EL ORDEN DE LAS PASIONES

Y LA VIDA RELIGIOSA

 

 

Hna. Marta Hanna

 

 

A modo de introducción

Hablar del orden de las pasiones en la vida religiosa tiene sus inconvenientes. Puede ocurrirle a quien lo intente aquello que se cuenta en las sentencias de los Padres del desierto, acerca de un hermano que fue donde Abba Teodoro y comenzó a hablar acerca de cosas que aún no había puesto en práctica. Le dijo el anciano: "Todavía no has encontrado la nave ni cargado en ella tu carga y,¿ya llegaste a la ciudad? Cuando hayas practicado lo que dices, ven a hablarnos de lo que estás hablando ahora" (1). Porque hablar del orden de las pasiones es, en última instancia, referirse a la educación de la afectividad, y se puede suponer legítimamente que quien tiene algo que decir al respecto, ha hecho ya su experiencia. Y por aquí aparece otro peligro aún mayor para el disertante: que sus oyentes crean que están ante uno que ha educado su afectividad y gobierna sus pasiones. Y digo que éste es un peligro mayor porque tengo presente aquella otra sentencia de los ancianos que dice: "Ay del hombre cuya fama supera su realidad".

Teniendo tan poca chance de salir airosa de esta riesgosa empresa recurrí, como los antiguos, a la sabiduría del desierto. Y no sólo a la que nos ha quedado compendiada en apotegmas y otras obras de los Padres, sino a la que aún hoy florece en los desiertos; concretamente, acudí a las Hermanas de Belén, hijas de San Bruno.

Mi pregunta era clara: ¿cómo hablar del orden de las pasiones y la vida cristiana cuando aún no se ha logrado ordenar las propias? Y, sobre todo, cómo hacerlo cuando entre quienes escuchan hay personas con muchísima más experiencia que uno. La respuesta que recibí tiene el sabor de un apotegma, pues se me dijo que no era necesario abordar el tema desde mi propia experiencia. Y tampoco era preciso repetir conceptos que otros han plasmado en sus escritos. El mejor modo de abordarle sería desde la Lectio Divina; vale decir, desde el Señor Jesús, contemplado largamente durante la Lectio Divina.

Este método tiene una ventaja incuestionable: nos ofrece un prototipo, un paradigma para nuestra propia vida. Es el método tradicional de enseñanza en materia moral, el modo clásico de educar en las virtudes. Así proponían los poetas y los filósofos a los héroes, como prototipos del hombre virtuoso - así, Homero destacaba la figura de Aquiles, y Platón y Aristóteles, la de Sócrates. Y así Dios Padre, en su infinita misericordia, con esa "pedagogía divina" de la que nos habla San Ireneo, queriendo que seamos santos como El es Santo, nos presenta a Su Hijo hecho uno de nosotros, para que en El tengamos nuestro Modelo.

Precisamente este año hemos recibido del Santo Padre su último documento para los religiosos: Vita Consecrata (2). En él, a partir del episodio de la Transfiguración (Mt. 17, 1- 8; Mc 9, 2-8; Lc. 9, 28-36), nos invita a reflexionar acerca de nuestra condición de consagrados, llamados a dejarlo todo para seguir a Cristo, tan de cerca que también nosotros seamos transfigurados en El. Somos llamados a conformarnos, a configurarnos con el Señor Jesús de tal modo que, por obra del Espíritu Santo, vengamos a ser "personas cristiformes, prolongación en la historia de una especial presencia del Señor resucitado" (nº 19).

Si bien el documento se dirige a los religiosos, todo cristiano está llamado también, en virtud de su bautismo, a reflejar el Rostro de Cristo (3). La exhortación de San Pablo: "Tened entre vosotros los mismos sentimientos que Cristo..." (Fil. 2, 5) se dirige a todo bautizado. Y lo mismo ocurre con sus palabras a los corintios: "Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, nos vamos transformando en esa misma imagen, cada vez más gloriosos" ( II Cor 3, 18).

Se trata, entonces, de contemplar al Señor Jesús tal como nos lo presentan lo relatos evangélicos y de contemplarlo largamente. Este contacto diario, prolongado y amado con la Palabra de Dios nos va, poco a poco, purificando y ordenando; nos va transformando en esa misma imagen. No olvidemos que el Verbo de Dios es semilla y una semilla que, una vez sembrada, germina y crece sin que el dueño del campo lo advierta (4).

Para esto, lo primero será procurar un silencio creciente de todo nuestro ser, porque la Lectio Divina no es una mera lectura del texto sagrado; es, más propiamente, una audición de la Palabra de Dios. Y Dios nos habla en el silencio; el menor ruido puede apagar Su Voz. Dios nos habla por Su Verbo, que se reviste de palabras humanas para que podamos oírlo, acogerlo, guardarlo y vivirlo. Las Escrituras Santas no son una letra muerta, un libro antiguo por interesante y venerable que nos resulte. Ellas son Palabra viva y vivificadora, dirigida hoy a cada hombre, a cada uno de nosotros.

Precisamente por eso el primer mandamiento es : "Oye, Israel: YHWH es nuestro Dios, YHWH es Único. Amarás a YHWH con todo tu corazón..." (5). Oir es el gran mandamiento que atraviesa toda las Escrituras, desde el Antiguo Testamento hasta el Apocalipsis. Oír al Dios que habla al hombre dándose a conocer; que se abaja hasta el hombre para invitarlo a vivir en comunión con El; que abre al hombre un ámbito de intimidad en El, en el misterio de su Ser que es Fuego devorador, que es Amor (Deut. 4, 24; 1 Jn. 4, 8b). Oír a Dios y, por ende, a Aquel que es Su Verbo, Su Palabra enviada, revestida de nuestra naturaleza a fin de que podamos verla y oírla y tocarla. "Este es Mi Hijo, el Amado, en quien me complazco; escuchadle" (Mt. 17, 5).

Acogiendo este mandato recibimos la Palabra tal como es "viva, eficaz y tajante más que una espada de dos filos, y penetra hasta la división del alma y el espíritu, hasta las coyunturas y la médula, y discierne los pensamientos y las intenciones del corazón" (Hbr. 4, 12).

 

Concepto y naturaleza de las pasiones

No podemos hablar de "orden de las pasiones" sin tener algunos conceptos básicos acerca de las mismas. Nuestro primer paso será precisar los sentidos que usualmente damos a este nombre y su etimología.

Usualmente, la palabra pasión tiene para nosotros una cierta carga negativa; nos habla de algo desmedido, desbordado, muy intenso o de dolor, de sufrimiento. El Diccionario de la Real Academia Española dice:

"1- acción de padecer. 2- Por antonom., la de Ntro. Sr. Jesucristo. 3- Lo contrario a la acción. 4- Estado pasivo del sujeto. 5- Cualquier perturbación o afecto desordenado del ánimo . 6- Inclinación o preferencias muy vivas de una persona a otra. 7- Apetito o afición vehemente a una cosa (...) 10. Ant. Med. Afecto o dolor sensible de alguna de las partes del cuerpo enfermo..."

A causa de este sentido negativo, el término pasión prácticamente no se usa en la Psicología contemporánea. Hablamos de afectos, sentimientos, humores, emociones, instintos, etc., nombres que guardan relación con el de pasión aunque no dicen exactamente lo mismo. De todos ellos, el más cercano al concepto aristotélico- tomista de pasión es el de emoción (6).

Etimológicamente, nuestra palabra - en latín passio- viene del griego pathos, diversamente traducida según la corriente filosófica en que aparezca. Así, en el pensamiento neoplatónico y en el estoico, que tanto influyó en la Patrística, pathos se traduce por afección, sufrimiento, perturbación morbosa del alma acompañada de algún movimiento; tiene pues, un sentido negativo. En la literatura monástica es común leer: hacer la guerra a las pasiones, o bien que las pasiones le hacen la guerra a uno, particularmente durante la oración; se habla de las pasiones del hombre viejo, tomando la expresión paulina: "Despojáos del hombre viejo, viciado por las concupiscencias seductoras..."; (Ef. 4, 22); "despojáos del hombre viejo con todas sus obras y vestíos del nuevo, que sin cesar renueva para lograr el perfecto conocimiento según la imagen de su Creador..." (Col. 3, 9- 10). En este pensamiento, las pasiones son siempre algo desordenado, y por lo mismo, moralmente malo.

Aristóteles no presenta ni en la Retórica ni en las Eticas, un tratamiento sistemático de las pasiones; se limita a enumerarlas, aunque no taxativamente, y a señalar lo que tienen en común: una resonancia corpórea, experimentada como placer o dolor. Pathos designa, entonces, ciertos estados de ánimo "por los que los hombres cambian y difieren para juzgar, y a las cuales siempre sigue pena y placer..." (7); tales son, entre otros, la ira, el amor y el odio, el temor y el valor, la compasión, la vergüenza, la emulación y la envidia. En la Ética a Nicómaco las define como: "todo afecto que va acompañado de placer o dolor." (8) En esto no hay diferencia con su maestro Platón (9).

Lo que marca la diferencia es su valoración moral de las pasiones. En la Ética señala que, en el alma, se dan tres cosas: pasiones (pathé), facultades (dynámeis) y hábitos (hexeis). Las primeras son , como hemos dicho, "en general, todo afecto que va acompañado de placer o dolor (...) No son pasiones ni las virtudes ni los vicios, porque no se nos llama buenos o malos por nuestras pasiones, pero sí por nuestras virtudes y vicios, ni se nos elogia o censura por nuestras pasiones, ... pero sí se nos elogia o censura por nuestras virtudes y vicios. Además, sentimos ira o miedo sin nuestra elección, mientras que las virtudes son en cierto modo elección o no se dan sin elección. Además de esto, respecto de las pasiones se dice que nos mueven, de las virtudes y vicios no que nos mueven, sino que nos dan cierta disposición" (10). Las pasiones no son, de suyo, ni buenas ni malas, no hacen ni bueno ni malo al hombre.

La razón de esto está en la naturaleza de estos afectos acompañados de placer o de dolor, tema que ha tratado previamente. Analizando el alma humana, describe lo siguiente:

"... el alma implica una parte dotada de razón (logos) y una parte que carece de ella (a-logos)... Ahora bien, la parte que carece de razón implica a su vez una parte que parece común y vegetativa... naturalmente ajena a la virtud humana... Hay aún otra potencia del alma que parece estar privada de razón, pero que participa de la razón en cierto modo... un elemento contrario a la razón, que se le opone y resiste...pero parece que también participa de la razón puesto que obedece a la razón en el hombre continente y, además, es probablemente más dócil en el hombre morigerado y esforzado, pues todo (en él) concuerda con la razón. Así, la parte privada de razón parece ser doble... La parte común a los hombres y a las plantas no participa de ella en ningún grado, mientras que la concupiscencia, vuelta toda ella hacia el deseo, no le es absolutamente extraña, en la medida en que le es dócil y sumisa." (11)

No son, entonces, ni buenas ni malas, porque de suyo son irracionales. Sin embargo, son susceptibles de recibir un logos, de ser informadas por la razón mediante un hábito operativo que las ordene, que las rectifique; las pasiones pueden ser sometidas al imperio de la razón y participar de ésta. En eso consisten, justamente, las virtudes morales, en hábitos operativos buenos que informan los apetitos.

Este orden de las pasiones, gobernadas por la recta razón, y presentes en el obrar voluntario del hombre (12), es lo que caracteriza al hombre maduro, al varón perfecto. Es muy interesante releer estas líneas de la Retórica en las que, después de haber analizado cada una de las pasiones enunciadas, en sí mismas y en el hombre joven y en el anciano, pasa a considerar el carácter del hombre maduro. Y dice:

"Los que están en la madurez, estarán según su carácter en medio de estos dos ( el joven y el anciano), quitando de unos y otros lo extremoso, ... teniendo un ánimo ecuánime ...;... juzgando según lo verdadero; no viviendo solamente para lo bello, ni sólo tampoco para lo útil, sino para ambas cosas; no viviendo ni para el ahorro sólo, ni para el derroche, sino para lo equilibrado. De manera semejante en lo que mira a la ira y a la concupiscencia. Y son temperantes con fortaleza y fuertes con templanza. ... Por decirlo en general, cuanto de bueno se reparte entre la juventud y la ancianidad,... todas las tiene también el hombre maduro, y de las cosas que a unos les sobran y a los otros les faltan, posee lo que es moderado y adecuado." (13)

Me parece que no se puede leer este texto sin pensar en Ntro. Señor Jesucristo, el varón prudente (andrí phronímo , Mt. 7, 24), el hombre celeste a cuya imagen todo cristiano debe ser transfigurado (I Cor. 15, 47) (14), en quien, al decir de San Jerónimo existen propasiones (15), pasiones ordenadas que nada deben al pecado y que operan siempre bajo el gobierno de la recta razón. Es verdad que de El podemos decir más, mucho más; pero el retrato que pinta el Filósofo no deja de ser significativo. (16)

Pasemos, ahora, a Santo Tomás. El Doctor Angélico realiza la sistematización de las pasiones (17) que no hiciera Aristóteles, en el Tratado de las pasiones, ubicado en la I-II, donde considera los actos humanos o "el movimiento de la criatura racional hacia Dios" (18)

En el artículo 1 de la q. 22, al iniciar el tratamiento de las mismas, escribe:

"Padecer se puede entender en tres sentidos: uno común, en cuanto que todo recibir es padecer, aunque nada se substraiga de la cosa;... En otro sentido se dice propiamente padecer, cuando se recibe una cosa con sustracción de otra. Esto tiene lugar de dos modos: uno, cuando se sustrae a la cosa lo que no le es conveniente,... o bien, cuando sucede lo contrario; ... cuando esta trasmutación se hace a un estado peor que el primero, tiene más propiamente carácter de pasión que cuando se realiza hacia un estado mejor."

Este padecer que implica alteración, conviene al alma indirecta y accidentalmente, en cuanto forma del cuerpo. (19)

Psicológicamente consideradas, las pasiones son movimientos del apetito irracional (20), que se siguen de la aprensión de un bien o de un mal; vale decir, son actos elícitos de una potencia apetitiva que aparecen en nosotros cuando conocemos algo como bueno o como malo. En virtud de este conocimiento, reaccionamos de diversas maneras ante un determinado objeto. Si lo conocemos como bueno, lo amamos; si no lo poseemos, lo deseamos y si ya lo tenemos, nos alegramos; si es malo, lo odiamos; huimos de él, si no está presente o, de lo contrario, nos entristecemos. Algo similar ocurre en los anima-les; sin embargo, hay una diferencia enorme, pues en el animal la pasión activa necesariamente la potencia motora, no así en el hombre. El animal siente temor y huye ante el peligro; el hombre también siente temor; pero no siempre huye, no huye necesariamente. Santo Tomás, como Aristóteles, distingue claramente en el hombre la potencia apetitiva (vis appetitiva sensitiva) de la potencia motora (vis motiva). Muy claramente lo dice Ubeda Purkiss:

"Las pasiones humanas, ..., constituyen ... un estado de expectación de un poder superior que impera la actividad externa o respuesta emocional ... pues... el hombre debe vivir racionalmente, haciendo uso de sus más altas facultades, la inteligencia y el libre albedrío" (21).

Hemos dicho, entonces, que son movimientos del apetito sensitivo; más exactamente, actos del apetito sensitivo, que es potencia orgánica. Ahora bien, con el realismo que lo caracteriza, Santo Tomás nos enseña a conocer la naturaleza de lo invisible a través de los visible; el ser que no se ve, a través de sus operaciones propias, dado que el obrar se sigue del ser. Así, donde hay objetos distintos, habrá necesariamente actos distintos que requieren potencias distintas, específicamente diversas. Dicho de otro modo, las potencias se especifican por sus objetos propios, mediante sus actos propios. (22) Es evidente que el color y el sonido son dos realidades completamente distintas (aunque ambas sean sensibles per se); por lo tanto, no puede ser el mismo aquel acto por el cual conozco el color que aquel

por el cual conozco el sonido. Actos distintos nos hablan de potencias, de facultades, de dynamis, distintas, especificadas por su objeto. Lo mismo que ocurre a nivel cognoscitivo, ocurre a nivel apetitivo. Veámoslo.

Todos tenemos experiencia de la diferencia que existe entre ciertas cosas que deseamos simplemente porque son deleitables o de las que huimos porque son dolorosas, y otras cuya consecución implica un esfuerzo; cosas que, a pesar de dicha dificultad e incluso dolor, deseamos porque las sabemos buenas o convenientes. Estos dos tipos de bienes, el bien deleitable y el bien arduo nos mueven de diverso modo. Esta diversidad de actos nos está hablando de una diferenciación de potencias. Habrá, entonces, un apetito concupiscible o del bien deleitable, y un apetito irascible o del bien arduo (23). El primero es, principalmente, deseo de aquellos bienes que nos causan placer y huída de aquellas cosas que nos causan dolor; el segundo es la potencia agresiva que resiste el mal y supera los obstáculos que se oponen entre el sujeto y su bien. Que son distintos y que sus actos son diferentes es también un dato de experiencia, como lo enseñaban los Padres antiguos, pues unas expulsan a las otra; así, la compasión expulsa a la ira, la ira a la concupiscencia y v.v.

Concretamente, en el apetito concupiscible se dan tres pasiones que tienden al bien: amor, deseo y gozo y tres que se alejan del mal: odio, aversión y tristeza. Las del apetito irascible difieren no solo en razón de su objeto (el bien o el mal), sino también en razón de su aproximación o lejanía respecto del objeto. Así, el bien arduo futuro (ausente pero posible) en cuanto es un bien, suscita la esperanza; en cuanto arduo o percibido como imposible, la desesperación. El mal arduo ausenta, en cuanto mal, suscita temor; en cuanto vencible, produce audacia (24). Finalmente, el mal arduo presente, o bien hace sucumbir el ánimo, y estamos entonces ante la tristeza del concupiscible, o bien lo inflama, de modo que se mueve a contrarrestar dicho mal, lo cual pertenece a la ira, única pasión que no tiene contrario (25).

En toda pasión hay un elemento cuasi material, que es la reacción o cambio corpóreo (26); las pasiones no se dan sin alguna inmutación corporal, manifestada principalmente - aunque no exclusivamente- por los cambios en el ritmo cardio-respiratorio. Los antiguos, teniendo en cuenta esto, buscaban el órgano del apetito sensitivo y lo hallaban principalmente en el corazón. Por eso, el trabajo de ordenación de las pasiones puede resumirse en una sola cosa: procurar la pureza del corazón (27) que es "amar una sola cosa" (Kierkegaard). Más adelante volveremos sobre esto; por ahora, dejemos en claro que las pasiones se nos notan en el rostro, en la mirada, en la respiración, en el rubor, en la palidez, en cierto temblor, etc. "Los estados del alma se manifiestan por medio de signos: bien por una palabra proferida, bien por un movimiento del cuerpo..." (28)

Finalmente, considerando las pasiones en tanto que "movimientos del apetito irracional,..., no se da en ellas el bien o el mal moral, que depende de la razón." Pero, en la medida en que pueden ser informadas por la razón y "sometidas al imperio de la razón y de la voluntad, ... se da en ellas el bien o el mal moral, porque entonces se dicen voluntarias" (29).

 

Las pasiones en el Señor Jesús

Podríamos comenzar este punto preguntándonos, como Sto. Tomás, si en Ntro. Señor hubo pasiones. En el Tratado de Cristo Salvador, enseña el Doctor Angélico que el alma de Cristo fue pasible.

"Hablando con toda propiedad, sólo se dicen pasiones del alma las afecciones del apetito sensitivo, ... Y estas afecciones se dieron en Cristo al igual que todos los demás elementos pertenecientes a la naturaleza humana. ... Con todo, tales pasiones no fueron idénticas a las nuestras. Existe entre unas y otras una triple diferencia. La primera, por relación al objeto de las mismas, que en Cristo es siempre una cosa lícita; la segunda por relación a su principio; pues... en Cristo todos los movimientos del apetito sensitivo procedían bajo la dirección de la razón.... La tercera, por relación al efecto, ya que ... Cristo retenía en el área del apetito sensitivo los movimientos naturales propios de su Humanidad sensible, de suerte que nunca entorpecían el recto uso de la razón. Por eso dice San Jerónimo: ... esta pasión no le dominó el espíritu... se trataba de una propasión." (30)

Destaquemos dos cosas: primero que las pasiones son uno de los elementos pertenecientes a la naturaleza humana (quae ad naturam hominis pertinent). El hombre, tal como fue creado, a imagen y semejanza de Dios, tenía pasiones. Por eso, Aquel que es el Nuevo Adán, el Hombre nuevo, la Imagen perfecta de Dios ( y esto no sólo en cuanto Verbo, sino en cuanto Verbo encarnado), tiene pasiones. Remarcamos esto para recuperar el sentido primigenio, presente en la Tradición veterotestamentaria de imago Dei: el hombre todo, cuerpo y alma, es imago Dei; no sólo su alma; pues "la imagen de Dios en el hombre... indica... la relación especial en que Dios puso al hombre con El... Es la llamada esencial del hombre a la filiación divina, que no se pierde nunca, ni siquiera en el pecado original... (31), y que se realiza plenamente en Jesucristo.

El pecado opacó la imagen de Dios en el hombre. Al perder el estado de gracia en que había sido creado, perdió también su armonía interior. Cuando el Génesis nos dice que sintieron vergüenza o miedo porque estaban desnudos (cf. Gn. 1, 7b. 10), los Padres nos enseñan que esto es fruto del desorden que alcanzó al apetito sensitivo. Ahora bien, dado que el hombre "sólo es comprensible en su carácter de imagen, a partir de su proveniencia de Dios y, por tanto, también de su camino hacia Dios" (32) hará falta que el mismo Dios asuma esa imagen desde dentro y la lleve a plenitud. Así, el Verbo del Padre, siendo la Imagen perfecta del Dios Invisible , sin dejar de ser lo que es, se hizo semejante en todo a nosotros, Imagen visible del Incorpóreo, de modo que en su Cuerpo transfigurado pudiésemos contemplar la Gloria de la Divinidad y descubrir la belleza de la humanidad recreada (nuestra propia belleza), recuperada y acrecentada nuestra dimensión icónica.

En segundo lugar, tengamos presente que las pasiones del Señor Jesús son propasiones; proceden siempre bajo el imperio de la razón, su objeto es siempre lícito y no exceden nunca la esfera sensitiva.

Teniendo todo esto presente, intentemos descubrir a Jesús tal como los Evangelios nos lo muestran, con objetividad, sin poner ni quitar nada.

Quizás una de las primeras cosas que salta a la vista durante la Lectio es que nos encontramos ante un hombre apasionado; podríamos llamarlo "Varón de deseos", parafraseando a Isaías que lo llama "Varón de dolores" (53, 3). El afirma, poco antes de su Pasión:

"con deseo ha deseado comer esta Pascua" (epithymía epithymesa- desiderio desideravi) (33) Sustantivo y verbo de la misma raíz, indicio de la intensidad de su deseo, la fuerza de su querer. Poco antes había dicho: "Fuego vine a meter en la tierra; y cuánto deseo (thelo- volo) que ya prendiese!. Con bautismo tengo que ser bautizado, y qué angustias (synéchomai- coartor) las mías hasta que se cumpla!" (Lc. 12, 50). Un fuego arde en El y desea vehementemente hacerlo arder en nosotros. Como fuego devorador se presenta Dios a Israel (Deut 4, 24); fuego que es símbolo del amor, de la intensidad del amor; por eso el texto sagrado aclara que "es un Dios celoso" (v. 24 b) Acaso no es "fuerte el amor como la muerte... son sus dardos saetas encendidas"? (Cant. 8, 6). Fuego es, también, un nombre del Espíritu Santo, el Amor increado que procede del Padre y del Hijo, que arde en el Padre y en el Hijo y lo abraza en una comunión amorosa. Así se manifiesta el Espíritu en Pentecostés, cumpliéndose el deseo de Jesús y la profecía del Bautista:" El os bautizará en el Espíritu Santo y en fuego" (Lc. 3, 16b).

Lo vemos como el nuevo Elías, arrebatado por el celo de la casa de Dios, expulsando a los mercaderes del templo. Viéndolo, los discípulos recordaron que está escrito: "El celo por tu casa me devoró" (ho zelos tu oiku su kataphagetai me - Zelus domus tuae comedet me. Jn. 2, 17), las palabras del Sal. 69, 10, que nos pintan de cuerpo entero al Profeta que fue arrebatado al Cielo en un carro de ardiente. (34)

Podemos descubrir la intensidad de sus deseos y el objeto de los mismos leyendo, p.e., el capítulo 17 de Juan, todo él petición. "Padre, llegó la hora: glorifica a tu Hijo..." (vv. 1b. 5); "Padre Santo, guárdalos en tu Nombre..." (v. 11); "que sean uno como nosotros" (v.11b. 21. 23); "presérvalos del malo" (v. 15); "santifícalos en la verdad" (v. 17); "quiero que, donde Yo estoy, también ellos estén conmigo" (v. 24). Es un deseo pleno de esperanza, que se traducía seguramente en la tono de Su voz, en la intensidad de Su mirada.

¡La mirada de Jesús! Tal como podemos contemplarla en los relatos evangélicos, ella nos manifiesta muchísimo de lo que pasa en el corazón de Cristo. A los fariseos que se escandalizan porque cura en sábado, les lanza "una mirada ... con ira (orges)" (Mc. 3, 5); sin embargo, el Evangelista anota a continuación:"... contristado por la ceguera de su corazón". Al leer estas palabras podemos sentirnos tentados a pasarlas por alto: pueden sonarnos contradictorias de aquellas otras: "... aprended de Mí, pues Soy manso y humilde de corazón" (Mt. 11, 29). ¿Qué nos está diciendo el Señor al hacer manifiesta su ira? (35).

La ira, explica Sto. Tomás, brota "a causa de alguna tristeza inferida y supuestos el deseo y la esperanza de vengarse... es causada por pasiones contrarias, como la esperanza, que se refiere al bien, y la tristeza, que se refiere al mal..." (36). Este deseo y esperanza de vengarse pertenece al orden de la justicia, pues por ellos se restablece el orden conculcado (37). Esto es lo que estalla en el Señor Jesús: ira que acompaña a la voluntad que desea eficazmente restaurar el orden justo. No le quita nada a Su mansedumbre; es, por el contrario, como el nervio de la misma.

Y esta es también para nosotros, la medida de la ira, auxiliar indispensable en la lucha ascética. Evagrio Póntico dice:

"Cuando seas tentado, no ores antes de dirigir con cólera algunas palabras contra el demonio que te oprime; porque mientras tu alma esté afectada por los pensamientos no podrá alcanzar una oración pura; pero si pronuncias encolerizado alguna palabra contra ellos, les confundes y desvaneces las representaciones mentales de tus adversarios." (38)

Dirigir la ira contra los pensamientos que nos asaltan durante la oración - o contra cualquier mal pensamiento - para apaciguar el alma; porque "la naturaleza de la parte irascible consiste en luchar contra los demonios y resistir al placer". (39) Es importante notar que el mismo Evagrio nos advierte contra el demonio de la cólera, pues es ésta "una pasión muy precipitada; ... una erupción de la parte irascible del alma, ... que subyuga al intelecto durante las oraciones, representándole el rostro del que lo ha contristado" (nº 11). "Nada lleva tanto al intelecto a desertar como la perturbación de la fuerza irascible" (nº 21) . Por eso dice un apotegma que no es propio del monje airarse; sin embargo, como vemos, esto no debe entenderse absolutamente.

Hay en los Sinópticos una perícopa que ha dado mucho trabajo a exegetas y traductores; aquellas misteriosas palabras que S. Mateo consigna así: "...el Reino de Dios padece violencia (fuerza - biazetai) y los violentos (esforzados - biastai) lo arrebatan" (11, 12). Quizás podemos entender algo si tenemos en cuenta lo que acabamos de decir acerca de la ira.

Entre las pasiones existe un orden; son primeras las del concupiscible, pues ellas se refieren al bien considerado en absoluto (bonum simpliciter), mientras que las del irascible sólo a los bienes difíciles (40). Ahora bien, todas las pasiones del concupiscible proceden del amor, que se hace deseo cuando no posee y gozo cuando posee el bien amado, y odio del mal contrario (41). Pues bien, también en el Señor podemos descubrir este amor (42). No me refiero a la caridad, a su amor de dilección por sus amigos, por el discípulo amado, etc., sino a la pasión concomitante que se manifiesta en sus actos. Así, p.e., Marcos (nuevamente es el único que lo anota) nos dice que, al escuchar al joven rico, "Jesús, fijando en él la mirada, lo amó." (10, 21). Otra vez es Su mirada la que nos abre el misterio de Su Corazón. El Señor ama con ternura y lo muestra, p.e., abrazando a los niños, hablando con dulzura, corrigiendo con delicadeza (43). Este amor se reviste de compasión (dolor con el otro) ante la viuda que ha perdido a su hijo único, ante la multitud que anda errante, como ovejas sin pastor, ante María que llora a su hermano muerto (44).

Tratándose de la tristeza, los verbos empleados tienen una fuerza expresiva inmensa. "... se estremeció en su espíritu y se conturbó", escribe Juan (11, 33-39; 13, 21) , usando los verbos em-brenomai, que significa bramar en, rugir dentro (es el verbo del trueno) y tarásso, que significa trastornar, turbar, agitar, remover. Dice Santo Tomás que "el alma de Cristo pudo aprender interiormente una cosa como nociva, bien para sí mismo, como lo fue su Pasión y su muerte, bien para los demás, como los pecados de sus discípulos y de los judíos que lo condenaron a muerte. Por tanto, ... pudo darse verdadera tristeza", aunque siempre conforme con la recta razón y adecuada a las circunstancias y el objeto. "Si estas afecciones siguen a la recta razón y se manifiestan cuando y donde conviene, ¿quién osará llamarlas mórbidas y viciosas?" (S. Agustín) (45).

Jesús manifiesta la tristeza que embarga su alma con palabras: "ahora mi alma está turbada", o con gestos. Juan nos dice que conmovido en su interior por la muerte de su amigo Lázaro y las lágrimas de María, también El se echó a llorar (11, 35); viéndolo, los testigos exclamaron: "he aquí cómo lo amaba" (v. 36). También llora sobre Jerusalén, conociendo los males que sobre ella vendrán a raíz de la dureza de sus corazones (Lc. 19, 41).

Tristeza y angustia, tristeza y temor, asaltan su alma antes de la pasión y lo sumen en agonía (46). Porque también experimentó temor, la pasión que tiene como objeto el mal futuro inevitable (47). Nuevamente las expresiones evangélicas son muy fuertes: "Triste está mi alma hasta la muerte", sumida en el pavor y el tedio.

Nada humano es ajeno a Aquel que es el nuevo Adán. Precisamente por eso podemos aprender mirándolo, oyéndolo, imitándolo. Finalmente, el gozo. Escribe San Agustín que "nadie puede ser feliz si no goza de lo mejor que hay en el hombre; y nadie que goce de este supremo bien, puede ser miserable" (48). Así vemos al Señor exultar de gozo en el Padre, porque es infinitamente Bueno y la fuente de toda bondad, porque siempre lo escucha, porque se complace (el Padre) en revelarse a los pequeños, a los sencillos de corazón. Esto es muy importante: siempre que Jesús expresa el gozo que colma su alma, está en referencia directa con el Padre Eterno.

 

El orden de las pasiones (49)

Hemos dicho que las pasiones guardan entre sí un orden, de modo que el amor es el principio y el fin de todas ellas. Porque el amor es deseo y gozo, u odio, aversión y tristeza; pero, a su vez, estas pasiones son anteriores a las del irascible, las cuales además, tienen por término otra pasión del concupiscible, referida al aquietamiento del ánimo (sea el gozo, que es propiamente quietud, sea la tristeza, que lo es imperfectamente) (50). Esta primacía del amor nos permite simplificar el trabajo, la práctica (praktiké), como llamaban los antiguos a la primera etapa de la vida espiritual cuyo objeto es la lucha contra los pensamientos y el dominio de las pasiones, a fin de alcanzar la apatheia, que hace posible la contemplación.

Cuando pensamos en todo lo que hay que hacer, se abre ante nosotros un campo tan amplio que fácilmente nos desanimamos. Tenemos tantos flancos abiertos, tantos puntos débiles, tantos defectos que erradicar; es preciso adquirir tantas virtudes, cumplir todos los mandamientos (y cada uno supone tantas cosas), cuidar tantos detalles, que parece una obra hercúlea. Casi se nos escapan las palabras de los apóstoles: "Señor, entonces, ¿quién podrá salvarse?" (Mc. 10, 26). Sin embargo, la cosa es más simple. Se trata precisamente de asemejarnos a Dios, que es Simplícimo. Y, me parece, que el camino de la simplificación corre por aquí, por el lado del amor, tanto el amor -pasión, como el amor- virtud. En palabras de San Agustín, el secreto está en ordenar nuestros amores; el ordo amoris es la clave de la vida espiritual y es el fin de la vida cristiana, que se identifica con la perfección de la caridad. ¿Acaso, no es el amor el resumen de la Ley? "Amar es cumplir la Ley entera", ya que el mandamiento primero es: "Oye , Israel: el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno, y amarás al Señor Dios tuyo con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente, y con toda tu fuerza". El segundo es éste: "amarás a tu prójimo como a ti mismo" (Mc. 12, 29-31).

Habíamos dicho que los antiguos ubicaban las pasiones en el corazón y que el trabajo de ordenación de las mismas puede resumirse en una sola cosa: en purificar nuestro corazón. Esta pureza del corazón nos exige, en primer lugar, luchar contra los pensamientos que nos turban, que nos hacen la guerra. El mejor modo de enfrentarlos es el que empleó Jesús: Palabra contra palabra; Palabra de Dios contra sugerencia del demonio. "Di que estas piedras se conviertan en pan. ...No sólo de pan vive el hombre sino de toda palabra que sale de la boca de Dios" (Mt. 4, 3-4). Siguiendo este ejemplo, la lectura diaria y oyente de la Palabra de Dios nos dará armas para enfrentar todos los pensamientos.

En segundo lugar, la pureza del corazón es sencillez (por contraposición a doblez), que es rectitud y se expresa en el amor que ama una sola cosa: a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo con el mismo amor. Spicq lo explica bellamente: "... al asociar de hecho Jesús literaria y doctrinalmente agapéseis kyrion y agapéseis ton plesion, se impone la conclusión de que el amor que se profese al prójimo ha de ser del mismo tipo, de la misma naturaleza que el que se tenga a Dios" (51). El amor ordenado hacia su objeto propio, que es el Bien Absoluto, amado sin medida, engendra el orden en las demás pasiones que de él se siguen y hacia él confluyen; se hará deseo de aquel Bien y de cuanto nos conduzca a él; y gozo del mismo bien y de los demás en tanto y en cuanto puedan ser un anticipo del Bien eterno. Será odio del pecado y de cuanto se opone a Dios, nuestro Bien; y, por lo tanto, huída de aquellas cosas y tristeza cuando nos apartemos de El. Y movilizará la esperanza de alcanzarlo y la audacia para animarnos a vencer los obstáculos, y la ira, que nos mantiene en pie de guerra contra todo lo que nos aparte de El.

Exactamente esto es lo que podemos ver en el Señor Jesús, si lo contemplamos atentamente en los Evangelios. Toda su vida, todo su ser está centrado en Su Padre. Dejando de lado el hecho que las pasiones del Señor son propasiones y no necesitan ser ordenadas, El nos muestra cómo ordenarlas: centrando nuestra vida en el Padre, amado sin medida. Amor que se pone de manifiesto en la obediencia, a imitación de Cristo, que no busca hacer su voluntad, sino la del Padre que lo ha enviado. Y en eso tiene su gozo, en hacerse semejante al Padre, haciendo suya la Voluntad del que lo envió.

Esto también es lo que El mismo hace frente a las pasiones de cuantos se le acercan: ordena el amor y de ello resulta el orden de las demás. Así, p.e., ante los celos de Marta (que son una forma de tristeza, "un pesar por la presencia manifiesta de bienes estimables y alcanzables por uno mismo -pesar respecto de los que son iguales en naturaleza- y no porque pertenecen a otro, sino porque no pertenecen también a uno mismo" (52)), dulcemente la corrige, invitándola a elegir efectivamente aquello que ya ha elegido María. Porque lo que Marta busca, en definitiva, no es tanto que su hermana la ayude, cuanto poder estar junto al Señor también ella (Cf. Lc. 10, 38- 42). Lo mismo hace cuando los hijos del Zebedeo, con el ímpetu que los caracteriza, expresan su deseo de ser los primeros en el Reino, junto a Jesús, provocando la indignación de los demás (Mc. 10, 35- 45). A los primeros no les dice que deseen menos, sino que amen más conformarse perfectamente con El; a los segundos, que, si desean ser también ellos primeros, se hagan los últimos (Mt. 18, 1-4; Mc. 9, 33- 36; Lc. 9, 46- 47).

La prostituta y la adúltera, símbolos del desorden de la concupiscencia, escuchan un categórico "no peques más" (Lc. 7, 36-49; Jn. 8, 1-11), sin ningún otro tipo de reconvención. En, ellas cuyo pecado es básicamente un amor desordenado, sólo tienen un modo de evitar, en lo sucesivo, el pecado: amando a Dios por sobre todas las cosas y al prójimo con el amor que procede de Dios; ordenando su amor, amando más.

Su saludo pascual es nuestro escudo contra la tristeza: "Alegraos" (Mt. 28, 9). ¡Y en verdad que tenemos muchísimo de que alegrarnos!. La alegría es, por antonomasia, el don mesiánico; en cierto modo, alégrate (chaire) es la palabra - realidad (53) que introduce la Nueva Alianza, que abre el Evangelio. "Alégrate" le dice el Ángel a María Santísima (Lc. 1, 28); alegría y gozo grande experimentan Isabel y el hijo de sus entrañas al oír el saludo de la Virgen (Lc. 1, 41. 44); todos los vecinos de Zacarías se alegran con el nacimiento del Bautista, el niño que vuelve a hacer actual la antigua promesa hecha a Abraham y a Sara, su esposa (Lc. 1, 58; Gn. 18, 9; 21, 6); una gran alegría anuncian los ángeles a los pastores, haciéndoles saber que las palabras de Isaías, profeta, se han cumplido: "Multiplicaste la alegría, haz hecho grande el júbilo y se gozan ante TI... porque nos ha nacido un niño, nos ha sido dado un hijo..." (Lc. 2, 10; Is. 9, 3a. 6a).

La alegría es el don de nuestra reconciliación con Dios, obrada por Jesucristo. Y la fuente de esa alegría que ningún dolor puede arrebatar, es el amor que Dios nos tiene y que se ha manifestado en que "siendo pecadores, Cristo murió por nosotros" (Rm. 5, 8; Jn. 3, 16; Y Jn. 4, 9). El amor y también la esperanza, ya que contamos con que "los padecimientos del tiempo presente no guardan proporción con la gloria que se ha de manifestar en nosotros...cuando seamos semejantes a El" ( cf. Rm. 8, 18; l Jn. 3, 2b).

Por último, hay una pasión contra la cual el Señor nos reconviene muchísimas veces: el temor. Alguien me hizo notar que, a lo largo de las Sagradas Escrituras, pero con especial intensidad en los Evangelios, aparecen estas u otras palabras semejantes: "no temas"; nada más ni nada menos que 365 veces (una para cada día del año!), como para que, cada día nos animemos a comenzar de nuevo, sabiendo que "no se ha agotado la misericordia del Señor,... se renueva todas las mañanas, pues grande es su fidelidad" (Lam. 3, 22-23).

Así, el camino de la Lectio Divina nos ha introducido en el misterio del Dios encarnado, hecho visible, hecho como uno de nosotros. Podemos verlo y oírlo, y vivir en comunión -en koinonía- con El, para que Su gracia nos vaya transformando en otros Cristos. Pero hay algo más. De algún modo, también nosotros podemos decir con el Discípulo amado: "lo que hemos visto y oído, lo que contemplaron nuestros ojos, lo que tocaron nuestras manos, el Verbo de Vida..." (l Jn. 1, 1b). En la Eucaristía está el "el culmen de esta experiencia orante", pues al participar en ella, como enseña el Santo Padre, nos hacemos "consanguíneos de Cristo, anticipando la experiencia de la divinización en el vínculo, ya inseparable, que une en Cristo divinidad y humanidad" (54). Esta unión con el Señor, presente en la Eucaristía, es profundamente transformante; pero hay que disponerse y dejarlo hacer. Con San Ambrosio podemos pedirle que cada comunión: "..sea la perfecta purificación de nuestros delitos, aleje nuestros malos pensamientos y regenere nuestros buenos afectos..." O, con Santo Tomás: "imploro la abundancia de tu infinita generosidad, para que te dignes curar mi enfermedad, lavar mi impureza, iluminar mi ceguera, remediar mi pobreza y vestir mi desnudez..."

Toda "la vida del monje está fundada en estos dos pilares: la Palabra de Dios y la Eucaristía. ... La palabra de Dios es el punto de partida del monje... En el culmen ... está la Eucaristía, el otro pilar indisolublemente vinculado a la Palabra, como lugar en el que la Palabra se hace Carne y Sangre..." (55) . Aunque no con la misma exigencia de radicalidad, también la vida de todo cristiano, de todo hijo de Dios debe estar fundada en estos dos pilares, en los que reconocemos cada día que "el amor del Señor permanece para siempre", pues sólo El es Bueno y Amigo de los hombres (Liturgia oriental).

Que esta esperanza nos tenga alegres y animosos durante este tiempo que nos es dado hasta que El vuelva. Entonces, "seremos arrebatados en las nubes al encuentro del Señor en lo aires, y así estaremos siempre con El" (l Tes. 4, 17b-18), y El enjugará toda lágrima de nuestros ojos, y no habrá duelo, ni gritos, no trabajo, porque todo esto habrá pasado (Ap. 21, 4). Mientras tanto, guardémonos de los ídolos (l Jn. 5, 21).

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NOTAS

(1) Dichos de los Padres del desierto, Paulinas, Bs. As., 1986.

(2) Dado en Roma, el 25 de marzo de 1.996, Solemnidad de la Anunciación.

(3) La vida religiosa se caracterizará por la radicalidad de este seguimiento, por el carácter absoluto de esta configuración con Cristo, como tan claramente lo señala el documento, cf. Nº 15.

(4) Cf. Mc. 4, 26-28.

(5) Deut. 6,4 . Cuando el escriba pregunta a Jesús cuál es el primer mandamiento, El le responde citando este texto del Deuteronomio, tal como lo recoge Marcos 12, 29. Este oír a Dios que se revela es condición sine qua non para conocerlo y para aprender que El es nuestro Dios. Sólo cuando descubrimos esta realidad misteriosa podemos amar a Dios por sobre todas las cosas.

(6) "La emoción es una perturbación profunda, aunque transitoria, de la vida afectiva, en virtud de la cual la sensibilidad parece proyectarse fuera de sí misma (e-movere)". Ubeda Purkiss, o.p., Introducción al Tratado de las Pasiones, S.T., I-II, q.22- 48; B.A.C., Madrid, 1954, p. 579.

(7) Retórica, trad. de Julián Marías; Ed. bilingüe del Inst. de Estudios Políticos, Madrid, 1970, II, 1, 1378a, 21 ss.

(8) Etica a Nicómaco, II,5, 1105b. La misma edición de Retórica.

(9) Platón consideraba las pasiones en función del placer -provocado por todo lo que causa o conserva la armonía, el orden bello y bueno y es, por tanto, conforme a la naturaleza- y del dolor -causado por lo que contaría la naturaleza y altera el orden- Las pasiones se localizan en el cuerpo, las del irascible en el tórax, las del concupiscible -separadas del tórax por el diafragma- en el vientre.

(10) Ibídem, 1105b- 1106a. El texto resaltado es nuestro.

(11) Ibídem, Y, 13, 1102b.

(12) Aristóteles no separa lo afectivo de lo voluntario; en el acto voluntario -aquel que procede de un principio intrínseco con conocimiento del fin- tienen cabida las pasiones, precisamente porque ellas son a la virtud lo que la materia a la forma.

(13) Retórica, II, 14.

(14) Cf. Rm 8, 29; II Cor 3, 18.

(15) Comentario al Ev. Según S. Mateo, citado por Santo Tomás, S.T., III, 15, 4,c.

(16) Singularmente significativa parece la última nota del capítulo, en la que Aristóteles señala que "el cuerpo está en la madurez desde los treinta años hasta los treinta y cinco", precisamente los de la vida pública de Ntro. Señor.

(17) Sto. Tomás emplea el nombre de pasión en distintos sentidos. Designa el predicamento opuesto a la acción, significando "el acto o movimiento en cuanto recibido por un sujeto"; la cualidad de tercera especie; la inmutación pasiva intencional de la potencia intelectiva y apetitiva y, finalmente, "una propiedad de cualquier especie". De esto surge la analogía del nombre, teniendo todos estos significados en común el tratarse de una cierta recepción.

(18) I, q. 2, prólogo.

(19) I-II, 22, 1, cuerpo del art. y ad 2.

(20) I-II, 24,1.

(21) Introducción al Tratado de las Pasiones, op. cit., p. 591-2.

(22) I-II, 23,1.

(23) Ibídem: obiectum potentiae concupiscibilis est bonum vel malum sensibile simpliciter acceptum, quod est delectabile vel dolorosum. ...Ipsum bonum vel malum, secundum quod habet rationem ardui vel difficilis, est obiectum irascibilis.

(24) I-II, 23, 2, c.

(25) Ibídem, a. 3. Porque ella misma está compuesta de contrarios, cf. infra nota 36.

(26) I, 20, 1.

(27) Conviene entender corazón en el sentido bíblico, como lo más íntimo del hombre, su interioridad, la fuente de todos sus pensamientos, deseos y acciones.

(28) Evagrio Póntico: Tratado Práctico, nº 47, Ed. Cdad. Nueva, Madrid, 1995.

(29) I-II, 24, 1. Las relaciones entre las pasiones y el acto voluntario son complejas. Hay que considerar, por un lado, si la pasión es antecedente, concomitante o consiguiente a dicho acto. La pasión anterior oscurece la inteligencia y disminuye la voluntariedad. Por otro lado, es preciso considerar que en sí misma, la pasión es buena cuando está conforme en su estructura objetiva con el orden de la recta razón, el cual es comunicado a la pasión median- te el acto de imperio de la razón que mide y de la voluntad que mueve..

(30) III, 15, 4.

(31) VON RAD, G., Génesis, 46. Citado por Von Balthasar, Gloria, T. VI, De. Encuentro, 1988, p. 83.

(32) Von Balthasar, ibídem, p. 80.

(33) Lc. 22, 15. En adelante utilizamos el texto del Evangelio trilingüe de Bover- O’Callaghan. B.A.C., Madrid, 1977.

(34) Dos veces repite Elías estas palabras:"Ardo en celo por YHWH... quedé yo solo y buscan mi vida para quitármela". I Re. 19, 10. 14. "Quedé Yo solo y buscan mi vida para quitármela"; también son palabras de Jesús: "Me dejaréis solo; pero no estoy solo..."

(35) También ilustran este tema las diatribas del Señor contra fariseos y escribas (Mt 15, 1-9; 23, 25 ss; Mc 7, 1-9; Lc 11, 37 ss). Cf. III, 15, 9; citando a S. Agustín, el Doctor Angélico explica que la ira que se da en Jesús es motiva- da por el deseo de venganza conforme con el orden de la justicia, que mueve a enmendar todo el mal que ve y, si no puede enmendarlo, a tolerarlo con gemidos.

(36) I-II, 46, 1, cuerpo y ad. 2.

(37) Ibídem, a. 2.

(38) Evagrio Póntico, op. cit., nº 42.

(39) Ibídem, nº 24.

(40) I-II, 25, 1 .

(41) Ibídem, a. 2

(42) Para el tema del amor en el Nuevo Testamento, con toda la riqueza conceptual y teológica de los diversos verbos empleados -agapan, filein- y de los sustantivos y adjetivos derivados de los mismos, cf. SPICQ, Ceslas: Ágape en el Nuevo Testamento, De. Cares, Madrid, 1977. En esta exposición no trataremos la caridad en Jesucristo.

(43) Mt 14, 22-33; Mc 10, 16; Lc 10, 38-42.

(44) Cf. Mt 10,36; Mc 6,36; Lc 13, 34)

(45) III, 15, 6, c. y ad 3.

(46) Mt 26, 37-38; Mc 14, 33; Lc 22, 44.

(47) III, 15, 7, 3.

(48) De moribus Eccl., Cath., I, 3, 4. Cit. por LETIZIA, F.: El itinerario doctrinal de San Agustín, U.N.C., 1977.

(49) El título es ambiguo exprofeso; porque jugamos con el orden natural de las pasiones, que es a modo de materia del orden que las virtudes deben establecer en las mismas.

(50) I-II, 25, 1.

(51) Spicq, op. cit., p. 118.

(52) Retórica, II, 11.

(53) No tenemos en español, y menos después de tantos siglos de nominalismo, una palabra que signifique ambas cosas: la palabra en sí y la cosa significada, como ocurre con el hebreo DaBaR o con el griego Rhem; por eso escribimos: palabra- realidad. El nombre dice la cosa, expresa lo que es.

(54) Juan Pablo II: Orientale Lumen, nº 10.

(55) Ibídem, nº 10.