Los Sagrados Ministros en la obra

 

El Diálogo de Santa Catalina de Siena

 

 R. P. Dr. Fray Diego José Correa, O.P.

 

 

 1. Santa Catalina de Siena 

 

Nació en Siena en 1347 y murió en Roma en 1380. Fue canonizada por Pío II en 1461 y proclamada Doctora de la Iglesia, junto con Santa Teresa de Ávila, el 4 de octubre de 1970 por Paulo VI.

Es una de las mujeres de vida más intensa que ha existido, ha trabajado incansablemente por la paz en su tiempo y por la unidad de la Iglesia y la vuelta del papa de Avignon a Roma, por lo cual se la llama apóstol de la unidad del papado y de la Iglesia. Tanta actividad social y política, no impidió su rigurosa ascesis y sus éxtasis y fenómenos místicos casi cotidianos.

Fue seglar de la Orden Dominicana desde 1463 cuando ingresó en las Hermanas de Penitencia de la Tercera Orden de Santo Domingo. Muchos la confunden con una monja de clausura, las de vida activa o apostólicas no existían todavía en su tiempo. Pero aunque ella es promotora de monasterios de vida contemplativa, y muy apreciadora de tal género de vida, nunca fue monja, sino laica y siempre vivió en su propia casa, y no tuvo otro superior que el Maestro de la Orden de Predicadores, a quien había hecho voto de obediencia, y los directores espirituales.

Se proponía pacificar las ciudades italianas enemistadas, la vuelta del sumo pontífice a su sede de Roma y promover una cruzada contra los musulmanes, que tanto asechaban contra la cristiandad medieval. Por estos objetivos trabajó, rezó, viajó, escribió, entrevistó personalidades de su tiempo, predicó infatigablemente. Sólo consiguió los dos primeros objetivos, pero no organizar una cruzada contra los enemigos de la fe cristiana.

Catalina es una mujer de fuego: “il mio cuore é fuoco”, decía. Su libertad es absoluta, su sentido de la humildad único, su valor y coraje no tienen límites. Antes los biógrafos la describían como “un espíritu varonil” por esta singular valentía y su espíritu de emprendimiento, pero no obstante es muy femenina: le encantan las flores y los prados, es siempre una poetiza, y su corazón de madre está lleno de compasión y ternura sobre todo para los miserables y los grandes pecadores. Aguda, inteligente, sutil, apasionada. Su voluntad es de hierro cuando entiende que algo así lo quiere Dios.

Lo más característico de Catalina es su apasionado amor a Jesús, desde los cinco años, cuando ya comienzan las primeras manifestaciones místicas. El trato con Jesús es del todo familiar, extasiado en amor y siempre polémico, arrancándole gracias y dones para los pecadores, luchando hasta el último extremo por salvar un alma de la condenación, que como comenta su biógrafo y director espiritual el beato Raimundo de Capua, OP., ¿quién inspiraba ese ardiente amor a la salvación de las almas sino el mismo Cristo que quería salvarlas?

Catalina de Siena sufrió los exámenes de espíritu de parte del Capítulo General de los dominicos en Florencia (1374), luego de la Curia del papa Gregorio IX en Avignon; y, finalmente del franciscano Maestro Lazarini, y en todos salió ampliamente aprobada y confirmada en su doctrina como en su labor apostólica, tanto que el papa le concedió que de ahí en adelante la acompañaran tres confesores con facultades de absolver aún de los pecados reservados, para poder atender a todos los que se convertían cuando Catalina predicaba con su ardiente entusiasmo.

Catalina apenas si aprendió a leer ya de grande, nunca escribió, y sus obras son dictadas.

Los escritos de Catalina son 380 cartas, 26 oraciones y los Cuatro Tratados de la Divina Doctrina, conocida comúnmente como el Diálogo, compuesto entre 1376 y 1378. A través de sus obras Catalina nos transmite la sabiduría de su experiencia religiosa y mística, llegando a ser una de las grandes maestras de vida espiritual y merecedora del honroso título de “doctora de la Iglesia”. En la bula de su canonización ya Pío II había afirmado que “su doctrina fue infusa, no adquirida. Ella apareció como un maestro, sin haber sido discípulo”.

Lo que los autores normalmente más han alabado de la obra de Catalina es la solidez de su doctrina, su claridad y la conexión de ideas, así como su espontaneidad y facilidad para tratar los más diversos temas teológicos.

 

 

 2. La Obra “El Diálogo” 

 

No se presenta como una autobiografía espiritual, pero en realidad sí lo es, ya que nos transmite la experiencia religiosa, espiritual y mística, sus más intensos y vivos deseos, sus relaciones con Dios y su prójimo, con el mundo de su tiempo, es lo que ella ha meditado, anhelado y escrito tantas veces en sus cartas. La correspondencia entre sus tres obras (Cartas, Oraciones y Diálogo) es perfecta. Los temas dominantes de sus obras en general como del Diálogo en particular, son la divina misericordia, el amor o la caridad, la verdad, Cristo Redentor, la oración, el amor a la Iglesia y la necesidad de su reforma, el cuerpo místico de la Iglesia, o sea la jerarquía, según la concepción cateriniana, etc.

Según el unánime testimonio de sus discípulos la obra El Diálogo fue dictada por Catalina estando en éxtasis. De acuerdo a lo que narra el beato Raimundo de Capua, su confesor y director espiritual, luego Maestro de la Orden de Predicadores, Catalina había advertido a tres de sus discípulos (1) que en cuanto la viesen en éxtasis se dispusiesen a escribir lo que ella les habría dictado. En la carta 272 del año 1377 dirigida a Raimundo de Capua, Catalina narra la visión que tuvo y las cuatro preguntas que ella le hizo a la Verdad eterna. Otro de sus discípulos (2) atestigua: “otra cosa admirable hizo la sierva de Cristo: un libro, el cual es de un volumen como de un misal, y esto lo hizo todo estando ella en abstracción, perdidos todos los sentidos salvo la lengua para poder hablar. Dios hablaba en ella y ella respondía y preguntaba, y ella misma recitaba las palabras de Dios Padre dichas a ella y sus propias palabras, que ella decía y preguntaba a Él, y todas estas palabras, las decía en vulgar”. Del mismo modo testimonian otros de sus discípulos, por ejemplo Fray Tomaso de Siena, Bartolomeo Dominici, etc.

La santa dividió su obra en cuatro peticiones de las cuales habla en la Carta 272, la división en 167 capítulos es obra de sus discípulos, particularmente del Maestro Bartolomeo Dominici, dominico, y de Giovanni Tantucci, agustino.

La crítica moderna, basada en el examen de los manuscritos, asegura que la obra de los discípulos no fue otra que la de agregar estas subdivisiones y que no hizo ninguna corrección doctrinal al texto cateriniano. Por lo cual, se puede afirmar hoy que el Diálogo nos ha llegado sustancialmente como Catalina lo dictó, porque para sus discípulos el Libro era un texto que hubiese sido una profanación tocarlo.

Apenas compuesto en italiano vulgar fue traducido al latín e inmediatamente tuvo una gran difusión, luego ya en 1472 fue impreso en Bolonia y traducido a varias lenguas.

El Diálogo es un itinerario de amor de un alma hacia la vida de unión con la Santísima Trinidad. La idea fundamental es la deidad misma, la naturaleza divina, que hizo valer el precio de la sangre de su hijo. El núcleo doctrinal de la obra es Cristo Pontífice, hacia el cual y del cual surge toda enseñanza. Se puede decir que es el más completo tratado sobre el amor de Dios. La trama se desarrolla sobre las cuatro preguntas y peticiones que Santa Catalina dirige al Padre Eterno, y que podemos resumirlas así: misericordia hacia Catalina, misericordia hacia el mundo, misericordia hacia la Iglesia, y providencia de la misericordia.

La obra se divide en la respuesta a estas cuatro preguntas o grandes temas generales: introducción: (capítulo 1º) las cuatro peticiones; primera parte (cc. 2-16) misericordia a Catalina; segunda parte (cc. 17-109), la misericordia al mundo; tercera parte (cc. 110-134): misericordia hacia la Iglesia: la reforma de los Pastores; cuarta parte (cc. 135-153): Providencia de la misericordia; tratado de la obediencia (cc. 154-163); Conclusión: cc. 166-167.

En el Diálogo se expresa toda la mística cateriniana: aquí está todo lo que la santa ha asimilado en sus largos años de vida espiritual, exponiéndolo en el género de didascalia dialogal. Esta obra es la que ha situado a Catalina entre las mayores maestras de vida espiritual cristiana.

 

 

3. Los Sagrados ministros en El Diálogo 

 

Teología, moral y política son las temáticas preferidas y desarrolladas por Catalina. Todas en ellas están armónicamente entrelazadas y dependientes de un único principio: Dios uno y Trino. El dogma de la Trinidad es la verdad fundamental, del cual todo tiene su origen y al cual todo converge. El hombre por ejemplo es creado a imagen de la Trinidad, según la memoria, la inteligencia y la voluntad. El hombre se aleja de Dios por el pecado original, que transforma la vida terrena en un mar tempestuoso, en el cual naufraga la criatura humana envuelta en el río de sus pasiones y de sus pecados. Sin embargo, la Providencia de Dios no abandona a su creatura, y por su misericordia, en el Consejo de la Trinidad, decide la Encarnación del Verbo para salvarla. El Hijo divino se encarna en el seno de María. Con la encarnación el Hijo de Dios aparece entre los hombres como su camino, verdad y vida, enseñándoles desde la cátedra de la cruz la vida de la salvación, lavando sus culpas en el baño de su sangre. Con la encarnación el Cristo se ha hecho mediador entre el hombre y Dios, y se ha hecho puente para colmar el abismo excavado por el pecado; se ha hecho escalera para invitar al hombre a subirla; se ha dejado desangrar como cordero manso para alimentar de sí mismo a las almas humanas. Su sangre ha dado a los hombres la vida de la gracia y el mérito de esta sangre se extiende por todas partes, y expresa concretamente la santidad que, partiendo de Cristo, invade toda la Iglesia.

Es en la virtud de esta sangre, que nos llega a través de los sacramentos, que tiene vida la Iglesia en su Cuerpo místico, que es el rango eclesiástico, en todo dependiente del Dulce Cristo en la tierra, el papa, en el cuerpo universal de la religión cristiana, constituido por los fieles. La imagen de la sangre salvifíca de Cristo invade la entera ascética y mística cateriniana. Catalina es la mística de la sangre de Cristo en la Trinidad. La Iglesia es un jardín irrigado por la sangre de Cristo Crucificado; es la bodega de la sangre suministrada a los caminantes peregrinos, para que no desfallezcan a lo largo del camino. El papa, el vicario de Cristo, el maestro cuya autoridad es indiscutible, es el celador que tiene las llaves de la sangre; los sacerdotes son sus administradores y como tal son sagrados, aunque si por ventura personalmente indignos.

La reverencia de la sangre de Cristo es la razón indiscutible del respeto debido al sacerdote. Al predicar la reforma de la Iglesia, que tanto anhelaba Catalina, ella la entendía sobre todo como un volver de los monjes y del clero a una más estrecha observancia de las reglas y de las prácticas religiosas. En las críticas encendidas al deficiente clero de su época, Catalina no pierde jamás de vista la reverencia debida a los ungidos del Señor, a los cuales Dios ha confiado los grandes tesoros de los sacramentos.

Si la Esposa de Cristo, que Catalina querría ver espléndida y engalanada, aparece en cambio toda empalidecida por defecto de sus ministros, no por eso el fruto de esta Esposa disminuye ni se arruina, ya que en ella está plantada la vid del Unigénito en la cual los cristianos deben ser injertados.

La misión de purificación y reforma de la Iglesia, principalísimamente de sus ministros sagrados, está confiada para Catalina por el designio divino, a las oraciones y lágrimas de los verdaderos siervos de Dios.

Presentado el tema, vayamos ahora a ver en textos de El Diálogo qué piensa la Eterna Verdad, sobre sus sagrados ministros. Comienza el tratado sobre la Excelencia del Ministerio Sacerdotal en la tercera respuesta, desde los capítulos 110 a 134, lo que se llama el Cuerpo Místico de la Iglesia.

Por empezar el nombre: los llama ministros de la santa Iglesia (cf. Cap. 110); luego dará a conocer “su excelencia y en qué dignidad los ha colocado” (Ib.). Para que Catalina pueda apreciar la miseria de los malos ministros, la Eterna Verdad le va a mostrar primero la dignidad de los que ejercen virtuosamente el tesoro que Dios mismo ha puesto en sus manos. Siempre en este Capítulo 110 de El Diálogo, Dios manda a Catalina que mire por obediencia y contemple en la Verdad misma, cómo brilla la virtud de los verdaderos ministros. Primero, le muestra la dignidad del ser humano en general por su creación, imagen y semejanza suya, luego, por la encarnación del Hijo y finalmente por la redención de su sangre, por la cual el hombre tiene una excelencia y dignidad mayor que la de los ángeles (sic): “ya que yo tomé vuestra naturaleza y no la de los ángeles”. Esta grandeza tan absolutamente singular se da a toda criatura racional, pero en comparación con ésta la Divina Verdad le quiere mostrar aún la grandeza de los elegidos ministros suyos. A ellos les ha concedido ser los administradores de la sangre del humilde e inmaculado Cordero, su Hijo unigénito, para esto les ha concedido administrar el Sol, dándoles la luz de la ciencia, el calor de la divina caridad. De la unidad entre divinidad y humanidad en el Hijo divino y la sangre del Verbo administrada por sus ministros surge su gran dignidad. Hace una correctísima explicación de la encarnación y de la eucaristía, llamándola “el dulcísimo sacramento”. Toda la dignidad de los ministros procede de la excelencia de la Eucaristía que administran (cf. cc. 110-112).

Habiéndole Dios mostrado la grandeza del Sacramento de la Eucaristía, puede ella comprender la dignidad de los sacerdotes y así le dolerán más sus miserias. Si los ministros consideraran la dignidad que tienen no yacerían en las tinieblas del pecado mortal ni mancharían la cara de su alma (cf. Cap. 113). Si los sacerdotes fueran conscientes de la dignidad que tienen, no sólo no ofenderían mortalmente a Dios, sino que si diesen su cuerpo al fuego, les parecería no poder satisfacer tantas gracias y beneficios que han recibido de su divina bondad, dado que explícitamente afirma la Verdad Divina: “no pueden llegar los hombres a mayor dignidad en esta vida (que la del sacerdocio)” (Cap. 113); y, continúa afirmando Dios Padre “ellos son mis ungidos y les llamo mis cristos, pues les he concedido que administren para vuestro bien (la sangre del Hijo), y como flores fragantes, los he colocado en el cuerpo místico de la santa Iglesia” (Ib.). Sigue la Verdad divina afirmando por labios de Catalina: “esta dignidad no la he concedido a los ángeles, sino al hombre. A ellos los he elegido por ministros míos, y a los que he colocado como ángeles deben serio en la tierra durante esta vida. Deben, por tanto, ser como los ángeles” (Ib.).

A toda alma, afirma la Divina Verdad, pide pureza y caridad, pero “más pureza pido aún a mis ministros y más amor a mí y a su prójimo, debiendo administrar el cuerpo y la sangre de la salvación de las almas para gloria y amor de mi nombre” (Ib.).

Así como los ministros quieren limpieza del cáliz donde se celebra este sacrificio, “así exijo yo limpieza y pureza de corazón, de su alma y de su espíritu. Quiero que el cuerpo, como instrumento de su alma, se conserve en perfecta pureza. No quiero que se alimenten de la inmundicia y se revuelquen en ella, ni se encuentren hinchados de soberbia, buscando los grandes cargos; ni que sean crueles consigo y con el prójimo. Por que, si son crueles consigo mismo por la culpa, son crueles con las almas de sus prójimos, ya que no les dan ejemplo de vida, ni se preocupan de arrancar las almas de las manos del demonio, ni de administrar el cuerpo y la sangre de mi hijo unigénito y mi verdadera Luz en los sacramentos de la santa Iglesia. Y así, siendo crueles consigo, son crueles con los demás” (Ib.).

Catalina es muy exigente en que no se deben vender ni comprar los sacramentos. Al respecto afirma la Verdad Divina por boca de Catalina: “quiero que sean generosos y no avaros, es decir, que por codicia y avaricia no vendan la gracia de mi Espíritu Santo” (Cap. 14). Pide Dios que los sacerdotes administren con generosidad y humildad los sacramentos de la salvación, y no deben recibir cosa alguna como precio, ya que ellos también los han recibido gratuitamente. Pero los fieles deben hacer limosnas para los sacerdotes en cuanto puedan “ya que mis ministros deben ser sostenidos por vosotros en las cosas temporales, atendiendo a sus necesidades” (Ib.). Incomparablemente superiores son los bienes que reciben los fieles de los sacerdotes, que los que ellos les pueden dar con sus bienes materiales para socorrer a los sacerdotes, de modo que nunca se debe pretender pagar, ya que unos son eternos y espirituales y los otros materiales y transitorios. Los bienes que los sacerdotes reciben de sus fieles están obligados a distribuirlos de tres maneras, o sea, haciendo tres partes: una para sí mismos, otra para los pobres y otra para la Iglesia. No hacerlo así ofendería la divina bondad (cf. Cap. 114 in fine).

Las llaves de la sangre de Cristo han sido encomendadas al apóstol Pedro y a los que le han sucedido y los que le sucederán hasta el último día del juicio. “Ellos tienen y tendrán la misma autoridad que Pedro”, afirma Dios Padre (Cap. 115), y “por ningún defecto suyo se aminora esa autoridad, ni se quita la perfección a la sangre ni a ningún sacramento, porque como te dije, este Sol no se ensucia con inmundicia alguna y no pierde su luz por la tinieblas del pecado mortal que haya en los que los administran o en los que los reciben, pues su culpa no puede lesionar a los sacramentos de la santa Iglesia ni disminuir su eficacia” (Cap. 115). No obstante aclara, que según el estado de quién lo administra o recibe, disminuyen la gracia o aumentan la culpa en quién los administra o reciben indignamente (Cf. Ib.).

También la Divina Sabiduría enseña a Catalina que Cristo en la tierra, o sea el papa, tiene la llave de la sangre y cuánta reverencia deben tener los seglares a estos ministros, sean buenos o malos, y cuánto le desagrada a Dios Padre la falta de reverencia a sus ministros. Dios a los que ha constituido ministros de la sangre gloriosa de su Unigénito, se los ha reservado para sí, son sus ayudantes y solamente a él corresponde corregir sus defectos. Diciendo taxativamente la Divina Paternidad “por la excelencia y autoridad que les he dado, los he eximido de la servidumbre, esto es, de la sujeción al dominio de los señores temporales. La ley civil nada tiene que hacer en cuanto a su castigo. Corresponde únicamente a quién está designado para gobernar y administrar según la ley divina. Estos son mis ungidos, y por eso dijo la Escritura: “No queráis tocar a mis cristos” (Sal 104, 15), por lo cual no puede un hombre llegar a mayor desgracia que a atreverse a castigarlos” (Cap. 115 in fine). Identifica con él a sus ministros, de modo que toda injuria dada a sus ministros, como toda reverencia, es para Dios mismo. Dios se encargará de castigar en sus ministros sus culpas, pero no deben hacerlo los hombres: “porque ya lo dije y lo repito que no quiero que mis cristos sean tocados” (Cap. 116). Muestra severas razones por el cual el pecado de tocar a sus ministros es el más grave y el más difícil de perdonar. Llega a afirmar la Divina bondad por boca de Catalina, que “cuando consagran se hallan en lugar de Cristo, mi Hijo... por eso te aseguro que, si todos los demás pecados que han cometido se pusieran de un lado y sólo éste (el ultrajar a los ministros) del otro, pesará más éste que los otros, como te manifesté” (Cap. 116).

Los buenos ministros son llamados “dulces ministros míos, elegidos, ungidos y enviados al cuerpo místico de la santa Iglesia para administrarme a mí, Sol” (Cap. 119), y se les atribuyen grandes méritos. En cambio hay otros pastores que tienen temor servil, y con la raíz del amor propio, no corrigen por temor a perder cargos, bienes temporales y prelacías u otras veces no corrigen a sus súbditos porque ellos se hallan con los mismos defectos o mayores de los que debieran corregir.

Cómo son los buenos ministros de la Divina bondad: en los que no hay tinieblas ni de pecado ni de ignorancia, ya que son discípulos de la doctrina de la dulce verdad; no son tibios, ya que arden en el horno de la caridad divina; desprecian las grandezas, la posición social y los placeres del mundo; ellos no temen corregir, ya que no temen perder nada; reprenden con energía, ya que no sienten su conciencia prisionera de la culpa. Estos son margaritas refulgentes que abrazaron la pobreza voluntaria y buscaron la humillación con profunda sencillez. No se preocupan de las villanías y calumnias de los hombres, ni de las injurias y oprobios, ni de las penas y tormentos. Cuando son maldecidos bendicen, y con verdadera paciencia sufrieron como ángeles en la tierra (cf. Cap. 119).

Los verdaderos sacerdotes son verdaderamente ángeles, ya que cumplen la misma función respecto de los hombres, que la que Dios ha encomendado a los ángeles: protegerlos y promover las santas y buenas inspiraciones (Cf. Cap. 119). También Dios Padre le manifiesta a Catalina la gloria que tienen y tendrán en el cielo los buenos ministros suyos. En efecto, así le dice: “tu lengua no podría narrar sus virtudes, ni los ojos de tu entendimiento ver el premio que reciben en la vida perdurable y el que recibirán... son como piedras preciosas, y se hallan en mi presencia porque les he aceptado sus trabajos, la luz que proyectaron y el perfume de virtud que derramaron en el cuerpo místico de la santa Iglesia. Por eso los he colocado en la vida eterna con grandísima dignidad, y reciben felicidad y gloria de mi visión por haber dado ejemplo de vida honesta y santa y porque con la luz repartieron la luz del cuerpo y sangre de mi Hijo unigénito, lo mismo que por medio de los demás sacramentos. Por esta razón son particularmente amados por mí, tanto por la dignidad en que los puse, ya que son mis ungidos y ministros, como por el tesoro que les puse en las manos, el que no enterraron por negligencia o ignorancia, sino que lo reconocieron como venido de mí, y lo han tratado con solicitud y humildad profunda, con verdaderas y reales virtudes” (Cap. 119).

Hermosa página es también cuando Dios Padre le describe a Catalina cómo han actuado y actúan pastoralmente los buenos sacerdotes: se exponen a peligros de muerte por arrancar las almas de las garras de los demonios; ellos se hacen los enfermos y débiles para socorrer a los súbditos que están en la desesperación y para animarlos en su debilidad les dicen “yo soy débil como tú”; lloran con los que lloran y se alegran con los que se alegran, saben así dar a cada uno su alimento; no sienten envidia, sino que al contrario se alegran del progreso y de la caridad de sus súbditos; corrigen con santa y verdadera compasión a los pecadores y más hacen penitencia ellos que la que imponen a sus súbditos; al asumir ellos la penitencia que debían hacer los pecadores convierten en dulzura un acto que en sí trae repulsa. Se hacen súbditos siendo prelados; siervos siendo señores, enfermos estando sanos y libres de enfermedad y de la lepra del pecado mortal. Siendo fuertes pasan por débiles; con los tontos y simples se muestran sencillos y pequeños, y así con verdadera humildad y caridad saben dar a cada uno su propio alimento; como defensores celosos de las almas y de la santa fe, se meten entre las espinas de numerosas tribulaciones; con lágrimas y sudores ungen las llagas de la culpa de los pecados mortales, con lo que obtenían la completa curación de los pecadores (Cf. Cap. 119, in fine).

En el Capítulo 120, donde resume la reverencia que se debe dar a los sacerdotes, sean buenos o malos, la Divina Sabiduría le dice a Catalina: “te he mostrado, hija queridísima, una brizna de su excelencia  -brizna, digo, en comparación con lo grande que es-. Te he hablado de la dignidad a que les he elevado al elegirlos y hacerlos mis ministros”. Nuevamente aquí la divina revelación (privada) insiste en que “en razón de la dignidad y autoridad que les he dado, no quiero que sean castigados, por causa de sus pecados, por manos seglares, y si lo hacen, me ofenden miserablemente. Quiero que les tengan reverencia no por sí mismos, sino en atención a mí, o sea, por la autoridad que les he dado”.

Dos son los medios como los sacerdotes son de verdad como ángeles para sus fieles: primero, protegiéndolos y guardándolos como hacen los ángeles con los hombres a ellos encomendados; y, en segundo lugar, inspirando buenos deseos en los corazones de sus fíeles por medio de la santa oración y de la santa doctrina, principalmente administrándoles los sacramentos. (Cf. Cap. 120). Los sacerdotes son un sol puesto en el cuerpo místico de su santa Iglesia: si todo hombre virtuoso es digno de ser amado, mucho más lo son aquellos por el ministerio que Dios ha colocado en sus manos, de modo que por la virtud y dignidad del sacramento que han recibido deben amarlos y reverenciarlos de un modo particular, y por eso mismo los fieles deben aborrecer los pecados de los sacerdotes que viven miserablemente, pero no deben hacer de jueces, “pues esto no lo quiero, porque son mis cristos. Debéis amar y reverenciar la autoridad que les he dado” (Cap. 120).

En el Capítulo 121 hasta el 133 inclusive se habla extensamente de los malos sacerdotes. Dios le ha mostrado primero la excelencia del sacerdocio, para consolar el alma de Catalina, y ver el contraste con los malos sacerdotes, clérigos y prelados. Estos malos ministros han puesto el principio y el fin de sí mismos en el amor propio, de donde ha nacido el árbol de la soberbia, con su hija la indiscreción, buscando las prelaturas de importancia. La gloria que deben a Dios y a su nombre se la dan a sí mismos. Estos malos ministros hinchados de la soberbia, no se cansan de apetecer las riquezas de la tierra y las delicias del mundo, son tacaños y avaros con los pobres (cf. Cap. 121). Se olvidan del cuidado de las almas y se dan sólo a mirar y tener cuidado de las cosas temporales, dejando a las ovejas sin pastor. Les administran los sacramentos de la santa Iglesia, que no disminuyen en nada por los indignos sacerdotes, pero no las apacientan con oraciones del corazón, con honesta y santa vida. Estos malos pastores no sólo no participan los bienes con los pobres, sino que por simonía y ansia de dinero venden la gracia del Espíritu Santo. Hay algunos que son tan desgraciados que no sólo no quieren dar gratuitamente lo que gratuitamente han recibido, sino que no lo dan si no les dan a manos llenas el dinero o les hacen regalos. Aman a sus súbditos tanto cuanto los pueden saquear, y no más, (sic, Cap. 121). Los malos pastores gastan los bienes de la Iglesia en lujosos vestidos para su cuerpo, trajes delicados, como señores y galanes de corte, procuran tener los mejores caballos y mucha vajilla de oro y plata, ornatos para la casa, y se glorían de lo que debieran avergonzarse. Devoran las almas redimidas por Cristo a tanto precio y sacrificio, son templos del diablo y se han convertido de ángeles que debieran ser para sus fieles en demonios, llevan a los encomendados por el camino de la mentira, apartándolos del camino de la gracia y de la verdad. Quienes siguen a los malos sacerdotes no están exentos de pecado y de culpa, porque nadie es forzado a pecar ni por los demonios visibles (que son los malos sacerdotes) ni por los invisibles (que son los ángeles caídos). De todos modos, los fieles deben seguir lo que predican y no imitarlos en su vida, y tampoco deben querer castigarlos, ya que eso ofendería gravemente a Dios, sino dejar a la divina justicia que premia toda obra buena y castiga toda obra mala, especialmente en sus sacerdotes ya que han recibido mucho más que los demás (Cf. Cap. 121, al final). Los pastores se han convertido en espejo de miserias en vez de ser como debieran espejo de virtudes (Cf. Cap. 122, in fine). Los malos ministros cometen tales pecados que la Divina Bondad siente vergüenza en revelárselo a Catalina, han tomado por mesa suya las tabernas, donde juran y perjuran en público y cometen muchos y miserables vicios, son como animales por sus vicios, están acostumbrados a obras y palabras lascivas, pocos de ellos rezan el oficio divino, y cuando lo hacen lo recitan con la lengua, pero su corazón está lejos del Señor mientras rezan con los labios, son bribones y buhoneros, que dilapidan los bienes de la Iglesia en el juego. Como ellos son templo del diablo no se preocupan del templo de Dios ni de su adorno, prefieren arreglar las casas que habitan ellos antes que el templo de mi sangre; en cambio adornan muy bien a su “diabla” (la amante o concubina) con la que viven en iniquidad e inmundicia. Celebran la misa sin la menor vergüenza esos demonios (los malos ministros), mientras que su miserable “diabla” va con sus hijos de la mano a hacer la ofrenda del altar con el resto del pueblo (cf. Cap. 123). Son demonios y más que demonios, si al menos pecaran en lo oculto y escondieran su perversidad, ofenderían a la Divina Justicia, se harían mal a sí mismos, pero no al prójimo, ya que los pecados de los sacerdotes incitan a que los demás pequen y caigan en peores cosas. Se levantan a maitines con los cuerpos corrompidos por haber estado toda la noche en pecado mortal, y en ese estado marchan a celebrar el divino sacrificio: “¡Oh tabernáculo del demonio!”, dice Dios Padre a esos sacerdotes (Cap. 123).

El Capítulo 124 está todo dedicado al pecado de la homosexualidad, o como le dice la Divina Justicia “el maldito pecado que es contra naturaleza”, en el cual han caído casi la mayoría de los fieles y no sólo los malos ministros; diciéndole a Catalina, que como ya le ha mostrado en visiones anteriores, no le quedaba ningún lugar para refugiarse donde no se hubiese cometido tal pecado, y que había sido la causa principal del castigo anterior, cuando la peste de 1374, llamada “de los niños”, en que perecieron la tercera parte de la población de Siena. En ella murieron un hermano, una hermana y ocho sobrinos de santa Catalina. Este pecado aunque también es provocado por los demonios como todos los pecados, le resulta tan desagradable al demonio mismo por su naturaleza de ángel, que una vez que ha engendrado la concupiscencia, cuando acontece el pecado mismo ellos se fugan asqueados. Dios le ha mostrado a Catalina que a este pecado no escapan ni los pequeños ni los grandes, ni los jóvenes ni los viejos, ni los religiosos ni los clérigos, ni los prelados, ni los súbditos, ya que todos tienen sus espíritus contaminados por esta maldición, lo cual le trajo tal amargura al alma de Catalina que le suplicaba que le sacase el alma del cuerpo. Dios le muestra todo este estado de cosas para que sea consciente de cuánto debe ofrecer oraciones y sacrificios por ellos y cuánto más debe llorar con compasión por ellos y por el perdón de tales ofensas. Finalmente le dice Dios Padre a Catalina: “Ves, por tanto, hija mía, lo abominable que es este pecado (la homosexualidad) a toda criatura. Piensa ahora que lo es mucho más en aquellos elegidos por mí para que vivan en estado de continencia, entre los que se encuentran los sacados del mundo por medio de la vida religiosa... y los ministros del altar” (Cap. 124). Muchos malos ministros caen también en el pecado de la usura, prohibida por Dios mismo.

En el capítulo 125 arremete contra los malos religiosos, inobservantes de su regla, y contra los prelados y superiores religiosos que no corrigen a sus súbditos malos, sino que todavía los premian con cargos y oficios que no dan a los buenos y observantes religiosos.

En los malos ministros reina el pecado de la lujuria (Cap. 126). Y afirma: “Por eso te dije que todos los vicios tienen su origen en el amor propio, pues del amor a sí mismos nace el principal de todos, que es la soberbia. El soberbio se halla privado de la dilección de la caridad, y de la soberbia proceden la inmundicia y la avaricia” (Cap. 126).

Los malos ministros caen en tales pecados por falta de reflexión. La dignidad del sacerdote en sí no puede ni disminuir ni crecer por los vicios o virtudes del hombre, sino que es como el estar sucio o limpio. El sacerdote debe tener por esposa al breviario y por hijos los libros de la Sagrada Escritura y en ellos debe deleitarse, para impartir enseñanza al prójimo para orientarlo a vida santa; y, en cambio, ¿qué tienen los sacerdotes por esposa?, a una adúltera o una miserable concubina, que vive con él en inmundicia, sus hijos no son los libros de la Sagrada Escritura sino una caterva de hijos, provenientes todos de la deshonra y la maldad, y él en vez de avergonzarse todavía se deleita en ellos (Cf. Cap. 130).

En Pascua y otras fiestas solemnes, en vez de dar gloria y alabanza a Dios con el oficio divino y ofrecer incienso y devotas oraciones, se entregan al juego y solaz con sus mancebas, y se juntan con los seglares para ir de caza y atrapar pájaros. Debería ir a la caza de las almas en el jardín de la santa Iglesia y en cambio los sacerdotes se van de caza a los bosques detrás de bestias feroces, indicando con eso en lo que se ha convertido su alma: en un jardín salvaje lleno de cardos, signos de sus pecados mortales. Oh miserable y desgraciado hombre, ya ni siquiera te avergüenzas por que has perdido el santo temor de Dios, intentas que tus hijos habidos de concubinato hereden los bienes de la santa Iglesia y de los pobres (Cf. Cap. 130).

Hay gran diferencia entre la muerte de los justos y la de los pecadores. Al momento de morir el alma del justo experimenta el bien de la naturaleza angélica, y como también ha vivido en caridad fraterna con el prójimo, participa del bien de todos los bienaventurados. “Mis ministros, los que te dije que habían vivido como ángeles, son mucho mejor recibidos, pues en esta vida vivieron con mucho mayor conocimiento y hambre de mi honor y de la salvación de las almas... me refiero a los que tuvieron la luz de la ciencia santa, por la cual conocieron más acerca de mi Verdad. Quién más conoce más ama, y quién más ama, más recibe. Vuestro mérito es medido con la medida del amor” (Cap. 131). En el capítulo 132 se describe la espantosa muerte de los pecadores. La divina Bondad le dice a Catalina, hablándole de la muerte de los malos ministros: “¡Qué terrible y llena de oscuridad es su muerte! Porque, en el último momento, los demonios les acusan con terror y oscuridad, mostrándoles su figura, que sabes lo horrible que es. Si la criatura pudiera elegir en esta vida, preferiría sufrir cualquier dolor antes que tener la visión del demonio” (Cap. 132). Este tema es un tópico bastante común en la tradición eclesiástica: lo espantoso de la sola vista de los demonios.

Llama la atención la importancia que tiene en El Diálogo la misericordia divina, y aquí en este momento terrible del fin de vida de los malos sacerdotes, Dios Padre le afirma a Catalina: “te aseguro que su vergüenza y turbación es grandísima, si no se ha acostumbrado en su vida a esperar en mi misericordia. Si cuando llegue el momento de la muerte reconocen su pecado y descargan la conciencia por la santa confesión para quitar la presunción y no ofenderme más, entonces predomina la misericordia para éstos... sólo el pecado de la desesperación les lleva a la condenación”; afirmando hermosamente: “sin comparación alguna, es mayor mi misericordia que todos los pecados que pueda cometer una criatura, por eso me desagrada que den más importancia a sus pecados, y éste es el pecado que no es perdonado ni aquí ni allá” (Cap. 132).

Finalmente Dios Padre, sintetiza todo el tema de los malos ministros en dos peticiones (Cf. Cap. 133): que aunque los pecados de los sacerdotes sean los que le ha mostrado y aún muchos mayores, de ningún modo los seglares podrán poner las manos sobre ellos para castigarlos “si lo hacen, no quedará sin castigo su culpa”. Tanto los malos sacerdotes como los seglares que ponen sus manos en ellos para castigarlos son demonios en carne y a ambos los castigará la divina justicia. La segunda petición es que la Divina Bondad solicita a Catalina y por medio de ella a todos los servidores fieles que lloren por estos muertos (los malos ministros) y que permanezcan en el jardín de la santa Iglesia, alimentándose con el santo deseo y continuadas oraciones, ofreciéndomelas por ellos, pues yo quiero hacer misericordia al mundo. Lo que debe ser el ideal de Catalina es la salvación de las almas y la reforma de la santa Iglesia (Cf. Cap. 133).

Concluye todo el tema de los ministros con una sublime oración de Catalina a Dios Eterno, alabando y bendiciendo a Dios, y pidiendo encendidamente por la reforma de la Iglesia y la santificación de los sacerdotes (Cf. Cap. 134).

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BIBLIOGRAFÍA (3) 

 

 

·         JOSE SALVADOR Y CONDE, Obras de Santa Catalina de Siena. El Diálogo. Oraciones y Soliloquios. BAC. Madrid 1996.

 ·         JOSÉ SALVADOR Y CONDE, Epistolario de Santa Catalina de Siena. Ed. San Esteban. Salamanca  1982 (4)

·         JOSÉ SALVADOR Y CONDE, Enseñanzas de vida espiritual Selección de las cartas de Santa Catalina. Ed. OPE. Caleruega 1983.

 ·         GIORGIO PAPASOGLI, Catalina de Siena, reformadora de la Iglesia. Ed. BAC Popular. Madrid 1980.

 ·         CANDIDO ANIZ, Santa Catalina de Siena, prototipo de mujer dominicana (1347-1380), en Nueve personajes históricos, Ed. OPE, Caleruega 1983, pp. 117-148.

·         ADRIANA CATALINA ODASSO, Caterina Benincasa de Siena, santa, en Bibliotheca Sanctorum, vol. III, 996-1044.

 ·         ANTONIO ROYO MARIN, Doctoras de la Iglesia, doctrina espiritual de Santa Teresa de Jesús y Santa Catalina de Siena. BAC. Madrid 1970.

 ·         GUY BEDOUELLE, Santa Catalina de Siena y el amor a la Iglesia, en A Imagen de Santo Domingo, ed. San Esteban, Salamanca 1996, pp. 59-69


(1) Estos son: Marconi, Stefano, Neri di Landoccio die Pagliaresi y Barduccio Canigniani.

(2) El escribano Cristoforo di Gano Guidini. Es el mismo que luego hizo la primera traducción del Diálogo al latín.

(3) La edición crítica de las Oraciones y del Diálogo nos ha sido proporcionado por Giuliana CAVALLINI en 1978 y en 1980, y la edición crítica de las Cartas se deben a Piero MISCIATELLI en 1970.

(4) Esta Obra presenta una Introducción del espíritu y de la doctrina de Santa Catalina de 212 páginas.