canc. 1). Es como si buscara las palabras adecuadas para expresar una experiencia inefable. Esta experiencia resulta inenarrable; es fruto de la fuerza unitiva y beatificante del amor. El amor divino embiste y penetra todos los senos del alma. Para apreciar esta realidad debemos pensar en la condición del amor divino. En primer lugar, Dios no ama como nosotros. Nuestra voluntad ama atraída por el objeto amado y termina en la unión con él. La bondad del objeto la atrae.
El amor divino es causa de la bondad de las cosas: "crea e infunde la bondad en las creaturas" (Sto. Tomás de Aquino, Suma Teológica, I.I, q. 20, a. 2).
El amor de Dios da de lo que El tiene. Por eso cuando la caridad es fuerte invade las potencias del alma, las recrea y las trans-forma, no se limita a un contacto afectivo sino que une absorbiendo y transformando.
El amor divino es creador, por eso puede re-crear una nueva creatura en Cristo. Poco a poco la va re-creando y transformando. Por eso afirma el mismo S. Juan de la Cruz: "...con tanta fuerza (el alma) está transformada en Dios, y tan altamente de El poseída,... está tan cerca de la bienaventuranza, que no la divide sino una leve tela..." (Ibíd., Canc. 1, 1).
La Llama de Amor Viva, que es el Espíritu Santo, recibe el pedido de romper la tela "de este dulce encuentro". El encuentro ya se preanuncia como beatificante: el encuentro definitivo del alma con su Creador y Padre.
Por obra del amor divino, que ha destruido la barrera y predispuesto todo a la unión, lo que separa al hombre de Dios ya no es un muro, ni menos el abismo que separa al pecador de Dios; aquel abismo que es la aversión a Dios. Esta última es la separación más dolorosa y radical. Une a la separación natural de la creatura como tal, la separación moral creada por el pecado.
Aquí la creatura está en gracia de Dios; el Espíritu Santo la ha guiado hasta la tierra perfecta de salvación; participa ya de los bienes divinos; la separa de la visión de la gloria algo que puede romperse muy fácilmente, que el Doctor Místico llama tela.
"Esta llama de amor es el espíritu de su Esposo, que es el Espíritu Santo, el cual siente ya el alma en sí" (S. Juan de la Cruz, Ibíd., Canc. 1, 3).
El Santo se refiere al Espíritu Santificador que comunica sus gracias y sus dones. La palabra Esposo significa la afabilidad en el amor de amistad, propio de la caridad. La caridad de Cristo viene para dar y transformar en el amor. No es una comunicación fría; viene a traer la bienaventuranza. La palabra Esposo viene tomada del Cantar de los Cantares y es habitual en la teología espiritual. Significa un amor cálido que considera a la esposa, el alma, como algo suyo. Por eso continúa: "al cual siente ya el alma en sí".
Con este lenguaje poético, el Santo Padre Juan de la Cruz se refiere a la misión santificadora del Espíritu Santo. Las expresiones Esposo del alma, Llama de Amor Viva, al invocar la herida de amor que causa en el alma: "que tiernamente hieres"; al pedirle que rompa la tela, y otras cosas, evidentemente se está refiriendo a la misión santificadora del "Huésped del alma".
Los místicos traducen aquella experiencia como fuego. El místico Doctor agrega en este estado excepcional: "...no sólo como fuego que la tiene consumada y transformada en suave amor, sino como fuego que, demás de eso, arde en ella y echa llama..." (Ibíd., Canc. 1, 3).
La diferencia entre el madero encendido y la llama recuerda al Santo la distinción entre el hábito y el acto: "...Los actos de esta alma son la llama que nace del fuego de amor, que tan vehemente sale cuanto es más intenso el fuego de la unión..." (Ibíd., Canc. 1, 4).
Este fuego divino ya cautivó la atención de los Santos Padres. San Cirilo de Jerusalén, en sus Catequesis, lo expone aunque sin concretar tanto: "Viene con entrañas de bienhechor; viene a salvar, a curar, a enseñar, corregir, fortalecer, aconsejar, iluminar la mente" (XVI, 16).
La obra del Espíritu Santo viene toda ordenada a la santificación de los fieles. San Juan de la Cruz contempla esa obra -la obra santificadora del Espíritu Santo- en su última etapa. Ya han pasado las noches del sentido y del espíritu; aquí no habla el santo de la purgación del sentido o del espíritu, sino que contempla la obra de Dios desde la ladera del amor.
Pensemos en todos los actos humanos de esta persona, todos inspirados y saturados del amor de Dios. Actos de prudencia, de justicia, fortaleza, templanza, humildad, paciencia, todos inspirados en el amor de Dios; vale decir, todos enderezados por la caridad al último fin sobrenatural; llenos del amor de Dios, poniendo de manifiesto el íntimo deseo de servir y agradar a Nuestro Señor. Aún la recreación de las almas unidas al Señor debe trasuntar la alegría, la paz, la sencillez de quienes pertenecen a la casa del Rey; la Llama se llama viva, no porque en algún tiempo no sea viva, sino porque hace vivir en Dios.
En la contemplación purgativa, la persona nada siente; aquí tenemos, por el contrario, que siente: "Y así, en esta llama siente el alma tan vivamente a Dios y le gusta con tanto sabor y suavidad, que dice:
¡Oh, llama de amor viva,
que tiernamente hieres!
Esto es, que con tu ardor tiernamente me tocas" (Llama, Canc. 1, 7).
Este lenguaje se explica por la misma naturaleza del amor de caridad, que busca la unión con Dios y, al crecer, se vuelve cada día más exigente y experimenta más vivamente la ausencia de Aquél con quien quiere unirse.
El Centro del Alma
Refiere el santo que la herida es en el más profundo centro del alma. Supone el alma purificada: "...cuanto hay más de pureza, tanto más abundantemente y frecuente y generalmente se comunica Dios" (Ibíd., Canc. 1, 9).
El Santo habla del centro del alma y del más profundo centro, lo cual da a entender que existen otros centros. Debemos preguntarnos a qué se refiere cuando habla de centros en el alma. Oigamos su explicación: "...el alma, en cuanto espíritu, no tiene alto ni bajo ni más profundo ni menos profundo en su ser, como tienen los cuerpos cuantitativos; ...en ella no hay partes, ...no puede estar en una parte más ilustrada que en otra..." (Ibídem, Canc. 1, 10).
Entonces, ¿a qué llamamos centro? Responde: "En las cosas a aquello llamaremos centro más profundo, que es a lo que más puede llegar su ser y virtud y la fuerza de su operación y movimiento..." (Ibíd., Canc. 1., 11).
Esta definición un poco difícil de interpretar se aclara con un ejemplo: La piedra tiene virtud y fuerza para ir a su centro más profundo, el centro de la tierra. Pero cuando está incrustada en tierra, o en alguna capa de la tierra, está en su centro o lugar de su actividad y movimiento, pero no en su centro más profundo.
Así el centro más profundo del alma es Dios; pero el alma no siempre llega a Dios sino que se encuentra detenida por las cosas: inclinaciones, apetitos, sentimientos, voliciones, etc.; dice el Santo Padre: "El centro del alma es Dios, al cual cuando ella hubiere llegado según toda la capacidad de su ser y según la fuerza de su operación e inclinación, habrá llegado al último y más profundo centro suyo en Dios, que será cuando con todas sus fuerzas entienda, ame y goce a Dios" (Ibíd., Canc. 1, 12).
"Es, pues, de notar que el amor es la inclinación del alma y la fuerza que tiene para ir a Dios porque mediante el amor se une al alma con Dios; y así, cuanto más grados de amor tuviere, tanto más profundamente entra en Dios y se concentra con El" (Ibíd., Canc. 1, 13).
Los centros de que hablamos son otros tantos grados de amor a Dios, siendo uno superior a otro. Esto no deja de recordarnos Las Moradas de la Madre Teresa de Jesús, que van escalonadas de afuera para adentro, hasta llegar a la séptima, la más interior donde habita el Rey.
Solamente en grados superiores de espiritualidad el Espíritu Santo se constituye en principio habitual de actividad.
Todos los cristianos sabemos que Dios es nuestro último fin; el amor a Dios sobre todas las cosas es el primer precepto. Quiere decir que todo nuestro obrar en el mundo debe tener a Dios, último fin, como supremo punto de referencia o centro.
Aunque no tengamos el alma purificada como lo quiere la Llama de Amor Viva, ni la caridad sea fuego en nuestra alma, Dios debe ser el primer principio de actividad y movimiento. Pero la fe y la caridad pueden aumentar; unidas a la esperanza pueden reconstruir otro centro de operaciones más atento, ferviente, en el servicio de Dios. Entonces tenemos otro centro más exigente que el anterior, mejor inspirado en la voluntad de Dios. Poco a poco nos vamos acercando a las exigencias más puras del amor de Dios, despojándonos de mil pequeñeces o grandezas inútiles que interceptan el camino.
Existe una ley de gravitación de los cuerpos y otra ley de gravitación de los espíritus. En los cuerpos es la propia inclinación, la ley de la gravedad; en los espíritus es la ley del amor.
En el pecado también tenemos "centros" que explicamos como centros de operaciones. A esos centros es fácil individualizarlos; se llaman soberbia de la vida, vanidad, avaricia, prodigalidad, ira, la búsqueda del menor esfuerzo.
San Juan de la Cruz se ha querido ocupar solamente del "más profundo centro"; allí donde habita y obra el Espíritu Santo.
Pues ya no eres esquiva
El Santo vuelve aquí al problema de la contemplación purgativa; aquí se la considera como algo pasado. La Llama de Amor Viva ha proseguido su obra; el beneficio de su lumbre y calor espera que se rompa la tela que separa para dar lugar al encuentro definitivo: "... ya no afliges, ni aprietas, ni fatigas como antes hacías" (Llama, Canc. 1, 18).
Refiérese a la etapa anterior, cuando va el alma entrando en contemplación; las gracias recibidas entonces eran gracias de padecer, de purgar por los pecados e imperfecciones; aridez, desamparo, todo lo que se puede imaginar y que el Santo incluye en la Noche Oscura. Aquello realmente "no le era tan amigable y suave como ahora lo es este estado de unión" (Ibíd.). Inmediatamente explica el cambio: "...es de saber que antes que este divino fuego de amor se introduzca y una en la substancia del alma por acabada y perfecta purgación y pureza, esta llama, que es el Espíritu Santo, está hiriendo en el alma, gastándole y consumiéndole las imperfecciones de los malos hábitos. Y ésta es la operación del Espíritu Santo, en la cual la dispone para la divina unión y transformación substancial en Dios por amor" (Ibíd., Canc. 1, 19).
Al hablar de fuego de amor hablamos de una caridad intensa que informa y mueve a todas las virtudes del hombre; que lleva la fe a inspirarse realmente en el Evangelio; el amor de Dios, movido por la gracia operante, tiene fuerzas para introducirse y destruir las imperfecciones de los hábitos y disponer a la divina unión. Esto lo hace el Espíritu Santo con el consentimiento del sujeto. Si el sujeto no quiere inspirarse "en el más profundo centro", no hay nada de particular.
"... el mismo fuego de amor que después se une con el alma glorificándola, es el que antes la embiste purgándola" (Ibíd.).
Todos los espirituales católicos encabezan el camino de perfección con la llamada vía purgativa. Es la etapa inicial de la lucha contra el pecado; lucha que debe llevarse a las raíces del pecado, o sea a los hábitos corruptos que inspiran a menudo nuestro modo de obrar.
La palabra esquiva significa algo áspero, desdeñoso, severo, huraño. Esta Llama, el Espíritu Santificador, es -dice el Santo- "muy esquiva", en aquella etapa de purgación. No es "clara, sino oscura; que si alguna luz le da, es para ver sólo y sentir sus miserias y defectos" (Ibíd.). "Ni le es suave, sino penosa..." No es "deleitable, sino seca". Tampoco "pacífica, sino consumidora y argüidora, haciéndola desfallecer y penar en el conocimiento propio" (Ibíd.).
La descripción prosigue en semejantes términos:
"...padece el alma acerca del entendimiento grandes tenieblas, acerca de la voluntad grandes sequedades y aprietos, y en la memoria grave noticia de sus miserias, por cuanto el ojo espiritual está muy claro en el conocimiento propio" (Ibíd., Canc. 1, 20).
La persona ve con más claridad sus propios defectos y miserias. Todo "lo que antes tenía asentado y encubierto" es como si saliera a la luz. "Así como la humedad que había en el madero no se conocía" hasta que el fuego lo hace sudar y humear" (Ibíd., Canc. 1, 22).
Fue menester la luz de Dios para que el hombre se reconociera a sí mismo tal cual es, en el estado actual de naturaleza caída. Este reconocimiento es la consecuencia que sacamos de la página de S. Juan de la Cruz que acabamos de resumir.
No se trata del hombre bueno del naturalismo ilustrado, ni de la massa pecatti del luteranismo. Es el hombre tal cual es, con sus posibilidades reales de bien, sus actos buenos y laudables, pero en una naturaleza herida por el pecado de origen y la influencia de malsanas disposiciones habituales, o vicios.
Pero viene la gracia de Dios, los dones del Espíritu Santo, sobre todo el don de ciencia, que nos proporciona otro criterio para juzgar las cosas humanas. De donde el don de ciencia es un conocimiento "sobre las cosas humanas o creadas" (Sto. Tomás, Suma Teológica, II. II, q. 9, a. 2). Por otra parte no es solamente especulativo, sino que es práctico: "nos dirige en el obrar" (Ibíd., a. 3).
De allí sacamos que el nuevo conocimiento de lo que somos proviene del don de ciencia. El nuevo conocimiento que pone de relieve nuestros defectos, imperfecciones, etc., pertenece de lleno a las gracias de Redención que llegan al hombre para purgarlo y santificarlo.
La falsa imagen del hombre bueno del naturalismo cae en la nueva perspectiva de la fe viva, abierta por los dones. Aparece el hombre deudor de la penitencia. La gracia del dolor de los pecados urge en la conciencia; tenemos la persona en el camino de Dios. El Santo explica el encuentro de la naturaleza viciada y aquella luz de gracia: "Porque, como esta llama es de extremada luz, embistiendo ella en el alma, su luz luce en las tinieblas del alma, que también son extremadas, y el alma entonces siente sus tinieblas naturales y viciosas..." (Ibíd. Canc. 1, 22).
La purga es para limpiar y hacer desaparecer los males. Si la moción del Espíritu Santificador es purgativa, no es para agradar, sino que es agria y penitencial.
"Esta purgación -agrega- en pocas almas acaece tan fuerte. Sólo en aquellas que el Señor quiere levantarlas a más alto grado de unión..." (Ibíd., Canc. 1, 24).
En la unión transformativa, aquello ya pasó. Por eso agrega: "ya no eres esquiva".
Rompe la tela de este dulce encuentro
El último verso de la primera canción termina con esta osadía que solamente puede inspirar la santidad. Solamente cuando la unión con Dios se ve inminente, al llegar a su término definitivo, es posible la audacia de pedir que se rompa el impedimento último para llegar a la gloria.
Todos los cristianos estamos dispuestos a partir el día que Dios nos llame, pero ninguno -creo- quiere anticiparlo.
"Las telas que pueden impedir esta junta y que se han de romper para que se haga y posea perfectamente el alma a Dios, podemos decir que son tres, conviene a saber: temporal, en que se comprehenden todas las criaturas; natural, en que se comprehenden las operaciones e inclinaciones puramente naturales; la tercera y sensitiva, en que sólo se comprehende la unión del alma con el cuerpo..." (Ibíd., Canc. 1, 29).
Es Esta la última tela que se debe romper; las anteriores ya se suponen rotas. Todas las cosas del mundo se suponen negadas y renunciadas; los apetitos y afectos naturales mortificados; "las operaciones del alma de naturales ya hechas divinas" (Ibíd.). Todo esto ha sido lo previo antes de llegar a este estado. Ahora aquello pasó; la llama provoca ahora el gozo del espíritu, por eso se anticipa a un dulce encuentro.
La muerte de estas personas es semejante a la de las demás, "pero en la causa y en el modo hay mucha diferencia". Mueren por un ímpetu de amor más poderoso, "pues pudo romper la tela y llevarse la joya del alma" (Ibíd., Canc. 1, 30).
Podemos tomar como ejemplo lo que sería la muerte de la Santísima Virgen, si es que puede llamarse así, lo que sería el éxtasis postrero de amor, de aquella alma encendida en el amor de su Hijo, con el que esperaba reunirse en el cielo.
El nombre de tela obedece a tres causas: "la primera, por la trabazón que hay entre el espíritu y la carne; la segunda, porque divide entre Dios y el alma; la tercera, porque (aquella) trabazón (está) muy... adelgazada, ... no se deja de traslucir la Divinidad..." (Ibíd., Canc. 1, 32).
La tela debe romperse, no cortarse, porque el amor es impetuoso y no espera (Ibíd., Canc. 1, 33-35).