Los riesgos de la “cultura computacional

 

Antonio Caponnetto

 

    No será necesario que aclaremos lo obvio; esto es, que no está en discusión ni la licitud ni la oportunidad del uso de los adelantos técnicos; y que por lo tanto, nadie duda en calificar de asombrosos los beneficios múltiples que ellos nos prestan en el orden de la civilización. Tampoco será necesario justificar la irrupción de la tecnología en el ámbito de la educación, así como los enormes auxilios que sabe prestar. La informática, por ejemplo, se ha instalado hoy por derecho propio, en el campo de la ciencia y de la cultura, resolviendo no pocos problemas y facilitando respuestas. Al fin, seguirá siendo innecesario que recordemos que el artefacto o la herramienta son en principio neutros, y que todo dependerá del uso y del fin que el hombre aplique sobre ellos. Mas estas obviedades -cuya negación nos haría pasibles del castigo que reclama Aristóteles en su Tratado de la Argumentación- nos obligan recíprocamente a señalar lo que cada vez resulta menos obvio y pocos desean ver: que la llamada cultura computacional acarrea una serie de graves amenazas y de peligrosas confusiones, particularmente nocivas en materia educacional. Enunciémoslas sin pretensiones de exhaustividad.

1.- La tecnolatría; esto es el desorden en la valoración de los artefactos, y una cierta veneración incondicional -no exenta de utopismo- hacia sus capacidades o posibilidades. El objeto fabricado pasa a ser más importante que el ser creado y muchas veces inspira mayor confianza la máquina que el hombre. Carlos Conrado Helbling -por poner un ejemplo reciente- se alegra de la llegada de la “ciberocracia”, de la que hablaba David Ronfeldt hacia 1992, porque entre otras cosas permitirá, como ya ocurre en los Estados Unidos, “insertar la cultura virtual en la vida diaria” (1); y Winthrop Carty, de Laspau-Harvard, adhiere entusiasta a la educación mediante internet, que reemplazará la presencia vertical del maestro tradicional por un trabajo a la distancia con equipos de redes (2). Percival Denham y Antonio Battro, por su parte, proponen “una docencia digital”, en la que el profesor no necesitará el contacto personal, pudiendo “evaluar y examinar a cada uno de sus alumnos en forma remota” (3). Mas son sólo un par de casos recientes, como decíamos; y que han tenido alguna resonancia periodística. En rigor, para encontrarnos con este desorden tecnolátrico aplicado a la educación, podríamos remontarnos a los escritos de Gozzer durante los ’60 y los ’70, a la “pedagogía cibernética” de Von Cube en los ’80 o a los trabajos de Seymour Papert en los ’90, difundidos alegremente entre nosotros por Reggini, Fernández Long o el precitado Battro (4). Bajo el amparo de esta desacertada ideología tecnolátrica, un experto en tecnología educativa de la OEA, auguraba el reemplazo liso y llano del maestro por el computador, que sabe actuar “como un tutor, un consejero, y un orientador vocacional”; que “es paciente, consistente, posee una excelente memoria y está siempre listo” (5). ¿Cuál es entonces el núcleo negativo y riesgoso de semejante toma de posición? Se trata por lo pronto del viejo error del determinismo filosófico con su concepción mecanicista del hombre y positivista del conocimiento. Y tan explicitado a veces, que sus propulsores no vacilan en reemplazar la palabra pedagogía -de nobles connotaciones clásicas- por otras como “tecnemática” o “paidotecnia”, más afines al dominio de la praxis, del cálculo y del instrumento en que están empeñados. La técnica pues se desorbita y se insubordina, e importa más la póiesis que la praxis, más lo que el hombre hace que el hombre que hace. Desvinculado el armonioso y necesario aferramiento del hacer al obrar, y del obrar al contemplar -meta final de toda verdadera educación- se cae fácilmente en aquello que Thibon llamara “la dictadura de los artefactos”; propio de un hombre programado, considerado funcionalmente en vistas de una inteligencia artificial para una realidad virtual. No podía concebirse mayor adulteración del Orden Natural, ni mayor inversión de valores. Ni por ende mayores y más graves acechanzas contra el acto educativo. La automatización es considerada “una bendición” (6); el “cerebro binario: síntesis de la inteligencia humana y mecánica” (7), asoma como paradigma de la nueva neurología; el “robot con sentido común” (8) se perfila como norte de los más altos logros; e individuos que puedan “inventar por sí mismos... todos los mundos intermedios que deseen” (9), son los resultados pedagógicos deseados. Para ello, es claro, el hombre dejará de ser persona libre y creatura hecha a imago et simillitudo Dei, para convertirse en un producto “del mismo modo que las constantes físicas acerca de la conductibilidad térmica, peso específico, etc, que caracterizan a la materia... Si el hombre es libre, una tecnología de la conducta es imposible... El hombre interior libre... no es más que un sustituto precientífico para los tipos de causas que se descubren en el curso de un análisis científico” (10). Casi hemos de agradecerle al abanico de tecnólatras precisados, la insolente claridad con la que han expuesto sus fundamentos y sus objetivos. La misma nos exime de mayores comentarios, mas nos obliga a redoblar la vigilancia y a conservar el equilibrio. De lo contrario sobrevendrá aquella feroz “hora veinticinco”, de la que hablaba Virgil Gheorghiu en su novela homónima; hora sin tiempo y sin eternidad, en la que los hombres “se asemejen a las máquinas hasta identificarse con ellas”. Pero entonces “no habrá más hombres sobre la tierra” (11).

2.- La globalización; esto es, la supresión o la indistinción de los principios fundantes y distintivos de las identidades nacionales -sean de orden religioso, histórico o cultural- en aras de un mundialismo sin fronteras, afianzado y conseguido merced al enorme despliegue tecnológico. La educación necesaria en tales perspectivas, será convenientemente apátrida, y preferentemente neutra y relativista en materia moral, espiritual y teológica. Y el instrumento apto para la obtención de estos frutos, la tecnología de avanzada. La globalización en suma, reclama la tecnocracia y la tecnolatría; y estas últimas se nutren de la primera, como en una enfermiza relación de células descompuestas. Si se frecuenta también en este punto a los ideólogos del Nuevo Orden Mundial, no queda lugar para las dudas. En la Aldea Global de Marshall Mc Luhan, en “el mundo rehumanizado” de Oliveira Lima, en “el fin de la historia” de Fukuyama, en la “era tecnotrónica” de Brzezinski, en la “tercera ola” de Toffier, en el “one world” de Guy Sorman, en “la reconfiguración del orden mundial” de Samuel Huntington, o en los programas del Club de Roma, de la Trilateral Comission, o de la Unesco (12), el centro de todas las coincidencias es siempre el mismo. La nueva educación debe forjar hombres sin filiaciones carnales, históricas ni divinas. Hombres en quienes el hogar pueda ser reemplazado por la red, la nación por la humanidad y Dios por “el pragmatismo del creyente”, como dice Morris West en El ojo del Samurai. Mas estos hombres homogeneizados y desarraigados no se consiguen sin el apoyo incondicional de la tecnología, y lo que es más claro, sin que se sometan dócilmente a su universal imperio. Así formados, “ya no existirán las fronteras... y hablar de la Argentina será hablar simplemente de lo que ocurrirá en esta superficie física”. Y como han comprobado “que Dios está dentro de cada uno”, no necesitan “de cultos, ni de instituciones religiosas ni de fe” (13). Desde niños estarán desapegados de sus padres, asistiendo a partir de los siete años a “centros tecnológicos” donde entran en contacto “con la cultura digital de alta tecnología... Se pasan gran parte del tiempo frente a las pantallas, desarrollando un nuevo lenguaje global basado no en palabras sino en programas multimediáticos. Piensan y hablan no en un idioma, sino en términos de la red electrónica global” (14). Por lo tanto, y a partir de ahora, “educar no es reproducir un modelo; es hacer un nuevo hombre en la progresión genética de su destino evolutivo” (15).

Así las cosas, el hombre nuevo de la globalización -tecnolatría y tecnocracia mediantes- no tiene Dios, ni patria ni hogar. Su horizonte es ese “campo rodeado de alambradas de púas”, que describe Gheorghiu; en el que se mata al hombre que continúa siendo hombre, para anunciar a continuación, como si nada, que “continúa el buen tiempo” (16). Difícil concebir mayor amenaza y peor peligro.

3.- El reemplazo del hábito metafísico por el hábito audiovisual y matemático; y el de la realidad real por la realidad virtual. Ya en 1936, concretamente el 29 de junio, cuando se estaba muy lejos de los actuales abusos y desórdenes en materia tecnolátrica, el Papa Pio XI promulgaba una carta encíclica Sobre el Cinematógrafo, de la cual, la gran mayoría de los fieles sólo acentuaba las prescripciones de orden ético; en buena hora por cierto. Sin embargo, iba más lejos Pio XI. Y con espíritu verdaderamente alerta, advirtió sobre el gravísimo daño que significaría para el alma humana su invasión “mediante imágenes que se ofrecen a los sentidos sin ningún esfuerzo”, enrareciendo “la abstracción y el raciocinio”, u obstaculizándolos para su libre ejercicio. El problema de fondo entonces sigue siendo moral, pero no tanto por tal o cual argumento fílmico, o por este u otro guión o personaje; sino porque ese alud de imágenes y de sonidos engendra en el hombre un hábito gnoseológico que le impide superar el ámbito de los sentidos internos y a veces, ni siquiera el de los sentidos externos. Y librado a una gnoseología sensual no ordenada por la templanza, se convierte fácilmente en intemperado. El embotamiento sensista le impide ver la realidad tal cual es, siendo presa fácil del fenomenologismo. Sabe cosas, pero cosas que no son, diría Castellani. Todo hábito, enseña Santo Tomás, es una repetición de actos. No sólo mecánica (hábito motor), sino intelectual y moral (habitus propiamente dicho). Si tales actos son honestos tendremos una virtud; de lo contrario un vicio. Pero en uno u otro caso, habitus est altera secunda natura, en cuanto que determina y encauza a la naturaleza.

Formar hábitos de conocimiento y aún de conducta a partir de la hipertrofia de las imágenes, y con el agravante de que las mismas no siempre son mensajeras del pulchrum, es cometer un daño irreparable en la naturaleza humana. Tal lo que venia a entrever Pio XI, hace ya seis largas décadas. Y lo que denunciaban espíritus lúcidos, como Romano Guardini, cuando en medio del auge de la industria cinematográfica naciente, protestaba contra la “lógica” del celuloide, en la que no hay “realidad genuina”, sino “una realidad sin verdad” (17). 0 Gabriel Marcel cuando profetizaba “el conflicto entre el hombre real y el hombre papel” (18). Desde entonces hasta la fecha, demasiada agua ha corrido bajo los proverbiales puentes. La imagen ya no se ciñe hoy al ámbito cinematográfico. Ha tomado cuerpo con la televisión, con las computadoras, con internet, con la publicidad permanente. Se ha multiplicado y se ha potenciado ad infinitum, haciendo pie incluso, y de un modo deliberado, en la vida subliminal de los hombres y de las sociedades. Todo lo ocupa, todo lo penetra, todo lo asume. Y a fuerza de hacerse habitual, se ha constituido en secunda natura. Los resultados están a la vista, y de un modo alarmante y patético entre aquellos jóvenes que no han conocido la transición, sino que se han criado bajo la hegemonía de la imagen. Han hipertrofiado tanto la audiovisualidad vertiginosa y llena de estrépitos, que han atrofiado la capacidad del intus legere y del abstraere; la del silencio y la de la palabra. Se han saturado tanto de fenómenos, de información y de tabulaciones, que ya no parece quedar sitio para la contemplación de las esencias. Y una nueva “realidad” -prohijada en laboratorios cibernéticos- acaba supliéndoles la misma vida, como ocurre en The Truman Show, la reciente y polémica película. Es lo que ha salido a decir Giovanni Sartori en su libro Homo videns. “El vídeo está transformando al homo sapiens en un homo videns, para el cual la palabra está destronada por la imagen. Todo acaba siendo visualizado... El acto de telever está cambiando la naturaleza del hombre” (19). Esta primacía de la imagen -prosigue Sartori- “de la preponderancia de lo visible sobre lo inteligible... nos lleva a un ver sin entender”, con el serio detrimento de nuestra condición de animal loquax, a la que aludía Cassirer. “El nuevo soberano es ahora el ordenador. Porque el ordenador (y con él la digitalización de todos los medios) no sólo unifica la palabra, el sonido y las imágenes, sino que además introduce en las ‘visibles’ realidades simuladas, realidades virtuales... La llamada realidad virtual es una irrealidad que se ha creado con la imagen y que es realidad sólo en la pantalla. Lo virtual, las simulaciones, amplían desmesuradamente las posibilidades de lo real; pero no son realidades” (20). Esa queja cada vez más generalizada entre los educadores, sobre la indiferencia o el desdén del alumnado ante ciertos saberes, suele tener una causa más profunda y más penosa que la que habitualmente se reconoce. No se trata de una simple rebeldía o de una desproporción entre los intereses de los docentes y los discentes; sino de un daño infligido a la naturaleza misma de estos últimos, como consecuencia del despotismo tecnolátrico. Estas técnicas fuera de quicio -insiste Sartori- actúan como “una paideia, (como) un instrumento antropogenético, un medium que genera un nuevo ánthropos, un nuevo tipo de ser humano” (21). Parecería que lo que se quiere es conseguir ciudadanos “digigeneracionales” para “un mundo digital”; que crean como en un nuevo y adulterado dogma que al principio fue la imagen, y que ellas pueden ser manipuladas en un perpetuo “morphing” sin límites morales ni reproches espirituales (22). No están para nada lejos las visiones decadentistas de cierta literatura de anticipación, al estilo de las de Huxley u Orwell. Casi podría repetirse aquel lugar común de que la realidad ha superado a la ficción.

4.- El utilitarismo integral; es decir la convicción totalizante y omniabarcadora, de que los saberes de uso son más importantes que los saberes gratuitos o inútiles; que “con las computadoras es posible manipular conceptos, procedimientos e ideas”, “sin imposiciones externas ni verdades absolutas”, “fabricando e inventando significados propios”, ya que la información es poder y el fin del conocimiento, al mejor estilo baconiano, no sería otro más que el dominio. Tales las tesis, entre otros, del conocido ensayo Alas para la mente de Horacio Reggini, uno de los voceros y portaestandartes de la tecnolatría pedagógica en nuestro país. Con precaución atendible ante tan craso utilitarismo, escribía Julián Marías a mediados de los años ochenta, que el incremento de la electrónica hacía impostergable una técnica más: “la de su uso”, pues “si se la maneja con imprudencia, más aún, si se la usa como instrumento de manipulación y de dominación, puede producir daños de incalculable gravedad” (23). Entre esos daños menciona Marías la automatización del saber, la tendencia a la cuantificación, la propensión a simplificar las cosas, tabulándolas en cómodas taxonomías, y la reducción de la realidad científica a los modelos de las ciencias empíricas. Un cierto cartesianismo y positivismo remozado, sostenido en la sustantivación del instrumento, equivalente a una claudicación de la vida contemplativa.

Tan grandes problemas no podían sino dejar sentir sus efectos en el orden psicológico y espiritual, y el escritor español se aboca a analizarlos. Por ejemplo, la adjudicación de la omnisciencia al computador, la disminución de la conciencia crítica, el ludismo exacerbado con su corolario de infantilización y de primitivización de la vida intelectual, la fenomenologización de lo real a expensas de la comprensión de lo mistérico, la adscripción de un número a cada persona y su traslado a una máquina, la invasión de la vida privada, el predominio de lo público sobre la intimidad, e incluso el cercenamiento de la libertad, mediante la instauración de un “big brother” que haría las veces de “ojo de Dios” (24). No es Marías el primero que llama la atención sobre estas cuestiones. Y aunque despareja y de irregular valor, más bien es amplia la bibliografía pertinente. Entre los extranjeros, cabe citar a Hugues Keraly, Rafael Gómez Pérez, Juan Carlos García de Polavieja y Jerry Mander (25); y entre nosotros, a María Esther Perea de Martínez, a Tatiana Merlo Flores de Ezcurra, y sobre todo a Federico Mihura Seeber, cuyo ensayo sobre Cultura computacional y pensamiento realista (26) es de una claridad y profundidad admirables. El precitado Mander -por mencionar al más representativo de los aludidos en primer término- protesta contra el poder “mediatizador de la experiencia” que ejerce la pantalla sobre el espíritu humano. “Desconectados -dice- no podemos distinguir el arriba del abajo ni la verdad de la ficción. Esas condiciones son apropiadas para la implantación de realidades arbitrarias”. Pero además, o por lo mismo, esa experiencia mediatizada es colonizada, “por un puñado de fuerzas empresariales o estatales”, verdadera “conspiración de factores económicos y tecnológicos”; y terminamos convirtiéndonos “en nuestras propias imágenes”. El utilitarismo que reduce todo al uso, acaba usando al hombre. Y el hombre sucumbe. Abatido en parte por la esquizofrenia de no poder distinguir con claridad entre las imágenes reales, virtuales y las suyas propias, como sucedía en la película Desde el Jardín; y en parte por la hipnosis de los bienes útiles que lo insta a funcionalizarse cada vez más. Thibon, decíamos, llamaba a esto “la dictadura de los artefactos”, y le agregaba una amenaza más tratándose de la pantalla tradicional o la del personal computer: la pérdida gradual de la noción evangélica de projimidad -mi prójimo es el más cercano a mi- para reemplazarla por una projimidad por control remoto, a la distancia y televisada. Es el fenómeno del “chateo”, tan frecuente entre los adictos a internet. Pueden no saber lo que está sucediendo en el cuarto de al lado de su propia casa, pero tienen “amistades” en el ciberespacio. Viven ajenos a las situaciones de la cuadra en la que habitan, mas no se pierden detalle de lo que acontece en la red. La instantaneidad y la universalidad informativa modifican la conducta del hombre respecto de sus relaciones directas y naturales. No es casual que el nombre predominante para designarlo hoy sea el de usuario o cliente. Dos vocablos que aluden claramente al predominio de la mentalidad utilitarista y pragmática. Estamos pues ante un conflicto de serias y múltiples resonancias (27), cuya resolución debe importar a la pedagogía. Pero en la medida en que, como vimos, afecta a la antropología, a la gnoseología y a la metafísica, y tiende a constituirse en un nuevo y falaz mesianismo, debe comprometer la acción pastoral de la misma Iglesia. Pues no se trata de prohibir por decreto el uso de las computadoras ni de anatematizarlas, sino de orientar a los hombres para su recto uso. Esto se ha dicho muchísimas veces, pero no se ha avanzado del ámbito retórico. Y los plazos se angostan; y las respuestas urgen. Así como están las cosas, la cultura computacional precipita al hombre por los abismos del inmanentismo y del materialismo; lo pone en ocasión de adulterar su misma naturaleza, y con ello en el riesgo de jugar con su propio destino trascendente. No han sido vanas las palabras de Leopoldo Marechal:

 “El ingeniero de Robot se dijo:

 ‘Hagamos a Robot a nuestra imagen

 y a nuestra semejanza’.

 Y compuso a Robot cierta noche de hierro,

 bajo el signo del hierro y en usinas más tristes

 que un parto mineral.

 Sobre sus pies de alambre la Electrónica,

 ciñendo los laureles robados a una musa,

 lo amamantó en sus pechos agrios de logaritmos...

Robot es un imbécil atorado de fichas,

 hijo de un padre zurdo y una madre sin rosas

............................................

 A Robot entregaron mi puericia,

 y en esa hora sollozó un arcángel

 y se rió un demonio.

 ............................................

En la Edad de Robot ya no importan los nombres

 y una ruta es asfalto que se piensa en quilómetros” (28)

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NOTAS

(1) Carlos Conrado Helbling, Se instala la sociedad virtual, en La Nación, Buenos Aires, 16 de noviembre de 1998, p. 19.
(2) Cfr. Gabriela Litre, La educación a distancia elimina fronteras, en La Nación, Buenos Aires, 16 de noviembre de 1998, p. 11.
(3) Antonio Battro y Percival Denham, El nuevo arte de enseñar, en La Nación, Buenos Aires, 17 de junio de 1998, p. 17.
(4) Me he ocupado oportunamente de un análisis crítico de estas u otras posturas afines. Cfr. Antonio Caponnetto, Educación y Determinismo, en Gladius, n. 2, Buenos Aires, 1985, pp. 41-68.

(5) A. Garzón, Tecnología educativa y diseño instruccional, Buenos Aires, Universidad de Belgrano, 1979, pp. 32, 34 y 39.
(6) Alwin Walther, Las computadoras modernas, modelo y núcleo de una fábrica completamente automatizada, en Fritz Erler y otros, La revolución de los robots, Buenos Aires, Eudeba, 1961, pp.7-54.
(7) David Ritchie, El cerebro binario, Buenos Aires, Sudamericana-Planeta, 1985.
(8) Marvin Minsky, Laboratorio de inteligencia artificial, en National Geographic Magazine, v. 162, n. 4, Londres, 1982.
(9) Seymour Papert, Desafío a la mente. Computadoras y educación, Buenos Aires, Galápago, 1984, p. 146.

(10) Burrhus F. Skinner, Ciencia y conducta humana, Barcelona, Fontanella, 1974, pp. 224-225 y 469, y Walder Dos, Barcelona, Fontanella, 1968, p. 307.
(11) Virgil Gheorghiu, La hora veinticinco, Buenos Aires, Emecé, 1950, p. 407.

(12) He analizado estas posiciones en mi trabajo La destrucción de las patrias cristianas por el Nuevo Orden Mundial, en Antonio Caponnetto, Nueva Era de Acuario y Nuevo Orden Mundial, Buenos Aires, Scholastica, 1995, pp. 21-44.
(13) Francisco Chechi, Ovnis, Plan Cósmico y Evacuación en Argentina, Buenos Aires, Grupo Alfa, 1991, pp. 53 y ss, 57 y 87.
(14) Cfr. Luis Arribas, Al borde de una nueva generación, en Más allá de la ciencia, n. 8, Monográfico, Madrid, J.C. ediciones, 1994, pp. 24-29, Timothy Leary, La estirpe de la nueva era, en ibidem, pp. 94-97.
(15) Gustavo Cirigliano, Prólogo a L. De Oliveira Lima, Mutaciones en educación según Mc Luhan, Buenos Aires, Humanitas, 1976, p. 7.

(16) Virgil Gheorghiu, One World, en su La segunda oportunidad (capítulo in fine), Buenos Aires, Emecé, 1953.

(17) Romano Guardini, Consideraciones sobre el problema del cinematógrafo, en Diálogo, n. 2, Buenos Aires, 1954, pp. 85-101.
(18) Gabriel Marcel, Prefacio a Virgil Gheorghiu, La hora... ob.cit., p. 16.

(19) Giovanni Sartori, Homo Videns, La sociedad teledirigida, Madrid, Taurus, 1998, p. 11.
(20) Ibidem, pp. 30-32.
(21) Ibidem, p. 36.
(22) La expresión “digigeneracionales” pertenece a Luis Rossetto, quien la utiliza con sentido positivo (cfr, Mario Calvo-Platero y Mauro Calamandrei, Il modello americano: egemonia e consenso nell’era della globalizzazione, Milán, Garzanti, 1996); “el mundo digital” alude al título homónimo del libro de Nicholas Negroponte, Being Digital, New York, Knopf, 1995. En cuanto a la supresión de los límites éticos, un sondeo reciente publicado por Ambito Financiero (Buenos Aires, 10 de noviembre de 1998, p. 16), indica que entre las veinte palabras más buscadas mensualmente por Internet, aparecen en los primeros lugares: sexo, pornografía, “play-boy”, nudismo, “penthouse”, Pamela Anderson, “gatitas” y otras de similar orientación.
(23) Julián Marías, Cara y Cruz de la electrónica, Madrid, Espasa Calpe, 1985, pp. 55-56. Sobre las consecuencias del divorcio entre la técnica y la prudencia, véase Carlos I. Massini, La revolución tecnocrática, Mendoza, Idearium, 1980.

(24) Vale la pena seguir estas reflexiones de Julián Marías en la obra precitada. E incluso ampliarlas con la lectura de su ensayo La técnica: ¿humanización o deshumanización? (cfr su La justicia social y otras justicias, Madrid, Espasa Calpe, 1979, pp. 201-217). No siempre coincidimos con sus argumentos sobre estos temas, pero resultan siempre suscitadores y motivantes, y en general temiblemente veraces.
(25) Hugues Keraly, Los media, religión dominante, México, Tradición, 1978; Rafael Gómez Pérez, Los nuevos dioses, Madrid, Rialp, 1986; Juan Carlos García de Polavieja Piñerúa, ¿La televisión manipulada?, Madrid, Fuerza Nueva, 1980 y Jerry Mander, Cuatro buenas razones para eliminar la televisión, Barcelona, Gedisa, 1981.
(26) María Esther Perea de Martínez, El poder oculto. Sociedad y medios de comunicación, Buenos Aires, Gladius, 1995; Tatiana Merlo Flores de Ezcurra, Ana María Rey, La televisión ¿forma o deforma?, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1983; Federico Mihura Seeber, Cultura computacional y pensamiento realista, en Gladius, n. 9, Buenos Aires, 1987, pp. 41-59.

(27) Obviamos aquí el aspecto puramente fisiológico de las amenazas computacionales. Recordemos nada más, que abundan los informes médicos y científicos sobre los daños y las perturbaciones psicosomáticas que acarrea el uso prolongado y continuo de las computadoras. Por ejemplo, los dictámenes de Takeo Takahashi, director del Departamento Psiquiátrico del Hospital Municipal de Tokio, los del Dr. Osvaldo Panza Doliani, neurobiólogo residente en la Argentina y los del equipo del Hospital Sendai, también en Japón, sobre la “epilepsia fotosensible” provocada por los aparatos electrónicos. El ya citado libro de Jerry Mander se demora en este tipo de diagnósticos.
(28) Leopoldo Marechal, El poema del Robot, en su Obras Completas, v. 1, Buenos Aires, Perfil, 1998, pp. 405-418.