PSICOTERAPIA

 

Joaquín Albornoz

 

 

Mis padres me daban a elegir indistintamente entre dos cosas, yo a mis hijos les muestro las dos cosas, pero les digo cuál está bien y cuál mal (internada del Neuropsiquiátrico Braulio Moyano).

Tampoco podemos detenernos a fundamentar aquello de Melanie Klein de la ansiedad paranoide, el pecho bueno y el pecho malo, ni el poder destructivo de la orina y los flatos. Ustedes tómenlo así (Profesora de la Universidad).

Hay un tiempo para cada cosa. Un tiempo para reír, un tiempo para llorar, un tiempo para trabajar, y un tiempo para rezar. (internada...).

El paciente es un cacho de carne que viene al consultorio (Profesor...)

No somos todos los que estamos, ni estamos todos los que somos (oído al pasar)

Con el correr de los días ha sido una experiencia personal, y un tanto desalentadora ver la confusión y las innumerables posturas encontradas y opuestas que hay en torno a la labor terapéutica.

Como quien se inicia en estas cuestiones, vayan aquí algunas reflexiones en voz alta. Y sea con la advertencia de que no es éste un intento de originalidad, sino tan solo el meditar sobre verdades generosamente comunicadas por hombres que, con justicia, deben llamarse maestros.

No es justo acusar sólo a la psicología del desquiciamiento epistemológico en el que se halla hoy. Es una víctima más del gran haz de ciencias, las cuales, alguna vez, estuvieron cada una en su lugar, subordinadas y fundamentadas por la metafísica.

Pero actualmente no hay sabios que ordenen. Fueron reemplazados por los especialistas que absolutizan, mentores de las verdades enloquecidas, de las que hablara Chesterton.

Se perdió el orden, y se perdió una "forma mentis", medieval, arquitectónica.

Se podría ubicar en el nominalismo el gran desbarajuste. En lenta e interminable pendiente, asistimos al olvido de la teología, el reemplazo de la filosofía primera, la total autonomía del conocimiento aplicado.

Pero todo esto, y teniendo en cuenta nuestro propósito ¿en qué afecta a la psicología?. Sencillamente en que desprendida de la teología y de la filosofía, ni siquiera es humana.

Pero veamos primero cuál es el lugar de la psicología, y qué es esta ciencia, tan tergiversada. La psicología fue, es y será parte de la filosofía de la naturaleza. Psicología es el estudio del alma. Y aquí habría que hablar de dos divisiones, una muy común, falsa por cierto, que lleva a callejones sin salida y a divisiones insalvables. Otra, clásica, que es la que nos permitirá luego ubicar en su lugar a la psicoterapia.

Con la irrupción del racionalismo bajo sus más variados matices, se comienza a hablar de la psicología filosófica (o racional), y por otra parte de la psicología empírica (o de laboratorio).

Como si la primera no partiera de la experiencia de lo que se me presenta en la sencillez de la existencia diaria, ni en la segunda interviniera la razón para su desarrollo (aunque en algunos casos estaríamos tentados de confirmar la ausencia total de racionalidad en el postulado de hipótesis). Pero éste es otro asunto que en breve comentaremos.

Con esta distinción se abre una brecha insalvable, casi diríamos que en este hiato está el origen que se agravará con el desarrollo posterior de las ciencias modernas. Aquel principio clásico de que un pequeño error al inicio, es un gran error al final, se patentiza acá con cruda certeza. División falsa, que desarraiga y desprende a la filosofía segunda y ciencias aplicadas de la metafísica. Divorcio no muy feliz (como todos los divorcios), que deja a la psicología sin objeto ni métodos precisos. Alcanzaría con preguntarnos a los alumnos de esta ciencia, qué es lo que estudiamos, cuál es nuestro objeto material, y cuál el formal, para cerciorarse de la incertidumbre casi vergonzosa de no saber con precisión de qué nos ocupamos.

La otra perspectiva, medieval por cierto, es la que ubica a la psicología como parte de la filosofía. No puede ser de otro modo. Es el conocimiento cierto acerca del alma. Su objeto material de estudio es el hombre, patrimonio que comparte con otras disciplinas tales como la medicina y la ética. Pero se diferencia de ellas por la perspectiva formal, cual es el alma, es decir aquel principio intrínseco configurador de la materia, que es potencia, disposición. Por tanto, la psicología se ocupa del hombre y sus propiedades, sus capacidades y distinciones, aquello que comparte con los animales, aquello en lo que se asemeja a Dios, y lo que lo hace un ser único, fronterizo entre lo material y lo espiritual.

Esta ciencia, como todo conocimiento, parte de la experiencia. Es cierto, se eleva por encima de ella, pero a ella debe volver una y otra vez. Porque así opera la inteligencia humana, de lo particular a lo universal, de lo múltiple a lo uno, y viceversa. Por lo tanto así debe proceder la ciencia. Ni racionalismos, ni empirismos: realismo.

Pues bien, todo este conocimiento del hombre, como tal, es decir entroncado en el árbol de la filosofía, es inútil, es decir que se basta a sí mismo, comienza y termina en ese conocimiento.

Pero por extensión, después de conocer lo que el hombre es, el fin también puede ser práctico, ordenado a transformar lo conocido. Es el campo de la ética, la técnica y el arte.

Conocimientos necesarios, por cierto, porque el hombre debe saber qué es menester realizar para alcanzar su fin último. Hay un camino que recorrer y debemos formar la inteligencia para saber cómo hacerlo. Qué haríamos sin los técnicos, que hacen posible un progresivo señorío sobre las cosas y la naturaleza, y cómo nos arreglaríamos sin el arte de la medicina.

Lo importante en esto, es que estos saberes, prácticos, concretos, deben abrevar en los principios. No se puede obviar la fuente, la ciencia rectora, que jerarquiza y ordena.

Y a la psicoterapia ¿dónde la ubicamos? Dijimos que hay una serie de conocimientos que son prácticos. Pues bien, la psicoterapia es, en principio, un conocimiento aplicado, con un fin distinto del conocimiento mismo, que es la cura del sujeto (el hombre) en aquello que le compete. La medicina y la psiquiatría también curan, es decir cuidan del hombre, pero bajo una formalidad distinta, que de a poco trataremos de dilucidar.

Por lo pronto, si en la psicología moderna no se habla ni interesa en absoluto la filosofía, y menos aún la teología ¿con qué nos quedamos? Lamentablemente, y es una triste realidad, la psicología trata hoy de un manojo de mecanismos que maltratan al hombre, de una serie de circuitos que reciben información y devuelven lo que pueden, de una incógnita que debe aceptar las más disparatadas lecturas e interpretaciones.

Sencillamente, no se puede ser buen psicoterapeuta si no se sabe antes qué es el hombre, cuál es su fin, cuáles son sus potencias, qué puede y qué debe ser. Y todo esto no lo dicen las técnicas proyectivas sino la filosofía.

Es el auge del racionalismo. El objeto no importa demasiado, pero sí el método, que es el que propone el hombre. Lo valioso es la logicidad de mis razonamientos, si lo que llego a descubrir con ello no existe es lo de menos, empezó a existir con mi hipótesis. Se hace ciencia sin teología ni filosofía, siendo que ésta es la ciencia por antonomasia, y la primera, la plenitud y coronación de toda ciencia.

Se descartó el misterio porque no se entiende, y se endiosó la lógica. Y ahora nos quedamos sin misterio y sin lógica (porque muchas veces, los disparates que se escuchan en psicología no tienen la menor seriedad, y el misterio, en todo caso, es que a nadie se le escape una carcajada)...(situación también preocupante, porque vamos perdiendo el sentido de lo obvio).

Si tuviéramos que hablar de grandes tareas, urgentes por cierto, del psicólogo, hoy por hoy, dos tienen preeminencia:

 

1º- una cuidadosa recepción desde la antropología realista de los innumerables aportes de las observaciones en psicopatología, de los descubrimientos que crecen a diario en neurofisiología, en fin, de tantos hallazgos e hipótesis que necesitan una roca firme donde entroncarse y encuentren su justa apreciación.

Hay una imagen muy bella que refleja la monumental obra, sólo posible para quien fuera Santo y Doctor a la vez, de quien se dice que tensó el arco de Ulises, en cuyos extremos se hallaban, por un lado la filosofía aristotélica, y el otro, la santa Fe católica.

Tarea ardua, pero que hizo posible la síntesis intelectual más grande de todos los siglos. Si con Cristo Nuestro Señor, los tiempos llegaron a su plenitud, y la historia se partió en dos, casi me animaría a decir que con Santo Tomás de Aquino, la vida intelectual encuentra su vértice. Antes es el andar a tientas o la preparación, después la decadencia. En el medio, el equilibrio geométrico entre razón y fe, filosofía y teología. Tomás de Aquino, Sabio y Santo.

Hoy Penélope vuelve a esperar en el desvelo silencioso el gran día. No a los simuladores de Ulises, falsificadores y oportunistas, sino al noble guerrero. Algunos, (siempre metaforizando la ardua tarea intelectual) no han tenido la fuerza de Ulises. Otros han roto el arco con brusquedad en alguna de sus puntas. Y otros merecerían sin más la bofetada de Penélope.

Pero todo intelectual realista debe saber que, aunque le lleve toda la vida, esa es la misión a la que no puede renunciar: mostrar a los hombres la preclara armonía entre la fe y la razón.

Hoy necesitamos una "cabeza" tomista que distinga, defina, relacione, reciba y descarte, no Descartes. Es decir, no sólo buenas intenciones.

La psicología aplicada, que tanto bien puede hacer como arte, debe ser purificada en el fuego de una antropología tomista.

Pero claro, el estudioso medieval filosofaba recostado sobre el pecho de Cristo y con las rodillas dobladas, el científico moderno "piensa" aferrado a su escepticismo radical, y de piernas cruzadas.

 

2º- La otra urgencia, que corresponde por justicia, es la de desenmascarar. Terminar con tanta confusión y mentira. En psicología merece el rechazo absoluto toda una serie de teorías y autores, de hipótesis con sus mentores, que cubiertos con un ropaje seudocientífico sólo han hecho daño en numerosos ámbitos, a nivel individual y cultural. Lo que es verdad hay que tomarlo, al error condenarlo, y al disparate tratarlo sin ambagues como tal, y por lo tanto no merece nuestra mínima atención.

En psicología, actualmente, no sólo se duda de lo obvio, sino que se pisotea burdamente el sentido común y qué decir del orden natural. Ciertamente es ésta una intención explícita en algunos. Con más razón, es un deber como intelectual católico, desenmascararlo a estos y todas sus mentiras, que al revés de la verdad, enferman y pierden.

Pero, ¿cuál es el lugar de la psicoterapia, y qué es, en definitiva?.

Como ya dijimos, psicología es una cosa y psicoterapia es otra.

El conocimiento humano es más perfecto en tanto mayor sea la inmaterialidad y simplicidad de su objeto. Por ello es que la certeza máxima en el orden de la inteligibilidad, en el plano natural, es propia del metafísico, porque de lo que trata es del mismo ser en cuanto ser, es decir, de la mayor actualidad posible, de la causa de las causas, inmutable y siempre idéntico a sí mismo. Este es el culmen del saber filosófico. De este principio rector depende, como ya vimos, la filosofía segunda. Pero lo que nos interesa en este caso es la filosofía de la naturaleza, en la que se halla, como ciencia suprema, la psicología, y en su centro el hombre.

Pero este ámbito (el de la filosofía de la naturaleza) es aún de lo universal y necesario, el de los principios y las causas. Subordinado a este saber, existe otro, ordenado a la praxis, a la cura del hombre en alguna de sus formalidades. Es la psicoterapia. Y este es casi otro mundo, porque aquí se trata sin duda, de lo particular y concreto, de lo contingente, y en alguna medida, de la eficacia, que no se agota ni termina en el conocer.

Su fin es una cierta transformación y una vuelta al orden. Así es que la psicoterapia es un conocimiento aplicado, que depende de la psicología filosófica en sus principios.

La gran confusión es, para muchos, sobre qué sea ‘eso’ psicológico que se debe tratar, donde aparentemente está el embrollo, o como dicen, el conflicto. Por ahora será conveniente puntualizar tres facetas de las que NO se ocupa.

A) El objeto de la psicoterapia no es "lo espiritual" sin más ni más, y si interviene, de lo que no hay duda, como veremos, es ‘per accidens’.

Ni hablar de los innumerables sentidos que se le da a lo espiritual, que recorre todas las gamas y matices, de acuerdo a las famosas escuelas psicológicas, que, en definitiva, no son ni escuelas ni psicológicas.

Nosotros entendemos por espiritual, la nota distintiva de las potencias superiores del hombre, que lo constituyen como tal, a saber, la inteligencia y la voluntad. Pues bien, la psicoterapia no es el ámbito que busca formar ni corregir en primer lugar, ninguna de estas dos facultades.

B) Tampoco es el estudio de la mente. Otro término sujeto a equívocos. El término ‘mente’ tiene un desdichado nacimiento, igual que toda la psicoterapia. Es sumamente difícil, pero cuando algo está torcido desde el origen, la única solución es ‘arrancar de raíz’ y volver a sembrar. De todas maneras, en nuestro caso, el suelo es fértil y rico, porque lo conforman los clásicos, Aristóteles y Santo Tomás, y con ellos, toda la filosofía y teología ortodoxa.

Volviendo al término mente, nace con Descartes, quien identifica la res cogitans con la mens, término éste que se comienza a usar con una impronta indudablemente dualista. Así es que no queda en claro si se refieren al cerebro, a la inteligencia, o a qué; sin duda, realidades absolutamente distintas.

C) Por último, lo psicológico no puede ser un espacio oscuro, una red de relaciones trágicas, perversas y caóticas. Tampoco un tabú, al que sólo tienen acceso los psicólogos porque posean una serie de conocimientos mistéricos y reservados, que los convierte a ellos mismos en tabú. Después de todo, nadie sabe bien de qué se ocupan, ni qué cambian.

La psicoterapia es un cierto arte de curar, y es lícito una razonable variedad de métodos para hacerlo.

Pero el método es un camino, por medio del cual se espera llegar al fin, descubierto anteriormente. Nadie elige el camino, y después el fin. Por eso, estos medios no son inocuos, neutros, imparciales. Están ordenados a... Si uso un microscopio y tengo una pinza en la mano para estudiar el alma humana, es porque considero que ésta se ve, se toca, es material, y susceptible de ser medida y cuantificada.

Esta cuestión no es irrelevante porque es abundante la metodología, los aspectos técnicos que existen en psicoterapia. Pero usar una técnica sin revisar sus fundamentos es olvidarse, justamente, de lo más importante.

Es necesario que el psicoterapeuta maneje una serie de técnicas, pero es desaconsejable hacerlo hasta no conocer sus fundamentos y sus fines.

Es mucho el daño que se puede hacer, principalmente con las conocidas técnicas proyectivas. La mayoría de ellas suponen un infierno thanático mezclado con sexo e impulsividad en el interior del hombre. Si para desilusión del técnico, esto no aparece, él se encarga de crearlo, y tranquilizarlo después al desconcertado paciente, asegurándole que a todos les pasa lo mismo. Con el alma humana no se juega.

Y hablando de alma humana y el riesgo de considerarla con liviandad. ¿Qué relación guarda la psicoterapia con la ética?

Lo primero que a lo mejor sea conveniente recordar es que la psicología y la ética comparten, como ciencias, el mismo objeto material, porque las dos se ocupan del hombre.

Pero confundir los campos, es decir, lo que pertenece con exclusividad a cada uno, es nefasto... y lamentablemente, bastante común. También lo es decretar una absoluta extrañeza y desvinculación de una con otra.

El recto orden y subordinación es, de la psicoterapia a la ética, y de la ética a la psicología. Y ello exime a quien se aboque a la psicoterapia, de explicitar los supuestos de los dos primeros, de quien pende. Pero no le da derecho a contradecirlos.

En el arte terápico, en esa media u hora entera, sería una imprudencia y un desatino contemplar el ser de las cosas con el paciente, como también lo sería tocar una virtud y un vicio en cada encuentro, para hacer del sujeto un hombre bueno.

Pero más ridículo es afirmar que la ética va por un lado y la psicoterapia por otro. En una definición general, digamos que tiene el carácter de moral toda acción libre, y obra moralmente bien quien elige lo que conviene a su naturaleza. Y lo hace mal el que, por malicia o debilidad, ha consumado con su opción una traición a su vocación, esto es, a ser plenamente hombre.

Este acto, que denominamos libre, inexistente en los seres inferiores, requiere, ineludiblemente, la participación de la inteligencia y la voluntad, en mayor o menor grado, y en ese mayor o menor grado radica la labor del psicoterapeuta.

El libre albedrío está limitado por innumerables factores. Mal que nos pese, no tenemos una libertad absoluta. Viktor Frankl diría que es una libertad condicionadamente incondicionada (1).

Es cierto que es inmaterial, que no se perfecciona o degrada con una inyección o una pastilla, pero no es menos cierto que todo el complejo dinamismo del conocimiento sensible, la imaginación, la memoria, los afectos, las pasiones, tienen un papel fundamental en toda elección. Y en estas cosas, el psicólogo tiene algo para decir (y si no tuviera... igual lo diría).

Pero volviendo a la moral, todo este entramado, propio en su mayoría del alma sensitiva, se ordena, se subordina, y es asumida por el alma espiritual. Por eso, es una utopía querer hablar de psicoterapia sin ética. Porque nuestra condición de homo viator, caminantes hacia la eternidad, no la podemos dejar en la puerta del consultorio. Porque detrás de lo afectivo y emocional está lo espiritual que lo asume. Y detrás del paciente está el hombre entero, que supera cualquier clasificación de neurosis o psicosis.

Por ello, es que la clínica no es un lugar para dar consejos apostólicos, ni mensajes de salvación, pero sí debe preparar a ese hombre para que algún día lo haga. Debe ordenar su práctica psicológica a eso, es decir, encaminar sus potencias inferiores, enfermas o desequilibradas (que afectan al hombre total) para que pueda conocer su fin (sobrenatural, por cierto), amarlo y ponerse en camino para su consecución. Y es así, porque así lo exige su naturaleza. Si se quiere, la psicoterapia se ordena y sirve a la recepción de una mejor dirección espiritual.

Para terminar con este tema, quisiera recordar, brevemente, un episodio que refleja un poco la falsedad de este divorcio entre psicología y ética (no es un invento, fue un suceso real).

- Fallece trágicamente una compañera que cursaba tercer año de nuestra facultad, y la superficial, y casi perversa, observación de una profesora fue: era de esperar, porque tenía muchos problemas, y no se psicoanalizaba.

Al mes, un profesor de su misma cátedra, por otro triste accidente cerebral, queda en coma 4, con el peor pronóstico. La misma profesora, olvidando sus pruritos de consejera y todas sus elucubraciones seudocientíficas, sólo atinó a decir, con lágrimas en los ojos: les pido que recen por él.

¿Por qué esta reacción tan diferente cuando se trata de un amigo? Sencillamente porque detrás de lo psicopatológico está el hombre entero, y en él, lo más propio y serio que es su fin eterno, no su sexualidad funcional ni su firme capacidad laboral.

Pero la psicoterapia existe porque hay enfermos, y más precisamente, enfermos psicológicos. Para que estos términos no tengan una connotación que falsee su justa ponderación, intentaremos definir a la patología, y dentro de ella, a la psicológica.

Si hubiera que encontrar, a través de sucesivas demostraciones, el último sentido, la explicación final, que agote por completo la respuesta al interrogante trágico de la enfermedad, sólo quedarían dos opciones: una humilde y santa resignación ante un hecho que tiene su génesis en el pecado original, o el eterno resentimiento unido a la desesperación de una lucha desigual contra un confuso poder, tan fuerte como inexplicable. ¿Quién puede negar que éste es el dilema de todo aquel que conozca, en carne propia o en quienes ama de verdad (que es casi lo mismo), el duro trance del dolor, la enfermedad y en definitiva, la muerte? ¿Cuándo sentimos más nuestra limitada humanidad, la impotencia de la que, con tan poco, nos olvidamos, que cuando comprobamos con crudeza que nos resulta imposible frenar la muerte inminente, y en menor medida esa pequeña muerte, anticipo tal vez, que es la enfermedad?

Con esto, sólo apuntamos a la conclusión de que la última respuesta a la enfermedad es de fe, y será por eso que cuando un hecho de éstos nos hace tambalear la existencia, surgen dos reacciones que prueban qué metal fue puesto en el fuego: o se reniega contra aquello que hasta entonces era la mayor alegría y el fundamento de la vida, o se aferra con desconocida fuerza a ese principio que no se enferma ni muere, y de Quien dicen que Sus mimados no son los ricos no los exitosos, sino los enfermos.

Pero esto se ve con ojos de eternidad, mas allá de que la patología sea susceptible de un estudio científico, sobre lo que intentaremos decir algo.

Hacer ciencia no es estudiar lo que significan las palabras, o revisar qué dijeron otros sobre lo que hoy nos preocupa. Pero en este caso, los orígenes del término nos dicen mucho: pathos, del griego, passio, del latín. Por ello, la patología remite a la idea de pasión. Esta palabra reviste la nota de ser analógica, es decir, con un sentido de base, general, y otros derivados, de una mayor especificación. En este caso, el primero es la acción de un agente sobre un paciente con sustracción de algo conveniente.

De la mano de Santo Tomás, quien hace esta distinción, la definimos, en su acepción más precisa como un movimiento del apetito sensitivo, acompañado de transmutación corporal, y asumido, accidentalmente, por el alma espiritual. Y dentro de este movimiento, el carácter más propio es aquél, en que el agente atenta contra la integridad de la naturaleza del sujeto. Pasión es, entonces, inclinación del apetito, posterior a un conocimiento. Y este movimiento, que radica en la esfera de lo sensible, afecta al compuesto humano en su totalidad, materia y espíritu.

Y puede tener un doble origen, orgánico o animal. Es decir que esta conmoción, esta alteración del ánimo, puede iniciarse por el padecimiento del coprincipio material, porque el cuerpo recibe la acción sobre sí de algo que lo afecte, tanto en sentido beneficioso como perjudicial. O bien, la causa puede estar en el conocimiento sensible, concreto, que, como lo indica la misma experiencia, de acuerdo al objeto conocido, puede inclinar a la ira, al temor, al odio, al amor, y así sucesivamente, recorriendo las numerosas variaciones del ánimo.

Pero lo que es urgente rescatar es que toda patología tiene una alteración corpórea. Primero porque el espíritu no se puede enfermar, en sentido estricto, ni ser sujeto de pasión, ya que es inmaterial. Segundo, porque por definición, todo padecimiento, todo pathos, conmueve, moviliza al cuerpo.

Vemos entonces que la enfermedad es un padecer, una transmutación, una pasión en sentido propio, un atentado contra la unidad del compuesto. Y por eso, el punto extremo de la patología, es la que termina en la muerte.

Es tal el desorden que provoca, que termina en lo peor que el hombre puede padecer, y que acaba con él.

Es así, que toda enfermedad es psicosomática, ya que el trastorno emocional repercute en el cuerpo, y al revés. No hay duda de que una gripe deprime al ánimo y que sufrir la muerte de un ser querido, aparte del dolor espiritual (que se denomina dolor por analogía) traerá aparejado, en mayor o menor medida, alteraciones somáticas.

Entonces, si hay que distinguir entre el campo de acción propia del psiquiatra y la del psicoterapeuta, ambas pertenecientes a la dimensión del arte, diríamos que existe una diferencia operativa, pero no de sujeto, ni de patología, ni de dimensiones.

Lo que sucede es que, como vimos, siendo el ámbito de la praxis el de lo singular y único, no es posible guiarse únicamente por leyes universales. Suele suceder, por ejemplo, que una patología psíquica no requiera de la intervención de un médico psiquiatra, porque el órgano afectado no imposibilita el razonable ejercicio de las potencias.

Puede suceder que sea susceptible de un tratamiento psicológico un cierto estado de tensión, causado por conflictos laborales. Ciertamente esta situación tendrá su correlato orgánico y sus síntomas, ya sea insomnio, nerviosismo, tensión. Y puede suceder que el sistema nervioso, las ondas cerebrales o el funcionamiento de los neurotransmisores, hayan sido alterados de tal manera, que es inviable una solución únicamente por el consejo terapéutico o la recomendación práctica. Pero ello no legitima concluir en el más craso materialismo, donde todo tiene su explicación en el entramado neuronal. Como si cada acto, desde la digestión hasta el amor, pasando por la risa y la responsabilidad, fuera una cuestión única y principalmente sináptica. O como nos advertía en la clase un reconocido psiquiatra hablando de la riqueza inmensa de las manifestaciones humanas: "no embromemos, muchachos, todo pasa por la neurona". Sí, es cierto, pero no sigamos embromando, porque "una cucaracha a la que le han arrancado todas sus patas puede no saltar ante la exigencia de hacerlo, pero no porque sea sorda, sino porque no tiene con qué ".

Hay menoscabos en la integridad física que hacen imposible el acto humano. Y lo mismo sucede con las alteraciones psíquicas, que son asumidas en el conocimiento intelectual y en el acto libre.

Resulta entonces que el objeto de la psicoterapia es un tanto difícil de precisar, entre otros factores, porque no es el mismo que el de la psicología.

Su operatividad se encuentra en un espacio límite, fronterizo. Su competencia no es la causa material, esto es, el cuerpo humano. Pero tampoco tiene por tarea la educación del espíritu a través de la formación de hábitos buenos, es decir, virtudes.

El objeto de la psicoterapia es la vida sensible, que repercute en el cuerpo y redunda en el alma espiritual. Distinción que vale la pena hacer, si le prosigue la unión, porque el psicoterapeuta debe considerar al hombre entero, que es cuerpo y alma. Espíritu encarnado en el mundo, abierto a la Gracia, sujeto al desgaste en y por su carácter físico, pero destinado a la eternidad por su naturaleza intelectual.

Sabemos que si un psicólogo serio leyera estas líneas, refunfuñaría por lo bajo por esta simplificación. Ciertamente, es más lo que falta que lo escrito.

También notamos que hay un factor netamente histórico en todo esto, que a lo mejor hace más dificultoso ver claro. Porque el desarrollo de la filosofía tiene una gran tradición; a su vez, la medicina también tienen siglos. En cambio, la psicoterapia, como práctica clínica, existe hace aproximadamente un siglo, que es casi nada tratándose del hombre en busca de su salud.

¿Será entre otras cosas porque, si bien la psicoterapia requiere de conocimientos científicos y técnicos, la salud psíquica del hombre puede venir de los más variados caminos, como a lo mejor no sucede con la patología orgánica?. ¿Será también porque la situación cultural ha acentuado este ámbito y su potencial desorganización?

Por último, la patología, y en especial, la psicológica, tiene dos peculiaridades que conviene resaltar, para terminar este punto.

1- No se enferma el que quiere sino el que puede y como puede ¿o es común ver a un auténtico psicópata con una deficiente capacidad intelectual?, ¿o a una mujer de personalidad excesivamente extravertida y de una casi nula vida interior, que padezca rasgos o síntomas obsesivos?

2- Por eso es que el conflicto psíquico dependerá, indudablemente, de las condiciones del sujeto. Tomás de Aquino no era psicólogo, pero ¿tendrá algo que ver aquello de que lo recibido (es decir, conocido, percibido, vivido) se recibe al modo del recipiente (el hombre con sus cualidades que lo hacen único e irrepetible)

 

La psicología y la vida virtuosa

Para ver hasta qué punto ética y psicoterapia son dos cosas distintas, pensemos que no tiene que haber existido, humanamente hablando, ningún hombre más equilibrado psicológicamente, más sano y cuerdo, que Adán. Y sin embargo cometió, con absoluta lucidez, la peor locura: la renuncia a su creaturidad, y así la ofensa a Dios.

No nos alcanza con ser sanos, hay que ser santos. Más aún: el que entre el equilibrio psíquico o anímico, y la santidad, se decide por lo primero, si queda sin lo segundo... y en algún momento descubrirá con dolor que también se le escapó lo primero. Las inquietantes preguntas que la psicología moderna quiere olvidar son: ¿qué es ser normal?, ¿para qué fuimos creados?.

Por otro lado, seguramente hubo, a través de los siglos, santos y santas con desórdenes psicológicos, y además, sin duda que ello ha sido per se una traba para su plenitud, porque toda enfermedad es un obstáculo. Que se pueda transformar en gracia por los méritos de Nuestro Señor Jesucristo es otro asunto.

Si bien la libertad puede haberse visto limitada por estas cuestiones tan humanas, la ofuscación no fue para nada absoluta. Y mientras haya libertad, hay carácter moral en la acción.

Después de todo, la santidad ¿no es amar con todas las fuerzas a Dios, y al prójimo por amor a Dios? Y no todos tenemos las mismas fuerzas. Dios pedirá según los talentos que repartió.

Esto no es una apología de la enfermedad. Es un intento de colocarla en su punto justo.

Pero lamentablemente sucede más bien al revés, y el interrogante es ¿porqué tantos católicos no son o somos normales psicológicamente? ¿Porqué en muchos que llevan una vida piadosa se pueden detectar también claras anomalías afectivas, cuando debiera ser al revés? No lo sé, pero es un desafío pendiente. Queremos ser instrumentos de Dios, y celebraremos Su Gloria, si como tal estamos afinados. Ese debe ser el incentivo: ser equilibrados para poder así servir mejor, hacer de nosotros una verdadera ofrenda , un don aceptable.

No es tan fácil como parece, entonces, la relación entre psicoterapia y ética. A lo mejor sea clarificador aquel principio primordial e históricamente olvidado, de que la Gracia supone la naturaleza,  se apoya e inhiere en ella.

La vida divina, para habitar en nosotros y perfeccionarnos, necesita de nosotros. No diluye ni opaca las potencias, sino que las eleva, las ordena al fin sobrenatural de todo el hombre.

En definitiva, no hay dos andariveles (el de la plenitud natural y el de la sobrenatural) por los que deba andar el hombre, sino uno solo, que, si bien reconoce el desarrollo y la perfección de las más variadas potencias, todas deben estar regidas por la recta razón, constituyendo los hábitos buenos, los cuales rematan y culminan en la virtud sobrenatural de la Caridad.

La relación entre lo psíquico (tomando este término como sinónimo de vida sensible, pero en íntima comunión con el cuerpo y en incesante redundancia con el alma espiritual) y la práctica de las virtudes, es por demás interesante.

La virtud, esa inclinación hacia el bien, que hace al hombre santo... supone cuestiones tan humanas, ¿Quién puede decir que en este duro camino (por más decidido que esté a amar con todo el corazón y la mayor honestidad a Dios) no se mezclan a diario, el desaliento y el entusiasmo, la miseria y la grandeza, lo vil y lo bello, lo impuro y lo prístino?. Y todo dentro de una misma alma.

Si es la carne contra el espíritu trenzados en la más dura batalla y librada en lo más profundo de nuestra intimidad.

La santidad es cosa de hombres (en sentido general), y los santos transformaron hasta lo visceral, y lo visceral no es espiritual. El hombre de Dios verticaliza hasta la actividad más nimia, consagra hasta el minuto más escondido del día, hasta la tarea más sencilla.

¿No hay acaso en el martirio de Tomás Moro, ese hombre de un amor entrañable al Gran Rey, que lo llevó a dar un mortal no al pequeño rey, un sentido del humor en el que parece que se unen el Cielo y la Tierra, y del que se conmueven los hombres, y también los ángeles? Y pensar que el humor es algo tan humano, y por eso será que también se puede convertir en ironía malsana y viciosa.

Por la prudencia, que es causa de las virtudes morales, el hombre obra de acuerdo a la realidad, fuera de la cual no hay perfección posible. Pero para obrar bien, hay que ver bien, visión que alude a los ojos de la inteligencia, y que supone el conocimiento sensible. Ver bien no es sencillo; la percepción, síntesis vital entre sensación y pensamiento, es una cuestión muy compleja.

Es importante tener una experiencia sana y sentir bien, actos ambos que no son, en principio, propiedad de la teología.

Se nos ocurren, al pasar, tres cuestiones que, como todo este ensayo, dejan muchos interrogantes y temas abiertos, y ninguna conclusión.

1- ¿Cuántas potencias hay que tener minimamente en orden, para un acto sencillo, como puede ser sentarse a estudiar?

2- Para llegar a practicar la Caridad de un modo extraordinario, es decir, a amar con todas las fuerzas, primero hay que saber amar (si bien la Caridad es un don), pero también hay que saber hacer las cosas con todas las fuerzas.

3- Somos espíritus encarnados, y esto de encarnados "hace" al hombre. Un hombre ‘espirituoso’ no arrastra a nadie... y encima es una herejía, que, entiendo se llama Jansenismo.

Otro fenómeno interesante en el mundo de la psicología es el de la famosa interpretación. La mayoría de estos profesionales creen tener el carnet que los habilita a las más llamativas afirmaciones, perjudiciales, a veces, y a menudo graciosas, si no hemos perdido el sentir común.

Pero ¿qué se entiende por interpretación? De todo. Por lo pronto, acordemos en que en este ámbito (principalmente en el psicoanálisis) hay hipótesis, que tomarlas en serio ya es retroceder.

La ciencia no es un refinamiento del sentido común, pero lo supone. Está en la antesala (pero en el sentido de que hay que pasar por él, no antesala porque está esperando para entrar).

El sentido común no es anticientífico, es pre-científico.

Una cosa es la riqueza insondable de lo que se me presenta como objeto de conocimiento, lo que permite diferentes enfoques, y a lo mejor, la tan nombrada interdisciplinariedad.

Pero otra muy distinta es creer que la realidad del pobre sufriente que viene pidiendo ayuda se va transformando según mis arbitrariedades imaginativas. Lo más importante no es desde dónde y cómo miremos la realidad, sino la realidad.

A esta falsa idea de interpretación se le suma otro gran ataque a la humanidad de la psicología, que es el de disfrazar con tecnicismos indescifrables, fenómenos absolutamente cotidianos, sencillos y naturales. Entonces, las esperable relación que se suele establecer entre el terapeuta y el paciente, ya no será fruto de esa cálida paternalidad que todo educador está llamado a ejercer sobre el educando, sino que será una reedición de patrones infantiles de amor edípico, o para ser fieles a la fuente, "es la libido que se ha internado por los caminos de la regresión y reanima las imágenes infantiles" (2).

La cuestión en la manoseada interpretación, es que de fondo subyace una postura netamente relativista que convierte en opinable lo universal y necesario, y dogmatiza lo circunstancial y discutible.

Si Dios existe y es El Quien le ha dado medida a las cosas, no hay porqué afirmarlo tan rotundamente; porque sería un atropello feroz contra la libertad de opinión y contra la democratización educativa; pero que a nadie se le ocurra negar el tránsito de todo niño por el Complejo de Edipo, porque hacerlo es un seguro signo de represión neurótica.

Interpretar no puede ser otra cosa que inteligir, bucear, descubrir, hallar el sentido de la realidad, que no cambia ni se acomoda a mis postulados.

No vale todo ni es cierto cualquier cosa que se diga. No es tampoco una cuestión de camiseta ni de simpatía. Alguien se tiene que equivocar. En la interpretación, yerra el que no es fiel a la realidad, más allá del resultado posterior en el proceso de la cura.

Pero hay algo más, en alusión a este asunto.

A fuerza de tecnicismos, de esquemas empobrecedores, y principalmente, de un cada vez mayor cúmulo de afirmaciones y teorías lanzadas a la deriva, se va desdibujando el origen. Y, después de todo, psicoterapia también viene de psijé que es alma. Y el psicoterapeuta debe vérselas con la misma alma con la que se enfrenta el cura y el amigo.

Brevemente, y a riesgo de caer en una sencillez exagerada, tratemos de concatenar, sin puntos ciegos, cinco afirmaciones, para concluir en una máxima clásica.

- La ciencia psicológica, en tanto se ocupa de la vida y del fenómeno humano, debe cuidarse permanentemente de trazar falsas divisiones. La riqueza de la realidad del hombre no da derechos a que se llame con dos términos distintos una misma cosa. Salvo que se reconozca la identidad, y que tal decisión sea por una exigencia, lícita y necesaria, de los distintos ámbitos, que requieren un vocabulario pertinente. Pero a lo que apuntamos es a que la psicología no debe disfrazar con artificios gramaticales lo que, desde el inicio, tiene su nombre. En la división inoportuna y equívoca reina el caos, y en él, se divierte Satanás.

- Supuesto esto, decimos que es el mismo hombre el padre de familia, el amigo, el pecador y el paciente. Es la misma inteligencia y la misma voluntad, los mismos anhelos y las mismas frustraciones. Las mismas virtudes y vicios, proyectos y añoranzas. ¡Es el mismo hombre! ¡La misma alma!

- Porque si fueran diferentes almas, se perdería la unidad. Y alma, no sólo en el sentido de identidad fenoménica, sino como lo más íntimo al sujeto, lo más propio. Lo que se esconde en todas las acciones humanas, pero aparece detrás de ellas sosteniéndolas. La que no deja de ser una, pero con múltiples manifestaciones. Es el alma la que acoge al cuerpo y comulga con él, dándole forma, vida, identidad. Siempre una y la misma alma desde la concepción y por toda la eternidad.

- Y es por eso que, a menudo, se aprende más psicología de los poetas, los novelistas y la gente sencilla, que de los profesionales de la salud. Porque aquellos nos acercan más al drama y misterio humano, que hay en cada sujeto. Por ellos vemos mejor la realidad, en el sentido de que han sido más fieles a la experiencia, y evitaron el cientificismo que aleja de la verdad.

Y así llegamos a un punto seguramente controvertido, pero ¿quién puede desmentir que un buen amigo o el calor amoroso del padre, no supera, en algunos casos, la acción de la psicoterapia...? Cuántos deberían estar en constante cuidado o directamente en un psiquiátrico, y no fue la psicoterapia sino un corazón que se arrimó al propio y sanó lo que estaba enfermo. Las mismas potencias, la misma carne, el mismo espíritu con el que se encuentra el terapeuta... Poco sabemos, pero sí, que la cura psicológica reviste curiosas particularidades. (También es muy cierto que no es tan sencillo, porque la psicoterapia es una cuestión de conocimientos particulares y de métodos precisos).

 

Conclusión: es bueno y hay que distinguir, pero no hay que olvidarse después de unir.

Tal vez, la próxima temática en la que me vea involucrado sea, en definitiva, la que me movió en primera instancia.

¿Cuál es el fin de la psicoterapia? Aclaremos previamente que no tomamos en cuenta todas las potenciales complicaciones y agregados que pueden sumarse a nuestra tarea, como ser la ya nombrada del médico o del sacerdote. Sólo pensemos, y con ello tenemos suficiente, qué pasa y qué es lo que cura a un neurótico, un obsesivo, un fóbico o un depresivo. O más acotado aún: a todos ellos ¿en qué los ayuda la psicoterapia, y cuál es el fin de este arte?

Son muchas y sumamente variadas las psicopatologías existentes, por ello trataremos de decir lo que podría abarcar a todas, o al menos, a la mayoría.

Ante todo, y sin lugar a dudas, afirmemos que no hay cura posible fuera del realismo. Es por demás sugestivo que los términos salvación y salud tengan, etimológicamente la misma raíz. Ninguna de las dos es posible si no se es fiel a la naturaleza de las cosas.

Por lo pronto, lo que debe restituir el psicoterapeuta es un equilibrio psicológico que se ha perdido. Equilibrio que, por lo visto anteriormente, no alude de manera directa a la inteligencia y a la voluntad, sino a las potencias inferiores, llámese vida pasional, afectos, imaginación, memoria, y todo ese complejo entramado que, dada la continuidad ontológica existente en nosotros, seres fronterizos, será asumido por las facultades superiores.

Es por esto que el terapeuta debe ocuparse puntualmente de sentar las bases, los supuestos, para una genuina relación con Dios, con los hombres y con las cosas (incluyendo en ellas todos los seres jerárquicamente inferiores al hombre).

Si partimos de aquella bella idea de que el amor es el fundamento de la existencia, y nos detenemos en la importancia de esta realidad para cualquier humano, habrá que afirmar que el fin de la terapia no es que el paciente ame, pero sí que esté capacitado para amar, cosa que no es tan fácil.

La libertad como tal es el acto propio de la voluntad, la cual es inmaterial. Por ella el hombre es señor, autor y responsable de sus elecciones. Pero para llegar a hacer efectivo este ejercicio hay un sinfín de circunstancias por las cuales no estamos determinados, pero sí condicionados. Estas circunstancias pueden llegar a ser tan significativas que hagan imposible la capacidad del libre arbitrio.

La libertad de los ángeles es sin dudas diferente, pues ellos son forma pura, desprovistos de materia. No hay en estos seres espirituales, ninguna clase de vida sensible.

Pero el hombre, como compuesto, y el alma en tanto unida a un cuerpo, requiere, para el acto libre, recorrer un camino que empieza con una mínima disposición del cuerpo, un básico orden de la vida sensible, y por último, la correcta deliberación y elección.

Las pasiones tienen una parte tan considerable en los actos humanos, que Aristóteles llegó a decir que ellas son las que hacen que los hombres difieran en sus juicios.

Es por todo esto que el psicólogo debe conducir, (mostrando, sanando, ordenando) a una libertad psicológica, que le permita esclavizarse a la verdad y al bien.

Se ha dicho mucho de lo inconsciente y lo consciente (a nuestro entender lo esencial en este tema, en psicología moderna, es falso). No nos detendremos en ello, pero lo consciente es lo que ha sido iluminado por la inteligencia, y lo inconsciente, lejos de ser un sótano o una caja negra del cerebro, es lo que permanece en la oscuridad, sobre lo que el sujeto no ha vuelto con esta operación inmaterial que es la reflexión intelectual.

En la génesis de la psicopatología, los cambios y disposiciones inconscientes tienen una gran participación, y por ello el no saber a qué se deben los síntomas; pero para la cura, necesariamente hay que recurrir a algún tipo de sublimación (asunción eminente, para una antropología cristiana). Es decir, se debe acudir al descubrimiento intelectual del paciente, de su propia realidad enferma, y al querer, pero querer en serio (que como dice el Padre Castellani, es lo verdaderamente difícil) que es un llamado a la propia voluntad, capaz de elevarse por sobre los dolorosos condicionamientos del momento, y decir "quiero".

El hombre no se cura al modo como se arregla un lavarropas, sino que (y en esto la psicología le debe mucho a Viktor Frankl) es imprescindible estar dispuesto a percibir intelectual y afectivamente la verdad y el bien. La voluntad de sentido en el médico vienés no es otra cosa que la sed insaciable de la voluntad, que se satisface en parte cuando se abre al ser. El hombre vive de la realidad y cuando se cierra a ella, termina muriendo.

Freud no habló, al referirse a la cura, de voluntad de sentido, porque no habló de voluntad, por lo tanto no es psicología humana.

Es cierto, el psicólogo se deberá ocupar principalmente de la vida anímica, pero lo sensitivo no está clausurado, sino, muy por el contrario, está abierto a lo intelectual, por lo tanto a la verdad y por lo tanto al bien.

La vida sensible en el hombre sólo se perfecciona, remata y corona en la vida espiritual, de la misma manera como pasa en la relación de la criatura con su Creador.

Se ha dicho, y con razón, que la palabra es la herramienta del psicólogo, porque ella es la que cura. Pero herramienta suena horrible, no se puede poner al verbo en el mismo plano que un martillo o un destornillador, por buena marca que éste sea.

La palabra puede curar, porque la verdad cura. Y de algún modo, en la palabra está la realidad nombrada. El nombre, que redescubre el ser, es el paso previo a vivir en la verdad (que es la cura). La palabra oída es ya una prefiguración, un sentir la presencia del orden. Es cierto, por lo general no alcanza. Junto con ella debe ir añadida un acompañamiento afectivo sanante. No basta comprender, hay que conducir, y es por ello que en lugar de psicoterapia, bien podría llamarse psicagogía.

El valor y el sentido de la palabra es una de las realidades que más ha sufrido en el quehacer psicológico. Como el propósito de este trabajo es únicamente nombrar y dejar planteadas algunas cuestiones, sólo diremos de la palabra una cosa más: la función de la palabra proferida es ministerial, cual es mostrar la verdad de las cosas. Se ha dicho que ella es el símbolo por excelencia, y como tal es importante qué se dice, pero también quién la dice, cómo, cuándo y a quién se dice.

La palabra veraz y prudente es más valiosa que todas las técnicas y herramientas juntas.

Para finalizar este ensayo quisiera presentar a dos hombres que el mundo confunde pero que Dios distingue.

No es una mera coincidencia que a muchos santos los trataran de locos; una mirada superficial no encuentra diferencias.

Además, ni en las palabras ni en los hechos el mundo los entiende.

Loco y santo. Los dos están desubicados, pero en uno es un fracaso, penoso y triste, y en el otro es un logro, del cual los ángeles se alegran.

El primero no sabe ni adónde está, pero al segundo el amor también lo perdió, y lo sacó de su lugar (locus).

Los dos salidos de sí, pero en el primero vemos el vértigo del alienado, en el segundo el éxtasis de la entrega.

Probablemente los dos hagan lo mismo, pero en el primero falta la adecuación a la verdad, carece del espíritu, en el segundo el espíritu es lo mejor que tiene.

No es una apología de la enfermedad, es una autodenuncia a los supuestos cuerdos que vivimos aterrados de perder la compostura, el supuesto equilibrio, de quien evita padecer el menor rasguño.

Así como es preferible entrar sin un ojo al cielo, también es preferible entrar medio loco, considerado un loco, o totalmente loco.

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NOTAS

(1) FRANKL, Víctor, El hombre incondicionado, Ed. Plantín, Bs. Aires, 1955, p.11.

(2) FREUD, Sigmund, Obras Completas, Capítulo Sobre la dinámica de las transferencias, V, I, Ed. Biblioteca Nueva, Madrid, 1967.