MISTERIO, INTERIORIDAD Y DESEO

 EN SAN BERNARDO

 

Héctor Jorge Padrón

Universidad Nac. de Cuyo - Conicet

 

"Cree en mi propia experiencia ... 

en los bosques se aprende algo más que en los libros: 

los árboles y las rocas te enseñarán 

lo que no podrás oir de tus profesores".  E, 106, 2.

 

 

"El perfecto amor es el fruto del deseo". E, 18, 2.

 

 

Preliminar

 

Es preciso advertir acerca del espíritu de este trabajo. Este espíritu intenta beneficiarse y, entonces, recoger y expresar algo, por lo menos, del espíritu monástico que encarna San Bernardo y el tema elegido.

Nuestra presentación reconoce inicialmente todo lo que debe espiritualmente al monje cisterciense P. Lode van Hecke, de la Abbaye Notre Dame d’Orval, en Bélgica, a través de la lectura de su hermoso libro centrado sobre la realidad antropológica del deseo en el contexto de la experiencia religiosa como tema en el pensamiento de San Bernardo (1). 

Pero esta deuda no sólo es espiritual sino, también, intelectual y ésta se extiende al P. Michael Casey, también monje cisterciense, de la Abadía de Tarrawara en Australia, en relación a su estudio reciente dedicado a los grandes temas del pensamiento y la espiritualidad de Bernardo (2).

Por último, lo que se hallará aquí es el esfuerzo por leer ciertos textos de un monje medieval en orden a iluminar la realidad del Misterio y la interioridad.

 

1. Una reflexión sobre nuestra situación.

Uno de los signos manifiestos de nuestra situación actual en el orden de una consideración religiosa es la pérdida del sentido del Misterio. Ciertamente esta pérdida no es total, sin embargo es importante y afecta inmediatamente nuestra percepción y nuestra reflexión sobre la realidad del misterio (3). Ahora bien, este hecho forma parte, de una manera esencial, de la crisis antropológica que nos afecta ya que, en un sentido primero y último, el hombre es ininteligible sin su relación con el Misterio de Dios.

Por razones que se espera mostrar en el desarrollo de este trabajo, hoy se advierte una tendencia suficientemente generalizada según la cual nos inclinamos a considerar la realidad del Misterio como algo inicialmente lejano, algo, ante todo, insoluble y, además, como contrario a la soberanía de nuestra razón científico tecnológica (4).

Conviene precisar, sin embargo, que la realidad del Misterio no se contrapone, de una manera odiosa, a la soberanía de nuestra razón en su desarrollo científico-técnico -por otra parte, perfectamente legítimo- sino que la trasciende indicando la necesidad de atender a la realidad de lo sobre-natural (5). Por otro lado, Gabriel Marcel enseñó -en su momento- a distinguir entre lo que puede aparecer como un problema insoluble y aquello que, en otro sentido, es un misterio insondable. Finalmente, lo que cada hombre está llamado a descubrir en los términos rigurosos de su experiencia como persona es, precisamente, el Misterio de la admirable proximidad del Misterio y, más aún, su actividad interior -Gracia- que recrea y transfigura la realidad íntegra de lo humano según la voluntad de Dios y el humilde consentimiento del hombre (6).

Supuesto que lo que acabamos de afirmar sea así ¿qué es lo que podría aportar a nuestra experiencia del Misterio y de la interioridad un monje y, por añadidura, un monje medieval? ¿No estamos convencidos, acaso, de que nuestra situación histórica es, en suma, incomparable con la de la edad media a favor de su equilibrio relativamente estable, así como de su marco de referencia cristiano que impregnaba la totalidad de las articulaciones con las que la existencia humana se expresaba y se hacía concreta entonces?(7) Sea cual fuere la diferencia de nuestra situación histórica actual, es sin duda estimulante descubrir, en cada caso, cómo la cultura monástica en su ejercicio viviente es capaz de mostrar un sentido peculiar de las realidades concretas del interior del hombre. Un saber y una sabiduría que aparecen como válidos a través de los siglos y que, a favor de las condiciones que ofrece el monasterio, hacen posible una penetración en el corazón del hombre y en el universo de sentidos viables que constituye la relación del hombre con el Misterio de Dios.

Bernardo, por su parte, ha propuesto en el Siglo XII la necesidad de considerar una vía afectiva en la experiencia humana del Misterio divino, y ha mostrado también cómo y por qué dicha vía no debía ser necesariamente irracional. Este punto resulta importante no sólo en la perspectiva histórica de la edad media, sino, también hoy. En efecto, hoy se concede un prestigio especial a lo afectivo desde la óptica diversa de distintas ciencias humanas y, por otra parte, desde la percepción que generan e imponen los llamados medios de comunicación social. Pero el recurso a la fuente monástica que Bernardo es tiene un alto valor educativo, porque nos propone la realidad de los afectos humanos dentro de la realidad integradora del hombre y, por lo mismo, nos muestra cómo dichos afectos pueden servir a nuestra búsqueda constante de Dios, a la forma en la que se establecen nuestras relaciones con Él y, por último, al discernimiento de nuestra experiencia religiosa.

El realismo de este monje cisterciense medieval nos permite, precisamente hoy, renovar el significado de dos términos fundamentales en nuestra relación con el Misterio divino: deseo y experiencia. Éstos han sido confiscados interpretativamente por ciertas direcciones en la filosofía, la epistemología y la psicología -para citar sólo algunos casos- las cuales no siempre hacen lugar a su realidad verdaderamente compleja y profunda, más allá de sus declaraciones (8).

El propósito de este trabajo consiste en proponer a la consideración ciertos textos de San Bernardo y, desde su lectura, tratar de hacer visible un tríptico: Misterio, interioridad, deseo. Y, como en un tríptico, percibir su referencia interna y dinámica, fundada en la realidad absoluta del Misterio de Dios, Quien por exceso crea la interioridad y el deseo humanos y, al mismo tiempo, hace posible la recíproca apertura y el movimiento ascensional que desde la interioridad, por medio del deseo ordenado, alaba, glorifica y, en todo ama a Dios en su Misterio del modo más viviente y más profundo.

 

2. El tema del deseo. La tradición

En realidad, el tema del deseo ha sido explorado por la filosofía antigua griega con categorías de análisis que, en cada caso, le son propias (9), y por otro lado, el tema se encuentra presente -en el ámbito de la lengua latina- en Cicerón (Tusc., IV, 21) y halla una presentación profunda y refinada en la psicología de San Agustín (10). El conjunto de estas visiones del pensamiento antiguo sobre el deseo se han combinado en las síntesis que elaboraron las diversas escuelas de espiritualidad cristiana. El siglo XII fue el momento histórico en el cual este tema del deseo alcanzó un desarrollo rico y complejo a la vez (11).

La influencia de San Agustín ha modulado la configuración del tema del deseo, y de una manera particular esto se ha hecho evidente en la vida monástica occidental gracias a la Regla de San Benito y a la influencia de San Gregorio Magno (12).

Parece que es posible discernir en el contenido esencial de la presentación agustiniana del tema del deseo cuatro elementos principales. Utilizamos aquí el esquema propuesto por el P. M. Casey OCSO (13).

 

1) El deseo se funda sobre la experiencia de la ausencia (14). Por sí mismo el deseo es neutro, su cualidad moral procede de su objeto.

2) La experiencia del deseo es del orden afectivo y se sitúa más en la voluntad que en el intelecto.

3) El deseo de Dios resulta de una necesidad humana fundamental. El movimiento hacia Dios es un imperativo del ser y no una simple opción de la voluntad.

4) El deseo de Dios halla su consumación en la vida eterna, este deseo -en su término- es escatológico.

 

Para San Agustín el deseo es la manera de amar de los que peregrinan lejos de la patria celestial.

Ahora bien, lo interesante de la presentación de San Agustín es que nos hace comprender que el deseo, en cuanto movimiento de la voluntad ordenado a Dios, permite construir y poner en acto un programa de vida el cual consiste, en substancia, en ir dejando de lado aquellos objetos de deseo más accesibles y menos elevados, en cuanto que su deseo y posesión puedan constituirse en un obstáculo para desear -y un día- poseer a Dios o, mucho más grave aún, en cuanto se constituyen en un substituto de Dios.

El vocabulario de San Agustín es rico en imágenes dinámicas clásicas: el hambre y la sed. Y en cuanto el deseo comporta una intentio, trae consigo una tensión antropológica peculiar y típicamente agustiniana y se asocia con las realidades igualmente dinámicas de la búsqueda, el viaje, la ascensión. el regreso a Dios (15).

Conviene destacar que lo propio de San Agustín en el tema del deseo está en señalar que el deseo de Dios no se limita a un estado afectivo cuyo término fuera un movimiento voluntario, sino que este deseo de Dios opera a nivel ontológico. El deseo de Dios para el santo doctor de Hipona es un constitutivo de la naturaleza del hombre, una capacidad pre-electiva para orientarse hacia Dios. El argumento teológico que apoya esta antropología religiosa del deseo en Agustín, corresponde a su rica doctrina icónica de la imago Dei.

Bernardo no lleva a cabo ni una exposición ni un análisis de la doctrina agustiniana de la imago Dei (16), simplemente utiliza el tema y lo conecta con los desarrollos que en su tiempo estaban, ante todo, preocupados por la cuestión práctica -histórica y humana- de la restauración de la semejanza divina en términos precisos de vida cristiana. No habría que olvidar que todo el conocimiento monástico se ordena a las exigencias de lo concreto de una vida personal que tiene por modelo a Cristo en la realidad con la que lo presenta San Juan: el Viviente (Ap., 1, 18).

 

3. El tema del deseo en Bernardo, su radicación en los afectos.

El tema del deseo se inserta, connaturalmente, en la experiencia humana de los afectos. Veamos esto mismo más detenidamente.

El papel de la experiencia es decisivo para la configuración de la vida cristiana, según Bernardo. Y conviene recordar que la vida monástica es una especificación de dicha vida cristiana. El célebre Crede experto del Abad de Claraval da testimonio de su importancia. En sustancia, Bernardo propone que se crea en aquél que, precisamente, tiene experiencia. Es como si dijera, cree en aquél que ha hecho en él mismo la experiencia para que tú mismo, por tu parte, puedas hacer tu experiencia. Esta experiencia está referida, ante todo, a la fe. El justo, es decir el santo, vive de la experiencia de la fe, y este hecho cotidiano le permite aprender a juzgar todas las cosas de su vida desde la fe, incluido él mismo. Está claro, por otra parte, que la experiencia de la fe abre a la experiencia del amor con una idéntica exigencia testimonial.

Así escribe Bernardo:

"Hoy vamos a leer en el libro de la experiencia". SCt., 3, 1.

"Todo esto nos es enseñado tanto por nuestra experiencia, cuanto por las páginas de la Sagrada Escritura". Conv., 30.

La experiencia trae consigo un modo concreto y viviente de la participación y correlativamente un tipo de saber peculiar.

"Un corazón frío no puede comprender un lenguaje de fuego (...) quien no ama no puede comprender el lenguaje del amor, creerá que es un lenguaje extranjero". SCC., 79, 1.

Bernardo utiliza frecuentemente el término experiencia en su obra, pero -lo mismo hace con el término afecto- no nos entrega una teoría correspondiente.

En todo caso, indica claramente que los afectos se califican por su objeto, y, así, pueden ser carnales o espirituales. En el primer caso, el objeto es sensorial y puede entrañar una coloración negativa sólo si el hombre se deja arrastrar por este objeto carnal y, de este modo, se aleja y separa de Dios (D, 86, 2).

La coloración positiva procede del carácter de iniciación o comienzo que puede tener el afecto carnal cuando se trata de meditar, por ejemplo, en la pasión y muerte de nuestro Señor Jesucristo. En suma: el afecto espiritual es el mismo afecto, pero ahora orientado hacia un objeto espiritual, por ejemplo el mismo Señor Jesucristo en cuanto Hijo eterno de Dios Padre. Esta consideración de los afectos que hace que éstos se dejen medir por sus objetos respectivos pone de manifiesto dos aspectos muy importantes en el pensamiento de Bernardo: por un lado, un sano realismo; por otro, una concepción unitaria del hombre en cuanto ser sensitivo y espiritual al mismo tiempo.

En cuanto a Dios, Bernardo distingue entre affectus y affectio. En razón de su impasibilidad perfecta, Dios no puede ser afectado (affectus). Sin embargo, a causa de su perfección absoluta en cuanto ser y de su plenitud sin límites, Dios es don sí y amor total. Non est affectus; affectio est (Consid., V, 7, 17).

En acuerdo con toda la tradición precedente, Bernardo distingue cuatro afectos fundamentales:

"Los afectos (affectiones) son cuatro: el amor, la alegría, el temor y la tristeza". D, 50, 2

En este punto Bernardo, ciertamente, no innova. Más bien parece que lo nuevo se halla en la intensidad y desarrollo a los que somete a este tema de la filosofía tradicional. No obstante, en Bernardo hay distinciones. Considera a los afectos notissimae -conocidos por todos- pero no piensa como los estoicos que sean "enfermedades" del alma; por el contrario, en la continuidad del pensamiento de San Agustín en su evaluación de las pasiones -quien aboga por ellas y por su ordenamiento dentro del dinamismo de la vida cristiana- Bernardo sostiene que los afectos son buenos a condición de ser purificados y ordenados, ya que, de este modo, desde los afectos se puede pasar hacia el orden de las virtudes.

Ahora bien, qué quiere decir Bernardo cuando habla de purificación de los afectos. Ante todo, un orden recto.

"Amando lo que es necesario amar, amando más lo que es necesario amar más, y no amando lo que no es necesario amar; sí, y así, sucesivamente, para todos los afectos". D. 50, 2.

El texto propone una apreciación positiva de los afectos y señala la necesidad de que éstos se ordenen y, por otra parte, la purificación no significa en Bernardo la aniquilación sino, antes bien, la re-orientación hacia su verdadero bien.

"Salid hijas de Sión, almas inclinadas a la blandura, pasad de la sensibilidad de la carne a la percepción del espíritu, de la servidumbre de los deseos carnales a la libertad de la inteligencia espiritual". Ct., 3, 11.

El buen orden de los afectos comprende el de sus relaciones entre sí. Como se vio, afectos bien ordenados son virtudes; afectos desordenados son pasiones en el sentido de perturbaciones (D. 50, 3). Bernardo propone una verdadera metropathia que, en todo caso, lo separa y distingue del estoicismo. Veamos esto mismo en un ejemplo: cuando la tristeza sigue al temor, ésta lleva a la desesperación. Si el amor estuviera invariablemente seguido por la alegría, conduciría al ablandamiento moral. Por esto la alegría debe suceder, más bien, al temor; a su vez, la alegría debe ser sucedida por la tristeza para que, así, la moderación pueda preservarnos de la euforia. Pero a la tristeza debe suceder el amor, porque sólo lo que es amable da fuerza para soportar las dificultades. El amor, a su vez, ordenará el temor, lo cual conduce a la justicia (18). (Consider., I, 8, 9-11).

La teoría de los afectos puede aparecer como excesivamente sutil, pero la manifiesta necesidad de mezclar los afectos corresponde a dos datos de la realidad que no podemos ignorar; por una parte, la ambigüedad de nuestra experiencia humana; por otra, la necesidad de preservar el equilibrio del hombre en la tensión que promueven los afectos de placer y displacer. Lo que Bernardo señala, con una fina y realista psicología, es que ambos afectos son necesarios. Pero aquí el equilibrio no resulta del pacto o el compromiso, sino del orden y de un orden inteligible.

"Sin discernimiento la virtud degenera en vicio, y aún el amor natural -affectio- se cambia en pasión -perturbatio- destructora de la naturaleza". SCC., 49, 5.

El orden inteligible en el afecto que es el amor, por ejemplo, exige que se ame lo que debe ser amado, y esto quiere decir que el hombre no se deje fascinar por la atracción primero y el amor -letal- a los ídolos, a los cuales la Escritura llama esposos.

Ahora bien, en todo este desarrollo de los afectos no debe perderse de vista la idea principal de Bernardo, a saber: a Dios no se va por medio de alguna facultad especializada, sino más bien por el poder del deseo humano que halla su fuente en los afectos (19). Por otra parte, Bernardo habla, ante todo, de un conocimiento existencial de Dios y, entonces, de una capacidad propiamente humana para experimentar. Y esto mismo aparece con claridad en la vida monástica.

"El propósito de los monjes no es llegar a la Jerusalén terrestre, sino a la de los cielos, y se llega a ella no por una marcha a pie, sino avanzando por medio de los afectos (affectibus)". E 399

La riqueza del tema de los afectos tiene otro elemento muy valioso que conecta directamente a los afectos con el tema del deseo en el contexto de la estructura del hombre y la de su relación con Dios o, lo que es lo mismo: en el orden de la interioridad humana y el Misterio de Dios. Veamos esto en un texto sinóptico.

"Dios es, ciertamente, uno y único, en El no hay diversidad; pero en función de cambios que afectan nuestro espíritu, Dios toma para nosotros sabores diferentes". D 73.

Los sabores mencionados se corresponden con una tipología antropológico espiritual bien conocida pero no por esto menos interesante y útil para nuestro tema.

"Al esclavo le es revelado el poder de Dios, al asalariado, la bondad de Dios, al hijo, su verdad. No es que en Dios estas cosas se hallen separadas (...)

Pero el Creador es conocido por la criatura bajo ángulos diferentes, en función de diversas actitudes posibles (affectibus) de la criatura". D 3, 9.

El sabor del que aquí se trata es un saber que corresponde a una determinada actitud de vida por parte del hombre en su relación con Dios. Como se tendrá ocasión de ver -con algún detalle- en cada una hay una peculiar modulación del deseo. La experiencia de la relación del hombre con Dios a través de los ejemplos de los santos, así como la de cada hombre en particular muestran de una manera constante que ni el temor ni el amor -en cuanto afectos elementales- podrán ser erradicados en su conjunto, ni tampoco uno a favor de otro, más allá de la razonabilidad bien fundada de determinadas citas que surgen espontáneamente en nuestro espíritu. Lo que probablemente ocurrirá es que ambos -incluida su relación recíproca- serán purificados, es decir rectamente ordenados según la voluntad de Dios.

 

4. El tema del deseo y su relación con el afecto del amor.

En un sentido perfectamente controlable a lo largo de toda la obra de Bernardo, éste propone una doctrina del amor en la cual se complace en distinguir grados, etapas, matices. Esta doctrina será, sin duda, la del perfecto amor.

En una célebre carta dirigida a Guigo Iº, prior de la Gran Cartuja, hacia el año 1124, propone -en texto de singular belleza- los elementos esenciales sobre los cuales gira el tema del deseo. Por una parte, la antropología espiritual avanzada, brevemente, en D 3, 9; por otra, la teoría de los cuatro grados del amor (E 11).

La primera frase nos coloca en el corazón del tema.

"El amor verdadero y sincero, que nace de un corazón puro, de una conciencia recta y de una fe sin fingimiento, es el amor que nos hace amar el bien del prójimo como si se tratara del nuestro. En efecto, aquél que ama más o aún exclusivamente su propio bien, puede estar seguro que ama el bien con ambigüedad (non caste). Lo ama para su interés personal (propter se) más que por el amor del bien en sí mismo (propter ipsum) ... Semejante persona no podrá obedecer al Profeta quien dice: "bendecir al Señor porque es bueno". En efecto, quizá el lo bendice porque es bueno para él, pero no porque es bueno en sí mismo". E 11, 3.

El amor recto del bien por sí mismo, independientemente de los beneficios que puedan seguirse para quien así ama al bien, de-centra al hombre del régimen exclusivo que lo lleva a proponer todas sus relaciones con alguien o con algo en términos de interés propio y, más exactamente aún, de propiedad. Este de-centramiento respecto del interés propio hace del amor al bien por sí mismo, un amor desinteresado, y como se verá también, un amor primordialmente receptivo y, se permitiera la expresión, mendicante.

La continuación del texto nos introduce en la tipología.

"Uno bendice al Señor porque es poderoso; otro lo bendice porque es bueno para él; otro, finalmente, lo bendice porque Dios es bueno. El primero es el esclavo; el segundo es el asalariado, ávido de paga; el tercero es el hijo, quien honra a su padre".

Cómo no oír, en nuestra bella lengua castellana, hacia el final del texto la fuerza y el prestigio ético del verbo honrar: dar a otro como algo que le pertenece y debido por nosotros, todo el honor que el otro no sólo posee de suyo, sino que se merece en nuestro reconocimiento y en nuestra gratitud.

El esclavo y el asalariado tienen un rasgo en común: la excesiva, la desordenada preocupación por sí mismos que, en su límite extremo, impide el verdadero amor que, siempre, es olvido de sí mismo en bien del otro. Más aún, ambos -esclavo y asalariado- coinciden en existir sin haber descubierto aún la gratuidad, es decir, la vida de la vida. Obsedidos por la urgencia renovada a cada instante de lo exclusivamente propio, el esclavo y el asalariado conocen el temor y el interés, pero ignoran la libertad que establece la gratuidad y, por lo mismo, el amor verdadero y el desinterés que lo signa inequívocamente. Por lo demás, en la búsqueda exclusiva de lo propio y en su acumulación insensata en el orden material, el uno como el otro descubren un aislamiento cada vez mayor, jamás la genuina soledad que es participación altísima y profunda con Dios y los hombres.

La conversión del esclavo que sólo teme, y del asalariado que sólo busca el lucro con avidez, significa cumplir el gesto concreto y cotidiano de apartarse de sí mismo como de un centro absoluto. Todavía más, habrá que arrancarse a sí mismo reiteradamente, apenas se hagan visibles los primeros brotes, a fin de disponerse a la conversión que sólo obra el Señor a través de su Ley -la Ley del Amor- que, como quiere el Salmista en el Sal., 18, 8: "convierte las almas". El que re-inicia este camino ex-céntrico, cada día, "busca ante todo no lo que es útil para él exclusivamente sino, por el contrario, al mayor número posible". Este amor -sin mancha de egoísmo- es la Ley del Señor, porque Dios es esta ley (y este amor), "porque Él la vive y porque nadie la posee si Dios no se la da" (E 11, 4).

Sólo en Dios -con razón- el amor puede ser llamado ley, porque este amor de Dios en Dios es vínculo y substancia a la vez. La verdad que recuerda Juan, 4, 8: "Dios es amor". Amor que da el amor. Amor que se manifiesta ante todo en la Creación y la Sabiduría con la que cada cosa y todas las cosas han sido creadas, ya que efectivamente nada que pertenezca a la substancia del amor puede ser desordenado (Sab., 11, 21). Nada puede existir fuera del amor y la ley con la cual Dios es y vive. Pero, esta inteligencia de la ley que es amor, es propia sólo del hijo, se da en la experiencia personal del ser hijo. El esclavo y el asalariado ignoran esta ley porque sólo viven la suya propia (E, 11, 4). Prefieren su ley y voluntad propias a la ley del amor de Dios que es común.

Bernardo discierne aquí una perversión -casi una caricatura- porque, a su modo, el esclavo y el asalariado quieren imitar al Creador, quien no depende sino de Sí mismo: el resultado es una angustiosa clausura. En Dios, el amor se identifica con su substancia; en el hombre no. Por esta razón el hombre puede -si así lo quiere- seguir una ley extraña a la del amor, una ley que consiste en buscar siempre en cada cosa y respecto a cada persona su propia y exclusiva ventaja y, de este modo, hacerse incompatible ontológica y existencialmente con la común-unidad que establece la ley del amor que exige y da siempre lo común.

Conviene recordar que cualquiera sea el interés espiritual de la tipología en cuestión, Bernardo concluye esta reflexión con una plegaria.

"Señor, Dios mío, quítame mi pecado y haz desaparecer mi maldad. Así rechazando el peso agobiante de mi voluntad propia, respiraré debajo del fardo leve del amor. No estando paralizado más por el temor del esclavo y el deseo del asalariado, obraré según tu Espíritu, que es un Espíritu de libertad".

Esta oración pide y descubre -en definitiva- la posibilidad de una libertad nueva, la cual es propia de la conversión que ha dado inicio a la comunión. Es sólo desde la novedad de vida que propone esta comunión nueva con Dios como, finalmente, el hombre puede verse a sí mismo en su itinerario lejos de Él, en las figuras respectivas del esclavo y del asalariado. La oración ha roto el aislamiento egoísta del temor y la avidez que se alimentan de sí mismas, y abre una dimensión en la que sintomáticamente aparece la experiencia de la suavidad -suavitas- como signo de la relación renovada con Dios en términos de filiación. El realismo de este monje medieval lo lleva a señalar que la ley que establece el amor no ha venido a abolir la realidad del hombre en sus afectos: temor-amor, sino a transfigurarlos en el orden de su progresiva plenitud sobre esta tierra y en el curso de esta historia, para alcanzar su perfección definitiva sólo en la escatología. Así escribe Bernardo:

"Jamás habrá amor sin temor, pero este temor será casto. No habrá jamás amor sin deseo (cupiditas) pero este deseo será ordenado". E 11, 7.

En la nueva lógica que ha instaurado la ley del amor de Dios, el temor, el deseo y el amor, ahora van juntos según la exigencia de una nueva relación y un nuevo fin. En efecto, la experiencia del amor y del deseo, es decir, su existencia como condición indispensable para, efectivamente, trascender todo temor y todo deseo desordenados, para empezar a vivir un temor casto y un deseo ordenado.

Ahora bien, una tipología no basta. La verdadera cuestión cristiana es ¿cómo se llega al amor filial? O en otros términos, ¿cómo se existe en el amor y su gratuita libertad? La profundidad de esta pregunta no se responde con una clasificación más o menos descriptiva sino que, ante todo, exige el esfuerzo de pensar y experimentar conjuntamente un movimiento, un itinerario que en cuanto corresponde a la pedagogía de Dios con el hombre es, necesariamente, gradual. Pero este movimiento y este camino no son algo exterior al hombre, configuran dinámicamente su interioridad y se ordenan a su transformación interior y absolutamente real. Esto quiere decir que de acuerdo con una venerable sabiduría monástica, a la que Bernardo le añade el néctar precioso de su intuición, el amor a Dios tiene una historia que empieza en nosotros mismo, con nosotros mismos, y que nos arranca -felizmente- de sí mismos. Así se entiende la recurrencia de la cita de San Pablo en 1 Cor., 15, 46, "lo que es espiritual no es lo primero; lo espiritual viene después".

Según Bernardo, el primer grado del amor es, con todo, el amor de sí mismo (propter se). Pero descubierto rápidamente este primer grado del amor, descubre también el hombre que no puede subsistir sólo por sí mismo (per se) y comienza a buscar y a amar a Dios como algo que le es necesario (quasi necessarium) (E 11, 8). En este segundo grado, el hombre empieza a amar a Dios a causa de un interés personal suyo (propter se), comienza a servir a Dios porque tiene necesidad de Él. Este segundo momento o grado del amor es un comienzo, pero éste no es de ninguna manera indiferente, ya que se trata de una búsqueda de Dios en el ámbito de la fe y de la obscuridad que le es propia. No se trata, entonces, ni de un descubrimiento, ni de una iluminación, ni tampoco de un gozo inmediato. Bernardo juzga que esta etapa es normal, aún cuando estima que -visto el itinerario en el amor y su fin- es sólo preliminar.

El siguiente texto muestra la profundidad y la fineza con la que Bernardo ha penetrado en la experiencia del amor de Dios por los hombres, tal y como ellos son.

"Cuando para satisfacer sus propias necesidades alguno ha comenzado a servir (colere) a Dios y a frecuentarlo (frequentare) por el pensamiento, la lectura, la plegaria o la obediencia, entonces, gracias a esta familiaridad y de una manera progresiva y apenas sensible (sensim) Dios se hace conocer a él (innotescit) y, por vía de consecuencia, se le hace más atrayente (dulcescit)".

He aquí la realidad del deseo de Dios en nosotros, y el modo en el que gracias a la iniciativa constante de Dios y la co-operación del hombre, a favor de su situación y necesidad, Dios se da a conocer. Ahora bien, cuando aquí de una manera que puede parecer abstracta pero que, en efecto, no lo es, se dice co-operación del hombre, en realidad se dice labor ardua que ha dejado de lado, rápidamente, la fascinación siempre renovada de la ilusión. Si la expresión no causara incomodidad o desconcierto, apoyados en el verbo colere habría que hablar de una indispensable cultura de Dios, entendida como una práctica perseverante e igualmente verbal: cogitando, legendo, orando, oboediendo. Una cultura de la fe en Dios que -como toda cultura- debería traer consigo una santa familiaridad -huiuscemodi familiaritate- para alcanzar un santo conocimiento de Dios. Pero este conocimiento será experimental y, por lo mismo, será paulatino, es decir necesitado de un tiempo propio y, entonces, absolutamente cualitativo. El tiempo que permite gustar, no simplemente acumular en una proporción directa al "paso del tiempo", ya que en la Escritura y en el corazón del hombre, el gustar en el tiempo es una operación diferencial.

Ahora bien, el gustar de Dios abre hacia otro grado del amor: el filial. Sólo el hijo puede y debe gustar las cosas de su Padre, en una verdadera simbiosis de gratuidad-experiencia-conocimiento, en la que siempre le es dado ahondar más porque el objeto aquí es Dios mismo, por sí mismo (propter ipsum).

El buen sentido de Bernardo le hace anotar y enseñar que una experiencia y deseo de Dios menos puro, no por eso es menos real y verdadero.

Con gran cautela Bernardo -en un primer momento (E 11)- no cree posible alcanzar sobre esta tierra el cuarto grado del amor, en el cual como narra el Evangelio (Mt., 25, 21) "el servidor bueno y fiel es introducido en el gozo del Señor". En este grado, el hombre se hace un sólo espíritu con Dios.

"De todo corazón este hombre avanza hacia Dios como si estuviera ebrio (quasi ebrius) (Sal. 35) y totalmente fuera de sí mismo y por un asombroso olvido de sí, de su propia persona, se adhiere a Dios para hacerse un sólo espíritu con Él (1 Cor., 6, 17)". E, 11, 8.

Hasta aquí el contexto de nuestro tema en E 11.

Las Cartas y los Sermones diversos proponen otro itinerario, con otras etapas, pero no por esto con menos dinamismo respecto al mismo fin: alcanzar el amor de Dios. Está claro que en este nuevo camino que desarrolla el pensamiento de Bernardo se incluye el tema del deseo.

Hay una primera etapa indispensable, es la del conocimiento de sí mismo. Esto es así porque el hombre existe en una solicitud y distracción inabarcables a primera vista. A tal punto es así, que el hombre se distrae de sí mismo y se olvida de sí mismo, contra sí mismo.

"De hecho, en cuanto la negligencia deja inculta esta tierra que es el corazón, y la hace producir cardos y espinas, sin que pueda hallar en sí misma reposo, se está forzado a ir a arrastrarse afuera de sí mismo". D 125, 3.

El remedio que propone Bernardo es la piedad entendida como el culto a Dios (D 14, 2). Dicha piedad es, entonces una acción sagrada que conecta al hombre en su interioridad con el Misterio de Dios mismo. Bernardo dice esto claramente: "Es en el corazón del hombre donde Dios es servido y adorado (collitur) pues es en el corazón del hombre, se sabe, donde habita Dios" (Ibid.).

El Abad de Claraval es perfectamente consciente de la importancia de esta dimensión objetiva que constituye la interioridad humana en el sentido en que es allí, precisamente, donde se promueve el acogimiento y el desarrollo de la experiencia religiosa: "del cielo ha descendido esta máxima: conócete a tí mismo" (D 40, 3). Este culto a Dios supone y aún exige el conocimiento de sí, Bernardo realiza una admirable síntesis entre el requerimiento de la vieja sabiduría del oráculo délfico y la exhortación del Esposo a la esposa en el Cantar de los Cantares: "si tú no te conoces, ¡oh! bella entre las mujeres, sal" (Ct., 1, 7 citado en D 40, 3 y, también, en D 12, 1). De tal modo, el conocimiento de sí mismo es la condición para alcanzar, en algún momento, la contemplación. Este conocimiento de sí no es mera introspección. En todo caso, procede de la confrontación -dolorosa para el hombre- entre el diseño que Dios ha hecho para el hombre, y lo que este hombre ha hecho, él, con ese diseño. De tal manera, el primer fruto del conocimiento de sí es la lucidez que engendra nuestra vergüenza por haber perdido el paraíso por nuestra falta, el sufrimiento que genera la insatisfacción de nuestro estado presente de vida y, finalmente, el temor por el Juicio para vivos y muertos. Pero, a pesar de todo esto, Bernardo destaca que la imagen de Dios en el hombre permanece intacta, y que nada puede hacer desaparecer su nobleza original. Bernardo quiere que el hombre tome una conciencia seria de la realidad del abismo en el que ordinariamente se halla y, al mismo tiempo y, por otra parte, -firme en la Misericordia del Padre de las Misericordias- tome conciencia de su dignidad, aquella que nada ni nadie pueden quitarle porque provienen de Dios. En realidad, Bernardo apunta menos al individuo, que al hecho de que cada uno -desde su realidad- se confronte la realidad de la condición humana, allí donde el hombre descubre quién es: sólo un hombre (D 20, 3, Sal., 118, 75).

Bernardo hace observaciones que testimonian su gran fineza y penetración. Frente al espectáculo de nuestra vida experimentamos vergüenza, más aún desearíamos comenzar nuestra vida de nuevo, a fin de que el mal y las tinieblas no tuvieran parte en ella. Pero este deseo es irrealizable. Pero lo que sí está en nuestras manos es re-modelar en nuestra memoria aquello que no podemos deshacer en acto, D 36: faciam recogitando, quod reoperando non possum. La memoria de los pecados y faltas puede ser liberadora, a condición de que tal memoración se haga en el diálogo viviente con Dios -que quiere liberarnos- a fin de que El Señor extirpe en nosotros todo lo que vuelve a brotar y se constituye en un obstáculo para su amor. Ahora bien, todo lo importante que esta tarea pueda ser, lo más importante aún es meditar los beneficios que Dios ha hecho al hombre, y agradecérselos de todo corazón. El conocimiento de sí se ordena a la compasión con los demás y genera un saludable sentimiento de solidaridad. Escuchemos a Bernardo dirigirse a alguien que le ha escrito agobiado, seguramente, por sus faltas.

"Siendo pecador yo mismo, no puedo tener aversión por otro pecador, de la misma manera en la que no puedo despreciar a un enfermo, cuando yo mismo me siento alcanzado por la enfermedad". E 411, 2.

Otra etapa necesaria es la de la humildad. En realidad Bernardo llama la atención acerca de la urgencia de pasar de la humillación a la humildad. En la humillación -muy a su pesar- el hombre debe hacer abandono de las ilusiones que se había forjado acerca de sí mismo y, así, aceptar verdades poco halagadoras pero que dicen quién es él.

"La humildad es el desprecio de la propia excelencia". E 42,19.

Se trata de intentar ser delante de Dios tal como se es, esto es: un pecador que, sin embargo, no pacta ni con el pecado, ni con su reconsideración morbosa y que concreta esta actitud a través de la confesión seria y frecuente de las propias faltas. De tal modo, Bernardo muestra la conexión profunda entre la humildad y la pureza de corazón que, ciertamente, no nos hace impecables sino que arranca de nuestro corazón la impiedad. "Aquél que cree en su propia superioridad no es capaz de existir en relación. Aquel que piensa que es lo que es por sí mismo, es porque se toma por su propio creador: y éste ¿cómo podría vivir la comunión si juzga que no tiene nada que recibir?" (20)

En un sentido preciso la humildad funda la verdadera interioridad y como dice Bernardo: "todo el edificio espiritual" (E 87, 11). Es la pietas todopoderosa (E 142, 2) "preferible a los ayunos más austeros, a las vigilias anticipadas, a todos los ejercicios corporales, la verdadera piedad es capaz de todo" (Ibid.). La humildad lleva a la pureza de corazón, y ésta a buscar solidariamente la gloria de Dios y el bien y utilidad del prójimo (E 42, 10).

Pero ¿cuáles son los indicadores de la verdadera humildad? Bernardo señala, a partir de su experiencia, los siguientes. (1) Estar enraizado en la totalidad de la vida real de cada día, y esto quiere decir tanto en la consolación de la visitación matutina, cuanto en la prueba de la tentación vespertina. El humilde es aquél que está disponible para ambas. (2) Ahora bien, esto sólo es posible si el hombre hace la experiencia del abandono filial en Dios, particularmente cuando todo escapa de sus manos y él se queda sin fuerzas que sean suyas propias. Entonces por la suave violencia de su humildad sobre el corazón de Dios es confortado, y Dios manifiesta su gloria en esa impotencia y debilidad. Bernardo cita el Sal. 118, 71: "Ha sido bueno para mí haber conocido la humillación" (D 3, 3). El trasfondo aquí está dado por las palabras de San Pablo que Bernardo hace suyas (2 Cor., 12, 9) "el poder se manifiesta en la debilidad" (D 3,3). (3) En esta óptica y experiencia todas y cada una de las inevitables dificultades pueden aparecer como otros tantos momentos de Gracia. (4) La humildad no es un sentimiento espontáneo sino una obediencia concreta, "la plenitud de la humildad parece coronarse en esto: que nuestra voluntad, como le conviene, se someta a la voluntad de Dios" (D 26, 2).

Otra etapa es la escucha de la fe, entendida como "el volverse de corazón hacia Dios" (E 77, 9). La fe hace posible la cooperación de la inteligencia y los afectos que tienen su lugar, ante todo, en la voluntad. En este sentido el convertirse a Dios trae consigo no sólo el conocimiento sino, también el amor, ya que el amor proporciona la dimensión experimental.

Está claro que nuestro conocimiento de Dios se halla en el medio de la venida de Cristo en la Encarnación y la Parousía, hacia el final de los tiempos. Entre tanto, la fe nos permite gustar las cosas de Dios y buscarlas donde están: arriba. Entre tanto, el amor es un deseo que siempre busca -quarere per desiderium- y su certeza no se puede comparar con las hipótesis propias del conocimiento teórico. La fe no es una conjetura sustentable, es adhesión a Dios que vive, y esta adhesión es, también, por el amor, (E, 18, 1).

La escucha de la fe supone y exige el silencio -exterior e interior- el recogimiento que suspende nuestra inútil agitación y todas las fuerzas que nos dispersan y aún derraman fuera de nosotros mismos. Escuchar es buscar. Escuchar es haber empezado a salir de sí mismo, del repliegue estéril sobre sí. Escuchar para obedecer (ob audire) y así empezar a vivir la verdadera vida.

La voz de Dios sólo puede escucharse "en el silencio" (E 107, 11).

Pero en la escucha de la fe, la cual exige un trabajo arduo, se ha iniciado ya la contemplación, porque es a partir de la fe como el Señor se

manifiesta. Con su habitual sentido de las realidades del espíritu, Bernardo advierte acerca de una falta de armonía espontánea entre el hombre y la palabra de Dios, por lo menos al principio de la experiencia de escuchar esta palabra.

"Cuando en los oídos del alma se pone a resonar la voz de Dios, ella comienza por traer la turbación, el terror, el juicio; pero, si no quitas el oído, te da la vida, dulcifica, calienta, ilumina y purifica". D 24, 2.

"No te engañes (con esta palabra de Dios) se diría que es una piedra, es un pan. La corteza es dura, pero el interior es una pura delicia".

Escuchar la palabra de Dios nos proporciona la experiencia de nuestra inevitable desproporción e inadecuación, por esto mismo esta palabra nos exhorta: ¡convertíos! (D 15, 2).

"La palabra para nosotros, es a la vez: alimento, espada y remedio". D 24,2.

Escuchar a Dios en nosotros -según Bernardo- se ordena a nuestra transformación integral, de tal modo que desde lo profundo y genuino de nuestro deseo podamos -según la voluntad de Dios- alcanzar la plenitud del amor que nos ha sido discernida.

 

5. El itinerario ascencional del deseo.

En su comentario al Cantar de los Cantares, hacia el final

de su vida, Bernardo añade a la tipología ya conocida en cuanto a la situación del hombre en su relación con Dios: esclavo, asalariado, hijo, la realidad del niño y, finalmente, la de la bien amada del Esposo. En este último grado Dios se ha convertido para el alma en su único y perfecto deseo, a fin de que Dios se digne introducir al alma en su santa intimidad (Ct, 1, 3).

La relación esponsal con el Señor, hace que Bernardo hable en los términos más tiernos del amor más alto ya que, en efecto, la ternura forma parte esencial de todo amor y es proporcional a su altura e intensidad.

"No es ya más ni su interés, ni su felicidad, ni su gloria, ni nada semejante lo que busca un alma de esta especie, como si obedeciese todavía a un amor centrado sobre sí misma. Sino que con todo su ser tiende hacia Dios (tota pergit in Deum) quien es para el alma su único y perfecto deseo, a fin de que el Rey la introduzca en su morada". Ct 1, 3 (El resaltado es nuestro).

Conviene tener presente que el lenguaje de Bernardo corresponde al contexto de la Sagrada Escritura y que, en muchos casos, las citas son perfectamente reconocibles no sólo por su inspiración sino por su contenido explícito. Además y por otra parte, Bernardo es perfectamente consciente del valor operatorio que posee el lenguaje simbólico en términos poético-místicos para expresar la realidad total del perfecto amor. En esta óptica Bernardo indica una tipología que, en sustancia, está ordenada a distinguir el amor todavía interesado del amor desinteresado o gratuito.

Por otra parte, parece que en Bernardo habría dos intenciones: una que se propone despertar el deseo de su lector y conducirlo fuera de su realidad inmediata y cotidiana para, así, introducirlo e iniciarlo en el misterio más profundo; otra que consiste en poner todos los medios a su alcance para que este deseo no desemboque en alguna ebriedad incontrolable. Hay que recordar que el lenguaje utilizado es simbólico y que el amor es definido como una conversación -confabulatio-; más aún, señala el P. Lode van Hecke que Bernardo dice que la boca por la cual el beso de la contemplación se cumple es la palabra (D 87, 2, Cf. Ct, 1, 1) (21). Unión aquí no es ni fusión, ni confusión. Ya en E 11 se había adelantado la corona del amor que significa el cuarto grado: "amarse a sí mismo a causa de Dios". Obviamente Bernardo acentúa el tantum propter Deum (D 16, 5).

El interés manifiesto de Bernardo por el deseo y por su ordenamiento en la experiencia progresiva de la perfección del deseo hasta descubrir la plenitud gratuita -dada- del amor, tiene un motivo religioso y teológico: Dios es amor; el amor del hombre es sólo una respuesta a este Amor primero.

"¿Quién es justo sino aquél que, en retorno, da su amor a Dios, que ya lo ama?". E 107, 9.

Ahora bien, este saber es el de una experiencia, la experiencia del amor a Dios. Dicha experiencia del amor, en el amor, obra como excelente moderador de un ejercicio puramente abstracto de la razón que puede girar hacia la ilusión por substitución, substituir la experiencia viviente de la relación con Dios como una Persona, por una serie de pensamientos o reflexiones más o menos piadosas que, sin embargo, no trascienden más allá de su circuito cerrado.

"¿Quieres aprehender a Cristo? Lo harás más eficazmente (citius) siguiéndolo que leyéndolo". E 106, 1.

Bernardo describe el ascenso del deseo hacia el perfecto amor a través de una tipología antropológica-espiritual profunda y útil. El punto de partida es el de la búsqueda de Dios como un bien quasi necessarium; el punto de llegada es la experiencia de un amor desinteresado a tal punto que ha alcanzado el amor de sí a causa del amor a Dios, como efecto sobreabundante de este amor. Y así, después de haberse negado y olvidado, el amor de sí es re-encontrado desde la iniciativa absoluta de Dios. Ahora bien, si lo que efectivamente hay es un movimiento ascensional, progresivo, determinado por la Gracia y la co-operación del hombre, desde el deseo hacia el perfecto amor, sería erróneo sólo considerar el punto de llegada o coronación que dicho amor significa. En efecto, Bernardo previene contra este riesgo: "El perfecto amor es el fruto del deseo" (perfecta caritas (fructus) desiderii) (E 18, 2).

Ciertamente, el hombre se halla trabajado por la fuerza de la necesidad que lo impulsa a orientar todos los bienes inmediatos de su existencia en vista de su satisfacción no menos inmediata. Para alcanzar la liberación respecto de la exigencia cambiante de esta fuerza, el hombre debe atender sistemáticamente, debe considerar otros bienes a favor de un verdadero trabajo de conversión de la intención de su acto de existir. Cuando este trabajo de la conversión empieza a consolidarse, el hombre empieza a amar. Por la buena razón de que es el amor el que exige siempre nuestra conversión. Lo contrario sería entender el proceso de la conversión en términos técnicos y, entonces, exclusivamente como un medio para alcanzar un determinado fin. La conversión no puede ser separada -aunque sí puede ser distinguida- del dinamismo del amor que la justifica y la sostiene en cada uno de sus gestos cada día. Con toda razón señala el P. Lode van Hecke que "hay una interpretación voluntarista de la conversión que, en lugar de liberar al hombre, lo encadena a sí mismo. Si todo amor implica conversión, toda conversión, sin embargo, no implica amor" (23).

El deseo expresa la situación de todos aquellos que existimos esperando -interim- entre la venida de Cristo en su Encarnación y su Segunda Venida en Gloria, Majestad y juicio de todas las cosas. El deseo es propio de la fe y del itinerario histórico que ésta supone en términos de una verdadera peregrinación.

"Entre tanto -interim- el justo vive de la fe, sediento de Dios como el ciervo que busca las aguas vivas". E 18, 2.

Pero, no es menos cierto que vivimos habitualmente, y muchas veces a nuestro pesar, en la crispación que promueve el círculo cerrado que nos encierra cada vez más en nosotros mismos y esto tanto a causa de nosotros mismos, cuanto a causa del mundo en el sentido en que mundo significa opresión, angustia estéril y, sobre todo, mentira y falta de la libertad que sólo procede de la verdad. Para salir de la crispación Bernardo discierne mediaciones a través de las cuales se promueva el deseo de Dios, a quien toda la tradición monástica llama Pax, y este deseo pueda -con la gracia- alcanzar un amor cada vez más puro y perfecto. Estas mediaciones son: el pensamiento que se hace consideración, la lectura que se hace oración, la oración que se hace escucha mendicante de Dios, y la obediencia que se hace servicio en el amor.

Ahora bien, sería ingenuo suponer que el movimiento y la ascensión del deseo avanzan en recta vía. En realidad, parece, más bien que el ascenso del deseo hasta alcanzar el amor está presidido por una dialéctica entre la presencia y la ausencia. En efecto, es indispensable que el hombre se haga presente a sí mismo, en un acto que significa recogerse a partir de toda su dispersión y su distracción. Presente a sí mismo, el hombre alcanza un cierto conocimiento de sí y éste le revela -hélas- la ausencia de Dios a causa de una falta de respuesta adecuada de su parte, es decir de una falta de correspondencia con Dios en aquello que Dios espera de él. En todo caso, su deseo ya está despierto y deberá aprender que el desierto helado y amargo de esta ausencia quedará atrás sólo en la medida en que su amor se haga, paso a paso, un acto cada vez más centrado en Dios y de-centrado respecto de sí mismo. Hasta convencerse de que lo que el hombre llama su amor es, también, don de Dios. En ese momento, el hombre puede hacer "la experiencia de la afección paternal de Dios y de su bondad divina respecto a él" (E 107, 4). En una palabra el hombre re-descubre su verdadero ser: ser hijo -adoptivo- de Dios.

Finalmente, esta dialéctica se concreta dramáticamente en la Persona de Jesucristo, quien es verdadero hombre, y por tanto hermano nuestro en una proximidad admirable y sobrecogedora ya que, al mismo tiempo, es verdadero Dios, Hijo Eterno del Eterno Padre, Dios de Dios, y en este sentido inevitablemente distante. Pero he aquí que esta dialéctica halla su mediación definitiva en el Único Mediador entre Dios y los hombres, ya que no sólo nos revela al Padre, sino que busca a la criatura y la encuentra -más allá de toda nuestra capacidad de extravío- y, en Cristo, Dios se hace, El mismo, ser de deseo (24).

Se ha cerrado el círculo divino-humano del deseo en la preciosa meditación que comporta la obra de San Bernardo. Quizá la realidad del deseo en su movimiento de ascenso nos permita comprender dos puntos que parecen importantes. Por una parte, este deseo de Dios comporta una "santa violencia" sobre sí, y esta se ordena, finalmente, al gozo y la paz del hombre reunificado desde Dios; por otra parte, el movimiento y la dialéctica del deseo en Bernardo nos hacen comprender las palabras penetrantes de J. Kristeva: "(...) el cristianismo no es una filosofía del bien, por último un racionalismo, es esta pasión del cuerpo que se arranca a sí mismo, que llamamos amor" (25).

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NOTAS

 

(1) VAN HECKE, Lode OCSO, Le désir dans la expérience religieuse, L’homme réunifié. Relecture de Saint Bernard, Préface de Antoine VERGOTE, Paris, Cerf, 1990.

(2) CASEY, Michael, OCSO, Les grands thèmes bernardins in Bernard de Clairvaux, Histoire, mentalités, spiritualité, Colloque de Lyon - Cîteaux - Dijon, Sources Chrétiennes Nº 380, Paris, Cerf, ch 22.

(3) Cf. VAN HECKE, L., op. cit., p. 202-3: "Vivimos en una cultura secularizada ... La sociedad moderna está descristianizada". Cf.ad. VERGOTE, Antoine, Religion et sécularisation en Europa occidentales. Tendences et prospectives in Revue Théologique de Louvain, 14 (1983) pp. 421-445.

(4) Cf. ARTIGAS, Mariano, La inteligibilidad de la naturaleza, Pamplona, Eunsa, 1992. Bello libro que complementa otro anterior sobre el tema de la razón científico-tecnológica, en clave epistemológica, del mismo Autor: Filosofía de la ciencia experimental, Pamplona, Ed. Universidad de Navarra, 1989. Cf.ad., PADRÓN, H. J., Tecnociencia y Ética. Estudios de Ética y Ciencia. Instituto de Filosofía,FF & LL, U.N.Cuyo, Mendoza, 1994.

(5) Toda la obra de Josef Pieper insiste en señalar que la atención del hombre, en la medida en que su cultura se haga verdaderamente humana, debe ordenarse a la exigencia renovable, cada día, cada hora, del todo de la realidad. El Misterio configura, de una manera esencial, dicho todo o totalidad de lo real, excluirlo sistemáticamente de la consideración no sólo empobrece inevitablemente la filosofía y las ciencias, junto con las tecnologías, que el hombre pueda hacer sino que, además, empobrece, de manera grave, la interioridad humana. Enseñaba San Agustín: "Semper foras exis, intro redire detrectas. Qui enim te docet intus est" (Enarr, in Ps., 139, 15).

(6) Pr. 23, 26: "Hijo mío, dame tu corazón", Cf. ad. D 103, 4.

(7) Cf. VAN HECKE, op.cit., p. 202.

(8) Cf. DE WAELHENS, Alfonse, Les contradictions du désir in Savoir, Faire, espérer: les límites de la raison (Publications des Facultés Universitaires Saint- Louis 5), t. II, Bruxelles, 1976, p. 451: "En efecto en cada uno de nosotros el deseo está, en una dimensión o medida variables, orientado hacia la ilusión de la fusión, aunque no sea sino como trasfondo obscuro e inconsciente que, salvo casos patológicos, no se muestra jamás expresamente pero que, sin embargo, logra imponerse en las ocasiones decisivas consiguiendo esto tanto mejor cuanto más disimulada sea la manifestación que adopte". Cf. ad. BRUN, Jean, Les masques du désir, Paris, Ed. Buchet/Chastel, 1981, p. 7: "La trampa más grande del Deseo es la de dejarnos creer que el estudio de éste pertenece sólo a la psicología. Ahora bien, lo propio del deseo es ocultarse en las empresas en las que nadie pensaría en ir a buscarlo: el arte, la técnica, la ciencia, la historia, la política ... dominios en los cuales se disimula detrás de las máscaras de la creación, la acción, el conocimiento y el progreso".

(9) REALE, Giovanni, Storia della Filosofia Antica, Milano, Vita e Pensiero, 1983, vol. V Lessico, Indice e Bibliografia, p. 71, Deseo.

(10) BOCHET, Isabelle, Saint Agustin et le désir de Dieu, Paris, 1982.

(11) CASEY, Michael, op. cit., p. 610.

(12) Cf. LECLERCQ, J. OSB. Initiation aux Auteurs monastiques du Moyen Age, L’amour des lettres et le désir de Dieu, Paris, Cerf, 1957, p. 31. El Autor benedictino destaca la deuda de San Bernardo respecto a San Gregorio Magno y, por otra parte, el carácter de su filología sagrada, predominantemente simbólica y cuya expresión poética no le impide ser rica y objetiva a la vez.

(13) Cf. CASEY. M., op. cit., pp. 610-611.

(14) Cf. SAN AGUSTIN, Enarr. In Ps., 118,8,4: "Desiderium ergo quid est, nisi rerum absentium concupiscentia?".

(15) Cf. CASEY, M., Athirst for God: Spiritual Desire in Bernard of Claiirvaux’s Sermons on the Song of Songs, Kalamazoo, 1988, The vocabulary of Desire, pp. 63-130.

(16) Cf. STANDAERT,M., La doctrine de l’image chez sait Bernard in Ephemerides theologicae Lovanienses, 23 (1947), pp. 70-129.

(17) VAN HECKE, Lode, op. cit., 86: "El hecho de aproximarnos a Dios de manera "afectiva" no constituye, según Bernardo, un dato enojoso que habría que poner entre paréntesis cuanto antes, si es que queremos llegar a un conocimiento objetivo. En SCC 31, Bernardo describe cómo Dios se manifiesta de muchas ma- neras. Para todos es accesible a través de su Creación (SCC, 31,3). Lo que puede admitirse es que la manifestación de Dios en la contemplación interior se da a "aquél que busca a Dios con todo el ardor de su deseo y de su amor"(SCC, 31,4). Se trata, ciertamente, de "una unión espiritual, en la cual Dios es acogido con sentimientos íntimos de amor (intimis affectibus) como aquél que ama tiernamente (afficientem) al hombre amante (SCC, 31,6). El afecto recibe una connotación espiritual en la medida en la que se orienta más explícitamente hacia un objeto más netamente espiritual, en virtud del principio que, en la naturaleza, lo que se une se asemeja (SCC 82,7: Et certe de ratione naturae, similis similem quaerit).

(18) Cf. VAN HECKE, op. cit., pp. 75-6; Cf. ad KOPF, U., Religiöse Erfahrung in der Theologie Bernhards von Clairvaux (Beiträge zur historischen Theologie, 61), Tubingen, 1980, p. 141.

(19) En cuanto al dinamismo que promueven los afectos en el hombre Cf. D, 50,3, así el temor y el amor son dos fuerzas que movilizan al hombre hacia objetos propios y diversos en cada caso, según Bernardo. Así el temor tiene razón de ser sólo ante Dios; el amor, en cambio, tiene sentido tanto respecto a Dios, cuanto a los hombres. En cuanto al ir a Dios a favor de nuestro deseo Cf. VAN HECKE, L., op.cit., p. 85.

(20) Cf. VAN HECKE,L., op.cit., 147, n. 67.

(21) Cf. Ibíd., p. 190.

(22) Decir esto no implica, de ninguna manera, desmerecer el valor genuino ni de la abstracción -operación intelectual nobilísima- ni, tampoco, del pensamiento que resulta de la abstracción. Por el contrario, estas tareas y resultados son necesarios. Lo que se quiere decir es que siempre existirá un grave peligro en la pretensión de intelectualizar la experiencia de nuestra relación Dios, a través de sus diversos modos posibles.

(23) Cf. VAN HECKE, op.cit., p. 197.

(24) Cf. Ibíd., p. 199.

(25) Cf. KRISTEVA, J., Histoires d’amour (Collection Folio), París, 1983, pp. 210-211.