EL MISTERIO Y LA LITURGIA

P. Fr. Rafael M. Rossi O.P.

 

"En verdad Tú eres un Dios escondido" (Is. 45, 15).

 

I- El misterio escondido

Muchas veces los católicos hemos dejado de lado elementos preciosos de nuestra religión, elementos que otros han tomado para ofrecerlos en una supuesta evangelización: nos dejamos robar lo que Dios nos ha dado en custodia, y los ladrones, al no ser dueños verdaderos, no saben dar buen uso a las cosas. Tertuliano, en el siglo II, ya advierte: los herejes no pueden hacer uso de la Biblia por la sencilla razón de que la Biblia no es suya:

"nuestros adversarios se arman con las Escrituras, y con esta insolencia impresionan pronto a algunos. En el combate fatigan a los fuertes, triunfan de los débiles y siembran inquietud en el corazón de los indecisos. Por eso tomamos esta decisión contra ellos antes de dar ningún otro paso: negarles el derecho a discutir sobre las Escrituras. Este es su arsenal; pero antes de sacar armas de él hay que examinar a quién pertenecen las Escrituras, a fin de que no pueda usarlas nadie que no tenga derecho a ellas" (De praescriptione haereticorum, c.15).

Hoy día pasa algo semejante: en distintas sectas se predica sobre temas olvidados por los católicos, como son los ángeles, el misterio, la unión con Dios. Hay abundante bibliografía extra-católica sobre estos temas, siendo que forman parte esencial de nuestra fe.

Por eso queremos recuperar la palabra misterio en toda su riqueza natural y sobrenatural, superando tanto racionalismo, donde lo real no es más que lo que alcanza a comprender nuestra inteligencia. Muchas veces en nuestras iglesias, en nuestros conventos, se mira con sospecha a quien "reza demasiado", a quien gusta de los autores místicos. Recordemos las palabras del P. Arintero O.P., restaurador de la mística en España y en la Iglesia, cuando fueron injustamente prohibidos sus libros en un seminario:

"En sus predicaciones les aconsejo no mencionen nunca la palabra "mística", la contemplación infusa, ni menos cosas extraordinarias, que asustan, como decía con gracia Santa Teresa" (1).

Este recelo por la mística (y por tanto por el misterio) es algo que debe preocuparnos, pensando que los místicos, los que han vivido la experiencia del misterio de Dios, son los que nos han señalado el camino de la Santidad:

"Para convencernos de que no hay ni es posible que haya verdaderos santos no místicos, y de que, por lo mismo, para la plena perfección y santificación es necesaria la contemplación infusa, debería bastarnos saber que, según la práctica de la Iglesia, jamás se procede a la canonización, ni aún a la simple beatificación de un siervo de Dios, sino después de haberse probado con todo rigor que practicó habitualmente las virtudes con perfección y heroísmo; lo cual, en realidad, equivale a probar a posteriori, o sea por los frutos, que fue un verdadero místico en toda la extensión de la palabra. En efecto, según enseña santo Tomás (2) y reconocen la generalidad de los teólogos, esa perfección y ese heroísmo, sobre todo habituales, son obra manifiesta de los dones del Espíritu Santo y los presuponen bien desarrollados y ejercitados. Este ejercicio normal de los dones [...] es lo que constituye y caracteriza el estado místico" (3).

Por todo esto es que la IV Conferencia del Episcopado Latinoamericano, reunida en Santo Domingo en octubre de 1992 enseña:

"Procurar que en todos los planes de pastoral sea una prioridad la dimensión contemplativa y la santidad" (nº 144). "Promover una liturgia viva en la que los fieles se introduzcan al misterio" (nº 152). "La santidad, que es el desarrollo de la vida de la fe, la esperanza y la caridad recibida desde el bautismo, busca la contemplación del Dios que ama y de Jesucristo su Hijo.... Sin una capacidad de contemplación, la liturgia, que es acceso a Dios a través de signos, se convierte en acción carente de profundidad" (nº 37). "Debemos procurar que todos los miembros del pueblo de Dios asuman la dimensión contemplativa de su consagración bautismal" (nº 47).

¿Por qué hablamos de contemplación, mística, misterio? Porque nuestra santa religión es sobrenatural, es decir que está por encima de lo humano, de la capacidad humana. Aquello que podemos llegar a comprender de la Revelación es una parte tan sólo de la realidad de Dios, e incluso una parte de lo que los profetas y los Apóstoles recibieron por revelación. Por eso dice santo Tomás que la sagrada doctrina (o sea lo que sabemos de Dios por la revelación) es una participación del conocimiento que Dios tiene de sí mismo y del conocimiento que los ángeles y los santos tienen de Dios (cfr. I, q.1, a.2, cpo; a.3 ad 2º).

"Sé que este hombre -dice S. Pablo respecto de sí mismo- (sea en el cuerpo, sea fuera del cuerpo, no lo sé, Dios lo sabe) fue arrebatado al paraíso y oyó palabras arcanas que el hombre no puede decir" (2 Cor. 12, 3-4).

Y esas palabras arcanas, secretas, ocultas, son la Revelación de Dios. Y de todas esas palabras nos ha dejado, por su predicación, algunas cartas, unas pequeñas palabras acomodadas a nuestra capacidad; pero mucho más es lo que el autor sagrado recibió por revelación, es inmensamente más no sólo en extensión sino principalmente en profundidad.

Esa inmensidad es la que hace que el hombre no pueda pronunciar esas palabras, pues queda sobrecogido ante el Misterio Divino. Por eso dice S. Dionisio que cuanto más nos elevamos hacia Dios, menos palabras pronunciamos, hasta quedar con la única Palabra pronunciada por el Padre en el silencio eterno de la Trinidad:

"Cuanto más alto volamos, menos palabras necesitamos, porque lo Inteligible se presenta cada vez más simplificado. Por tanto, ahora, a medida que nos adentramos en aquella Tiniebla que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos en palabras. Más aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada... Al coronar la cima reina un completo silencio. Todo se une al Inefable" (4).

Esta antigua enseñanza teológica, la retoma San Juan de la Cruz, llegando a la siguiente conclusión:

"Una palabra habló el Padre, que fue su Hijo, y ésta habla siempre en su eterno silencio, y en silencio ha de ser oída del alma" (5).

Las cosas más evidentes son las menos reales y viceversa: la Ssma. Trinidad es infinitamente más real, pero no es evidente para nosotros; nuestros rostros son evidentes, inmediatos, pero más real es la presencia de Dios en nuestras almas por la gracia, y eso no es de evidencia inmediata. Por eso, si creyéramos que "ya lo sabemos todo", que "ya está todo dicho", seríamos necios, sin saber nada.

"Si la teología hiciese abstracción de su elemento místico, dejaría de ser teología y se convertiría en víctima del conceptualismo racionalístico. Si se pierde la experiencia del misterio, la religión no tiene ya lugar en la vida"  (6).

 

II- El misterio manifestado

"el misterio escondido en los siglos, 

ahora se ha manifestado a sus santos

(Colos. 1, 26).

 

Este misterio "que es el mismo Cristo" (Colos. 1, 27) se ha manifestado en la Revelación, por medio de los profetas y los Apóstoles.

"Después que Dios habló muchas veces y de muchas maneras por los profetas, últimamente, en estos días, nos habló por su Hijo (Heb. 1, 1-2). Pues envió a su Hijo, es decir, al Verbo eterno, que ilumina a todos los hombres, para que viviera entre ellos y les manifestara los secretos de Dios (cf. Jn. 1, 1-18); Jesucristo, pues, el Verbo hecho carne, «hombre enviado a los hombres», habla palabras de Dios (Jn. 3, 34) y lleva a cabo la obra de la salvación que el Padre le confió (cf. Jn. 5, 36; 17, 4). Por tanto Jesucristo -ver al cual es ver al Padre (cf. Jn. 14, 9)-, con su total presencia y manifestación personal, con palabras y obras, señales y milagros, y, sobre todo, con su muerte y resurrección gloriosa de entre los muertos, finalmente, con el envío del Espíritu de verdad, completa la revelación y confirma con el testimonio divino que vive Dios con nosotros para liberarnos de las tinieblas del pecado y de la muerte y resucitarnos a la vida eterna" (Dei Verbum nº 4).

Y este misterio atrae no sólo porque despierte en nosotros la curiosidad, sino porque es amable y seduce nuestro corazón:

Me sedujiste, Señor, y fui seducido (Jerem. 20, 7).

Es dulce como la miel: fue en mis labios como miel dulce (Ezeq. 3, 3).

Sacia el hambre: vienen días -dice el Señor- en que enviaré hambre sobre la tierra; no hambre de pan y sed de agua, sino de oír la palabra de Dios (Amós 8, 11); es como alimento sabroso: Cuando encontraba tus palabras, las devoraba.

Este amor y hambre por la Revelación es algo que el Espíritu Santo despierta dentro de nosotros para movernos a profundizar en el conocimiento de la Verdad: cuando venga el Espíritu de la verdad, os enseñará toda la verdad (Jn 16, 13). Esta acción del Espíritu suscita en la Iglesia la vocación del teólogo,

"que tiene como función especial de lograr, en comunión con el Magisterio, una comprensión cada vez más profunda de la palabra de Dios contenida en la escritura inspirada y transmitida por la tradición viva de la Iglesia" (7).

 

 

III. El misterio contemplado

"¿No ardían nuestros corazones 

mientras nos explicaba las Escrituras?" 

(Lc. 24, 32).

 

La fuerza intrínseca del mismo Misterio no permite que la teología, o mejor dicho el teólogo, quede en el mero estudio, en un simple conocer; esta verdad nace del amor de Dios y lleva al amor de Dios.

"Puesto que el objeto de la teología es la verdad, el Dios vivo y su designio de salvación revelado en Jesucristo, el teólogo está llamado a intensificar su vida de fe y unir siempre la investigación científica y la oración" (8).

Esto no es algo novedoso; ya enseñaba S. Vicente Ferrer:

"Nadie, por buen juicio e ingenio que tenga, debe omitir esas cosas que puedan moverlo a devoción; antes bien, lo que lee o estudia debe llevarlo y sujetarlo a Cristo, hablando con El y pidiéndole el conocimiento y sentido de las cosas. Muchas veces, cuando está estudiando, debe apartar los ojos del libro por un tiempo, y cerrados los ojos esconderse en las llagas de Cristo, y luego volverlos otra vez al libro. Además, cuando debe levantarse del estudio, puesto de rodillas dirija a Dios, hacia el cielo, alguna oración breve y fogosa [...] Así que, después de un rato de oración volverás al estudio otra vez, y así andarás de lo uno a lo otro" (9).

En este ir y venir del estudio a la oración, en este subir y bajar de la mente al corazón, vamos entrando en los misterios de Dios de un modo amoroso, contemplativo.

"Y entonces te será dado un más claro entendimiento... En la oración encontrarás más devoción, y en el estudio una inteligencia más clara" (10).

Se cuenta en la vida de santo Tomás que más aprendió en la oración que en el estudio. Cuando una cuestión difícil se le resistía, acudía ante el crucifijo o ante el sagrario, y allí encontraba las respuestas a sus dudas. Escuchemos a Dios Padre que dice a Sta. Catalina:

"Mira al glorioso Tomás, cuya noble inteligencia contemplaba mi Verdad, en la que adquiría por mi gracia luz sobrenatural y ciencia infusa. La obtuvo más por medio de la oración que por estudio humano. Fue una antorcha muy resplandeciente que iluminó su Orden y todo el Cuerpo místico de la santa Iglesia, ahuyentando las tinieblas de las herejías" (El Diálogo, P. V, c.3).

Así es como la teología (y el teólogo) progresa del mero estudio del misterio a la contemplación del mismo. Y decimos "progreso", pues la contemplación nos da un conocimiento superior al que nos puede dar el estudio, pues da un conocimiento por cierta connaturalidad.

"Las cosas divinas no se reciben por los principios de la razón, sino por cierta experiencia por compasión con lo divino, como dice Dionisio respecto de Hieroteo, que aprendió lo divino padeciendo lo divino. Pero el afecto infectado por un ilícito amor de las cosas no siente la dulzura de las divinas inspiraciones, y así, faltando el conocimiento que se da por la experiencia, puede alguien formar silogismos y enunciar proposiciones, pero no tiene la ciencia real, que es parte de la bienaventuranza" (11).

Moisés nos muestra con su vida el sentido de la contemplación: el conocimiento afectivo o amoroso de Dios. Antes que nada se requiere una etapa de purificación del alma, tanto de los afectos sensibles como de los afectos espirituales. Así, ante la zarza ardiente desde la cual habla Dios, Moisés se descalza.

"Pies calzados no pueden subir a la altura donde se ve la luz de la verdad. Hay que descalzar los pies del alma, despojarnos de las pieles terrenales con que nuestra naturaleza se revistió al principio cuando nos hallábamos desnudos por no cumplir lo que Dios manda. A la desnudez espiritual sigue el conocimiento de la verdad, manifiesta por sí misma" (12).

Y luego, para llegar a la cima del monte Sinaí, donde durante cuarenta días está con Dios, debe continuar la purificación por el camino del desierto.

"Moisés y la nube, ambos, sirven de guías para quienes avanzan por el camino de la virtud. Moisés representa los mandamientos, y la nube que guía el buen entendimiento de la ley. Quien los siga está ya purificado por haber cruzado el agua; ha hecho morir y separar de sí todo lo impropio, ha probado el agua de Mará, que quiere decir la vida alejada de los placeres mundanos. Agua que al principio parece amarga y desagradable a quienes la prueban, pero dulce a los que acogen el madero [el leño]... Han recibido el pan del cielo, han procedido con valentía frente a los enemigos y triunfado gracias a las manos extendidas de Moisés, que prefiguran el misterio de la cruz. Sólo estos entran en la contemplación de la naturaleza trascendente" (13).

El camino que lleva a este conocimiento es la purificación; por eso manda Dios que, antes de acercarse al Sinaí, el pueblo judío debía lavar sus vestiduras (cfr. Ex. 19, 10), como significando el decoro externo de la vida (14).

Los animales no podían acercarse al monte Sinaí (cfr. Ex. 19,13), significando que "el conocimiento propio de la contemplación sobrepasa con mucho al de los sentidos" (15).

"En cambio, la contemplación de Dios no consiste en ver ni oír, ni viene tampoco por los medios ordinarios de entender. Porque ni el ojo vio, ni el oído oyó ni es nada de lo que ordinariamente al corazón del hombre llega. El que quiera acercarse al conocimiento de las cosas sublimes antes tiene que purificar su conducta de cualquier movimiento sensible y animal" (16).

Por fin llega Moisés a la tiniebla, o nube luminosa. Pues por una parte escucha la voz de Dios, recibe la ley y las enseñanzas divinas. Pero luego de esta iluminación, el alma va comprendiendo que Dios es incognoscible, es el "Dios escondido".

"Cuanto más progresa el espíritu con aplicación siempre mayor y más perfecta, y a medida que se acerca a la contemplación, ve más claro que realmente la naturaleza divina es invisible" (17).

Muchas veces pensamos que con nuestros estudios "teológicos" podemos llegar a saber sobre Dios: pero eso es muy poco. Pues hasta que Dios no nos llame (vocación) y nos atraiga hasta la cima de la montaña santa, no entraremos en la verdadera contemplación, que es el conocimiento más adecuado de Dios que podemos tener en esta vida. No es cuando más sentimos y experimentamos el gozo en la oración, cuando mejor rezamos; sino en la noche oscura, "noche más amable que la alborada", pues es en la noche (tiniebla) donde el alma se une con Dios.

"¡Oh noche que guiaste!;

¡oh noche amable más que alborada!

¡oh noche que juntaste

Amado con amada,

amada en el Amado transformada!" (18).

 

 

IV. El misterio celebrado

"Para TI la alabanza del silencio".(Salmo 65,1 )

 

a) Presencia

Si prestamos atención, a lo largo de los textos litúrgicos aparece la frase "celebrar los misterios","los misterios que celebramos", etc.

En el Catecismo de la Iglesia Católica, la 2ª parte, que trata de la liturgia, se titula La celebración del misterio cristiano.

Este celebrar no es tan sólo recordar algo que sucedió hace tiempo, o recordar a alguien; como cuando recordamos a los próceres de nuestra historia. Los personajes que celebramos en la liturgia (Dios, la Virgen, los ángeles, los santos) son seres verdaderamente vivos ante Dios, o sea que están más vivos que nosotros, (que vamos a morir). Y los misterios no son hechos pasados: están en la eternidad de Dios. El misterio de la Pasión de Cristo tiene actualizada eternamente su virtualidad, su influjo sobre nosotros.

Escuchemos al Papa Pío XII, en su encíclica Mediator Dei, que es un hermoso tratado de liturgia:

"El año litúrgico, alimentado y seguido por la piedad de la Iglesia, no es una representación fría e inerte de las cosas que pertenecen a tiempos pasados, ni un simple y desnudo recuerdo de una edad pretérita; sino más bien es Cristo mismo que persevera en su Iglesia y que prosigue aquel camino de inmensa misericordia que inició en esta vida mortal cuando pasaba haciendo el bien con el bondadosísimo fin de que las almas de los hombres se pongan en contacto con sus misterios, y por ellos en cierto modo vivan. Estos misterios no están presentes y obran constantemente de aquel modo incierto y oscuro que suponen algunos escritores modernos, sino tal como lo enseña la doctrina católica; ya que, según el parecer de los doctores de la Iglesia, son eximios ejemplos de cristiana perfección y fuentes de la divina gracia por los méritos y oraciones de Jesucristo, y perduran en nosotros por sus efectos, siendo cada uno de ellos, según su propia índole, causa de nuestra salvación" (19).

Cuando celebramos el Viernes Santo, hacemos un acto de adoración a la Santa Cruz; y esa cruz que en cada iglesia se adora, aunque no es la Vera Cruz de Jerusalén, es una actualización afectiva de la misma. Ese acto litúrgico renueva la eficacia de la Cruz de Cristo, y despierta en nosotros lo que llama S. Juan de la Cruz "la compasión afectiva de la muerte de Cristo" (20), por la cual el alma sube a la unión con Dios.

Por eso dice el Concilio Vaticano II que Cristo está presente en la liturgia por su virtud o eficacia y por su palabra,

"de modo que cuando alguien bautiza es Cristo quien bautiza; ...pues cuando se lee en la Iglesia la S. Escritura, es El quien habla... Con razón se considera la liturgia como el ejercicio del sacerdocio de Cristo" (21).

Por eso, si participamos en silencio atento a cada palabra y gesto de la liturgia, comprendemos más y nos unimos más a Dios que por la lectura o la oración extralitúrgicas.

"A esto se añade que la Iglesia, nuestra piadosa Madre, mientras propone a nuestra contemplación los misterios de nuestro Redentor, pide con sus súplicas aquellos dones sobrenaturales con que sus hijos se embeban lo más posible en el espíritu de los mismos misterios, por virtud de Cristo. Por inspiración y virtud de El podemos, con la cooperación de nuestra voluntad, asimilarnos su fuerza vital, como los sarmientos la del árbol y los miembros la de la cabeza; y transformarnos poco a poco y laboriosamente a la medida de la edad perfecta según Cristo (Ef. 4, 13)" (22).

Concluyamos con un profundo texto del místico ruso Gogol: "La divina liturgia es, en cierto sentido, el eterno retorno del gran acto de amor realizado por nuestra causa" (23).

 

b) Fiesta

Celebrar algo tiene sentido de fiesta, de gozo; también la liturgia es una fiesta, una actividad gozosa de la cual no se busca utilidad alguna.

"La liturgia vive en el ocio [...] La liturgia se nutre en el descanso que sabe oír, en la confianza, en la intuición. El ocio es contemplación festiva, como los silencios de dos que se aman. Dios se perenniza en el ocio, en el gozo de ver cuán hermosas son las obras de sus manos. Liturgia es fiesta en el ocio" (24).

Es interesante descubrir que, después de ver que sus obras eran buenas (y bellas, según el texto griego del Génesis) en el día séptimo, que es el día de la fiesta litúrgica, Dios descansó de sus obras, y bendijo y santificó este día, porque en ese día Dios descansó de sus obras (Cfr. Gén. 2, 1-3).Porque este descanso en el ocio (no trabajar) del día del Señor (Shabat judío, luego superado por el Domingo cristiano), está bendecido y santificado, lo que significa que recibe la fecundidad, los bendijo Dios diciendo: Creced y multiplicaos, y la consagración como dedicado a ver a Dios. Ahora podemos entender la definición de fiesta que da Pieper: "el descubrimiento contemplativo del fundamento divino del mundo" (25).

El mundo, las creaturas visibles y las invisibles en su realidad natural y sobrenatural, tiene un fundamento divino:

"Los cielos cuentan la gloria de Dios, el firmamento la obra de sus manos; el día le pasa al día su mensaje, la noche a la noche se lo susurra" (Sal. 18).

La creación, con su belleza, sus sonidos, su silencio, su orden, habla de Dios; para descubrir a Dios detrás de cada creatura, es necesaria la fiesta:

"En la medida en que logra traer a su mirada el fundamento oculto de todo lo que existe, en esa misma se realiza un quehacer lleno, en sí mismo, de sentido, y se le otorga al hombre un buen día [un día feliz]" (26).

Un día feliz, incluso al celebrar los difuntos, o la Pasión de Cristo, porque al descubrir esta mano de Dios en todo, vemos la bondad y el amor escondidos en los pasos penosos o tristes de nuestra vida y de la vida de Cristo.

Al finalizar el Concilio Vaticano II comenzó la reforma de la liturgia. Muchos la emprendieron por cuenta propia, al margen del Concilio y de la Iglesia, al margen de la obediencia a Dios en la Iglesia; generalmente por valorizar por demás los aspectos externos de la liturgia rechazando lo instituido.

"Algunos han acogido los nuevos libros [litúrgicos] con una cierta indiferencia o sin tratar de comprender ni hacer comprender los motivos de los cambios; otros se han encerrado de manera unilateral y exclusiva en las formas litúrgicas anteriores...Otros, finalmente, han promovido innovaciones fantasiosas, alejándose de las normas dadas por la autoridad de la Sede Apostólica" (27).

Concretamente se han dado algunas desviaciones:

"omisiones o añadiduras ilícitas, ritos inventadas fuera de las normas establecidas, gestos o cantos que no favorecen la fe o el sentido de lo sagrado, abusos en la práctica de la absolución colectiva, confusionismos entre el sacerdocio ministerial y el sacerdocio común de los fieles" (28).

Todo esto olvidando que la liturgia es algo principalmente interior:

"El elemento esencial del culto tiene que ser interno; en efecto, es necesario vivir en Cristo [...]La Iglesia quiere que todos los fieles se postren a los pies del Redentor para profesarle su amor y veneración; ... que se abandonen a sí mismos y todas sus cosas en Dios, en los místicos transportes de la contemplación" (29).

La formación interior es la mejor formación litúrgica, en especial la formación bíblica, en la lectura contemplativa de la palabra de Dios, presente en la Biblia y en la Tradición

"El cometido más urgente es el de la formación bíblica y litúrgica del Pueblo de Dios: pastores y fieles" (30).

Como conclusión y como síntesis, leamos este texto de Juan Pablo II (31), que nos parece verdaderamente adecuado a nuestro tema:

"Nada de lo que hacemos en la liturgia puede parecer como más importante de lo que invisible, pero realmente, Cristo hace por obra de su Espíritu. La fe vivificada por la caridad, la adoración, la alabanza al Padre y el silencio de la contemplación serán siempre los primeros objetivos a alcanzar para una pastoral litúrgica y sacramental".

 

V. El misterio consumado

"Dios será todo en todos"

(I Cor. 15, 18).

 

Ahora vemos como a través de un oscuro cristal, en la fe, lo que luego veremos cara a cara: Se consumará el misterio de Dios, como evangelizó por medio de sus siervos los profetas (Ap. 10, 7). Allí será la liturgia eterna, donde seremos semejantes a El, porque lo veremos tal cual es (I Jn 3, 2). Allí será la alabanza del silencio perfecto en el amor perfecto; porque

"Cuanto más alto volamos, menos palabras necesitamos, porque lo Inteligible se presenta cada vez más simplificado. Por tanto, ahora a medida que nos adentramos en aquella tiniebla que el entendimiento no puede comprender, llegamos a quedarnos no sólo cortos en palabras. Más aún, en perfecto silencio y sin pensar en nada. Al coronar la cima reina un completo silencio. Estamos unidos por completo al Inefable" (32).

Silencio que es a la vez el canto de la alabanza, "la soledad sonora, la música callada" (33); como dice San Juan: en el Cielo resuena "la voz de muchos citareros que citarizaban en sus cítaras" (Ap. 14, 2); y esto, no es un sonido material, sino "cierto conocimiento de las alabanzas de los bienaventurados... lo cual es como música", (34)

oooooooooooooooooo

NOTAS

(1) Cfr. Cuestiones místicas, BAC, Madrid 1961, p. XXXIV.

(2) I-II, q.68, a.1 y 2; II-II, q. 139, a.1

(3) P.G. Arintero, Juan O.P., Op. cit., p.402

(4) Teología Mística cap. III, en Obras completas, BAC, Madrid 1990, p. 376.

(5) Dichos de luz y amor, nº 99, BAC, Madrid 1975, p. 423

(6) P. SPIDLIK, Tomás S.J.: La mística, en Cuadernos de espiritualidad y Teología nº 2, 1992, p. 102. Cfr. Suma Teológica, I, q.1, a.6, ad 3, sobre la doctrina sagrada como sabiduría, tanto infusa como adquirida.

(7) Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo, nº 6; Congr. para la doctrina de la fe. 24-5-90.

(8) Ibíd., nº 8.

(9) Tratado de la vida espiritual, B.A.C., Madrid, Cap. II, 1956, pp. 505-506.

(10) Ibíd., p. 506.

(11) S. Alberto Magno, Comentario a la Teología Mística de S. Dionisio Areopagita, en Cuadernos de espiritualidad y teología nº 1, p.111.

(12) S. Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, Sígueme, Salamanca, 1993 cap. II, nº 19.

(13) Ibíd., nº 153.

(14) Cfr. Ibíd., nº 155.

(15) Ibíd., nº 156.

(16) Ibíd., nº 157.

(17) Ibíd., nº 162.

(18) S. Juan de la Cruz, Subida al monte Carmelo, estr. 5.

(19) Pío XII, Mediator Dei, III, 2.

(20) Dictámenes del espíritu, nº 11.

(21) Sacrosantum Concilium, nº 7.

(22) Pío XII, ibíd.

(23) N. V. Gogol: Meditaciones sobre la vida litúrgica: citada por Tomás SPIDLIK S.J., en Los grandes místicos rusos, ciudad nueva, 1983, p.281.

(24) P. Alfredo SAENZ S.J., Misterio de Cristo y misterio del culto, Paulinas, Ba. As., España, 1986, 1964, p. 13.

(25) Josef PIEPER, Una teoría de la fiesta, Rialp,Madrid, 1974, p. 24.

(26) Ibíd., p. 25.

(27) J. PABLO II: Han pasado veinticinco años, 4 de diciembre de 1988, nº 11.

(28) Ibíd., nº 13.

(29) Pío XII, Op. cit., parte I, cap. II.

(30) J. PABLO II, op. cit., nº 15.

(31) Op. cit., nº 10.

(32) S. Dionisio Areopagita, op. cit., ídem.

(33) S. Juan de la Cruz, Cántico 14, 26.

(34) Ibíd.