LA SANTA ALEGRÍA (*)
Alegría y tristeza en el mundo moderno
P. Luis González Guerrico
Una de las contradicciones profundas en que vive inmerso el hombre de hoy es la antítesis tristeza - alegría. Por un lado hace profesión casi desafiante, de una alegría total, omniabarcativa. Las ruidosas manifestaciones festivas que se expresan en una "música" atronadora que invade todos los segmentos de la vida humana, la "obligación social" del optimismo permanente, la repetición hasta el hartazgo de afirmaciones que evocan regocijo y contentamiento, la idea, siempre presente en la publicidad, de una sociedad satisfecha y feliz y la abundantísima oferta de placeres y diversiones, no son más que reafirmaciones de un apotegma indiscutible: el hombre moderno es profundamente dichoso.
Sin embargo, si logramos liberarnos de la tiranía que supone la opinión de la mayoría y podemos mirar al hombre con la luz serena de la inteligencia, desembarazada de la tensión de las pasiones, veremos que no todo en la vida humana actual es felicidad y dicha y que, por el contrario, punzantes ejemplos cotidianos de tristeza y angustia van jalonando esa supuesta alegría cósmica. Motivos no faltan para esta vivencia diaria de aflicción. La destrucción masiva de seres humanos por enfermedades epidémicas e incurables, la crueldad de las guerras modernas no ya entre ejércitos sino entre pueblos que buscan el aniquilamiento mutuo, las crisis psicológicas tan abundantes que, cada vez con más frecuencia, se cobran incluso, el precio de la vida de quien las padece, nos muestran que no todo es gozo y júbilo en el presente tiempo, sino que, como hemos dicho, la antítesis tristeza - alegría es una presencia permanente.
Nada mejor para introducirnos en este problema sin desdeñar nuestra condición de católicos, que tomar como fuente de iluminación el santo evangelio. Sabemos que en la vida de Jesucristo hubo un momento en que sintió una tristeza mortal que lo lleva a exclamar: "triste está mi alma hasta la muerte" (Mt. 26, 38; Mc. 14, 34). "Cuando la mirada cristiana se detiene a contemplar este hecho, con la paz interior y la serenidad que da el triunfo de la Resurrección, no puede menos que tener la sensación de estar frente a una situación límite. Es cierto que toda la pasión es un misterio, que toda la vida de Cristo es un misterio, que todo Cristo es un misterio. Pero hay momentos en los que ese misterio llega dramáticamente a la superficie. Dios es la antítesis de la tristeza; Dios es la felicidad infinita, indescriptible, inimaginable; en el Huerto de los Olivos está triste hasta la muerte" (1).
Para tratar de comprender esta paradoja sigamos al Doctor Angélico en su explicación acerca de cómo era posible que sufriera quien vivía inmerso en la Divinidad en cuanto Dios y en cuanto hombre.
La clave del misterio es llegar a saber de qué manera podía ser neutralizada la influencia benéfica de la visión beatífica sobre toda el alma de Cristo. En otras palabras: cómo era posible que padeciese física y moralmente quien gozaba actualmente del lumen gloriae (la luz de la gloria en la visión beatífica del Cielo). Por la comunión perfecta con Dios, todo su ser, hasta su cuerpo y su sensibilidad, debía estar inundado de gozo. Sin embargo sabemos que no fue así en la Pasión donde hubo dolor en el grado más alto.
En Jesucristo, por la virtud divina del Verbo, el orden de la naturaleza estaba sujeto a su voluntad y así podía suceder que no tuviese lugar esa redundancia ya mencionada de la visión beatífica en el cuerpo, porque el Señor voluntariamente podía impedirla. Se explica así cómo es posible que hubiese sumo gozo en la razón superior de Cristo, disfrutando el alma plenamente de Dios, mientras en las esferas más bajas de su personalidad experimentase sumo dolor. Como si las laderas de una montaña sufrieran el embate de la tempestad mientras la cumbre permanece impasible e inundada de sol.
Este misterio de la vida de Cristo refleja algo que con matices más o menos relevantes se plantea en la historia personal de cada hombre: el embate de la pena y del deleite sobre el alma.
Esta antítesis tristeza-alegría entró en la vida del hombre cuando por primera vez el pecado interrumpe el gozo sereno de la comunión con Dios por la traición paradisíaca y sólo acabará al fin de los tiempos cuando la alegría y la tristeza queden definitivamente superadas por la acción de Aquel que es la causa última de la verdadera alegría. Mientras tanto, los hombres conocemos por una experiencia bajo muchos aspectos incomunicable como un lejano esbozo de los dos términos de toda existencia humana. "Hay tiempos para llorar y tiempos para reír, tiempos para lamentarse y tiempos para bailar", dice el Eclesiastés (3, 4). Esto, que está dicho para la vida de cada hombre en particular, también es válido para los pueblos, y aún, para el mundo. La civilización moderna tiene medios muy poderosos para facilitar el contagio de la felicidad o de la tristeza y el fenómeno de la masificación permite un manejo bastante ajustado del estado de ánimo de enormes sectores de la humanidad. Estamos en una civilización en la que muchos problemas pueden lícitamente ser considerados en escala mundial y, entre ellos, el que nos ocupa, el de la alegría y la tristeza.
Este es el clima en el que el hombre de hoy, tiene que enfrentar la problemática de la tristeza y la alegría. Este es el mundo que le ha deparado la Providencia, su mundo.
Todo esto que es válido para cualquier persona encuentra múltiples acentuaciones en la vida del cristiano. Su fe debe depararle y le depara muchos consuelos pero le brinda también abundantes ocasiones de encontrar una profunda tristeza. La apostasía general del mundo moderno que desprecia la redención de Cristo, la defección de muchos creyentes que se instalan cómodamente en la indiferencia ante la descristianización de la sociedad, las posturas contestatarias dentro de la misma Iglesia que llevan a la rebeldía contra el magisterio y la autoridad, la pérdida del sentido de lo sagrado, son otros tantos embates que maltratan al hombre verdaderamente religioso y son para él un motivo adicional de aflicción.
Así es que poco a poco se van dando las condiciones para que los cristianos se resignen a vivir su fe en un clima de habitual tristeza interior. Como si esto fuera algo ineluctable, algo que se debe soportar casi fatalmente. Es como una tentación invencible que induce a pensar que es normal, que es ineludible, una vida cristiana triste.
Sin embargo un presentimiento indefinible nos hace sospechar que esto no puede ser aceptado, que uno no puede pactar con la tristeza, que ésta es siempre un mal y que acostumbrarse a ella implica avanzar hacia la propia degradación.
Aunque uno puede acostumbrarse a la tristeza, ésta siempre es un enemigo. La conciencia humana y , aún, el más elemental sentido común reconocen aunque sea obscuramente que es malo resignarse a la tristeza, que hacerlo es entrar en complicidad con la causa de nuestra propia destrucción. El problema se plantea, en muchos casos, con agudeza aunque con muy poca claridad; en otros toma la forma de un mal crónico que, aparentemente no tiene gravitación. Sin embargo, conciente e inconscientemente, todos buscamos una salida a la antítesis entre la vida cristiana, concreta, real y la alegría. Esa alegría tan necesaria y vital como el aire que respiramos.
La necesidad de la alegría
Hemos dicho que la tentación de la tristeza o más propiamente la resignación a un estado permanente de tristeza puede hacernos olvidar la necesidad vital de la alegría. Y es posible asimismo pensar que este modo de expresarnos contiene una hipérbole que exagera la realidad. Como si el deseo de la alegría nos llevara a considerar desmesuradamente el papel que ella tiene en la vida del hombre.
Para disipar toda duda y dejar esclarecido que hablamos propiamente cuando decimos que la alegría es necesaria y que es una exigencia del mejor ser del hombre, trataremos de probar ahora esta conclusión.
Ante todo, debemos partir de la evidencia que presenta a la alegría como algo consiguiente a la posesión de un bien. Tener bajo nuestro poder algo bueno nos hace felices. La razón de esta dicha reside en el poder saciativo del bien respecto de las apetencias del hombre. El bien se corresponde con lo que el hombre puede desear y cuando lo alcanza, se produce un reposo en la cosa buena conseguida, reposo en el que precisamente consiste el deleite. Pero si profundizamos nuestra reflexión veremos que lo que el hombre desea tiene que ver siempre con algo que necesita en mayor o menor grado. La apetencia llama la atención sobre una necesidad insatisfecha que es preciso atender, necesidad ésta que puede llegar a ser ficticia pero que igualmente pesa en el alma del hombre como si fuera verdadera. Muy claro veremos esto si tenemos en cuenta que las apetencias más vehementes están relacionadas con necesidades notorias del hombre como son la conservación de la vida y la conservación de la especie. Queda claro entonces el vínculo entre el bien, la apetencia, la necesidad de ese bien y la saciedad consiguiente a su posesión que produce el efecto de la alegría en el alma. Cuando hablamos de la necesidad vital de la alegría estamos hablando de una realidad profunda pero verísima en la vida del hombre. La alegría es necesaria porque el bien es necesario; poseer el bien es disfrutar de haberlo conseguido y todo esto llena una necesidad vital.
Hay un bien ante todo en obrar del mejor modo posible y así podemos decir que la alegría está presente en la plenitud de la acción. Al preguntarse Santo Tomás (I-II 33, 4) si la delectación perfecciona la operación, contesta afirmativamente por dos poderosas razones. Primero considerando el bien como un fin, per modum finis. No en el sentido de atractivo que mueve la voluntad, non quidem secundum quod finis dicitur id propter quod aliquid est, sino en el sentido que todo bien al que se llega, que, podríamos decir corona el ser, omne bonum completive superveniens, puede considerarse fin. No tanto el fin como meta a alcanzar cuanto término logrado y poseído. Y casi podemos decir que al bien que es la operación, cuando está óptimamente hecho, le sobreviene otro bien que es la delectación consiguiente al descanso del apetito en el bien obtenido. En segundo lugar por la consideración subjetiva del agente. En efecto, el que realiza una acción con deleite, la realiza con una mayor intensidad vehementius attendit ad ipssam (I-II 33, 4). La atención se centra en el objeto de la acción, se rechaza lo que puede ser distractivo y el obrar gana en perfección por la mejor disposición del agente. Podemos reiterar, entonces, que el obrar bien, el hacerlo de modo óptimo, es fuente de gozo para el hombre, y así entendemos la afirmación de Santo Tomás: delectatio perficit operationem (I-II 31, 1, 3).
También la verdadera alegría se encuentra en el amor: amor precipua causa delectationis est. (I.-II 32, 7). Amor y alegría van juntos. La alegría es la presencia y la posesión de aquello que se ama El amor es atracción del bien que mueve la voluntad . Es querer adherirse a aquello que sabemos bueno en nosotros y fuera de nosotros. Y este movimiento hacia el bien, como hemos dicho, sacia la necesidad. . Si la alegría es necesaria porque el bien es necesario, diremos, cerrando el círculo, que el amor es también necesario. El hombre no puede vivir sin amor. Amará el cielo o amará el fango, pero debe amar. Tal vez equivocadamente se dirija a un bien aparente, a un espejismo ontológico, pero necesita expandir su voluntad y amar. He aquí entonces otra razón de la necesidad de la alegría. El hombre necesita amar, el amor supone la posesión y disfrute de un bien, amor y alegría coinciden entonces en el alma.
Hacer el bien a otros es también causa de gozo .El amor vivido y ofrecido presenta para el hombre múltiples motivos de alegría. Nos alegramos de hacer el bien por amor. Amar es participar los propios bienes y así cuando enriquecemos al prójimo de este modo nos vemos beneficiados a nosotros mismos con el gozo del bien que por nuestro amor llega al otro. Esto nos muestra otra vinculación entre el amor y la alegría y su necesidad. El hombre es un ser social, necesita de los otros y los otros necesitan de él. Esa sociabilidad se va construyendo y afirmando por el mutuo intercambio de bienes que es una necesidad. Pero una necesidad que es a la vez fuente de gozo. Vemos otra vez como aparece la necesidad de la alegría en la vida del hombre.
Hacer el bien, por otra parte, va generando la expectativa de la reciprocidad: sicut cum aliquis, per hoc quod alteri benefacit, sperat consequi aliquod bonum sibi ipsi, vel a Deo vel ab homine. (I-II 32, 6). Nace así la esperanza tanto natural como sobrenatural. Esperanza necesaria para mantener en alto el ánimo golpeado permanentemente por los sinsabores de la vida. Más directamente la virtud teologal de la esperanza se constituye así en fuente de alegría: "Sin embargo, si toda la economía divina fundamenta la alegría del cristiano, hay algo que le habla de ella directamente, específicamente. Si consideramos las tres virtudes teologales, las tres nos llevan de algún modo a la posesión de Dios. La fe nos da un conocimiento verdadero y enigmático de Dios, reemplazo provisorio y deficiente de la visión beatífica. Este conocimiento no sólo nos abre las puertas para alcanzar la posesión del bien supremo sino que de algún modo la comienza. Sin embargo, es un comienzo oscuro y enigmático. La caridad, en cambio, nos lleva a amar a Dios tal cual es, y en este sentido nos da la plena posesión de Dios. Pero este amor sufre las consecuencias del conocimiento limitado de la fe, a más de las deficiencias propias de la condición de pecadores. La esperanza, en cambio, a pesar de tener la desventaja de existir proyectada hacia el futuro, nos pone en posesión de Dios, tal cual es, conocido maravillosamente por la visión beatífica, y amado con el amor sin medida de los santos en el cielo. Es la plena posesión de Dios "en esperanza". De ahí que sea la fuente más directa de la alegría (2). Aspiración, podríamos decir, de un término feliz que ya nos hace felices por la misma expectativa. ¿Quién se atreverá a dudar de la necesidad de la esperanza? ¿Quién no habrá experimentado alguna vez esa vocación a la plenitud como un bálsamo que mitiga las penas cotidianas? ¿Quién no sabe por experiencia que el tener los ojos fijos en el cielo puede evitar ser aplastado por la cruz del dolor y del desánimo? Necesitamos la esperanza y por ende la alegría que nos trae para vivir en este "valle de lágrimas" sin sucumbir a la tentación de la propia destrucción. El gozo de hacer el bien a otros nos ha llevado al gozo de un bien futuro que esperamos para nosotros y que se convierte en impulso vital necesario para continuar en la búsqueda de nuestro mejor ser.
El amor generoso, el amor que difunde nuestro bien nos hace felices también porque manifiesta la propia riqueza personal. La conciencia de esa abundancia de ser que se proyecta hacia fuera es un motivo de auto complacencia y de gozo como es evidente en la generación de los hijos y en la producción de obras buenas. Alegría tan necesaria al hombre de hoy que se siente muchas veces impotente frente a un mundo que lo agobia. La afirmación del propio ser es un antídoto eficacísimo contra esta tentación. No en vano el hombre moderno necesita la autoestima ¡Qué mayor valoración de sí mismo que saberse en posesión de bienes en un grado tal que es posible participarlos con otros!. También por esto la alegría es una necesidad.
3. Noción de alegría y tristeza
Tratamos hermanadas estas dos realidades porque su consideración unitiva arroja nueva luz sobre cada una de ellas, ya que las cosas se conocen mejor por sus contrarios.
Avanzando en nuestra indagación llegamos a descubrir que la tristeza y la alegría responden a causas paralelas: el bien ausente o el bien presente.
Santo Tomás, al explicar, siguiendo a Aristóteles y a San Agustín, que la alegría es una pasión, enseña que es causada por el bien connatural presente. Esta presencia sella el alma, podríamos decir, con su influencia bienhechora, plenificándola como alguien que alcanza una meta, in termino motus, o que realiza una obra acabada, in facto esse (I-II, 31, 1).
El alma recibiendo la acción de la cosa reacciona con la satisfacción del bien conseguido y esa conciencia de plenitud es causa de la exultación gozosa que llamamos alegría.
Vemos aquí cómo se dan dos elementos, la presencia del bien y su percepción consiguiente por parte del alma, necesarios para causar la alegría: consecutio boni convenientis et cognitio hujusmodi adeptionis (I-II, 32, 1).
Esto puede darse tanto en el plano sensitivo como intelectivo ya que la aprehensión del bien puede hacerla bien el sentido o bien la inteligencia. Captando el objeto particular que en un momento dado sacia su deseo y le produce satisfacción, el alma sensitiva experimenta una sacudida emocional: el deleite. Análogamente ocurre en la inteligencia y en la voluntad respecto del bien espiritual produciendo esa clase de delectación que llamamos gozo. Nos apresuramos ya a advertir que como el conocimiento intelectual es más perfecto que el sensitivo y que influye sobre el alma en mayor medida, magis reflectitur supra actum suum quan sensus (I-II, 31, 5), el gozo es mejor y más intenso que el deleite sensible. Además si dejamos de lado la operación aprehensiva y consideramos en sí mismas las delectaciones sensibles y espirituales, advertiremos claramente notorias ventajas para estas últimas. Ante todo porque el bien espiritual es más valioso para los hombres que el bien sensible, como lo prueba el hecho de los grandes sacrificios y privaciones materiales que están dispuestos a sobrellevar quienes aspiran a los bienes espirituales del honor o de la ciencia. En segundo lugar porque el intelecto es más noble que el sentido y por lo mismo capaz de un conocimiento más perfecto, ya que la unión con el objeto es más acabado, magis intima, magis perfecta et magis firma (I-II, 9, 31, 5), y esto se debe a que el sentido capta las cualidades exteriores mientras que la inteligencia penetra hasta la esencia de la cosa.
Razonando análogamente podemos decir que la tristeza sigue a la presencia y percepción de un mal, es decir, a la privación de un bien. El mal subsistente no existe. Lo que llamamos mal es la ausencia indebida de una perfección, de un bien y la conciencia de este deterioro produce el efecto negativo de la tristeza en el alma.
Y esto puede deberse tanto a una causa de orden corporal y sensible como a una causa espiritual.
Escuchemos lo que nos dice el P. Sáenz en un texto que resume admirablemente lo antes expuesto: "¿Qué es la tristeza? o ¿qué es la alegría? Ciertamente es más fácil describir sus efectos que definirlas. En todo caso, son estados interiores de los que todos tienen suficiente experiencia como para reconocerlos. Pero hay algo que va a ayudarnos a profundizar en ellos: su origen. La tristeza, y, a su vez, la alegría, nacen de causas paralelas: la privación o la posesión de un bien. Simplificando, diríamos que en el nacimiento de la tristeza se conjugan varios elementos: se trata de un bien (no importa si es real o sólo imaginario) que lo poseemos (ya sea de hecho o sólo en esperanza), y que lo conocemos y reconocemos como bien, que, en un momento determinado, lo perdemos (o se desvanece nuestra esperanza). Esto nos lo dice nuestra experiencia cotidiana. Pensemos en cualquier circunstancia en la que un hombre puede estar triste, y veremos cómo se verifica esto. La alegría, por su parte, nace también del confrontamiento con un bien, como la tristeza, pero inversamente, esta vez el bien es poseído y gozado conscientemente".
4. La causa de la alegría
Continuamos la enseñanza de Santo Tomás que en la Suma de Teología nos habla de la alegría en diversos sitios.
En la parte que llamamos Prima Secundae, me refiero a lo que podríamos llamar la moral fundamental, comienza, al hablar del fin del hombre, a tratar el tema de la felicidad. En el Tratado de las Pasiones habla y trata largamente el tema de la alegría, refiriéndose al deleite, la delectación, refiriéndose a otros nombres con los cuales nos referimos a esta de la alegría, exultatio, jucunditas, no omitiendo hablar del gozo y explicando la diferencia entre deleite y gozo, reservando el nombre de gozo a la delectación consiguiente a la obtención racional del bien. También encontramos alguna referencia a la alegría cuando habla del gozo como efecto de la caridad, cuando habla de esa virtud teologal también, al referirse a la virtud de la eutrapelia.
A través de todo esto vamos a ir tratando de introducirnos en este tema para sacar alguna consecuencia provechosa en nuestra vida en este asunto de la santa alegría, que, como decíamos, es tan necesaria e indispensable para la vida del cristiano. El hombre no puede vivir sin alegría. Ya lo decía Aristóteles, refiriéndose a la felicidad. Alegría y felicidad no son sinónimos, ya que felicidad sería la alegría considerada de modo eminente, en grado sumo, pero viene bien oír a Aristóteles cuando dice que si bien los hombres pueden diferir y difieren, efectivamente, en cuanto al modo de alcanzar la felicidad, al modo de ser dichosos , hay algo que es común a todos y es un anhelo universal, que es la búsqueda de la felicidad.
Puede ser fuente de fructuosas conclusiones la comparación entre la felicidad y la alegría. Adentrémonos en ella y también en la indagación de la verdadera felicidad.
La felicidad, dijimos en el apartado anterior, es la alegría considerada de modo eminente. Boecio la definía como " el estado perfecto que resulta de la posesión de todos los bienes" .Esta posesión llena de dicha y paz al alma siendo entonces la felicidad a la alegría algo que se asemeja a la distancia que hay entre lo perfecto y permanente y lo transitorio. Siempre será el bien la causa de una y otra. Pero en lo que llamamos felicidad ese bien es poseído de una manera especialmente eficaz que redunda de modo perpetuo en el alma: "excluye todo mal y llena todos los deseos" (I-II, 5, 3). Para que esto ocurra ese bien causante de la felicidad necesita cumplir algunas condiciones. Ante todo debe ser buscado por sí mismo, debe ser un fin último. Si en cambio se ordenase a otro bien más alto no dejaría de ser más que un medio o instrumento que por sí mismo no podría causar más que la insatisfacción de anhelar lo que queda más allá. Por otra parte tiene que excluir todo mal ya que esta "presencia" deficiente afectaría al alma en su ansia de saciedad total. Tiene además ese bien que saciar completamente todas las apetencias, de lo contrario las zonas insatisfechas de su propio corazón, le gritarían al alma que todavía no es feliz. Por último debe conllevar la certeza de que no se lo pueda perder una vez conseguido; qué tristeza inevitable produciría a cualquiera el pensamiento que su dicha felicidad tienen un día que acabar.
Hay un ansia natural de felicidad, realmente es así y esta ansia natural de felicidad es una verdadera necesidad del alma, que el hombre busca saciar, lucha permanente por dar una respuesta a esta inquietud tan honda de su ser. Lo hace a través de muchas cosas, a través de muchos caminos y ese es el gran problema moral de todos los tiempos. ¿Donde está la felicidad?
La alegría, ya para irnos introduciendo más precisamente, es siempre un estado del alma y es consiguiente a la obtención de un bien. Es una operación, como ya hemos dicho, por la cual se capta un bien y se posee algún bien y en la posesión de ese bien, entonces, el hombre disfruta en el reposo del bien conseguido.
Esto nos está indicando, por supuesto, que hay distintas clases de alegría, como hay distintas clases de bienes. Es por eso, entonces, que entendemos muy bien esta observación de Aristóteles donde nos enseña que se coincide en este anhelo fundamental de la búsqueda de la felicidad, de la verdadera alegría y, sin embargo, no siempre en los caminos.
En el Tratado del Fin , Santo Tomás, va con mucho cuidado y exactísimo rigor lógico considerando sucesivamente todos los falsos caminos que pueden llevar a la felicidad y que muchas veces embarcan a los hombres en una búsqueda finalmente frustrada. Se va preguntando si la felicidad está en las riquezas, si está en los honores, en la gloria, en el poder, en el deleite, en alguna buena cosa creada, como pasando revista a todas esta cosas, como tratando de esclarecer esta cuestión fundamental para la vida del hombre y para la vida moral.
Es notable como, leyendo estas cuestiones, vemos la permanente actualidad de Santo Tomás. Uno va recorriendo todas esas falsas vías que el Santo Doctor propone, y vemos que encuadran ajustadamente al mundo de hoy. Vemos retratados los ídolos del mundo moderno, los falsos ideales actuales de una manera maravillosamente exacta.
Santo Tomás muestra la inutilidad de las riquezas como fuente de la verdadera alegría y parece hablar para este mundo de hoy , donde la economía domina la vida de los hombres y de los pueblos. Ni riquezas naturales ni artificiales, tampoco el honor -como dije recién-, ni la gloria , ni el poder, otro de los ídolos del mundo moderno; cuántas cosas se hacen en nombre del poder, cuántas cosas para mantener el poder a cualquier precio.
Lo mismo podríamos decir del placer. En esta sociedad en que vivimos se idealiza el sexo, los placeres consiguientes a los sentidos; de la sociedad recibimos también esa dosis tan grande de frustración, esa dosis tan grande de insatisfacción. Incluso, criticamos lo que pareciera el cauce natural para el deleite y el placer, donde vemos también muchas personas como hastiadas, ya por el abuso y el desorden en este campo, que las hace muchas veces buscar cosas cada vez más desordenadas.
Santo Tomás va pasando revista a todos estos falsos caminos de felicidad para concluir: en nada de esto está la felicidad. Y ello es así porque la felicidad, la verdadera felicidad, la alegría en grado eminente, en primer lugar, tiene que ser algo consiguiente a la condición espiritual del hombre, que es lo más noble suyo. Lo más noble y los más alto del hombre no puede estar simplemente en un goce corporal y exterior. Además, tiene que cumplir con las cuatro condiciones antedichas: vale decir ser un bien buscado por sí mismo, que sacie plenamente las apetencias del alma, que lo posea de un modo definitivo, es decir que ya no se lo pueda perder. Además debe excluir totalmente el mal. La falta de cualquiera de estas condiciones causaría una inquietud y desasosiego que va a destruir y a conspirar contra la verdadera alegría. Santo Tomás concluye entonces que, sólo Dios es capaz de causar esta verdadera felicidad, más precisamente la contemplación de la Divina Esencia y el amor consiguiente porque es lo único que tiene estas características, de saciar definitiva y plenamente el corazón humano. Sólo Dios es causa de la verdadera alegría. Esta expresión que encontramos tantas veces en la Sagrada Escritura, que se repite en los salmos y que Santo Tomás nos demuestra con su habitual rigor lógico.
Dios es la causa de la verdadera alegría para el hombre porque el hombre es relativo al infinito, está llamado al infinito. En el alma del hombre, el mismo Dios al crearlo, ha puesto como una semilla de infinito. Lo podemos ver reflexionando, entrando dentro de nosotros mismos. El alma del hombre no puede nunca alcanzar la plenitud dirigiéndose hacia las cosas creadas y terrenales.
El hombre nunca puede terminar de conocer. Podemos conocer muchísimas cosas, sin embargo, podemos adquirir luego más verdades por el estudio o podemos conocer más profundamente lo que sabemos. El alma del hombre no se llena, por decirlo vulgarmente, en el orden del conocimiento.
Lo mismo ocurre en el orden del amor, podemos encontrar una persona con mucho don de gentes que tiene una gran cantidad de amigos y conocer a otra persona con la cual establece una armonía espiritual y quedará establecida una amistad a la cual dedicará afecto y amor igual que a los anteriores amigos. Una madre puede tener doce hijos, viene en camino el hijo número trece y nace y lo va a querer también con el mismo amor con que quiso a los demás, sin menoscabo, sin disminuir en nada el amor que tiene hacia los otros.
Tampoco en el conocimiento y en el amor terrenales, el alma humana puede llegar a completarse, puede llegar a una plenitud. Lo único que es capaz de saciar plenamente el alma humana y el corazón del hombre, es Dios.
Dios es la causa de la verdadera alegría porque El es el único Ser que puede saciar plenamente el alma humana. Dios es mi verdadera alegría, podemos repetir muchas veces, porque solamente Dios es el que alegra mi alma con verdad y permanencia.
Dios es la fuente y la causa de la verdadera alegría de muchas formas, de muchas maneras.
Ante todo debemos considerar que la alegría perfecta, definitiva, es la alegría de la gloria. Si Dios nos tiene misericordia iremos a participar de su gloria, en la casa del Padre, en el Cielo, para el que hemos sido creados y que tanto anhelamos.
Aquí, en la tierra, podemos, a través de la virtud de la esperanza, ir ya viviendo un poco ese adelanto del cielo que es poseer a Dios, aún de modo imperfecto. Impulsados por ese deseo y ese anhelo de Dios y, evocándolo en el mundo, en medio de la tristeza de este valle de lágrimas, como decimos en la Salve Regina, podemos neutralizar la pena cotidiana con el deseo eficaz de la plenitud de Dios.
Tenemos, entonces, la alegría perfecta, la que se va a dar en el Cielo y la alegría en ciernes, manchada con dolor, la alegría que se va perfeccionando en el tiempo, pero, también aquí, en la tierra, Dios es - como decíamos recién - la causa de mi alegría. Dios es la causa de mi alegría en cuanto que ha creado el mundo, ha creado a los hombres y me ha creado a mí. Entrar a considerar que he sido creado por Dios, entrar a considerar que estoy disfrutando de esta existencia que es como un regalo gratuito del amor de Dios, es considerar el amor de Dios hacia mí, es experimentar directamente ser amado por Dios. Tiene que llenar de alegría mi corazón, el pensar que yo soy fruto de un acto especial, particular del amor de Dios. Que así como Dios nos ha creado a los hombres con un rostro distinto, que cada hombre es irrepetible, ha creado para cada hombre un alma, individual y de su indiscutible pertenencia exclusiva. Es decir que, somos hijos de un acto especial, particular del amor de Dios. Considerar esto serenamente, pensarlo, volver a considerar este misterio gratuito del amor de Dios es algo que realmente nos debe llenar de gozo. Después miramos a nuestro alrededor y vemos toda la creación. Cosas maravillosas que Dios ha creado para nosotros, y que son una fuente también inexhausta de alegría, que Dios ha querido regalarnos con tanto amor. Las maravillas de la naturaleza, paisajes espléndidos que son un reflejo de la belleza de Dios, el maravilloso orden del universo que es también un resplandor de la sabiduría divina. Qué bien lo entendían esto los santos que a través de las criaturas sabían llegarse a Dios. Recordemos el Cántico de las creaturas de San Francisco de Asís:
"Altísimo, omnipotente, buen Señor,
a Ti las alabanzas, la gloria y el honor,
y toda bendición.
A Ti solo, Altísimo, te corresponden,
y ningún hombre es digno
de pronunciar tu nombre.
Loado seas, mi Señor, por todas las creaturas,
especialmente por el hermano sol,
que hace el día, y por él nos alumbras,
y él es bello y radiante y con gran esplendor,
de Ti, oh Altísimo, lleva significación.
Loado seas, mi Señor,
por la hermana luna y las estrellas,
en el cielo las formaste,
claras, preciosas y bellas.
Loado seas, mi Señor, por el hermano viento,
y por el aire nublado y sereno y todo tiempo,
por los cuales a tus creaturas das sustento.
Loado seas, mi Señor, por la hermana agua,
la cual es muy útil, y humilde, y preciosa, y casta.
Loado seas, mi Señor, por el hermano fuego,
por el cual alumbras la noche:
es hermoso y alegre por su vivo centelleo.
Loado seas, mi Señor,
por nuestra hermana madre tierra,
la cual nos sustenta y gobierna,
y produce diversos frutos,
coloridas flores y variadas hierbas...
Load y bendecid a mi Señor,
y dadle gracias y servidle siempre
con gran humildad.
Amén."
O bien el Cántico Espiritual de San Juan de la Cruz:
"¿Adónde te escondiste,
Amado, y me dejaste con gemido?
Como el ciervo huiste
habiéndome herido,
salí tras ti clamando, y eras ido...
¡Oh bosques y espesuras
plantadas por la mano del Amado!
¡Oh prado de verduras
de flores esmaltado
decid si por vosotros ha pasado!
Mil gracias derramando
pasó por estos sotos con presura
y yéndolos mirando
con sola su figura
vestidos los dejó de su hermosura."
La hermosura de Dios, mejor dicho su gloria que se refleja en las cosas creadas, si sabemos mirar la creación con estos ojos contemplativos, será una fuente de alegría permanente.
Dios creador, entonces, es fuente y causa de alegría para el hombre. Pero, el hombre, sabemos, a ese plan maravilloso de Dios lo frustra con su desobediencia, con sus pecados, con sus infidelidades, volviendo la espalda a Dios y a sus obras magníficas para ir detrás de su amor propio, detrás de su soberbia y de su orgullo.
Dios, insistiendo en el amor, no nos abandona en ese triste estado y vuelve hacia nosotros con su misericordia; y así como nos visita con su amor en la creación nos vuelve a visitar con su amor en la redención, enviándonos a Cristo que se hace hombre, con un cuerpo y un alma como los nuestros, verdadero hombre sin dejar de ser verdadero Dios, para encarnarse, ofrecerse en sacrificio, morir en la cruz por nosotros y resucitar para nuestra justificación. Pero, esta redención que nos muestra el amor de Dios hacia nosotros es también una fuente extraordinaria de alegría. La redención, me ha salvado, he sido librado de la muerte eterna por el amor de Dios. Estaba impedido de alcanzar mi fin que es la unión con Dios y el mismo Dios con tanto amor ha venido hacia mi para tenderme una mano, para volver a restablecer esa amistad perdida. Ese Cristo, Dios verdadero que muere por mí para redimirme, que resucita para entrar en la alegría del Padre, confirma definitivamente la alegría del hombre. Podemos decir, con verdad, que el triunfo de la Resurrección, es el triunfo de la alegría verdadera del cristiano.
Cristo al resucitar triunfa sobre la muerte, esa causa de tristeza tan frecuente en este mundo, que nosotros podemos neutralizar plenamente con la fe en la Resurrección . Cristo, que al resucitar triunfa definitivamente sobre el pecado. Ese pecado que nos prepara para la tristeza definitiva y total del infierno, y que es vencido totalmente por el misterio redentor del Señor. Cristo Resucitado también vence al demonio que por su acción maléfica en el mundo había logrado esclavizar a los hombres con la ligazón del pecado. El misterio pascual libera al hombre de la esclavitud, del domino de Satanás. Vemos claro como, entonces, el misterio redentor, el misterio del amor de Dios que se vuelve hacia nosotros es una fuente extraordinaria de alegría. Dios es mi alegría. Dios es causa de mi alegría también cuando me redime. Llevada en plenitud la redención apunta a la gloria. Dios me ha redimido para hacerme participar de su gloria, es decir que en el cielo está esperando al hombre al que tanto ama, para hacerlo partícipe de los bienes eternos, para hacerlo definitivamente feliz.
Esa comunión del hombre y Dios en la gloria, que en la Escritura se describe muchas veces con características distintas pero siempre dichosas, con banquetes de manjares exquisitos, de vinos generosos, con alegría de fiesta, que es la imagen con que la Biblia nos presenta, el cielo. La gloria es también esa fuente ya definitivamente de alegría que Dios quiere brindar al hombre, que Dios está como preparando al hombre que quiere seguir por el camino que El le ha trazado.
Dios, entonces, es mi alegría en la creación. Dios es la alegría en la redención. Dios es mi alegría, sobre todo ya definitivamente, en la gloria, en la felicidad sin fin de verlo y gozar de El para siempre.
Ver a Dios, contemplar a Dios y gozar del amor de Dios para siempre. Todo esto es lo que Dios nos tiene preparado. Vemos, entonces, cómo Dios en la gloria, es fuente y causa de la verdadera alegría que ya es definitiva, esa auténtica alegría que nadie nos podrá ya quitar.
Para terminar, yo quisiera compartir una anécdota, una conversación con un amigo, católico, pero perteneciente al rito maronita, una Iglesia oriental donde hay una expresión de espiritualidad oriental, que es casi como una jaculatoria, "Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado". Muchas veces él la repite como una oración, y me decía que le sirve muchísimo repetir frecuentemente esta invocación, así como jaculatoria: "Cristo ha resucitado, verdaderamente ha resucitado".
Angustiado por la crisis profunda que vivimos en la Iglesia, y en la patria, en esos momentos de desánimo repetir esta invocación de la resurrección de Cristo, le levanta el ánimo y es un fuente de alegría. Cristo ha resucitado, ha triunfado ya definitivamente. Nosotros unidos a Cristo, estamos llamados también al triunfo, a ese triunfo que nos dará la verdadera alegría, la alegría que ya nadie nos podrá quitar cuando, si Dios nos tiene misericordia, nos haga participar para siempre con El de la Gloria del Cielo.
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NOTAS
(*) Estas páginas son el fruto de una conferencia dictada con motivo de las Segundas Jornadas de Espiritualidad Católica. Por eso no se acompaña del aparato crítico y las citas correspondientes. Además del autor citado hemos utilizado como fuente de inspiración Las virtudes fundamentales de Pieper y la Suma de Teología de Santo Tomás de Aquino.
(1) P. SÁENZ, Pablo, OSB, Tristeza y alegría del cristiano, Mikael, Nº 4, p. 33.
(2) P. SÁENZ, Pablo, OSB, op. cit.., Mikael.