POR EL ABANDONO AL SOSIEGO...

(Caminos hacia la Paz)

 

P. Fr. Alberto E. Justo, OP

 

La búsqueda de la expresión exterior, pero, sobre todo interior, es uno de los mayores desafíos de la existencia humana.

Decirme a mí mismo, explicarme lo que soy o lo que no soy, trascender y sobrepasar esas asfixiantes fronteras que se levantan por todas partes... Tropezar con las propias limitaciones, los desganos y las angustias..., todo, todo eso, que no sé cómo calificar, aparece terrible cuando el hombre pretende alzarse y trazar su camino.

Tal vez la mayoría claudica. Tal vez, muchos se acobardan ante tamaña empresa. Otros esgrimen ocupaciones y trabajos que no les dejan tiempo para distraerse en cosas que, después de todo, no son para ellos muy vitales...

Pero ahí está el interrogante y la cuestión, duramente, implacablemente planteada. No se disimula la escarpada y feroz montaña... No nos permite soluciones de compromiso, porque -lo sabemos muy bien- tornará muy luego a interrogarnos y nos dejará aplastados sin piedad.

No, no podemos prescindir de todo ello. No, no podemos callar ni callarnos, no podemos vivir sin afrontar esta cuestión decisiva con empeño de hallar la solución definitiva.

¡La solución definitiva! ¡Vaya pretensión!... Pero este lenguaje, estas expresiones, no parecen traducir, en realidad, nuestros propósitos. Por el contrario, parecen sumergirnos en un mar de previsiones y estructuras puramente humanas, sin consistencia, sin fuerza para saltar más allá.

Ocurre, con mucha frecuencia, que nuestra propia situación, no vista en su proyección trascendente, nos mantiene al nivel del suelo si adoptamos su lenguaje, sus formas, sus perspectivas.

En esto es fundamental el lugar que toca a las aspiraciones. En efecto, todo aquello que está en nuestro foco de mira, todo lo que pretendemos y aún lo que logramos procurarnos.

No hay que olvidar que el hombre, por el pecado y por el amor desordenado de sí, ha dado la espalda a los bienes que le son propios, que pertenecen a su naturaleza, para orientarse hacia mezquinos objetivos o a fines que están por debajo suyo. No es de extrañar, entonces, esa tenaz dirección hacia lo perecedero que solemos descubrir a cada paso.

El problema es que el hombre no acierta, generalmente, a darse cuenta. No cree que va equivocado. Por el contrario se afirma en su error cuando confunde a Dios con las cosas o con el mero orden sensible; cuando, en fin, pretende hallar lo que su espíritu, con capacidad infinita, no puede, en modo alguno, encontrar en lo finito. Aquí llegan, sin hacerse esperar mucho, las grandes tragedias. Pero dejemos esto de lado y volvamos a nuestro propósito...

No es tan simple o, por lo menos, tan rápido. El primer paso es, posiblemente, olvidar. Sí, olvidarlo todo. Creo yo que sin este olvido es imposible arrojarse en aspiraciones y en esos arrebatos que sólo sabe el que los padece.

Y ni aún así. Porque todo es gracia. Lo que escapa sensiblemente a cualquier cálculo o previsión es el conocimiento de una realidad que, desde luego, nos excede y nos supera.

El olvido -como aquí lo entendemos- es un notable paso de liberación. Es una suerte de adormecimiento lleno de confianza y de abandono. El deseo más profundo y más grande acaba por anular cualquier deseo o pretensión o tensión. Cuanto más fuerte y verdadera sea la aspiración menos hay detención en ella o en lo que sea.

Porque cuanto más se conoce menos se sabe que se conoce. Simplemente conozco y no puedo detenerme en el paso del conocer. Porque ya he llegado. Sería ridículo volver al punto de partida.

Maravillosa aventura.

Llegar de un tirón, en un solo instante, en el instante, mas allá de cualquier traslación, de cualquier tiempo.

Es esto lo que tendremos presente, el criterio de juicio: la inmediatez de Dios. Y que el acto propio del alma o del espíritu es estar, dejándose alcanzar, con Él. Luego ser con Él, vivir perpetuamente con Él y en Él y Él en el alma.

No pude, en ningún caso, exagerarse la inmediatez de Dios o la intimidad de su Presencia. Siempre, desde luego, que el hombre acepte, corresponda y acoja, con total despojo, la vocación divina.

Pero es necesario un duro y simplicísimo trabajo. ¿Trabajo? Se trata de un desprendimiento aún de aquello que parece divino. Se trata, en suma, de desprenderse de imágenes y de conceptos, que más son autorretrato del sujeto que no signo o figura de algo más alto.

Este desprendimiento es interior, profundamente interior, y comienza por una purificación de la inteligencia. Se trata, más bien, de un acto de audacia. Audacia -decía un Cartujo- de quien todo lo espera de Dios.

Nada más oportuno que las lecciones de la soledad. Y no de una suerte de aislamiento físico o lugareño, sino de saberse profundamente -y a veces totalmente- solo. Esta soledad abre una espiral que se desencadena, sin solución de continuidad, en el abismo humano, donde no sabemos bien. Sólo Dios conoce y es testigo de todo ello...

Ahora bien, la lección es admirable, aunque pueda doler y dejar tendido, sin consuelo, en las arenas del desierto. Es, sin embargo, camino o viaje directo e instantáneo. Así, no tendremos riesgo de confundir con nuestras propias imágenes la realidad y la presencia de Dios.

Veamos y leamos, ahora, con atención, un maravilloso texto de San Máximo el Confesor, Ambigua, P.G. XCI, 1076 BC:

"El admirable Pablo negaba su propia existencia y no sabía si él mismo poseía una vida suya propia: Yo no vivo más, pues Cristo vive en mí... (Gal, 2, 20). El hombre, imagen de Dios, se vuelve Dios por la deificación, goza plenamente del abandono de todo lo que le pertenece por naturaleza..., porque la gracia del Espíritu triunfa en él y porque sólo Dios, manifiestamente, obra en él; así, Dios y quienes son dignos de Dios no realizan más que una sola y misma actividad; o, más bien, esta energía común es la energía de sólo Dios, porque Él se comunica todo entero a aquellos quienes enteramente son dignos".

Y más adelante, con el ejemplo de Melquisedec, añade el mismo santo (Ibid. 1144 C):

"Melquisedec poseía en sí mismo al único Verbo de Dios, viviente y actuante... Volvióse (Melquisedec) a la vez sin principio y sin fin, porque no cargaba ya en sí la vida temporal y móvil, que posee un comienzo y un fin y que está sacudida por múltiples pasiones, sino sólo la vida divina del Verbo, venido a habitar en él, la vida eterna que no se halla limitada por muerte alguna...".

Recibe, pues, el contemplativo, la misma vida del Verbo. En efecto, la recibe, a saber: es don y gracia. Porque es la vida de los hijos de Dios ser por gracia lo que Cristo Jesús es por naturaleza.

 

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Una de las tareas más importantes a las que el hombre se abocará en esta vida es la de dejar todo el lugar a Dios, cualquiera sea la situación en la que se encuentre...

A pesar de tantas sinrazones, a pesar de los laberintos de este mundo engañador, a pesar del contagio de una de las peores epidemias de la historia universal, a pesar de todo ello... : la vida magníficamente brota en el silencio del Corazón de Dios. Es la vida misma, el Señor, Quien nos lleva, Quien nos guía, Quien vive en mí y yo en Él...

La senda espiritual, en efecto, no puede enmarcarse ni encerrarse en tipos o figuras. Más bien carece de figuras y sobre todo de aquéllas elaboradas con antelación. Hablamos de un camino, tal vez porque en algo se parece a cierto andar.

La primera impresión del alma es que padece un doloroso e insoportable exilio. Es esta experiencia del destierro la inicial y constante noticia que -de uno o de otro modo- acompaña al caminante durante todo su camino.

Esta novedad, saberse en exilio, es fundamental en toda experiencia religiosa. Es una exigencia, diré, de desinstalación.

Ahora bien, son muchos sus modos de manifestación.

El sufrimiento por todas las insuficiencias, la angustia causada por ambientes y entornos... No caber o no alcanzar...

En suma, todas estas constataciones son altas y saludables, aunque quedarán anuladas si tentamos poner remedio con una valoración nuestra, con un intento de salir del destierro, adquiriendo una fuerza que nos cambie en lo que, a nosotros, nos parece mejor o más útil, sólo a nuestros propios ojos. Es decir: percibir desde nosotros mismos una suerte de liberación del estado penoso en el cual nos hallamos.

Entonces, empeñados en semejante y desacertado propósito, buscamos adquirir una u otra condición, un estado que nos proporcione el consuelo y las satisfacciones que nuestra presente situación de exilio nos niega. Sabernos o sentirnos alguien, alguno, ser esto o ser aquello, merecer esto o lo de más allá. Hallarnos en este o en aquél grado de la escala y tener, tener todo lo que se nos antoje necesario. O si no lo hemos alcanzado todo, por lo menos adquirirlo más a cada paso... Acreedores a los premios del esfuerzo personal..

Todo ello no es más que un subterfugio... Escapar de la condición despojada, preferir la voluntad nuestra a la voluntad de Dios...

Dios prefiere siempre el camino más directo. Es Él quien lo elige y quien nos lleva según su Voluntad. Pretender otra cosa es absurdo...

No hemos de temer ni de dudar un solo instante. El Señor nos atrae por el camino más directo y más a propósito para cada uno de nosotros.

Es probable que quisiéramos esto o aquello; pero, como decía el Maestro Eckhart, ni es esto ni es aquello.

Es probable, también, que suframos la tentación de volver atrás, creyendo adoptar sendas mejores. Tal es otro espejismo muy corriente y muy de moda. Nada de eso. Los pasos dados no se pueden desandar. Semejante contradicción es muy dañosa, en una medida difícil de imaginar.

Es claro, eso al menos lo es, que nuestra situación -como todas las de la Historia- es excepcional. En efecto, se trata de una originalidad, de algo que no tiene precedentes. Si quisiéramos encontrar algunas coyunturas semejantes, aproximadas, desde luego que las hallaríamos. Pero no tenemos nada exactamente igual en el pasado.

Por tanto nuestras actitudes y nuestras respuestas, lo queramos o no, hacen historia. Y mucho más de cuanto sospechamos ahora. Nuestros días plantean cuestiones que son, efectivamente, inéditas y nos vemos, por primera vez, en ellas.

Lo que no puede ser nuevo ni inédito es, precisamente, el contenido de nuestra vida y de nuestra Fe. Nos hallamos en un mundo, digámoslo así, imprevisto, pero la Verdad no es imprevista. Quiero decir que mi lucha y mi creatividad han de consistir, también, en aprehender y vivir la Verdad inmaculada, no sujeta a ningún vaivén, en los ásperos senderos de estos tiempos.

Me refiero aquí, sobre todo, a la vocación del hombre a la contemplación; que parece estar olvidada o menospreciada por la multitud... En realidad la multitud nada sabe de estas cosas. Pero como cuenta hoy con tantos y tan fervorosos esclavos, se impone a todos por el resentimiento de algunos. Éstos vociferan e invocan la condición de representantes de las masas. Pero, en realidad, sólo se hallan detrás de sus máscaras, sin el respaldo pretendido.

En suma, la adversidad -que parece agobiar nuestros mejores intentos con el fracaso- se vuelve, siempre, a favor de lo más alto: lo temporal y circunstancial, a favor de lo espiritual y eterno.

El mundo agresor de nuestros días, el mundo egoísta de metal y material sintético, el mundo ilusorio de un poder imposible, no puede pretender que se lo tome en serio, a pesar de su aplastante extensión. Por el contrario, resulta creador de soledades nuevas, de nuevas oportunidades, donde aparecen espacios también inéditos y, hasta ayer, insospechados.

La asfixia del hombre hoy no parece tolerar ciertos ambientes ni silencios de que se disponía en otras edades. La consideración de las gentes no se inclina hacia la Verdad y la Belleza, ha perdido sus derechos en aras del más crudo y vulgar utilitarismo... Sin embargo se producen encantadores espacios de otra índole. Sobre todo cuando se tiene en cuenta el misterio y la realidad profunda que no aparecen en la superficie.

Las superficies desoladas nos impulsan a encontrar el secreto más adentro. Y en el descubrimiento de esta dimensión de relieve, de profundidad, está la senda de nuestra vocación y de nuestro bien.

Las asperezas del camino. Aparecen mencionadas con frecuencia. Sin embargo su existencia puede reconocerse de otro modo...

Una exterioridad molesta puede impulsar y ayudar -aunque no lo parezca- al definitivo ingreso en el silencio y en la soledad interiores. ¿Cómo? Yo no lo puedo explicar. Porque lo serio y veraz de semejante afirmación consiste en que no comporta método alguno.

Muchas veces pretendemos fórmulas infalibles o, simplemente, caminos trazados y bien marcados para nuestra marcha. Pero no existen en el nivel del cual nos ocupamos ahora.

La ausencia de maneras preestablecidas es de gran beneficio. Deja al hombre en paz y dispuesto. Sobre todo cuando se convence del primado de la Gracia y se abandona, confiado, en las manos de Dios.

El modo pues de avanzar en este camino, de aprovechar las asperezas y las contrariedades de un tiempo que parece no propicio a la contemplación, consiste en no tener modo. Es ésta, desde luego, una actitud desafiante para con un mundo que exige seguridades y que impone, implacablemente, su propio y feroz estilo. Tal vez por ello sean muy pocos los que se atreven a salir de sus estrechas prisiones...

La desolación, en tantas ocasiones agobiadora, puede indicar una liberación auténtica cuando nos deja despojados de los vestidos de maneras, métodos y proyectos y, sobre todo, cuando nos muestra que lo que esperamos no es necesariamente así...

En la hondura abismal, de la cual, es cierto, nada sabemos, acontece la maravilla incesante de la Aurora. Es el Nacimiento de Dios.

¿Qué pasará si el hombre fuera consciente, actualmente sabedor e informado, de la maravilla que adviene en él? Pues no podría permanecer en vida...

Por ello hay un cierto conocimiento que se afina y se torna cada vez más profundo, a medida que crece su connaturalidad con lo divino, desde luego bajo la acción de la Gracia. Este conocimiento es visión pero no posee esa conciencia clara en toda la amplitud ni alcanza a ver, con figuras y perfiles, la realidad. En efecto, no puede pretenderse seriamente ver estas maravillas con las imágenes finitas y limitadísimas de las que dispone nuestra experiencia.

¡Pero qué inmensidad cuando la inteligencia purificada alcanza un atisbo, una primera luz de esa Aurora inefable! Ya ve y camina a gran velocidad a la visión definitiva. Es como si llegara, de un solo paso, al final..., ¡Ven Señor Jesús!

Lo que llevamos... ¡Lo que acontece en el corazón! Debiéramos aprender a descubrir, en las entretelas de nuestra interioridad, esa Aurora que no tiene ocaso.

Somos, en efecto, aquello que queremos ser. ¡Y con cuánta verdad y profundidad!

¡Cuántas veces nuestro propio retrato se descubre sin que lo sepamos o sospechemos, porque eso que acontece en el corazón se manifiesta de alguna manera!

Pero de ninguna de estas cosas se puede hablar con propiedad. Decirlas comporta limitarlas o velarlas con los conceptos o el lenguaje. ¿Quién puede afirmar si ve claro y oscuro? ¿Quién aventurarse a describir una visión que, de hecho, lo trasciende? Oportet transire... Nunca instalarse en una menguada definición...

Todo se descubre y se conoce en el silencio, cuando la misma Realidad nos toca. Dios nos alcanza. Dios ha venido. Dios está aquí...

Aunque parezca mentira, aunque la mezquindad de este mundo no lo pueda concebir, es preciso empeñarse en los nuevos caminos de liberación, que se abren inmensos cuando acertamos a pasar a través de sutiles rendijas.

Así como descubrimos esos nuevos espacios de soledad recorremos las sendas insospechadas de liberación que, ciertamente, no coinciden con las declamaciones de moda y al uso corriente.

Pero, para que semejante cosa sea efectiva y real, el hombre debe aceptar un campo de lucha. Debe comprender que su vida, en esta tierra, es milicia. No es actividad o activismo desde luego, sino empresa caballeresca y de honor, cuando sabe ingresar en las escuelas mayores, en la empinada y maravillosa escala de un dolor, de un exilio, que llevan -paradójicamente- a lo alto y a la Patria verdadera.

Que el hombre sufra por el espectáculo de la desolación y del pecado, es lo mejor y -desde donde observamos- lo normal. Sería trágico que no fuera así. Que no se admire nadie y que ninguno pretenda huir o esconderse frente a semejante dolor. Procuremos no dormir en la Agonía y Oración del Huerto. Veremos mucho y muchas cosas... Y las sentiremos cercanas, tal vez demasiado cercanas. Pero el Hijo del Hombre las sufrió infinitamente más y en su propio e inocente rostro... Quien pueda entender que entienda.

Nadie eluda éste o aquél dolor, el estrépito que oye a su alrededor, secuela del pecado, de la traición, del envilecimiento. Que tales cosas efectivamente duelan es buen signo. Tampoco las apruebe ni las acepte. Pero acepte el dolor por ellas, acepte la impotencia frente a ellas... Que todo lo que haga perseverando en medio y a través del horror es de grandísimo e incomparable precio.

Libérese, también, de los reclamos. Hay dos campos que deben ser cuidadosamente evitados: el de los reclamos y el de los lamentos.

Indudable es que debemos persistir en la lucha. Esta comporta, purificada la mirada, la vocación y misión del testigo. Estar, estar ahí.

Puede hallarse, en esta formulación, todo el dinamismo de una misión, cuando se descubre su celado e infinito horizonte.

De allí que pueda formularse la pregunta: -¿cómo y de qué manera se está? o (y es equivalente) -¿Cómo se es? Porque no interesa tanto dónde sino cómo. Y este cómo implica estar ahí o aquí, o como se quiera.

Estar : con el Señor en el Huerto. Estar con Él... Por ello la respuesta Suya: -Hoy estarás conmigo en el Paraíso nos da todo el alcance de cuanto comporta, precisamente, estar conmigo (con Él). Lo que se puede extender, desde luego, al Tabor y al Calvario... y hasta el abismo. De donde puede explicársenos la respuesta a Silvano del Monte Athos cuando éste padecía su noche: permanece concientemente en el infierno y no desesperes.

Estar, tiene aquí un sentido hondo, espiritual y real. Es una transformación que sigue a la primaria venida de Dios a la intimidad del alma.

La soledad ha aparecido con nuevas vestiduras. ¿Condicionamientos de éste o de cualquier tiempo? No, no, de ninguna manera. Simplemente, una misma realidad aparece, una y otra vez en la historia, según es convocada por la misma Providencia de Dios. No son los apretujones de los hombres los que determinan los acontecimientos. Es Dios mismo Quien labra y talla según su Sabiduría.

El descubrimiento de la Impotencia puede abrir fronteras insospechadas. En efecto, por aquí percibe, el hombre con certeza, su insuficiencia y sus límites en todo lo que se refiere a sus acciones y a sus obras; y, al mismo tiempo, la infinitud de su Deseo. Y sufre una tensión indecible y padece una lucha que no acaba. Porque no alcanza a llevar a cabo lo que tiene entre manos o su deseo apenas da algunos pasos.

¡Cuántas veces topamos con una muralla imposible de salvar, o nos sabemos prisioneros, sin medios, ante empresas que se revelan sobrehumanas! Pero ... ¿todo eso que se nos escapa, huye así nomás como invariable crepúsculo de mil fracasos?

No ha de ser tan rápida la respuesta. Que muchos deseos se gestan en el corazón del hombre porque, en definitiva, lo perfeccionan; y al no obtener lo ansiado resulta que alcanza un don mayor e inesperado.

La impotencia puede volverse fecunda en un clima nuevo, en una dimensión quizá más alta de lo que se hubiera podido sospechar.

¿Se trata, entonces, de una suerte de conflicto, de tensión permanente, entre la voluntad humana y la voluntad de Dios? ¿Se trata, en suma, de que el hombre no acierta en sus deseos y, por lo general, se opone a la Providencia? No es así. Tal vez fuera conveniente afirmar, por ahora, que el hombre desea lo que no sabe bien. O quiere, muchas veces, porfiadamente, contra su deseo más profundo...

Pero no se trata de hallar una proporción o una explicación en este ámbito. Los hechos son elocuentes y la experiencia es, aquí, la mejor respuesta. Sabemos que Santo Domingo, por ejemplo, quiso predicar entre los cumanos con el propósito de alcanzar el martirio: y Dios no se lo concedió. San Bernardo permanecer en el silencio dentro de su monasterio, sin distracciones: y la paz de su retiro con frecuencia se vio interrumpida para resolver los problemas más diversos...

Pero no son éstas solamente las contradicciones. En tiempos de prueba y de tentación se multiplican y parecen mucho mayores. Precisamente cuando se aguardaba, con toda lógica, la solución feliz de una cuestión -que parecía convenir a la misma Iglesia de Dios y a la salvación de las almas- sucede todo lo contrario y pierden ruidosamente quienes pretendían abrazar la mejor parte.

Y ya que aludimos a este misterio, no será superfluo recordar aquí que la contemplación más alta está indisolublemente ligada a la Cruz y a la Pasión de Jesucristo, sobre todo al Abandono.

La tribulación puede ahondar insospechadamente la vida contemplativa y levantarla a una altura cada vez mayor. Y no por virtud de alguna conveniencia o porque resulte un método adecuado y eficaz, sino en razón de la inefable y misteriosa incorporación o transformación del contemplativo. El hombre se transforma, por gracia, en lo que Cristo Jesús es por naturaleza.

De tal manera, el alma obtiene en plenitud lo que suplica a medias. En efecto, desea las migajas y el Padre se lo da todo. Y en la misma medida en que esto se entiende y se acepta se recibe la paz y la quietud.

Pero no hemos de quedarnos con explicaciones que pretendan abrazarlo todo, con definiciones, en suma, que siempre serán insuficientes.

La tribulación integra normalmente la vida espiritual y toda aproximación que se quiera para alcanzar su sentido a de trascenderla, de alguna manera. Para ello es necesario distinguir entre vida inferior y vida superior, valorizando las honduras no conscientes que, generalmente, escapan a la común consideración.

¿Cuál es nuestro auténtico y profundo deseo?

Se trata de un estado esponsal, de unión indisoluble con Quien nos llama. Con Quien nos llama a la vida, al ser. El mismo llamado hace uno. Y uno con Quien llama. Es la pureza de la Fuente Original, del Nacimiento, la Gloria de la Generación...

Escondido en la Mirada Original... Los ojos abiertos a la Aurora... Todo ello no alcanza, ni definición alguna pudiera declarar lo que el corazón humano lleva en lo más profundo de sí.

No como resultado de tarea alguna ni de una búsqueda más allá del horizonte. Tampoco por un esfuerzo denodado o una actividad agobiadora...

El tesoro del cual pretendemos decir algo se halla siempre más cerca. Puede ser caracterizado, quizá, como un lugar que no necesita espacio. Un espacio nuevo y escondido. Una realidad diferente. Una dimensión nueva. La profundidad; el relieve.

Lo primero es saber que la vida -de la cual vivimos- no se manifiesta directamente a los sentidos exteriores. Sólo percibimos sus efectos..., y no siempre...

Puedo hablar yo, ahora, de un tesoro escondido. Pero no se trata de hablar acerca de él. Se trata, más bien, de encontrarlo, de rescatarlo... Y para ello, con frecuencia, es preciso no decirlo.

Enumerar ahora razones o sinrazones carece de sentido. Lo que nos importa es salir de cualquier atolladero y abrazar ese maravilloso secreto que sospechamos cercanísimo. Así nos lo dice la vida misma que llama desde dentro. Así nos lo dice, y más que la vida, la Fe, la misma Fe.

Pero Fe y Vida se hallan envueltas, ahora, en respetable silencio. Callando dicen y cantan, con tenue voz, con sólo un delicado suspiro, con la brisa, el gozo de un encuentro siempre más alto e inefable.

Sólo en silencio. Como si no fuera. Que el vigor, en estas cosas tan altas, sin rumor alguno se manifiesta.

Estamos, pues, a pesar de la impotencia y de su descorazonador descubrimiento, allí donde nos lleva nuestro Deseo según la Voluntad de Dios.

Pero no debe olvidarse en ningún momento que estar es Gracia. El don de Dios no se ausenta. Por otra parte nadie puede acercarse, por propia iniciativa, a Dios. Él es, por su bondad, quien se acerca, llega, entra y permanece.

La garantía de su Obra y de su Presencia es precisamente ésta: Suya es la iniciativa, Suyo es el don... Nosotros hemos adherido a su Palabra y esto es, también, regalo suyo.

¡Quién puede sospechar tan maravillosa Aurora! Es un admirable descubrimiento que se repite cada vez y cada vez es nuevo. Y también más hondo...

La Aurora nace en el olvido, cuando la mezquindad egoísta se esfuma, cuando el alma se queda blanda y sin tensiones de esto o de aquello. Cuando no espera nada de su industria, pues todo lo halla en Aquél que pasa y llama a la puerta.

La excesiva búsqueda de las compensaciones o el afán por los consuelos cierran la puerta al Señor. Porque, entonces, se espera otra cosa y no al Señor mismo. Nada más falaz que la garantía de una suerte de eficiencia o de respuesta nuestra.

El Señor nos quita el gusto de nuestras propias obras para que no nos quedemos en ellas. Es preciso hallarse vacío, con la casa limpia, sin bullicio de cosas, por muy santas que parezcan.

Nos sorprenderá que el Señor no se manifieste donde esperábamos. Pero esto es lo verdadero, pues nuestras previsiones son de otro orden y asaz lejanas a la manera de Dios.

La oración constante y continua, esa que siempre resuena en el silencio del alma, esa que de todos modos canta en lo más hondo, comporta vaciedad y disponibilidad. Cuando sentimos una intensa devoción o momentos de grande paz sensible, no olvidemos que todo eso es sólo nuestro, que se trata de mi devoción y de mi paz (o de nuestro o nuestra). No se ve allí cumbre ni cima alguna sino sólo remolonería.

Es todo tan sencillo que parece difícil.

El contemplativo es, también, un noble guerrero. Y el guerrero no sabe lo que le va a ocurrir; puede morir en cualquier momento...

No quiera el alma certificado ni diploma alguno. Le baste la fe desnuda y el arrojo que la Gracia de Dios no ha de negarle.

Pero, volvamos al guerrero. No puede negarse la gloria de su abolengo. El guerrero, en efecto, es mártir y el monje es mártir por sustitución o mártir gnóstico, como decía Clemente de Alejandría.

Es descendiente de profetas y de apóstoles y de todos aquellos que no se adjudicaron misión o vocación alguna sino que la recibieron y la acogieron, sin más pretensión.

El guerrero que nos interesa es, pues, mártir, monje y testigo. Queda perdido, sin fácil reconocimiento, celado a los ojos importunos del mundo, a las ociosas y vanas preguntas de periodistas y merlines, lejos de las intemperancias de los curiosos...

Y su condición secreta supera los más empecinados propósitos de quienes pretenden pasar desapercibidos. En efecto, el contemplativo será siempre un desconocido para aquél que le está al lado. Y aún para él mismo. Porque nada sabe de sí; quizá porque ha aprendido a olvidar...

La memoria del contemplativo y de nuestro guerrero testigo, está ocupada en una sola realidad, en la Única.

La Gracia de Dios realiza obras formidables. Nos libra de todo peso y nos lleva, ligeros y livianos, por el aire en vuelo singular.

Intento referirme a lo que está escondido o celado, eso que es inefable y que está más allá de la conciencia o de la inconciencia, eso que somos secretamente, mucho más de lo que se nos ocurre que podamos ser a ojos vistas... Eso. O, tal vez mejor, ese. Lo que se guarda en la memoria, lo que la memoria custodia o aquello sobre lo que ella se abre. Aún pretendo hablar de mucho, de mucho más. Aludo nada menos que al ilimitado abismo del interior nuestro. A esas cimas y cumbres, a esos valles y paisajes portentosos, que superan las figuras y las imágenes o cualquiera otra manera de expresarlos...

¿Y la vida de todo ello es simplemente sueño? ¿No es, acaso, en esta superficie tan plana, en esta cáscara, donde dormimos desterrados de la honda realidad, donde en verdad soñamos o dormimos indiferentes?

Bueno es pensar ya que la realidad supera todo eso que se ve o se pronostica... Y dejar que el Señor, como una madre, nos contemple en la cuna, dormidos.

Cualquier descripción que ensayáramos de esos inefables y magníficos parajes desluciría la realidad. Esta sólo se nos brinda escondida y oculta. Más grande que nuestra imaginación. Y por ello, también más presente e interior. Es una perspectiva no sospechada. Ahora bien, esta dimensión interior, de misterio y de hondura, merece una especial atención de nuestra parte. Aunque no sea propio analizar ni pretender vericuetos donde no los hay, la memoria del espíritu y del Espíritu desposados es esencial. Es noticia simple o simplicísima. Es como un rayo de luz enceguecedora que irrumpe verticalmente y abre abismos siempre nuevos.

No ha de descuidarse lo esencial. En el mundo, hoy, mundo de fuera o de dentro, se da esta grotesca caricatura: olvido de la interioridad y privilegio de la actividad exteriorizadora, que acaba por matar. Son los días, éstos, de la infecundidad. Son las horas de la necedad, de la burla del antiguo enemigo que ríe y ríe en cada compromiso u ocupación disolvente.

Como si dispusiera de un mecanismo suficiente para poner en alocado movimiento a sus víctimas: el diablo hace correr. Sólo Dios pasea con sus hijos por las sendas del Paraíso.

 

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Pero no existen impedimentos que nos cierren el paso. La inmensidad interior del hombre no necesita de recursos exteriores. Aunque clamen y desencadenen furias y combates, la calma del corazón no será alterada. Nada de lo efímero llega al Fondo. Es éste un verdadero Paraíso, un templo inalienable. Dios lo ha hecho su morada y su delicia. Nada ni nadie podrá arrebatarlo.

En el instante, en el instante presente, habrá de alcanzar y recogerse el hombre en esta hondura por el sólo abandono y desprendimiento de cualquier cosa. Sea cual fuera el estado exterior y las amenazas del asedio que padece.

 

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El poeta no ha de buscar excesivamente las palabras. Ellas brotan, nacen y aparecen. Las palabras son como las notas. Se tornan saltarinas y, con frecuencia, muy rebeldes.

Ahora bien, hay poetas que escriben con el silencio, en la misma medida en la cual se dejan conquistar por él. El silencio es, desde luego, una sobreabundancia. Se halla más allá del silencio que pretendemos inventar o crear. Más allá de la simple ausencia de sonidos.

El silencio es nada. No puede ser presentado o explicado. Huelgan las palabras. Frente a él todo sobra y hace ruido.

El espíritu tiene vocación de vuelo y no soporta todo aquello que lo ata o liga a lo que sea.

 

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Y, sin embargo, el asedio (en nuestros días y siempre) es demasiado asfixiante. No sé qué cosas aparecen en un nublado horizonte y nos aprietan y obligan a replegar. ¿Es éste el combate de la hora presente? ¿Es ésta la actitud que nos corresponde? No lo creo yo. Parece, por el contrario, que no es bueno retroceder en esta hora ni en ninguna otra.

En verdad nadie nos obliga a volvernos atrás. Nosotros nos asustamos ante el estrépito y las condiciones del asedio y, sin pensarlo mucho, nos cubrimos y dejamos el campo libre.

Pero lo más a propósito es de otra índole. Es necesario vivir a pesar de todo y no dejar el terreno por el que vamos andando.

La constancia en la lucha requiere un ánimo levantado. Es éste el que se eleva por encima de las creaturas y tiende decididamente al Creador. Él sabe que no sube por asalto sino que ya es aspirado por Dios. Su vida ya es y está en el cielo (conversatio nostra in coelis est ), por lo tanto atenderá a su más profunda realidad y hallará, así, la paz en su corazón, en su mismo centro.

El silencio es, en el alma, la voz de Dios. Es el ambiente, el clima, el hogar, la morada donde todo acontece. El silencio es el lenguaje del alma. El alma ha de descubrir el silencio sólo en ella misma...

El silencio es una cualidad del alma. Es la fecunda sonoridad de su abismo. Nace el silencio con un alma. Nace el alma con su silencio.

La mirada interior, los ojos de las entrañas, están encendidos con una luz regalada. El Fuego está allí (aquí). En la misma medida en que embiste, ilumina. En la misma medida en que arde, enciende más. En la misma medida en que abunda, quema y transforma. Y todo es uno.

El Fuego es el Espíritu; el Espíritu es Dios. Cada destello es un instante nuevo de silencio. Es la música celeste que resplandece en una nueva Aurora. Primer instante.

No voy a intentar definiciones ni explicaciones. No invoco tratado ni demostración alguna. Hablo de llegar hasta lo hondo y verdadero; hablo de sumergirme en el agua, en la fuente; hablo del Fuego que quema y que transforma...

Y no son estas palabras para decir de qué se trata sino cómo se llega y de qué manera se permanece... para siempre.

Los acordes de aquella música desentrañan un paso, una apertura. Horadan las murallas y derriban los bastiones... Tocan una sensibilísima y secreta membrana y despiertan en la intimidad esplendorosa del Ser.

¿Cómo? ¿Dónde? ¿De qué estamos hablando? Me preocupaban los caminos y las distancias. ¿Qué hacer? Esas respuestas no llegaban nunca. Tareas y adivinanzas. Riesgos, tal vez, en el mejor de los casos. ¡Cuánto ha de pensarse sin tino!

Hasta que... cerré los ojos. Hasta que no supe más.

No, no, no es añadiendo. No son los esfuerzos. No son las competencias ni esas pretensiones aquí y allá. No, no es eso. En fin, lo que es, ya está.

En algún momento decisivo el hombre descubre su bien y su paz. Halla el tesoro en el abandono total en la Misericordia, cuando ya no le queda nada por entregar sino a sí mismo, sin ficción ni engaño.

Ayer pretendía disponer de cuantiosos recursos en obras, realizaciones y aún propósitos. Hoy sólo descubre su impotencia y olvido. Ayer acumulaba fuerzas y preparaba su labor teniéndose por útil en ¡tantas cosas, empresas, planes! Hoy nada sabe sino que todo se le escapa de las manos. ¿Dónde queda eso de sus "talentos", que una vez le dijeron que tanto contaban? ¿No los habrá, medrosamente, enterrado? ¿No es, acaso, un pecador empedernido?

En su abandono verdadero no quedan ya talentos. Todos han sido entregados y él no conoce porcentajes ni resultados. Sólo sabe que nada posee y que de nada se puede vanagloriar. Sólo cuenta con Aquél que es Misericordia y que lo regala y festeja siempre, que no se muda, que le ama infinitamente...

¿Hay que hablar de tolerancia, de paciencia, de una serie de virtudes que parecen jugar aquí un papel especial? No estoy hablando de ello.

Se trata, lo repito, del abandono. Y éste comporta un ámbito nuevo. Es el propio de la contemplación. El hombre se descubre en otro paraje. Se da cuenta que su vocación verdadera no es, desde luego, la de una especie de creador ni, mucho menos, la de un consumidor. No es, tampoco, un emprendedor o un dominador...

Sucesos y encuentros lo tientan, invitándolo a seguir por caminos forzados con el engaño de ser-útil. El hombre-activo de nuestros días es un embarullador que tropieza consigo mismo y cae al suelo, donde permanece aplastado por su propio peso. Ha ahogado en su corazón la perspectiva del Ser. No deja brotar el agua pura y transparente. Desconoce u olvida la Fuente y el Origen. No sabe de dónde viene ni a dónde va.

El camino de la posesión conduce en dirección opuesta a la verdadera... Hoy se vive para interesar. No se halla, en efecto, otro horizonte que no sea ese mezquino del igualitarismo totalitario o del activismo utilitario, o como se lo quiera llamar.

El hombre se ha de descubrir tal cual es: Maravilloso conocimiento de sí cuando acierta, en una contemplación iluminante, a descubrir su realidad y su vocación en el mismo Hijo Unigénito del Padre.

Quisiéramos afirmarnos. Hallar poder para vencer en los mejores campos de batalla por los más altos ideales. No se nos da, sin embargo, otro modelo hoy que el de los mártires. El máximo poder de Dios, su Amor Infinito, se reveló en la vulnerabilidad y abandono de su Hijo en la Cruz y en el descenso. ¿Hallaremos otro camino u otra respuesta más eficaz?

La verdadera fortaleza radica en la debilidad. ¡Qué lección admirable, hoy y siempre! Decimos con los místicos, con los filósofos, con los pensadores..., Dejar ser el ser... Es ésta, desde luego, nuestra actitud de vida. Y nos preguntamos ¿qué fue lo que hizo Nuestro Señor, lo que precisamente hoy hace Dios y su Providencia? Propiamente hace que se haga, que crezca, que viva (Él es la Vida), con un respeto infinito por su propia obra. El Amor de Dios, pues, se manifiesta en delicadeza y en transparencia, sin violentar jamás, como pretende el hombre. El Amor de Dios se revela débil, porque allí -en un Misterio tan límpido como insondable- está su fortaleza.

Si me preguntaran a dónde, a qué lugar pretendo ir, cuál es mi deseo con respecto a esto o a aquello, respondería, sin vacilar, que no lo sé. En este mundo no existen ya lugares. Tampoco hay tiempos disponibles. El Único espacio posible es, si se me permite decirlo así, el Misterio de Dios. Sólo en Él mismo se hallan la Paz y el Sosiego.