LA VIRGEN MARÍA EN LA OBRA DEL

PADRE GARCÍA VIEYRA (1)

P. Carlos Biestro

 

María es la rosa mística. Místico quiere decir oculto, escondido. Es lo secreto para los hombres y sólo abierto a la mirada de Dios.

La profecía pintó la imagen de la Virgen y la guardó en los Libros Sagrados para que la descubriese quien recibe de Dios inteligencia. En ella encontramos la explicación de todos los arcanos de las Escrituras. Es el sello y la manifestación de ambos Testamentos. La razón de esto es que la Escritura tiene por finalidad darnos el conocimiento del Padre y de su enviado Jesucristo, que fue concebido en la fe de la Virgen Madre. Así María es una lámina purísima en la cual el Verbo de Dios ha trazado su divina Esencia.

Con la ayuda de los escritos del P. García Vieyra, fruto de un conocimiento sapiencial de la palabra de Dios, trataremos de penetrar y manifestar el milagro de Dios entre los hombres, la Virgen pura y dolorosa. Su pureza es simbolizada por la azucena. Mas ella es como la azucena entre las espinas (2). María tiene la naturaleza humana exenta del pecado, es precisamente la flor de la naturaleza humana, que en nosotros se encuentra llena de punzantes espinas. Por ello la Escritura alude a la Madre de Dios con la figura de la rosa, que expresa mejor, con un simbolismo más completo, toda la realidad de la Virgen Madre. Las espinas de nuestra naturaleza subieron al corazón de la Virgen, así como las espinas del rosal suben hasta donde se abre la flor. No las espinas hijas de la maldición, sino las espinas nacidas del amor corredentor. María asume todos los dolores de la pasión de su Hijo, en la cual la maldición del pecado es destruida.

La lectura de los escritos del Padre García Vieyra sobre la Santísima Virgen nos es hoy necesaria porque la herejía que pretende destruir nuestra Iglesia Católica y Romana tiene un notorio cariz anti-mariano. Aunque preferiríamos ir derechamente al tema de esta exposición, María Santísima, debemos considerar el ataque moderno a la Fe para sacar a luz la razón de la tendencia a minimizar la figura de la Madre de Dios.

La Iglesia padece en este tiempo más que en cualquier otro período de su historia el asalto de la herejía, con la complicidad de gran número de "falsos hermanos". El "modernismo" o "naturalismo" cubre hoy con una niebla sutil todo el mundo, inficionando con su veneno frío hasta los mismos católicos. El modernismo quiere reducir los dogmas, el contenido de la Revelación a "símbolos", imágenes plasmadas por el hombre para expresar su experiencia religiosa.

"La Iglesia ha durado 2000 años: ahora debe cambiar, más aun, está cambiando", dicen. Según ellos, estamos en el tiempo de la "muda". Pero la "muda" de las culebras consiste en que dejan una piel vieja pegada a un árbol (la "camisa", llaman los paisanos) y salen con una nueva camisa enteramente idéntica a la otra; y aquí no, la Iglesia tiene que salir con una camisa de todos los colores si es que tenía una camisa blanca o viceversa.

El modernismo no ama ninguna de las cosas fuertes y profundas del Cristianismo. Es un cristianismo amerengado, sentimental y en el fondo adulterado. Se dicen cristianos, pero convierten al cristianismo en una especie de mitología. Estos falsos cristianos no niegan ningún dogma en particular, como las antiguas herejías, pero los vacían de su contenido sobrenatural. Es la herejía más total y más insidiosa que ha existido, la última herejía, donde probablemente nacerá el Anticristo. El mundo moderno está lleno de ella.

Ante nuestros ojos tenemos la plasmación de una especie de Catolicidad falsificada: los hombres de hoy están queriendo inventarse una religión universal, no solamente fuera de la Católica sino aun contra la Católica. El historiador inglés Arnold Toynbee, uno de los Padres del Nuevo Orden Mundial y de la Nueva Era, se pasó años predicando que ese falso Catolicismo debía inventarse y que indefectiblemente sería inventado. ¿Por qué debía inventarse? Porque simplemente no se puede hacer un Imperio Mundial, la unificación del mundo, sin un cemento unificante de índole religiosa. Y los poderosos del mundo actual exigen que tal Imperio sea constituido cuanto antes. Es el viejo sueño de la Torre de Babel: construir una civilización solamente humana, cerrada obstinadamente a cualquier influjo divino. Así caen en las tinieblas de la negación de Dios, en el engañoso espejismo de poder prescindir de El.

Y tales tinieblas atrapan a los pseudo-cristianos modernistas. La apostasía, dice el Padre García Vieyra, también tiene su lenguaje: quiere que el hombre se trace sus caminos, prescindiendo de Dios.... Hemos pedido al evolucionismo sustituir la creación. Hemos pedido al naturalismo sustituir lo sobrenatural. Hemos pedido a la historia sustituir a la Teología. Hemos pedido al marxismo ponerse en lugar del reinado social de Jesucristo, y hemos permitido al humanismo liberal hacer caricatura burlesca del mismo Reino de Cristo.

En los tiempos difíciles que corren, ante el prestigio creciente de la herejía, las insolencias de la secularidad y del cambio, el silencio ha sido el lenguaje del temor mundano. Nos encontramos en la época de la "muda"... y de los "perros mudos", que se aferran a la excelencia de sus puestos con detrimento a la fidelidad a Jesucristo y a su Iglesia.

La Iglesia tuvo en todo tiempo una ilimitada confianza en el poder de intercesión y mediación de la Madre de Dios. Al considerarse en el Concilio Vaticano II el papel de la Santísima Virgen en la vida de la Iglesia hubo un importante movimiento que anhelaba la institución del dogma de la mediación mariana en la economía de la Redención. El Cardenal Ruffini luchó para que se pusiera de relieve la cooperación de María en la obra de la Redención. Con él, la gran mayoría de los obispos italianos, españoles, portugueses e hispanoamericanos. La oposición a la mediación corrió por cuenta de otros: un sector importante del episcopado alemán, francés, holandés, etc.

En la redacción final de la Constitución Dogmática Lumen Gentium, sobre la Iglesia, en el capítulo VIII se expuso el oficio de la Bienaventurada Virgen María en la economía de salvación. No se quiso hablar explícitamente de mediación aunque en todo el contexto se alude a la mediación de la Virgen, tal cual lo entendió siempre la Iglesia. Un testigo de excepción, el P. Llamera O.P., dice que todo este capítulo fue elaborado sin perder de vista a los hermanos protestantes ni olvidar su viva prevención frente a la mediación de María. Triunfó así la tendencia "minimalista".

Los Obispos y peritos que lucharon a brazo partido para retacear la verdad sobre la Virgen no obraban bajo el impulso de una caridad exquisita hacia los protestantes, sino que comenzaba a mostrarse la pata de la sota: una legión de malos Pastores y falsos profetas, apóstoles de una nueva religión humanista y progresista, movidos por aquel espíritu que guarda enemistad perpetua con la Mujer (3).

Un testimonio de esa actitud "judásica" (de Judas) es la obra de la escritora alemana Luisa Rinser, a la que el "teólogo" Karl Rahner, el campeón de la tendencia "minimalista", intentó convertir en su medio-amante (la Rinser era al mismo tiempo amante de un Abad benedictino, M. A., con quien Rahner quiso compartirla: omne trium perfectum) (4). Y, cosa curiosa, este Abad benedictino trabajó en la elaboración de los esquemas conciliares (5). Curiosidades aparte, la correspondencia sacada a luz por la Rinser prueba que el famoso "teólogo" modernista tenía el propósito claro y firme de elaborar una nueva religión más allá del Cristianismo: "El fue mi director espiritual durante más de veinte años y me condujo a una religión más universal en la que también hay lugar para el Cristianismo" (6), concluye la Rinser. La teología de Rahner será la religión del Anticristo.

Otro "teólogo" de gran renombre, Edward Schillebeeckx (7), acaba de publicar una obra en la que (son sus propias palabras) por primera vez da a conocer, sin reticencias ni ambages, su pensamiento (8). La mirada de águila de Schillebeeckx abarca dos grandes campos: de la Trinidad para arriba, Schillebeeckx nada tiene que objetar, mas de la Trinidad para abajo todo le resulta cuestionable, comenzando por la misma Trinidad (9) y con la notable excepción de su propio pensamiento. Con respecto a María, niega que sea Madre de Dios y también rehúsa admitir que sea Madre de la Iglesia (10).

Como ya fue dicho, ni Rahner ni Schillebeeckx eran casos aislados, sino que estaban entendidos con altos magnates eclesiásticos. "La oposición a las verdades que la Tradición católica enseñó sobre María corrió por cuenta de otros", dice el P. García Vieyra. Vale la pena considerar algunos casos, que servirán como botones de muestra, para descubrir el espíritu que animaba a esos "otros".

Rahner participó en el Concilio como "perito" del Cardenal de Viena Franz König. El Cardenal de Viena fue el gran artífice de que el nuevo Código de Derecho Canónico omitiese la mención explícita de la excomunión para los masones (11). En agosto de 1995, König cumplió 90 años, y en una serie de entrevistas para celebrar dicho acontecimiento, recordó que en 1968 había advertido a Pablo VI que no era conveniente publicar la Humanae Vitae y hasta hoy continúa sosteniendo que la decisión final sobre esta cuestión debe ser tomada por la conciencia de cada uno: el hombre debe decidir por sí mismo lo que hará con su Fe y con su vida. Por otra parte, no cree que el de-bate sobre la ordenación de mujeres haya terminado: espera que en un futuro cercano la Iglesia tenga sacerdotisas, pero no mientras la Cátedra de Pedro sea ocupada por Juan Pablo II porque "un Papa polaco es incapaz de concebir que una tradición multisecular pueda cambiar" (12).

Otro botón de muestra es el cardenal Döpfner, uno de los cuatro moderadores del Concilio: prestaba mucha atención a Rahner (13): el relativismo escéptico del jesuita alemán le venía como anillo al dedo porque después de haber hablado con él, la Rinser pensó que Döpfner tenía dudas de Fe.

Schillebeeckx, por su parte, era el oráculo del influyente episcopado holandés. Así se explica que las doctrinas de Rahner, Schillebeeckx y tantos otros sean moneda corriente en la mayor parte de los Seminarios del mundo.

Desde estos Seminarios "puestos al día" egresan jóvenes sacerdotes que combaten en el pueblo el rezo del Rosario. Adoctrinados con un sociologismo de "liberación", no saben de salvación; reiteran en encuentros y papeles, la búsqueda, el compromiso, la tensión, el blá, blá, blá de todos los postulados sociales del Hombre feliz, higiénico y sin problemas, que vivirá en el promisor mundo de mañana, pluralista y ateo.

Todos estos no parten de la Fe, sino de la situación actual del mundo y tratan de "traducir" los "fragmentos históricamente aprovechables" de la Fe a nuestra época con la esperanza de que resulte aceptable al hombre contemporáneo, que por lo visto es la medida de toda verdad, sin excluir la Verdad Divina.

Cuando Chesterton fue interrogado sobre las razones de su conversión al Catolicismo, respondió, entre otras cosas, que sólo la Iglesia Católica puede librar al hombre de la avasalladora y denigrante esclavitud de ser hijo de su tiempo. Esclavitud denigrante y avasalladora porque todo lo moderno está llamado a quedar fuera de moda. La Iglesia no es un invento de su época porque ella es la plenitud de Cristo recibida en la abismal humildad de María, quien, al dar su consentimiento a la Encarnación, permitió que la Eternidad se injertara en el tiempo, y el Espíritu del hombre tuvo desde entonces acceso a una Verdad siempre vieja y siempre nueva, que conserva el vigor de una juventud sin ocaso.

Es inevitable que el modernismo busque menoscabar la figura de María, su papel en la obra redentora. La herejía se funda sobre la soberbia, el apetito inmoderado de la propia excelencia. La herejía seduce la voluntad de quienes apetecen abarcar con la pobre razón humana el misterio de Dios y "ser como Dios". Quien se ama a sí mismo con amor desordenado, está privado del amor de Dios. El amor de sí ocupa en él el lugar del amor de Dios. La soberbia tiene su opuesto por el diámetro en la humildad; más aún: la soberbia está destinada a ser destruida por la humildad, y María es la más humilde de las puras creaturas: el modernismo no puede amar a María.

La humildad está vinculada a la perfección: cuando alguien es humilde, entonces Dios de algún modo se le manifiesta y lo exalta. "Humildad" viene de humus: tierra: la tierra es baja, pero está abierta a los dones del cielo, y esa receptividad le permite acoger toda clase de simientes y que en ella se realice la germinación que desemboca en el milagro de la flor y el fruto. Abraham se llamó a sí mismo polvo y ceniza, y Dios lo eligió como Padre de los creyentes. Moisés era el más humilde de los hombres, y por ello Dios lo hizo subir al monte y descendió hasta él para manifestarle su gloria. También Juan el Bautista venció la tentación del engreimiento: se proclamó indigno de desatar las correas de las sandalias del Señor, y Cristo hizo un elogio grandísimo de él.

Nadie, sin embargo, tuvo humildad comparable a la de la Virgen: por ello Dios la exaltó a una altura que supera nuestra comprensión. Su inteligencia estuvo siempre orientada a buscar, aceptar con docilidad, meditar y vivir la Palabra de Dios. Durante toda su existencia, ni la más leve sombra de duda o error empañó jamás la integridad virginal de su mente, abierta al don de la Sabiduría divina.

Esta pureza de mente fue acompañada por la pureza del corazón, formado para recibir el amor de Dios y para corresponderlo con fuerza virginal y maternal.

La Iglesia enseña que la Santísima Virgen aplastó a todas las herejías porque todas ellas suponen el naturalismo religioso, negador del Pecado Original y del orden sobrenatural. El dogma de la Inmaculada Concepción pone las cosas en su lugar: al enseñar que María no ha contraído pecado alguno por los méritos futuros del Salvador (14), implica que la nuestra es una naturaleza caída. La culpa de Adán, enseña San Agustín, se transmite a todo hombre junto con la naturaleza humana, que por ello resulta vulnerata, vexata, violata, perdita. Y Dios quiso que fuésemos redimidos por la Encarnación y la Pasión de Cristo, fuente de la gracia.

Si quitamos lo sobrenatural, perdemos también lo natural. Y esto es lo que hoy se niega: Augusto Del Noce sostenía que "la tentativa filosófica más importante del mundo moderno ha sido la de elaborar una religión de la cual esté excluido lo sobrenatural". Tal intento, de inspiración masónica, tiene poderosos aliados dentro de la Iglesia. En la edición de 1973 del Exultet pascual de la liturgia romana fue eliminada de un plumazo esta afirmación que expresa el corazón de la Fe católica: "No nos resultaría ventajoso haber nacido si no se nos otorgase la gracia de ser redimidos".

Rahner se pregunta: "¿Era todo falso lo que Pelagio tenía que objetar a Agustín?" Pelagio veía en el Cristianismo sólo una sublime doctrina moral y sostenía la suficiencia de nuestras fuerzas para alcanzar la salvación. No hay pecado original que haya dejado la conciencia del hombre turbada y la voluntad invenciblemente limitada para el bien. La culpa de Adán, decía, fue sólo suya, personal; no ha influido sobre todos los otros hombres sino como un mal ejemplo de desobediencia. La gracia representada por Cristo constituye simplemente un ejemplo positivo, que se contrapone al mal ejemplo de Adán. Cristo quedaba así reducido a "ejemplo", "modelo", y el Pelagianismo resultaba una doctrina enemiga de la gracia de Cristo, como don del Espíritu Santo. Continúa Rahner: "Con el tiempo, ¿no es Pelagio quien tiene razón después de una larga evolución hasta llegar a nuestros días?".

El Cardenal Giuseppe Siri, en Getsemaní, advirtió que hoy asistimos a un retorno de la doctrina de Pelagio, que se manifiesta más o menos abiertamente en la vida de la Iglesia, partiendo de una visión de las cosas que, se quiera o no, refuta "de hecho" la verdadera gratuidad del orden sobrenatural. Y Siri señaló a Rahner como el caso más elaborado, en el nivel teológico, de la mentalidad pelagiana. Para satisfacer la orgullosa suficiencia del hombre moderno, Rahner sostuvo que Dios y la gracia de Cristo están en todo, como en la esencia de cualquier realidad. Esto conduce a negar el dogma del Pecado Original y por lo mismo a negar la Inmaculada Concepción de María, tal como ha sido definida por la Iglesia.

Todas las herejías, todos los intentos de producir un retroceso en la Fe para lograr la falsa autoafirmación del hombre, se estrellan contra el misterio de María. Su pureza de azucena pone en evidencia las espinas de nuestra naturaleza decaída. Contra la soberbia de quienes intentan construir la Torre de Babel, prevalece la humildad de la Servidora del Señor: su absoluta disponibilidad con respecto al don del cielo, permitió que el cielo lloviese sobre la tierra y el seno de la Virgen Madre encerrase al Verbo de Dios hecho hombre, el único Redentor y por lo mismo, el único por quien nos resulta ventajoso haber nacido: sólo Cristo es capaz de hacer brotar de nuestro corazón una ilimitada gratitud porque Dios ha querido llamarnos a la existencia.

Intentemos resumir lo dicho sobre la demencial tendencia a minimizar a la Madre de Dios: el mundo admite que haya Dios, porque esta afirmación puede ser entendida de mil modos diferentes. Incluso no tiene dificultad en conceder que Dios se hizo hombre: el naturalismo religioso se encargará de explicar que ello no significa más que en su fino fondo la naturaleza humana es divina. Según ellos, al hablar de un Dios distinto del hombre y por encima del mundo, el hombre se ha alienado, ha arrojado fuera de sí mismo algo que es suyo, que le pertenece por derecho. La gracia no es necesaria, dicen, para que el hombre sea divinizado.

Pero el modernismo se resiste a confesar que Dios es el Hijo de María. Se resiste porque se ve inmediatamente ante un hecho ineludible que viola y destruye su propia visión incrédula de las cosas. La doctrina revelada toma de repente su forma auténtica, y recibe realidad histórica. Admitir que Dios se hizo hombre en María implica la aceptación de que el Todopoderoso se introdujo en su propio mundo en un cierto momento y de un modo concreto. Los sueños se destruyen y las sombras se alejan. La verdad divina ya no es por más tiempo expresión poética, exageración devota o representación mítica.

La confesión de que María es Madre de Dios es la salvaguardia con la que aseguramos que la doctrina de la Iglesia no será vaciada, y es el test con que detectamos todas las falsedades de aquellos malos espíritus que han entrado en el mundo. Cuando en el siglo XVI la herejía protestante planeó la aniquilación de la fe cristiana, no encontró expediente más eficaz para su propósito que el de criticar e insultar los privilegios de María, pues sabía con certeza que si lograban que el mundo deshonrara a la Madre, seguiría pronto la deshonra del Hijo. La Iglesia y Satanás están de acuerdo en que el Hijo y la Madre van juntos. La experiencia de cuatro siglos ha confirmado su testimonio. Pues los católicos, que han honrado a la Madre, adoran todavía al Hijo, mientras que los protestantes, que ya no creen en la Divinidad de Cristo, comenzaron entonces burlándose de la Madre. Y cuantos hoy se proponen protestantizar la Iglesia niegan los privilegios de María y siembran dudas sobre el poder de intercesión y la mediación de la Madre de Dios. En el Hombre Eterno, Chesterton hace esta observación sobre las antiguas pinturas, en las que las aureolas de Jesús y María se penetran mutuamente: "esas dos cabezas están demasiado juntas, y cuando se las quiere separar se las destruye".

Vemos en este ejemplo la armonía que hay en la doctrina revelada, cómo una verdad repercute sobre otra. Exaltar a María es honrar a Jesús. Convenía que Ella, que era solamente una creatura -aunque la más excelsa de todas- tuviera que llevar a cabo una tarea de instrumento. Como otros, ella vino al mundo a realizar una obra: tenía una misión que cumplir; su gracia y su gloria las posee no para ella misma, sino para su Creador. A ella se le confió la custodia de la Encarnación. La tarea que se le encomendó fue: "Una Virgen concebirá y dará a luz un Hijo, al que le llamarán Emmanuel, Dios con nosotros".

Santo Tomás enseña que el sabio tiene un doble oficio: exponer la verdad divina, verdad por antonomasia, e impugnar el error. El P. García Vieyra pudo luchar contra la heterodoxia porque fue un siervo de la contemplación; encontró fuerzas para desempeñar el martirizante oficio de atalaya de su pueblo en su entrega sin reservas a la Sabiduría Divina. Después de haber considerado su combate contra los errores mariológicos de nuestro tiempo (que son en realidad muy antiguos, aunque formulados con el pedante y enrevesado lenguaje de los herejes modernos), acompañémoslo en su contemplación de María, la "Sede de la Sabiduría", tal como la expone sobre todo en El Rosario y sus Misterios.

Los misterios de la infancia del Señor están ordenados a la salvación del mundo. Todo lo realizado por el Hijo para dicha salvación, entra en la categoría del "misterio", posee un sentido escondido. No se trata de hechos que hayan convulsionado al mundo, ni aún a su mundo contemporáneo. Pero sí, poco a poco, como un fermento, han creado un mundo para Dios. Sin ruidos de armas ni orgullo de pueblos, hay un imperio de maldición abatido para siempre, y un cetro de bendición empuñado, también para siempre, como signo de salvación y gloria. Por ello, estos hechos reciben el nombre de misterios gozosos: el gozo brota de la posesión de un bien en el nivel del espíritu. Y tales misterios revelan la aparición del Sumo Bien, venido para extirpar la maldición del pecado, la angustia del hombre sobre la tierra.

La aparición del Sumo Bien es preparada por la misión del Arcángel Gabriel, enviado para pedir el consentimiento de la Virgen en lugar de todo el género humano (15). El ángel viene con un anuncio de paz, en contraposición al ángel que en otro tiempo con una espada de fuego había apartado a nuestros primeros padres del Paraíso. "Alégrate, llena de gracia". Es una fórmula nunca usada, una salutación como jamás otra semejante había sido traída a la tierra. Ese saludo revela la dignidad de María: llena de gracia. Significa la total unión con Dios y oposición al pecado. María es la Mujer profetizada en el Génesis (16), la única a quien se le había prometido un poder pleno contra el demonio. "El Señor es contigo". El Señor está con María desde la eternidad: en su presente sin fin, Dios la conoce y la elige cuando determina que Jesús sea el centro de toda la creación y el primogénito de toda criatura. El Señor es con María, desde el instante de su concepción, en el que se vio libre de la mordedura de la antigua serpiente. Es un mensaje para ella y también para nosotros. Porque Dios se fija en María, prendado de su pureza, pero no se olvida de los pecadores, que tenemos necesidad de su misericordia y perdón.

El saludo del ángel crea en maría el "clima" necesario para la revelación. Ese "clima" está dado por la luz sobrenatural que eleva su mente a la percepción de lo revelado. El ángel crea en la Virgen un mundo nuevo; y la Virgen se ve en ese mundo. Ante las palabras de Gabriel, María se admira, colmada de luz, de amor, de reverencia y adoración.

"El Espíritu Santo descenderá sobre ti, y la virtud del Altísimo te cubrirá con su sombra. Por cuya causa lo que nacerá de ti será santo y será llamado Hijo de Dios". Este es el corazón del mensaje. El ángel le hace conocer que en ella se cumple la profecía de Isaías (17): "La Virgen concebirá y dará luz un Hijo, cuyo nombre será Emmanuel, Dios con nosotros". Gabriel le anuncia que en ella se ha de cumplir una concepción material, provocado por el Espíritu vivificador y santificante. El Hijo de María según la carne es también Hijo de Dios. Contra lo que sostiene la exégesis modernista, por ejemplo el Catecismo Holandés, María entiende perfectamente que su Hijo es también Hijo de Dios.

"El Señor Dios le dará el trono de David, su padre. Reinará sobre la casa de Jacob por los siglos y su reinado no tendrá fin".

La soberanía política es extrínseca, no influye en el interior del hombre sino que lo toma como lo encuentra y lo introduce en el orden social sin modificarlo, no se interesa por los fines personales del hombre. Pero hay otra soberanía o principado que penetra en el interior del hombre e implica un poder acerca de las últimas posibilidades humanas y acerca de la orientación del hombre hacia el último fin. El principado político, aunque sea tiránico, nunca es dueño de todo el hombre; en cambio el otro principado o soberanía, que podemos llamar escatológico, es en un cierto modo, dueño del hombre.

Por el pecado, el demonio ejerce un principado que afecta el interior del hombre. La pérdida de la lucidez mental y la pérdida de vigor en la voluntad son reliquias del pecado original. El demonio es el príncipe de este mundo. San Pablo afirma que Cristo sufrió para destruir con su muerte el poder de quien tenía el imperio de la muerte, a saber: del demonio.

La misión de Jesús es establecer el Reino de Dios, en la humanidad caída y víctima del demonio. El nuevo reino davídico, es pues un reino espiritual: hombres arrebatados al imperio del Diablo. A diferencia de la mayor parte de los judíos (la restauración mesiánica entendida carnalmente), María no piensa en un mesianismo político. Ella contempla la restauración del reino davídico en el plano de la lucha contra el demonio. La Santísima Virgen entiende perfectamente que no se trata de consentir a ser madre de un príncipe político, sino a ser madre, madre universal de los vivientes en la nueva humanidad regenerada. Ella asume la representación de toda la humanidad caída; y en nombre de esa humanidad, consiente en la Encarnación del Verbo. Acto lúcido, perfecto, con todas las responsabilidades, méritos y honores que implica.

El ángel la lleva a pensar en su dignidad de nueva Eva, que le da una cierta capitalidad análoga a la que en el origen había correspondido a la misma Eva.

"He aquí la esclava del Señor". María sabe comprender hasta su raíz más honda la dependencia absoluta que toda creatura tiene con respecto a Dios. Su actitud es de sumisión y entrega: cualesquiera sean los planes divinos, no se opone a nada. La grandeza de su santidad está en la humildad profundísima de su entrega: "Hágase en mí según tu palabra". Y así Dios desciende a Ella, y sin perder nada de su trascendente personalidad, asume una naturaleza humana, unida al Verbo de Dios en la persona. El Verbo de Dios se hace verdadero hombre para salvar y redimir al género humano de su pecado. Sólo por María llega a los hombres. Por lo mismo, sólo por Ella, que en la plenitud de los tiempos nos representa, los hombres vamos hasta Dios.

El primer acto de Redención liberativa del pecado (liberación del pecado por los actos redentores del Señor) se da en la Visitación de María a su prima Isabel. El objeto de su visita es, según los Padres y la tradición de la Iglesia, la santificación del futuro Precursor. Es la primera vez que el Verbo Encarnado expulsa el pecado con su presencia, y también es la primera vez que la Madre de Dios ejerce su función corredentora y de Madre espiritual de los hombres.

Santa Isabel se da cuenta de que su prima es la Madre de Dios. Pero María reconoce con corazón humilde y agradecido que todo es don de Dios. Sabe que es esclava por naturaleza y se siente envuelta en la mirada de la predilección divina. Sabe que Ella le ha dado al Verbo de Dios un cuerpo mortal y la forma de siervo, y que ha recibido de Dios la majestad y la grandeza de Señora. Y por ello canta: "Mi alma magnifica al Señor". Su alabanza procede de un corazón que no se envanece en sí mismo, sino que se entrega y se pierde en Dios.

La Encarnación asocia a María a la Redención y a los fines de la Redención. Su divina maternidad queda consagrada en el mundo. Es la Madre de Dios, para su Hijo y para todos los hombres, engendrándolos a la vida de la gracia, iluminando su peregrinación terrestre hasta la Patria. Es la lección de la visita de María a Santa Isabel.

En la noche de Navidad Cristo aparece en la tierra como fruto misterioso. Ya está en los brazos de su Madre el que ha estado tantos meses en su seno virginal. Ha descendido al seno de María sin corrupción, ha habitado en él con santidad y ahora aparece sin herida y sin dolor.

Un rayo de luz alumbra el firmamento y el ángel del Señor se hace presente a los pastores diciendo:

"Os anuncio una gran alegría; os ha nacido hoy el Salvador, que es el Cristo Señor".

La alegría anunciada por el ángel es recibida primero por los humildes; ella fortalece las manos débiles y corrobora las rodillas vacilantes. Abre los ojos de los ciegos y hace oír a los sordos.

Para dilatar el Reino de David, para afirmar su reino en el derecho y la justicia, ya la Providencia había preparado los caminos: los griegos habían ahondado en el misterio del hombre y del mundo, y sus genios se habían lanzado hacia la Sabiduría para que la Revelación de Cristo pudiese expresarse en un lenguaje humano adecuado. Las legiones romanas habían dilatado el Imperio para la libre circulación de la Verdad de salvación. En esa noche de paz, toto orbe composito (dispuesto todo el mundo en un orden conveniente), nace el Salvador.

Todo esto está prometido a pueblos y hombres fieles al Salvador. Muchas veces, el hombre actual, en un nuevo estilo de fariseísmo, dice adorar a Dios en el cielo, pero quiere la tierra en su exclusivo poder. Va a festejar el día de Navidad, pero que Dios no intervenga en el mundo. Afirma que ni la Revelación ni la Palabra de Dios deben intervenir en las cosas del mundo. La religión es una cosa y la política es otra cosa; la religión es una cosa y los negocios son otra cosa. Ciertamente hay distinción entre ellos, pero ¿están absolutamente divorciados? Se propone a los fieles una nueva espiritualidad que los invita a conquistar el mundo con las armas del mundo para instalarse en el mundo. De hecho se difunde el ateísmo absoluto, político, social y también individual, sin nosotros oponernos a ello, estableciendo vinculaciones de "sana convivencia".

Hoy se repite lo sucedido en la noche de Navidad: no había sitio para Jesús que estaba a punto de nacer. No lo quieren. Su llamada se hace importuna. Hay muchas ocupaciones y preocupaciones, que interesan y absorben y son mucho mas positivas. Aparentemente Cristo viene con las manos vacías. ¿Cómo lo van a querer? La experiencia demuestra que todo este fariseísmo de "alto nivel", conduce al caos, el terror, la opresión, la delación, la venganza y el crimen.

La paz viene por Cristo y se mantiene mientras queda algo de fidelidad a Cristo. Ella desaparece cuando la fidelidad al Señor se extingue por completo. Por lo tanto, hay que anunciar que los ángeles están en adoración ante ese Niño pobre, porque es el rocío del Cielo llovido sobre la tierra sedienta. Y que esa noche es clarísima porque en ella ha nacido la luz del mundo. Y que el Niño es reclinado por su madre en un pesebre, hasta entonces utilizado por animales sucios, para significar su voluntad de nacer en nuestros corazones. Parece irrespetuoso pedirle que venga a nuestro interior, tan bajo y manchado. Pero él no se contamina con nuestro pecado sino que nos purifica con su presencia. Y así como María reclina al Niño en el pesebre, del mismo modo es su mediación la que permite que nazca en nuestra alma para traer el gozo y ahuyentar la maldición.

La presentación en el Templo de Jerusalén tiene un sentido misterioso que sólo en el cielo podremos conocer plenamente. Es acción contra el pecado. Estaba anunciado, como tantos otros misterios en la vida del Señor: «Vendrá a su templo el Señor a quien buscáis y el Ángel de la Alianza que deseáis» (18).

Podemos decir con propiedad que de dos maneras vino el Señor Dios a su templo, y de una tercera viene actualmente, a lo que es también su templo. La primera de estas venidas, es, sin duda, en la Encarnación. Cuando el Verbo de Dios asume una naturaleza humana. A ese templo se refiere cuando increpa a los judíos diciéndoles:

"Destruid este templo y en tres días lo levantaré... El hablaba del templo de su cuerpo" (19).

Otra manera de venir a su templo es cuando es presentado de manera oficial, como salvador del mundo, en el Templo de Jerusalén. El Hijo de Dios es ofrecido y se ofrece como víctima por los pecados del mundo. Es lo que se realiza en la Misa, como signo y actualización del Sacrificio de Cristo en la Cruz.

La tercera venida ocurre cuando la gracia santificante inunda las almas de los justos. El mismo Jesús se refiere a ella cuando dice:

"Si alguien me ama, el Padre y Yo vendremos a él y haremos morada en él".

Consideremos la segunda de estas tres venidas análogas Al franquear las puertas del Templo, María ofrece al Padre un verdadero descendiente de Adán. Ofrece a la Santísima Trinidad la ofrenda pura, inmaculada, santa, para la salvación del mundo.

El mismo principio que Santo Tomás aplica para la Anunciación del Ángel, a saber, que María da su consentimiento en nombre de todo el género humano, puede aplicarse también a la purificación: la víctima, Jesús, ha de purificar a todo el género humano y María acepta por nosotros la purificación. Si su consentimiento a la Redención es computado como el consentimiento de la humanidad entera, su purificación, estando investida de la misma capitalidad, es como si dijéramos purificación de la Iglesia.

El papel de María es maternal. Ella inicia la purificación de la Iglesia. Ella tiene, como madre, actividad e iniciativa; en el Templo de Jerusalén ella ofrece la víctima al Padre, ejerciendo una maternidad activa, lúcida, señorial. La presentación u oblación realizada por la Madre de Dios, trasciende el episodio rigurosamente histórico, para resolverse en una acción mística, que se reitera en la economía de la salvación.

Los beneficios que siguen a tal oblación se muestran cuando el anciano Simeón recibe al Niño en sus brazos. Con este maravilloso momento el Señor recompensa los largos años de espera, de paciencia y fidelidad. Simeón ya se va de este mundo y sus ojos se pueden cerrar en paz porque han visto la Luz que ilumina a las Naciones y ya no tiene apetencia de ver ninguna otra cosa.

La unión estrechísima de la Virgen y su Hijo en la redención aparece en las palabras de Simeón: el Niño ha de ser salvación para todos aunque piedra de escándalo para muchos. Los corazones de los hombres han de quedar al descubierto ante él: unos resucitarán y vivirán; otros caerán y perecerán. En la Cruz Jesús será el gran signo de contradicción, y el bendito anciano profetiza a nuestra Señora que entonces una espada de dolor le atravesará el corazón. La Cruz del Hijo y la espada de dolor de la Madre son el sacrificio de ambos para nuestra salud.

Cristo, al comenzar a ser «hijo de la ley», a los doce años, y al comenzar su misión pública, a los treinta años, hace dos gestos típicos que representan que él es el Mesías, y por ende está por encima de todos los otros vínculos humanos, aunque no niega ninguno, al contrario, los refuerza. Cuando María Santísima le dice: «Hijo, ¿por qué has hecho así con nosotros? He aquí que tu padre y yo te buscábamos con dolor» -entre los parientes y conocidos, dice San Lucas; Jesucristo no responde: «Yo no tengo Padre ni Madre», sino le responde: «¿Y por qué me buscábais allí?» Es decir, entre los parientes y conocidos... Como diciendo: «Si me pierdo, donde tienen que buscarme es en el Templo, en el servicio supereminente (mesiánico) de la Religión». Eso es lo único que está por encima de todos los vínculos humanos, por sagrados que sean; que no son sagrados sino por su relación con Dios, el primer servido, decía Juana de Arco.

Antes y después de este gesto, que le es necesario, Cristo está sujeto a ellos, dice San Lucas.

El otro gesto de afirmación mesiánica es al comenzar su vida pública: no va a pedir permiso a los sacerdotes sino que va y se hace bautizar por San Juan. Parece un acto de insubordinación a la Ley. No lo es. San Juan es profeta y la estructura de Israel consta de estos tres elementos, en este orden: Profetismo, Sacerdocio y Realeza. La Realeza ha desaparecido, «el cetro ha sido retirado de la casa de Judá», como había vaticinado Jacob; el Sacerdocio está corrompido por el orgullo, la ambición y la hipocresía; entonces surge un gran Profeta, Precursor del Mesías; y el tema de sus profecías es: «el tiempo se ha cumplido».

Poco después Cristo va al templo y haciendo un látigo de cuerdas echa las ovejas y los bueyes, desparrama el dinero de los cambistas y les vuelca las mesas, todo ello sin pedir permiso a los sacerdotes: muestra que tiene una autoridad superior.

Después de estos gestos, Cristo permanece enteramente obediente a la Ley de Moisés, de tal modo que podrá decir: «¿Quién de vosotros me puede probar un pecado?». Jesucristo es el más obediente de los hombres. El había venido bajo forma de siervo y ahora vuelve con sus padres al pueblito para trabajar allí y vivir sujeto a José y María y «crecer en estatura, sabiduría y santidad delante de Dios y delante de los hombres».

Consideramos ahora el papel de la Santísima Virgen en la Pasión del Señor, es decir, en la fuente misma de todas las gracias de salvación.

El camino del gozo a la gloria es largo y difícil. Pasa por el misterio de la Cruz. Los cristianos nos congratulamos en la afirmación de nuestra dignidad, de nuestros valores humanos, que son reales. pero olvidamos el misterio de la Cruz, tan real como los anteriores y verdaderamente necesario para nuestra salvación.

No podemos desestimar los valores humanos, puestos por el mismo Dios en nosotros. pero no podemos subestimar tampoco las leyes de la redención. Nuestro modo de pensar depende en mucho de nuestras propias limitaciones. En nuestra naturaleza tenemos, al lado de sus propias grandezas, la inclinación al mal. El hombre tiene ambiciones, tendencias y deseos opuestos a la gracia de Dios.

En estos últimos años se ha gastado mucho tiempo, papel y tinta en oponer al belicismo y ambiciones humanas, la dignidad de la persona humana. ¡Tarea inútil! Explicable pero insuficiente. La apología de la dignidad del hombre no basta para curar las llagas de la naturaleza humana. El único remedio es el ungüento del Buen Samaritano del Evangelio: la gracia de Dios. La gracia sana la naturaleza, la eleva, la dignifica, la afirma en el buen obrar, la vuelve capaz de seguir el camino del Salvador.

Sólo Jesús puede tomar posesión del hombre caído quitándoselo al poder del Demonio. Es el único Mediador entre Dios y los Hombres, según las palabras de San Pablo:

«Porque uno es Dios y uno el mediador entre Dios y los hombres, un hombre, Cristo Jesús, que se entregó a sí mismo como precio de rescate por todos» (20).

Si el Apóstol Pablo llama a Cristo «Mediador», es porque ha visto la obra de la redención como la obra de un intermediario, de un reconciliador que ha saldado la cuenta que el hombre caído tenía con la divina justicia. La iniciativa tenía que venir de Dios. Si Dios no acude a salvarnos, los hombres no podemos pensar en la salvación. Los judíos sabían, por la predicación de los profetas, que Dios vendría.

La palabra «mediación» sugiere que los extremos se van a unir. Ya en la Antigua Alianza se había realizado alguna unión. Por ejemplo, la que Dios hizo con Moisés y el pueblo elegido. Ahora lo que es figura debe desaparecer para dar lugar al advenimiento de algo nuevo: la sangre de Cristo es derramada para establecer la Nueva Alianza que nos trae la vida divina.

Unir los extremos no es cosa fácil: entre Dios y el hombre existe no sólo una distancia "física", por así llamarla, sino también una distancia "moral", a causa del pecado. Con la caída en el pecado, la humanidad pierde no sólo la justicia original: esta pérdida hace que su existencia sea afectada por una multitud de males. Ruptura terrible e inimaginable.

En cierto modo, el hombre pecador está unido a Satanás. Para unirse nuevamente con Dios, debe romper semejante alianza. El mediador, para unir dignamente los extremos, tiene que romper los pactos que unen al hombre con el Demonio. Solamente esta ruptura puede abrir los caminos de la nueva unión. La obra del mediador es hecha por ese motivo: quebrar la antigua solidaridad del hombre con el Demonio, para restaurar la unidad con Dios.

De los méritos de Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre, nace la nueva amistad del hombre con Dios. El hombre se une con Dios por las virtudes teologales.

Jesús no tuvo más que ser concebido en el seno de la Virgen para tener el alma inundada por la gracia. Por el contrario, en el momento de nuestra concepción nosotros recibimos la herencia de nuestro primeros padres: el pecado, y sólo si morimos al hombre viejo podemos renacer con Cristo. El hombre se salva viviendo en Jesucristo: así muere al pecado y obtiene la resurrección. Esto anula cualquier concepción humanista del Cristianismo, que se niega a vivir en Jesucristo la muerte al pecado y la resurrección.

El hombre es duro para morir su propia muerte, el poder del Demonio lo mantiene complaciente en el pecado, cuyo estipendio es la muerte, tanto que esa atadura a la antigua Serpiente llega a parecerla la verdadera vida. La muerte se llama "vida moderna", "del hombre de hoy", vida "en esta hora de cambio", de la "sociedad secularizada", etc. La apología del hombre engreído, "que ya no es un niño" y quiere vivir "en madurez en un mundo pluralista", la substitución del combate cristiano por un problema generacional, son argumentos para que renunciemos a vivir según el Espíritu. "¡Debe adaptarse al mundo!, vociferan los doctores de la ley. "¡Debe secularizarse, encarnarse en el mundo!". En la nueva hora de las tinieblas, ellos son empresarios de una reducción de la vida cristiana a los valores mundanos. Esto es y será inaceptable. Las "exigencias del cambio" no pueden mantener una teología naturalista o una Iglesia disuelta que no luche por lo sobrenatural.

Cuando San Pablo escribía sus cartas a hombres recién convertidos, que hasta poco tiempo antes habían practicado las costumbres paganas en un mundo más que pluralista y endurecido por la idolatría, no recibían del Apóstol palabras de benevolencia hacia los errores del mundo que los rodeaba.

Notemos que no se trata de un tema "paulino", sino de una constante de la Revelación. Es la inspiración divina la que pone esto de relieve. Es el modo de contemplar la vida querido por Dios, en vigencia mientras subsista la Alianza entre Dios y los hombres. Sería frívolo, pues, reducirlo a cierto modo de contemplar la vida en un tiempo pasado, pero hoy sin vigencia. Si la palabra de Dios tropieza con inconvenientes sociológicos o históricos, son estos, los que deben cambiar y amoldarse. Ninguna sociología tiene derechos para apuntalar la cobardía y la pereza.

Los slogans mencionados son inventos del demonio para retenernos en la muerte. Pero hay algo muy importante: la Virgen Madre es la Mujer destinada a quebrar la cabeza de la Serpiente. Ella está unida a Cristo en su inmolación y victoria y nos llama a renacer como miembros vivos de su Hijo.

María es corredentora nuestra por su maternidad divina: tal maternidad postula la asociación de la Santísima Virgen a la obra del Hijo, postulado que hace efectiva la voluntad de Dios. Jesús y María están predestinados para realizar la obra de la reparación del género humano en el mismo decreto de redención. Jesús como causa principal y absolutamente suficiente y María como causa secundaria y suficiente en virtud de la superabundancia de Cristo.

Debemos fijarnos bien que la intervención de María en la Redención está subordinada a Cristo pero incluida en la misma categoría causal. Esto confiere a María una dignidad especial por la cual los teólogos la llaman corredentora. En virtud de esa dignidad de corredentora, sus actos humanos, sus padecimientos unidos a los de Cristo, son también actos de redención del género humano.

Como ya fue dicho, esto se entiende no en el mismo grado que Cristo, sino como socia del Señor y por la plenitud y superabundancia del mérito de Cristo, que quiso unirla a su obra. En orden a la Redención, Cristo y María son una unidad indisoluble. Debe pensarse en el paralelismo con Adán y Eva, tan grato a los Santos Padres. Así como Adán y Eva son la cabeza de la generación natural de los hombres, Cristo y María son la cabeza de la generación sobrenatural de los hijos de la gracia.

Verdadera Madre natural del Señor es también madre nuestra. En Nazaret y Belén es Madre de la Cabeza del Cuerpo Místico; al pie de la cruz, en el parto doloroso del Calvario, es Madre de todos los miembros del Cuerpo Místico:

"Redimida de modo eminente en atención a los méritos futuros de su Hijo, y a El unida con estrecho e indisoluble vínculo, está enriquecida con la suma prerrogativa de ser Madre de Dios Hijo y, por tanto, hija predilecta del Padre y sagrario del Espíritu Santo, con un don de gracias tan eximio que antecede con mucho a todas las criaturas celestiales y terrenas... Con su amor coopera a que naciesen en la Iglesia los fieles, que son miembros de Cristo-Cabeza" (21).

Esta es la maternidad espiritual de María.

La Iglesia con fino instinto sobrenatural ha resumido el papel singular de María en la Redención en la advocación de "Madre de Misericordia". La gracia de la maternidad divina, en efecto, es una gracia social. Está ordenada a la generación mística de los hijos adoptivos de Dios.

La maternidad espiritual es esencialmente redentiva. Pero el ejercicio de su maternidad espiritual no puede ser en la Santísima Virgen algo ciego. Exenta de todo motivo de separación de Dios, en su proximidad única a la Fuente de la Luz, tiene un conocimiento vivísimo de la miseria humana.

Desde sí mismo, habitualmente, el hombre no se ve como miserable. Fácilmente la visión desde el yo está maleada por el egoísmo; el yo tiende a crearse un mundo propio y a vivir en él. Hace ya muchos siglos que el hombre occidental ha elegido reemplazar la Cristiandad por un mundo producido por el yo todopoderoso. Por el egoísmo, el hombre no reconoce el pecado y sus consecuencias catastróficas, y trata las cosas mundanas en una perspectiva que excluye la finitud y la muerte. En su presunción ignora su miseria, y por ello va a parar a la desesperación, que le presenta su miseria como absolutamente irremediable.

No es tarea ardua comprobar las limitaciones humanas en el orden físico y moral: poseemos una existencia precaria; nacemos y crecemos en circunstancias que no hemos elegido, y el nuestro es un "ser para la muerte" (aunque esta expresión debe ser despojada del sentido fatalista que tiene en la filosofía contemporánea, porque gracias a la Redención la muerte ha sido vencida).

La madre ve de un modo especial la enfermedad de su hijo, como no ve la de un extraño. La enfermedad del hijo le sugiere inmediatamente la idea del remedio. Casi intuye el remedio en la misma enfermedad. Desde el conocimiento incomparable de la bondad de Dios, desde su amor infinito por su Hijo Jesús, desde su visión de todas las cosas en Dios, y con los poderes propios de Reina y Señora, la Virgen ve el pecado, en cierto modo con los ojos de Dios y la socia del Salvador vislumbra todos los recursos de la redención. En el ámbito de la luz de la Inmaculada el pecado se muestra como una locura: aversión a Dios, renuncia al Creador para engolfarse en las creaturas. María percibe mejor que cualquier otro ser creado la incongruencia del pecado.

Pero aunque su mirada penetra en nuestras lacras, Ella no deja de captar el sello de Dios en el fondo de nuestra alma y nuestra vocación sobrenatural. Su conocimiento de nuestra ruina está ordenado a nuestra salvación. Ella posee una extraordinaria sensibilidad frente a nuestras miserias, y acude a nosotros porque su sensibilidad de la justicia es trocada por la misericordia en gracias redentoras para labrar en los hombres la imagen de su Hijo. Defiende esa imagen cuando amenaza borrarse, y encuentra los caminos para repararla.

La gracia de María es gracia de la nueva Eva, consorte del nuevo Adán. El papel de Eva en la perdición, es el papel de María en la salvación. María quiere salvarnos, y para salvarnos obra de modo maternal sobre el hombre caído. Ante la infinitud del pecado, despliega la infinitud de su misericordia. Contempla al pobre hijo pródigo que peregrina por la tierra: lo ve agotado por los errores, agitado por ilusiones, perdido en empresas más o menos inútiles. Todo este saber está como envuelto en su compasión maternal. La misericordia es la nota típica de la maternidad divina: ruega por nosotros, nos trae al Salvador y es la Mujer Fuerte que rodea al Nuevo Adán en la hora del sacrificio supremo para engendrar una nueva humanidad.

La Escritura muestra con evidencia la unión de Jesús y María en la obra de reparación del género humano. La Encarnación del Hijo de Dios en María es el comienzo de nuestra salvación. Esta se realiza con la ofrenda de la vida de Cristo, que comenzó en la agonía de Getsemaní. En Nazaret, María cree las palabras del Arcángel Gabriel: "Nada es imposible para Dios" (22); en Getsemaní, el Señor dirige las mismas palabras al Padre: "¡Abba, Padre! Todo es posible para Ti" (23). La Virgen responde a Gabriel: "Hágase en mí según tu palabra" (24); en el Huerto de los Olivos, también el Señor manifiesta su aceptación total de la voluntad del Padre: "No se haga mi voluntad sino la tuya" (25). Y estas palabras de Jesús no hacen más que expresar el ofrecimiento incondicionado a cumplir la voluntad del Padre que realizó en el seno de María, en el primer momento de su concepción: "¡He aquí que vengo a hacer tu voluntad!" (26). Y sus últimas palabras: "Padre, en tus manos entrego mi espíritu" (27) expresan la última oblación de su vida sobre la tierra, oblación iniciada en el seno materno. Toda la vida del Señor ha sido una entrega prolongada, una muerte permanente.

Y la misión de María es ofrecerse y ofrecer a su Hijo. Está para sufrir con El y para no poder aliviarle. De tal modo que de ambos se forme un solo dolor para la redención del mundo. El dolor de la Parturienta, que cambia en bendición el castigo de la mujer por el pecado: "Mujer, he ahí a tu hijo" (28).

El domingo llega la hora magnífica del triunfo: Cristo ya no está entre los muertos, ni entre los mortales. La muerte ha sido vencida:

"¿Dónde está muerte tu victoria? ¿Dónde está tu aguijón?" (29)

La gloria del resucitado es la exaltación de la justicia y la misericordia. Quien se humilló hasta la muerte, y muerte de Cruz, merece ser exaltado sobre todo nombre en el Cielo y en la Tierra.

La tradición cristiana piensa, con razón, que la primera aparición es a la Madre del Señor. Ella, que tanto ha sufrido en la Pasión, experimentado en su corazón el desamparo, la soledad y la prolongada agonía de Jesús, debe ser la primera en recibir el saludo del Dios Fuerte, del Príncipe de la Paz, con todos sus atributos de gloria y poder.

El Señor no podía permanecer en la tierra porque ella no es lugar apropiado para un cuerpo incorruptible e inmortal. Por lo tanto, debió subir al cielo. Según su naturaleza divina, el Hijo de Dios es inmutable: no le pertenece, entonces, el cambio de lugar. Pero según su naturaleza humana, admite este cambio. Todos los cuerpos buscan su lugar propio por la ley de gravedad. La ley de gravedad de los espíritus y de los cuerpos glorificados, es el amor. El amor de caridad con que mueren, les da su lugar en el cielo, en la participación de la bienaventuranza.

Cristo vuelve al Padre, y ambos envían el Espíritu Santo, el inmenso amor divino, sobre María y los discípulos. Diez días después de la Ascensión, el Cenáculo pareció llenarse de un viento impetuoso, comparación que Cristo mismo había aplicado al Espíritu de Dios, que "no sabemos de dónde viene y sopla donde quiere". Apareció una gran llama que se dividió en lenguas "como de fuego", posadas en cada una de las cabezas, para significar a la vez la unidad y la extensión universal de la predicación de los Apóstoles y sus sucesores. Y los efectos de esa misión del Espíritu Santo fue simplemente la edificación de la Iglesia. Pentecostés es la solemne proclamación de la Iglesia en el mundo entero; y eso significa el don de lenguas, contrapuesto a la confusión de la Torre de Babel.

Ahora bien, María es Madre de la Iglesia. Al recibir al Verbo de Dios en su corazón inmaculado, afirma la liturgia, mereció recibirlo en su seno virginal, y de este modo preparó el nacimiento de la Iglesia. Su Hijo, en la Cruz, la proclamó nuestra Madre. Y unida a los Apóstoles en espera del Espíritu Santo, asoció su oración a la de los Discípulos. El Espíritu desciende sobre quienes la rodean. Una vez más: la Madre de Cristo, Cabeza del Cuerpo Místico, es también Madre de todos los miembros del Cuerpo Místico. Junto con Cristo, aunque subordinada a El, tiene razón de Principio en la generación sobrenatural de los hijos de la gracia.

Y por ello, Cristo la asocia a su triunfo. Con su Asunción gloriosa a los cielos se cumple el vaticinio del "Magnificat": Dios llena de gloria a su servidora. La Santísima Virgen murió como su Hijo, resucitó y fue llevada a los Cielos, "asunta".

La glorificación del cuerpo de María es el cauterio contra una antigua herejía: el maniqueísmo. Ella ha perdurado hasta nuestros días en diversas formas, dondequiera ha habido hombres convencidos de que el mal es tan potente como el Bien -o más. Hoy día tenemos, por ejemplo, los freudianos: dicen que el fondo de nuestra vida psíquica es sucio, maligno, perverso, y que lo es de un modo irremediable. La Iglesia no lo cree así, y sus sacramentos apuntan a enderezar y dignificar instintos, pasiones y afectos. Cristo ha salvado a todo el hombre, y así el cuerpo será transfigurado en la resurrección de la carne; lo cual nos enseña este misterio de la Asunción, que es anticipo de la resurrección que el Señor nos ha prometido.

Ya no es solamente el Hijo de Dios el resucitado y glorificado, al cual, por ser Dios, tal triunfo se le debía por naturaleza; es una pura creatura, una mujer mortal, la que resucita, es llevada a los Cielos y es coronada.

La madre del Rey de reyes no puede menos que gozar de privilegios reales. El reinado de María en la gloria tiene valor doctrinal, social y psicológico.

Doctrinal, porque la Reina es siempre escuchada; así la intervención de María en favor de los suyos obtiene siempre el favor de Dios. A Ella encomendamos salir de este mundo con la gracia de la perseverancia final.

Valor social, porque la realeza de María nos induce, en estos tiempos azarosos, a confiarle nuestra Patria, nuestras familias, nuestras tradiciones cristianas.

Valor psicológico porque cada uno se siente impulsado a confiar en Ella, en quien encontramos el poder de la realeza y la bondad de la maternidad.

Hoy necesitamos más que nunca proclamar y vivir intensamente el poder de la Virgen Reina. Mientras los grandes del mundo se disponen a repartirse la tierra, apoderarse de hombres y bienes, es imposible que los pequeños no sucumbamos si no contamos con la honda de David, la Fe en el poder que viene de lo Alto. Y por ello debemos acudir a la que fue proclamada feliz por haber creído en la promesa de Dios.

Los pueblos católicos de América, contra los gigantes del mundo, no podemos recurrir a otro género de armas. Creemos en el poder que viene del Cielo y llega hasta nosotros por Aquella en quien el Todopoderoso ha hecho grandes cosas. Sentimos la embestida para quebrar nuestra resistencia. Pero sabemos también que la Cruz devuelve la vida a las naciones, abatidas por la mano fuerte de quien se jactó un día de poseer los reinos de la tierra. "Todos los reinos del mundo y su gloria" (Mt. 4, 8).

El imperio de iniquidad ha sido destruido. La idolatría, hechicería y la superstición han sido borradas de la tierra, y sólo vuelven como castigo de nuevas y reiteradas apostasías. Por el triunfo de la Cruz sobreviene la ruina de Babilonia. Sólo por el alejamiento de la Cruz, cuando el hombre desconoce los caminos de la Redención, vuelve la imagen de un pasado de dolor y de angustia, redimibles por la Fe en el Crucificado.

La actual apostasía se siente más segura que nunca de poder prescindir de Dios. Ante el triunfo de los soberbios, el corazón se encoge, se escandaliza y tiende a desconfiar de la Providencia. Pero el hombre no puede aclarar su misterio interior por sí mismo, no puede reconquistar la paz sin la Fe en Dios, en el amor de Cristo y por la mediación de la Santísima Virgen. Por ella viene la Redención y no hay otro camino.

A pesar de los doctores de la nueva religión humanista y progresista, la devoción a la Madre de Dios sigue en vigor y será más acendrada en las generaciones por venir, si es que este mundo ha de durar. Muchos esquemas actuales caerán despedazados en el polvo de los siglos, y la Mujer vestida de sol seguirá recogiendo la alabanza de las generaciones como profetizó en el Magnificat.

Hostigados por la herejía anti-mariana que pretende destruir la Iglesia, debemos velar con el Rosario en las manos y el corazón puesto en los misterios de la salvación. Así se dispone el hombre moralmente para la unión mística y real con Nuestro Señor, que se consuma en la Eucaristía. Ello nos permitirá mantener vivas la Fe, Esperanza y Caridad, y hacer las ofrendas de Abel y no las de Caín, bajo los falsos dictados del acomodo y del silencio cómplice.

La Virgen salvará al mundo. Hagamos todo por María, de modo que Ella nos haga nacer de nuevo, como hizo nacer de nuevo a Jesucristo para nuestra salvación.

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NOTAS

(1) Estas páginas fueron leídas en el homenaje al recordado Padre García Vieyra O.P. que tuvo lugar el 9-12-95 en el Convento de Santo Domingo en Santa Fe. El carácter oral de la exposición hizo que omitiésemos citar la mayor parte de las fuentes empleadas: en primer lugar las obras del Padre García Vieyra, textos de los Santos Padres, Santo Tomás, el Cardenal Newman, Chesterton, el Cardenal Siri, el P. Castellani, Bernhard Lakebrink, Jesús M. Granero S. J., diversos escritos de espiritualidad y artículos de revistas. Cuando luego se nos propuso la publicación de este trabajo, nos resultó imposible dar con todos los textos de los Autores arriba mencionados.

(2) Cantar 1, 2.

(3) Gen. 3: 15.

(4) No vio satisfecho su deseo: a pesar de haberle enviado cerca de 2000 cartas (a veces 5 en un mismo día, y no precisamente sobre cuestiones abstractas: "estoy dispuesto a todo", p. 50), de haber llorado a moco tendido (p. 69) y de haberse arrodillado ante la Rinser (p. 95), ésta fue más jesuita que el mismo jesuita, al que usó para promocionarse como escritora y experimentar el ha- lago de su vanidad patológica.

(5) Gratwanderung, Briefe der Freundschaft an Karl Rahner, Kösel, München, 1994, p.250.

(6) Ibíd., p.13

(7) Soy un Teólogo Feliz, Sociedad de Educación Atenas, Madrid, 1994.

(8) pp. 79, 85.

(9) pp. 84 ss.

(10) p. 98

(11) La Sombra de la Logia, en Esquiú, 25-8-91, p.8

(12) Catholic Herald, 11-8-95, p.1

(13) Gratwanderung, p. 163

(14) Bula Ineffabilis Deus

(15) S. Th., III, 30, 1.

(16) Gen. 3, 18.

(17) 7, 14.

(18) Mal. 3, 1.

(19) Jn. 2, 19-21.

(20) I Tim. 2, 5-6.

(21) Lumen Gentium, 8, 53.

(22) Lc. 1, 37.

(23) Mc. 14, 36.

(24) Lc. 1, 38.

(25) Lc. 22, 42.

(26) Hebr. 10, 9.

(27) Lc. 23, 46.

(28) Jn. 19, 26.

(29) I Cor. 15, 55.