El pensamiento de Fray Mario José Petit de Murat   

              Existir en la palabra                                                                      

                                                                                                Héctor Jorge Padrón

                                                                                               FF&Letras UNCuyo

                                                                                                 Conicet

                                           

                                                                  “En el fondo todo ideal de estilo dicta 

no sólo cómo diremos las cosas 

                                                                        sino qué clase de cosas podemos decir

                                                                         C.S.Lewis, Screwtape[1]

 

El deber filial de la memoria1 

            El propósito de este trabajo es el de rendir homenaje a un argentino ilustre, sacerdote dominico, universitario sufriente, artista finísimo que enseñó no sólo filosofía del arte sino la corona misma del saber humano: metafísica y teología en la  Universidad Nacional de Tucumán y en la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino. También quisiéramos hacer público nuestro agradecimiento al Dr. Pascual Viejobueno de la Universidad Nacional de Tucumán y de la Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino también de Tucumán quien, junto con otros discípulos y amigos del Grupo de estudios del Tucumán “Fray Petit de Murat” me hizo conocer, de manera viviente, la persona y la obra del Padre Petit[2].

            Este trabajo intenta prolongar  -en el asombro y la gratitud-  la conmoción que experimentara como universitario al leer en  el volumen titulado El Padre Petit de Murat. Obra y vida en su palabra[3], estas líneas: “Se busca revivir en quien lea estas hojas, la experiencia viva de un oyente ante su maestro”[4].

            El deber filial de la memoria es el de recordar lo oído cuando en ese oír comparece y se despliega la realidad de un hombre que existió primordialmente en la palabra. En efecto, todos aquellos que tuvieron la dicha y el privilegio de conocerlo y oírlo señalan el mismo fenómeno: antes y después de su palabra en el espesor de su existencia personal transformada.

            Conviene que nos detengamos un instante sobre el texto elegido. ¿Qué significa concretamente la expresión utilizada aquí: existir en la palabra? En el caso del P. Petit de Murat, realizar la intención que articula y confiera sentido a la totalidad de su vocación humana. Existió, ante todo, en la palabra sacerdotal que encarnó en la excelencia de sus virtudes probadas largamente y en el amor, penetrado por una exquisita ternura, con los que honró a sus hijos en el espíritu y a todo hombre, cualquiera fuese la profundidad de su miseria. Existió en la palabra sacerdotal en el modo más cotidiano, preciso e intenso de la compasión, aquella que no cesa de venir a nosotros desde Dios Uno-Trino, aquella que continuamente obra la transfiguración de toda criatura en vista de un nuevo cielo y una nueva tierra[5]. Existió en la palabra con un don de profecía que le permitió discernir en el misterio de la ultimidad de las cosas, de las instituciones y, sobre todo, de las almas que lo rodearon. Sin ese carisma profético la vida y la palabra del padre Petit no se entienden.

            Existió en la palabra en la doble perspectiva del logos humano: la que articula la experiencia de la belleza con la operación del arte y la que, por otra parte y al mismo tiempo, proclama la experiencia metafísica del ser a través de los entes y funda allí, precisamente, la corona y el gozo de saber que se es hombre

            Finalmente, el Padre Petit existió en la palabra a través del cultivo y la comunicación constante de la Sabiduría, la que despertaba al hombre en el hombre, la que convocaba a ese hombre a la aventura de descubrir renovadamente su propia excelencia y su dignidad desde el acto lleno de amor de la Creación y desde la segunda Creación ininterrumpida de Dios a través de sus Misericordias con cada hombre. En suma: el Padre Petit transmitía, con  la pureza y la urgencia que proceden de Dios, la invitación incansable dirigida al hombre para que éste, efectivamente, reconozca la excelencia de su ser y cumpla, entonces su tarea: ser creatura.

 

 El itinerario en la Belleza.

            El itinerario en la Belleza cumplido magníficamente por el Padre Petit no se entiende sin su elemento esencial: el pathos profundo que lo atraviesa completamente. Sin este pathos no se comprende su trámite humano a través de su experiencia personal en el Arte y la reflexión filosófica sobre el Arte ni, tampoco, su brusca interrupción un día.

            Veamos esto mismo más de cerca. Ante el espectáculo de la belleza en el cosmos, el Padre señalaba un hecho que juzgaba aberrante: los hombres no son felices. Ahora bien, ¿qué significa esta honda infelicidad en la que vive el hombre actual frente a  la realidad inconsulta de la Belleza y su despliegue entitativo en las cosas naturales? ¿Qué significa que un número creciente de hombres contemporáneos pueda mirar la belleza de las cosas naturales como si nada?  Ante todo  -respondía el Padre-  nuestra ceguera para ver en cada una de las realidades cósmicas la Gloria de Dios que comunica a cada cosa el plus que exalta su ser y se convierte perfecta y totalmente con él en la unidad de la experiencia del hombre, desde la operación de sus sentidos hasta el acto de adoración de su espíritu en la gratitud y la aceptación de la verdad. Enseñaba el Padre Petit: “No hay última flor  -se refería a la más modesta-  toda flor proclama la Gloria de Dios"[6]. Y añadía, en el mismo sentido, “el mar, su hondo canto, sus ritmos fascinantes como el hondo rumor de Dios buscándonos desde adentro siempre”[7].

            El itinerario en la belleza señalado en el Padre Petit no consistió en el ejercicio de una memoria erudita, noble en sí misma aunque frecuentemente pervertida por las formas más penosas de la codicia espiritual, de modo que para muchos sea posible siempre  -cualesquiera sean las cátedras y las instituciones-  hacer una Historia del Arte sin alma.  Lewis, en un libro suyo precioso titulado La alegoría del Amor[8], ejemplifica la conocida claudicación de la inteligencia de algunos eruditos frente a las exigencias inderogables del saber unitivo. Lewis se refería en 1936 a Marciano Capella, pero su caso puede ser analogado con provecho para muchos: “[…] alguien dijo que el erudito es aquél que se inclina a coleccionar informaciones inútiles […] la filosofía de los demás, la religión de los demás […] todo tiene cabida en ese almacén de curiosidades que es su saber. No se trata de creer o no creer; el viejo y astuto diletante está por encima de todas estas cosas. Él las amontona a su alrededor hasta que no le queda sitio para sentarse en su tienda, en penumbras, y allí se deleita catalogándolas, pero nunca les quita el polvo, porque hasta el polvo es precioso para él”[9]. El itinerario en la belleza en el Padre Petit proponía la operación de una memoria viviente a fin de hacer posible una contemplación de todas las cosas sin nostalgia estetizante, sin violencia, sin pérdida, sin muerte, en la serena convicción de un gozo que la contemplación del hombre ni debilita ni agota sino que, felizmente, acrecienta. En efecto, escribe el Padre:“las cosas contempladas en su belleza  -belleza que procede de Dios Uno-Trino-  moran en nosotros como alma en el alma y ya nunca cesarán”[10]. Pero este itinerario en la belleza exige al hombre caminante, mejor aún al peregrino: la humildad para oír y ver el desbordamiento de la Omnipotencia de Dios en el sosiego singular de cada una de sus obras llenas de belleza. Los humildes no sólo verán a Dios sino que, desde ahora, empiezan a ver  -incoado-  un cosmos de gloria. Enseñaba el Padre Petit: “[…] un árbol es un incienso que asciende, demorado un instante, por amor a nosotros”[11].

            El hombre que contempla una obra de arte que llamamos maestra o, en todo caso, excelente, experimenta una y otra vez la exigencia de su reclamo. El que contempla debe reiterar su acto y así, emprender un camino peculiar a través de la obra de arte, la cual existe ante todo como un mundo. No será ciertamente la primera mirada, la primera experiencia del primer recién llegado para su recorrido, las que entreguen su cifra. Sólo un asedio constante, una prolongada frecuentación, van abriendo la obra, paso a paso. Ahora bien ¿por qué esto es así, por qué no se nos depara un acceso inmediato y completo al ser secreto de toda obra de arte? El Padre respondía esta pregunta desde las condiciones de gradualidad que posee todo lo humano, incluida la intuición, y utilizaba una bellísima metáfora platónica: “una vez hallada [la obra] nos tenemos que internar en ella de luz en luz”[12]. Por último, esta noción de itinerario corresponde en el pensamiento del Padre Petit a su concepción del arte y del artista. En efecto, el artista se reconoce a partir de su actitud de reverencia ante los materiales que convoca su acto creador. Es desde su actitud de reverencia por la materia como se promueve el diálogo poético, siempre abierto, entre el artista y sus materiales, de modo que el artista aprende y expresa, en cada caso, lo que su materia puede dar y él puede configurar. “El buen artista  -decía el Padre-  desposa su materia, jamás la violenta”[13]. Esta posición se halla en las antípodas de una estética prometeica, fáustica, concebida  exclusivamente como voluntad de dominio, sea sobre los materiales, sea sobre los procesos de configuración, exaltando de este modo aquello que en un sentido u otro pueda ser experimentado y juzgado como una proeza. El Padre Petit recrea en su estética la lección venerable de los griegos: conoce la physis y conocerás el arte. El Padre encarnó en su persona y las circunstancias particulares de su magisterio y obra artística la realidad del mousikós áner, del hombre para quien el cosmos y el arte son, ante todo, la experiencia inteligible del ritmo. Refiriéndose al Doríforo enseñaba: “Las cadencias de esa estatua, no pueden ser atribuidas a un estudio material de la anatomía […] sino a una comprensión genial de la musicalidad de la forma humana en cuanto ella es un esplendor suave y visible de lo más suave y potente, fervoroso y límpido, soberano y simple que mora en el mundo: la oculta y encallada esencia del hombre, la racionalidad humana”[14].

            Esta inteligencia musical, que es al  mismo tiempo una inteligencia espiritual, caracteriza la totalidad del pensamiento del Padre Petit y le permitió comprender y juzgar el pasado griego, paradigmático por tantas razones, en una dimensión entrañablemente humana y, entonces, ajena tanto a la estrechez de todo positivismo histórico, cuanto al fervor más o menos romántico por las ruinas célebres entendidas sobre todo como fragmentos y, entonces, como objetos para ser catalogados y clasificados en un conocimiento que ha elegido ser partes extra partes. El Padre Petit   supo comunicar a generaciones de universitarios argentinos el fervor ascético por el todo o totalidad viviente de las experiencias históricas, culturales, artísticas o metafísicas  que él abría para la inteligencia y al corazón de cada uno de sus oyentes como una verdadera iniciación. Mientras en la Universidad, junto a él, se desplegaban los diversos furores intelectuales del análisis y la crítica como las únicas dimensiones posibles para la vida de la inteligencia, exaltando la realidad de todo fragmento, de toda diferencia, el Padre enseñaba en el sosiego esta lectio brevis: “todo resto que nos queda, canta[15]

            Estas palabras se entienden con renovada fuerza cuando se las escucha desde el retiro del Timbó en el que fueron pronunciadas, el que justamente el Padre llamó su destierro voluntario, ya que como declara en una carta inédita dirigida al Arquitecto tucumano Horacio Saleme: “[…] Todo, sin excepción, me lesionaba como hombre, como religioso y como sacerdote. Dije destierro voluntario, pero se ha dado la paradoja de siempre: el destierro ha resultado un caso solemne  de retorno al universo de Dios y a las almas. Como al convalesciente de una grave enfermedad se me han dado todas las cosas de nuevo; las estrellas tienen el tamaño que tenían en mi infancia, los follajes se elevan anhelantes y translúcidos como cuando los descubrí en mi adolescencia y los ritmos que se multiplican y juegan en las cosas, las ramas, las nubes, las patas de los caballos, cantan la gloria de Aquél que los hizo. Todo viene a mí denso y jugoso: los patéticos telones de los crepúsculos de Tucumán  -ignorados-  que parecen lentos para correrse y darnos una nueva epifanía de Cristo. 

            Debajo de todo eso, envueltos por todo eso que no gustan, ausentes, nuestro pueblo  -residuos-  ilotas despojados de todo […] no puedo hablar de otra manera. Fabricar optimismo cuando la realidad está herida, es propio de cobardes. Tampoco me pongo de parte del pesimismo. La historia es, en cambio, intensamente dramática, y la nuestra,  en su profundidad  -para bien de Buenos Aires-  aún no se la ha visto. Nos excede tanto más cuanto que estamos dormidos”[16].       

            Este itinerario en la belleza que hemos intentado mostrar en algunos de sus puntos fundamentales se interrumpe bruscamente un día, aunque no sin causa decisiva. Escribe el Padre en sus notas personales: “En un tiempo pensé que enseñando Filosofía del Arte atraía hacia los caminos del Señor; lo consideré un medio para preparar la conversión de las almas. La verdad es que el salto nunca llega. Se modifica alguna mala costumbre, se cambia alguna idea errónea, pero nada más. La completa entrega no llega. ¿Quién renació de verdad en estos caminos? […]  -y continúa-  Mientras alaban al hombre, hieren al sacerdote. Se tolera lo que sea porque, al final de cuentas, enseña bien Historia del Arte. Cuando quiero pronunciar la Pasión y la Resurreción del Señor se me tapa la boca y los oídos se cierran […]  ¡Ah! ¡la desnudez del sacrificio levantado en medio del pueblo ausente!”[17].

 

 La crisis de la Universidad en la crisis de la inteligencia

            En perfecta coherencia con su experiencia espiritual, el Padre percibió la profunda solidaridad existente entre la crisis de la Universidad y la crisis de la inteligencia y la crisis de la Nación. La categoría de análisis de su reflexión fue, precisamente, la de la palabra[18]. El horizonte desde el cual se inicia este giro decisivo de su pensamiento fue el de “una enconada ofuscación contra la sabiduría”[19], promovida por las consecuencias de aquella dirección que en la filosofía moderna, desde Kant, hizo inviable la metafísica como ciencia experimentable en grado sumo[20], precisamente, en el hombre. 

            A esta situación de suyo grave para la inteligencia, se añade un hecho difícil de re-elaborar académicamente, a saber: la opción filosófica implícita que han hecho muchas personas que, en diversas circunstancias, ignoran en su estructura y consecuencias. Así, por ejemplo, resulta habitual oír y ver cómo se niegan dos órdenes de la realidad humana: el de la cultura y el de la tradición. El Padre sostenía que la urgencia y necesidad de la metafísica no podía ser experimentada y discernida por el hombre contemporáneo hasta tanto no desenmascarar las obras contrarias a su realidad y a su espíritu,  a saber: la fascinación por el imperio de los hechos, por la materia como categoría única a la que una determinada dirección del pensamiento pretende reducir unívocamente la totalidad de lo real, la fascinación por aquella interpretación de las ciencias que exalta exclusivamente en ellas la componente experimental en su lenguaje y en sus métodos, como si éstos, efectivamente, agotaran la totalidad de su ser multívoco e inevitablemente teórico. Así, se ha ido imponiendo una progresiva crispación de la inteligencia y la sensibilidad sobre el bien de lo útil como la única dimensión asible del bien, dejando de lado la libertad para que la inteligencia se pueda abocar a la  theoría como su bien propio y natural, jerarquizando y valorando adecuadamente todo lo útil y productivo. En lugar de un dispositivo académico vasto y rico de acceso a la experiencia y la intelección más profundas del ser, la verdad, el bien, la belleza, se propone una poiesis in-definida, en ella  se pierde lo que el Padre Petit llamaba “la augusta eminencia del hombre”[21]. Así el hombre es atraído por dos abismos simétricos: por una parte, el de una sensibilidad separada y absolutizada en la pretensión vana de los hedonismos y, por otra, el de una inteligencia exclusivamente abocada a las construcciones formales como substituto de la realidad. Entre ambos abismos, la realidad de las cosas con-voca al hombre al ejercicio pleno de una palabra y un pensamiento verdaderamente sinfónicos o concertantes

            Sin embargo, esta gran tarea de la inteligencia, de la Universidad, de la Nación y de cada uno, no se cumple. Más aún, el Padre Petit señalaba  -con razón-  la existencia del síndrome que él denominaba la palabra violada[22]. Así escribe: “[…] se ha venido abajo con grande ruina todo lo que del cristianismo se intentara edificar sobre las arenas de la mediocridad, las tibiezas, los descuidos”[23]

            El Padre Petit,  -discípulo fiel de Santo Tomás, para quien toda la intentio de su vida intelectual consistió en el servicio al Logos de Dios-  vio en el generalizado desprecio por la palabra de los hombres de nuestro tiempo un signo inequívoco de la gran apostasía contra el Logos divino. No es una casualidad que uno de los  sagaces intérpretes de Platón, J. M. Benoist,  escriba un libro intitulado Tyrannie du Logos[24], y que G. Deleuze piense que el enclave decisivo del pensamiento contemporáneo se juegue en el anti-logos, lo que en sus categorías de análisis significa, ante todo, anti-platonismo como la forma expresa y sistemática de toda trascendencia para el pensar[25].

            El Padre Petit estaba convencido de que la crisis de la Universidad arraigada en la crisis de la inteligencia, consiste en que ha sido violada la relación entre el signo verbal con la cosa significada. Así, entonces, cuando en los tiempos que son los nuestros alguien pronuncia la palabra hombre ¿quién puede estar seguro de que no se está nombrando a otro animal, es decir a otro especimen de la vida puramente zoológica? Y cuando en  las reuniones internacionales que los medios de comunicación de masas llaman, con hipérbole evidente, cumbres, ciertamente muchos repiten la palabra paz ¿pero quién puede estar seguro de que debajo de esa palabra no se oculten las cobardías más infames y las heridas más hondas a la realidad de la justicia? La esencia de la violación de la palabra consiste, además, en que mientras por una parte, se mantiene un sentido entre el signo y la cosa significada, por otra y en la práctica se procede a su abolición. Esto es así,  -advierte el Padre Petit-  porque los que debían enseñar y los que debíamos aprender “hemos olvidado que la palabra humana constituye la última perfección de las cosas sensibles”. Dura advertencia ésta para una Universidad que, en algunos casos deplorables elige la bastardía, renunciando a su filiación en el logos que como palabra y pensamiento en las ciencias, las técnicas y las artes ya no reconoce el gesto de su propia perversión y, así, hace posible que algunos profesores quieran hablar como si fueran periodistas de horarios de gran audiencia, y algunos de estos periodistas quieran enseñar  -urbi et orbi-  como si fueran verdaderos profesores. La palabra, entonces, sólo es capaz de un solo nombre y una sola realidad: Babel. En efecto, ¿qué otra cosa es la palabra violada que ya no nombra, no define, no remite a las causas y principios primeros y, a través de éstos, al principio no principiado, la palabra separada y ajena al decoro y la belleza, al gozo del oír y del leer? Se responde, la palabra de la nueva sofística, que corresponde al crimen de la voz y el alma descartables, aquellas que consume implacable la usura de lo meramente instrumental y de lo útil.

            A la violación de la palabra  -en la Universidad y en la Nación-  le sucede en ambas el hastío. El hastío por la palabra que ha roto su vínculo viviente y significativo con las cosas, con el hombre, con Dios. Este peculiar hastío señala el éxodo de la palabra del mundo de lo humano y su reemplazo, siempre insuficiente, por las signaléticas de la más diversa y caprichosa observancia, por las pragmáticas siempre llenas de promesas mientras que, por otra parte, se consuma el abandono más cierto y más seguro del saber como sabor y, entonces, de la experiencia y comunicación de la sabiduría.

            La lección silenciosa y plena de sosiego del Padre Petit está llena de la más alta esperanza y exige, también, el fervor más ardiente, la disciplina más recia, a saber: que todas nuestras palabras se hagan carne de nuestra carne a fin de que nosotros en la Universidad y en la Nación nos atrevamos, efectivamente, a existir en la palabra. En la palabra redimida de nuestras mentiras repetidas, de nuestras traiciones indecibles, de la lacerante autosatisfacción de toda nuestra mediocridad a la que tenemos el mal gusto de llamar prudencia cuando se trata sólo de la ruindad de nuestros cálculos. Existir en la palabra como la vocación más honda, como el amor más grande. Existir en la palabra reconciliada con la verdad de todas las cosas y de todos los hombres, la palabra interior y exterior en la unidad de la vida viviente. La palabra que no se avergüence de ser levantada  -con el alma-  a la altura del himno para que efectivamente el hombre pueda ser y cantar: libertad, libertad, libertad en la Verdad.                                                                                                                      

 

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[1]   C. S. Lewis, Screwtape proposes a Toast and others pieces, Glasgow, Collins, 1978, p. 10, citado por Jorge Ferro, La abolición del hombre: C.S.Lewis, traducción, prólogo, notas, Estudios y Discusiones, 5, Buenos Aires, Fades, 1983, 89 pp.

[2]   Una biografía sucinta pero iluminadora del Padre Petit de Murat puede ser consultada en un artículo del Padre Petit, La Verdadera Universidad  in  Moenia XVI (1984) pp. 105-107, ver nota a pie de página. El mismo artículo puede leerse, también, en  Revista de Investigación y Docencia, Año 1, No. 1, Tucumán, UNSTA, 1960, pp. 5-25.

[3]    El Padre Petit de Murat. Obra y vida en su palabra, Tucumán, grupo de Estudios del Tucumán Fray Petit de Murat, 1983, 170 pp. 

[4]    El Padre Petit de Murat …, op.cit. p. 13.

[5]   Hacia 1946 escribe el Padre Petit: “Sé, Señor, que me envías como sacerdote tuyo en un mundo que a fuerza de ensalzarse lo ha perdido todo. Debo predicar no sólo a Tí, sino también al hombre. Los hombres han dejado de serlo y sólo tu Palabra puede reunir los huesos dispersos y cubrir esos huesos con carne nueva e infundir espíritu en ellos” in  Moenia, XVI, (1984) p. 106. 

[6]   El Padre Petit de Murat… op.cit., p. 22.

[7]   Ibid, p. 23.

[8]   Buernos Aires, Eudeba, 1969.

[9]   C.S. Lewis, La alegoría del Amor, op.cit. p. 67.

[10]  El Padre Petit de Murat, op.cit p. 23.

[11]  Ibid. 

[12]  Ibid. p. 26.

[13]  Ibid. p. 27.

[14]  Ibid. p. 32.

[15]  Ibid.

[16]  Debo el conocimiento de esta carta y la cita que transcribo a la generosidad de la Hna Ana Inés Saleme OSB.

[17]  Ibid. p. 46-7.  

[18]  P. M.J. Petit de Murat, La verdadera Universidad  in  Moenia (1984). Ver además Id, El último progreso de los tiempos modernos: la palabra violada, Tucumán, Ediciones de Cultura Regional, 1971, passim.

[19]  El Padre Petit de Murat, op.cit. p.55.

[20]  Ibid. p. 61.

[21]  Ibid. p. 63.

[22]   P. Mario Petit de Murat, El último progreso de los tiempos modernos: la palabra violada, Tucumán, Ediciones de Cultura Regional, 1971, [= La palabra violada].

[23]   El P. Petit hace referencia explícta en el texto a Mateo, VII, 26-27. En otra perspectiva de análisis ver la llamativa coincidencia en los juicios de José Ortega y Gasset, Misión de la Universidad, Madrid, Revista de Occidente, 1936, pp. 21-22,donde el ilustre filósofo español diagnosticaba el mal de la Universidad  como el “abandonarse”, el hacer “de cualquier manera”, el “más o menos”, el “lo mismo da”. Y cómo todos estos signos convergen en una solidaria "falta de decoro mínimo, de respeto de sí mismo”. Ver, además, A. Caturelli, La Universidad. Su esencia, su vida, su ambiente. Córdoba, Universidad Nacional de Córdoba, 1963, p. 10, 17-48. Allí el Autor argentino señala al hombre mediocre, sea este universitario o no, como aquél que se halla “esclavizado por la inmediatez de los entes” y explica, detalladamente, por qué esta mediocridad es “el máximo peligro para la vida del espíritu”, Ibid. p. 56.

[24]  J.M. Benoist, Tyrannie du Logos, Paris, Éditions Minuit, 1975.

[25]  Gilles Deleuze, Proust et les signes, Paris, PUF, 1972, espec. chap. VIII.