EL SENTIMIENTO RELIGIOSO EN ALFREDO R. BUFANO

Los Laudes de Cristo Rey.

Marta Elena Castellino

 

1. Introducción:

En Alfredo Bufano (1895-1950) encontramos una de las más puras voces líricas que ha dado el suelo cuyano, digna de ser conocida y gustada en la totalidad de una producción que abarca distintas líneas temáticas y tiene en la diversidad formal uno de sus rasgos característicos.

Probablemente sean las composiciones de tema cuyano las que han cimentado la fama de nuestro poeta. Pero Bufano no es solamente un "paisajista enamorado del color", ni el épico juglar de la historia comarcana, ni el narrador de costumbres campesinas. Es también un hombre en quien el sentimiento religioso abre profundos cauces de inspiración: brota a veces como sentimiento de gratitud ante las sencillas alegrías de la vida, o como alabanza del Creador ante la belleza de las creaturas, o como sentida plegaria y fuente de consuelo ante las adversidades.

Igualmente, el tema religioso aparece expresado a través de distintas formas poéticas: romances, sonetos y coplas -con modulaciones particulares en cada caso- ya sea componiendo un volumen, ya sea como vehículo ocasional de expresión en medio de composiciones de temas diversos.

Los sonetos de tema religioso, por ejemplo (además de algunos dispersos en diferentes poemarios) componen un volumen completo: son los cincuenta Laudes de Cristo Rey, publicados en 1933.

Reencontramos aquí una de las vertientes temáticas ya presente de manera explícita en el grupo de los romances y que de algún modo subyace en muchas coplas, fundamentalmente en las sentenciosas o morales. Pero aquí el tema religioso adquiere una modulación distinta de la ingenua hagiografía que -a modo de medievales "vitraux"- despliegan, por ejemplo, Los

Collados eternos (colección de vidas de santos en metro octosílabo); diversa también de ese sentimiento de mansa resignación, de aceptación serena de la muerte y aun de las adversidades que informa un buen número de coplas.

Por el contrario, el tono predominante en estos sonetos es el, por momentos angustiado, clamor del hombre que se reconoce pecador, entretejido con algunas referencias a dolorosas experiencias vitales. Esto no significa que el tan mentado franciscanismo de nuestro autor (vale decir, la percepción de la maravillosa armonía de Dios reflejada en las creaturas) mengüe; sin embargo, sirve más bien como elemento contrastante de la humana flaqueza.

Dos actitudes fundamentales se expresan, así, en este libro: de un lado, la alabanza, anunciada ya desde el título (1); de otro, la súplica y la confesión de un pecador contrito. Pero antes de referirnos al contenido del libro, vale la pena detenernos a examinar un poco la posible relación de Alfredo Bufano con toda la riquísima tradición de poesía religiosa y de poesía mística española.

 

Bufano ¿poeta místico?

Indudablemente, si nos atenemos a la definición de Mística como la experiencia que tiene el alma de la presencia sobrenatural de Dios en ella (2), se trata de un don gratuito, que no obstante pocos llegan a experimentar: ni siquiera la ascesis rigurosa -si bien condición necesaria- garantiza la obtención de las gracias místicas y matrimonio espiritual de que habla Santa Teresa (3).

Más propio es, pues, en relación con Bufano, hablar de una poesía religiosa que puede tener con la obra de los grandes místicos (San Juan de la Cruz, fundamentalmente), algunos puntos de contacto. Interesa por tanto una confrontación somera a fin de constatar la originalidad del poeta en el aprovechamiento de una tradición ilustrísima y la articulación de ciertos motivos heredados en una simbología propia y original.

Conviene comenzar por la puntualización de las divergencias (dejando de lado, por supuesto, la más obvia y radical que supone la experiencia mística en sí). Antonio de la Torre afirma que:

"(...) para ser místico aparece demasiado envuelto entre las galas de la naturaleza, de cuyos colores vive enamorado y en permanente regodeo" (4)

Pero no es allí, a mi juicio, donde radica la diferencia mayor que media entre estos Laudes y el Cántico espiritual de San Juan de la Cruz, sino en el estado  de alma que unos y otro manifiestan: en los sonetos de Bufano es aún el alma encadenada por el pecado, que confiesa amargamente su culpa, y no aquella que sale "sin ser notada/estando ya su casa sosegada". Ni siquiera se da cuenta aquí de las vivencias propias de la etapa purgativa, bien que las lágrimas frecuentemente aludidas por el poeta pueden ser una preparación para esto: en el gradual acercamiento del alma a Dios, que las ascesis representa, el aquietamiento de los sentidos corre parejo con una gradual tranquilidad del ánimo, diferente de la turbulencia que traslucen muchas de las composiciones de Bufano; en rigor, podríamos decir que los Laudes... terminan donde comienza de hecho la poesía mística, cuando ya el alma ha logrado liberarse de los defectos (purificación activa) e inicia su marcha ascendente hacia Dios, en un proceso de purificación pasiva; en éste, las famosas "noches oscuras" representan pruebas en aras de un desasimiento total de lo sensible, no ya de lo imperfecto, sino aún de aquellas cosas que, en sí buenas, representan sin embargo un obstáculo para la total entrega a Dios (si bien las cosas serán luego recuperadas e integradas en una visión superior, cuando el místico logre la plena unión con el Creador).

Planteadas estas profundas divergencias, las semejanzas con San Juan de la Cruz y otros escritores ascéticos y místicos del Siglo de Oro español, que sabemos frecuentó y gustó hondamente Bufano, son más bien de índole externa. Se refieren, por ejemplo, a la utilización de ciertos motivos que iremos señalando luego al considerar los sonetos: el motivo del canto, el de la fuente, el del cazador ... pertenecientes por otra parte a toda una tradición literaria, e integrados en un universo poético original.

Podemos concluir, también con palabras de Antonio de la Torre:

"Podrá decirse que Bufano no es precisamente un místico, pero tiene un acendrado sentimiento religioso que se trasunta en numerosos poemas y le presta una particular actitud ante la vida. Consecuencia del sentimiento religioso es su humildad, su reiterada alabanza de la naturaleza como obra de Dios, y el ver en los seres y en las cosas la manifestación plena de la divinidad. Un amor exultante, un permanente asombro ante el milagro, inspira sus poemas y su devoción a Cristo" (5).

Este juicio nos deja justamente en los umbrales del poemario que vamos a considerar en detalle, dedicado a Nuestro Señor Jesucristo en su figura de Rey y Señor de todo lo creado.

 

2. Laudes de Cristo Rey

El libro se abre y cierra con dos invocaciones, que de alguna manera invierten el ciclo litúrgico: en efecto, éste concluye con la festividad de Cristo Rey, para comenzar inmediatamente después con el Adviento, que prepara el Nacimiento del Niño Dios. Bufano, por el contrario, comienza sus Laudes..., en consonancia con el título de todo el libro, con un soneto que oficia como dedicatoria del poemario:

"Hoy que el Hombre, Señor, tu cruz olvida,

yo desnudo y de hinojos te confieso;

y los ensangrentados lirios beso

de tus pies, Dios y Rey de toda vida."

(Laude I) (6).

Y luego de recorrer, a través de cincuenta composiciones, los altibajos de un alma humana que se debate entre el cielo y la tierra, entre el bien y el mal, se arriba como a puerto seguro, a la figura maternal de la Virgen María, que trajo al mundo la salvación, y al pecador la esperanza:

"¡Oh humilde y sosegada primavera

de quien nació la flor más bella y Pura!

¡Oh recatada y tímida criatura

madre del amor que al pecador espera!"

(Laude L)

Estos sonetos, considerados en su conjunto, no constituyen un itinerario espiritual progresivo, no son un diario de vida por más que alguno sea hasta patéticamente autobiográfico, como el XXVIII, que hace alusión a la sordera, mal que aquejara al poeta a partir de 1931 (7). Pero sí son evidentes dos movimientos del alma reflejados en estos poemas: por un lado, el del pecador que se vuelve sobre sí mismo y toma conciencia de su naturaleza caída; entonces brota el lamento, la súplica de perdón, la solicitud de gracia. Y se da también el impulso ascensional y gozoso del espíritu que reconoce a Dios en la belleza de sus creaturas y aun en su pobre frágil condición, y eleva entonces un canto de alabanza. Estos movimientos dan origen a dos grandes líneas temáticas dentro del libro, en las que el común denominador es, más que nada, esa actitud vital ya expansiva y alegre, ya triste y reconcentrada.

En general, el tono es efusivo, emocional, transido ya de angustia, ya de gozo. Casi todos los poemas adoptan la forma alocutiva y se prodigan en vocativos; son un permanente diálogo del alma con su Dios Creador y Redentor. Diálogo y no monólogo, porque para el poeta su interlocutor es una presencia viva, cuyas respuestas resuenan en el alma con ecos inefables. Sólo unas pocas composiciones escapan a este esquema compositivo; son -entre otras- el Laude XLV y el XLVI, que expresan dos hermosas parábolas sobre la condición humana: una es de raigambre bíblica (El Hijo Pródigo); la otra revela una figuración distinta y propia, la del alma como halcón que emprende vuelo. ¿Late aquí una reminiscencia de la "Alcándara" bernardiana? Cierto es que existe entre ambos poetas una gran afinidad espiritual, pero como manifiesta Gloria Videla de Rivero, "la semejanza no implica necesaria relación de influencia" (8). De todos modos, hay una referencia textual que nos remite, de un modo que juzgo inequívoco, a la simbología de Bernárdez:

"En mi alcándara impía se posaron,

y mis lóbregos cuervos pecadores

en pájaros de amor se transformaron."

(Laude XIX).

 

Contigüidad generacional, comunión de creencia y ciertas semejanzas formales (en la elección del soneto y de algunos otros procedimientos expresivos) permitirían quizás establecer un paralelo entre ambos poetas.

 

2.1. Laudes del arrepentimiento

A grandes rasgos, Bufano expresa en este grupo de sonetos las siguientes verdades de fe: el hombre es una naturaleza caída, creada para el Bien, la Verdad y la Belleza absolutas, pero la debilidad ontológica que dejó en su alma la falta original lo hace propenso a caer, y toda su vida es un permanente claroscuro de bien y mal. Precisamente, estos poemas parecen regirse por la ley del contraste, juego de opuestos, antítesis constantes, que responden a esa realidad dual del alma humana:

"Por cada bien, Señor, que me mandaste

una ofensa de mi alma recibiste;

y por cada perdón que me ofreciste

tras él, nuevas caídas comprobaste."

(Laude XXXIX).

 

Así, se advierte en primer lugar un subgrupo de sonetos (III, VI, X, XII, XXIX, XLVII, XLVIII fundamentalmente) que manifiestan una clara conciencia del pecado, expresada muchas veces a través de hermosas imágenes, que llegan a constituir casi un repertorio propio de metáforas, como por ejemplo la de la debilidad humana, que reelabora el viejo simil de la vida/río.

Dice el Laude III: "Fuerza me falta y fáltame sentido/ que encauce el torvo río desbordado"; y el VI: "Pero es mi vida tumultuoso río/ que entre los siete espectros ronco avanza".

Es de notar también la referencia metafórica a los pecados capitales como los "siete espectros"; otras veces, el pecado será "áspid venenoso" y, curiosamente, "adelfa", como en el Laude V; flor que suele reiterar en Bufano una connotación negativa: "la amarga delfa de mi vida amarga" -por ejemplo- en el soneto XXI.

La condición del pecador es terrible y por eso se la compara con una serie de elementos que expresan negación o privación;

"No el árbol seco ni el alud caído,

no el ciego cóndor ni la noche oscura,

no la selva incendiada, no la impura

palabra cruel (...)"

(Laude X).

 

En otras ocasiones, el tono es menos desgarrador, si bien la condición del pecador es vista siempre como una disminución ontológica, expresada a través de comparativos de inferioridad:

"Señor, soy menos que estas flores puras;

menos que estas arenas relucientes;

menos que estas minúsculas corrientes (...)

(Laude XX).

 

Vergüenza y dolor son notas constantes en ese universo ensombrecido por la culpa:

"Llego a ti, Señor, triste y dolido,

y aún más que dolorido, avergonzado.

Tu palabra de amor no me ha salvado

porque yo, pecador, no lo he querido."

(Laude III).

 

Mucho jugo teológico se puede sacar a este cuarteto, que patentiza la compenetración de nuestro poeta con la doctrina católica del pecado y la Redención, obra de Dios que requiere la colaboración humana, y que sintetiza la frase de San Agustín: Dios, que te creó sin ti, no te salvará sin ti.

Como un leit-motif se reitera en estos sonetos la idea de la fragilidad del hombre, esa naturaleza caída que siente en sí la realidad del pecado, pero también en lo que lo rodea: así como la falta del primer hombre desquició el universo entero, y al romper el lazo amoroso de Dios con sus creaturas destruyó también la armonía cósmica, así el poeta conjura a la Creación entera a lamentar su culpa personal en una atmósfera de apocalipsis:

"¡Llorad, oh mares; sollozad, doncellas;

cerráos sobre mí, cielos queridos;

oh vientos, desatad vuestros gemidos;

escondeos, oh cándidas estrellas!"

(Laude XII).

 

En general, el tono es angustiado, pero no desesperado; en medio de ese mundo amargo emerge la promesa de la gracia, la única que puede auxiliar la flaqueza humana:

"Sólo tú, navegante luminoso

puedes cambiar el rumbo del torrente

con sólo alzar tu dedo milagroso."

(Laude VI).

 

Pero es necesario que el hombre se abra a la gracia:

"¡Cuánto tiempo viviendo en triste muerte!

¡Cuánto hueco dolor e inútil llanto!

¡Y tú ahí, mi Señor, y yo sin verte!"

(Laude XLVII).

 

Esa es justamente la angustia en que se debate el hombre contemporáneo; al haber cerrado sus puertas a lo Trascendente, vaga entonces azorado en la pura inmanencia de su ser, ese "negro laberinto" de que nos habla Bufano:

"¡Cuánto tiempo en el negro laberinto

de este mi propio corazón, Dios Santo

y de mi angustia y de mi fiero instinto!"

(Laude XLVII).

 

Cercenada la dimensión religiosa, el ser humano es un "triste navío" (son nuevamente palabras de nuestro poeta) anclado en una realidad absurda y antagónica; no puede partir, porque no tiene destino final. Este soneto que hemos venido citando refleja acabadamente el vacío esencial que la ausencia de Dios provoca.

Por su parte, el poema siguiente (XLVIII) expresa otra idea complementaria dentro de la doctrina católica de la redención: la purificación viene por el camino del dolor; Bufano la expresa cabalmente:

"Esta amargura que de miel me embarga,

larga amargura purificadora,

tanto más dulce cuanto más amarga."

 

Se trata de una paradoja (pero el cristianismo en sí mismo es una religión de paradojas, como lo expresa admirablemente el escritor inglés Gilbert Keith Chesterton en un capítulo de su obra Ortodoxia, titulado precisamente "Las paradojas del cristianismo"). Y la naturaleza del dolor es en sí dual, pues si por una parte representa la posibilidad de redención, y por lo tanto es buscado por el poeta ("Deja que ahora/ pruebe esta dulce y cálida amargura"), también es cierto que es una consecuencia del pecado y lleva entonces una connotación negativa:

"Sólo Tú sabes lo que sufro y lloro

por no haberte, Dios Santo, merecido"

(Laude XLI).

 

Pero de todos modos, representa una vida de acercamiento al Señor, una preparación para ese íntimo contacto del alma y Dios que se produce (al modo de la Noche Oscura de San Juan de la Cruz) en medio de la soledad, soledad que no es tanto la ausencia de cosas exteriores, sino más bien la conciencia de que esas cosas en última instancia carecen de valor. Es, por así decirlo, una soledad esencial, en la que el único interlocutor que importa es Dios mismo, el único capaz de comprensión y ayuda. Tal es la idea que expresa el Laude XLI, intensificada a través de la reiteración de un mismo sintagma, con algunas leves variantes, al comienzo de cada estrofa:

"Sólo tú sabes lo que sufro y lloro (...)"

"Sólo tú sabes todo lo que imploro (...)"

"Sólo tú ves mi corazón llagado (...)"

"Sólo tú sabes ni nocturno duelo (...)"

 

Si bien el ya mencionado símbolo místico de la "noche oscura" aparece de algún modo aludido en el último de los versos citados, no se manifiesta de este modo el aquietamiento de las pasiones: es aún la lucha dentro de un alma agobiada por la realidad del pecado. Pero en esta vorágine de pasiones el hombre no queda librado a sus solas fuerzas, y por ello otro subgrupo bastante importante de sonetos (V, VII, XVII, XVIII, XXV, XXXII, XXXV, XXXVI, XXXIX, XL, XLIII, XLIX, fundamentalmente) adoptan la forma de súplica, súplica de gracia y, paradojalmente, súplica de abandono total ante la inmensidad de la culpa; pero aún en este caso podemos encontrar esa figura literaria que se caracteriza por expresar precisamente todo lo contrario de lo que se desea manifestar. Y trasladado al plano espiritual, es una manifestación más de la confianza del poeta en la infinita misericordia de Dios, que nunca puede abandonar ni siquiera al más grande pecador, si se arrepintiere.

Junto a la súplica de gracia, la idea que articula estos sonetos es la contraposición entre la vida feliz del hombre que vive sin culpa y la negra existencia del pecador, cada una de las cuales son representadas a través de una original constelación de símiles.

La primera se asocia fundamentalmente con la infancia y la vejez. El poeta añora la emoción de sus primeros años:

"Qué no diera, Señor, por recibirte

en mi dominical hora temprana

puro yo cual la cándida mañana (...)"

 

y espera la serenidad propia de la edad senil:

"Qué no diera, Dios mío por seguirte

limpio de toda vanidad mundana,

y en firme olor de beatitud anciana

alcanzarte otra vez (...)"

(Laude XVIII).

 

El caminar en la ley del Señor impone un "celeste yugo,/ de nubes hecho y de aromado viento", palabras que nos remiten al versículo evangélico. Es por ello que el poeta implora"

"Señor, vuelve a enlazarme tu cadena

que sin ella me siento más atado

y esta mi libertad es pura pena."

(Laude XVII).

 

El último verso es una verdadera confesión de la paradojal existencia del hombre contemporáneo: liberado por su voluntad de toda religación trascendente, se ha hecho esclavo -involuntariamente- de la materia y de sus propias flaquezas. A su vez, el terceto siguiente, que hace referencia al vivir feliz del ave enjaulada, recuerda el símil del cazador utilizado por Santa Teresa, con similar intención (9).

En contraste, el Laude XVI manifiesta un profundo sentimiento de humildad ante el reconocimiento del abismo de pecado en que se hunde el alma, y los versos finales encierran una verdad teológica muy profunda:

"(...) que es más castigo que la eterna muerte

la soledad eterna del pecado."

 

En efecto, la condición del pecador es ya "eterna muerte", porque corta los lazos que unen al hombre con su Creador y, por ende, con el resto de las creaturas. Significa por lo tanto, para esa rama desgajada del tronco, la soledad más radical, el abandono más completo.

Pero junto a esa visión tétrica, en permanente contrapunto aparece siempre la misericordia divina. Así en el Laude XLIII:

"Sé que no te merece mi inconstancia;

sé que está condenada mi inocencia;

..............................................................

Sé que ha perdido su sabor de infancia

mi alma enlutada de concupiscencia..."

 

la reiteración anafórica del verbo saber resalta la conciencia que el poeta tiene de su propia flaqueza, de los defectos de "inconstancia" y "concupiscencia" inherentes a la naturaleza humana desde la caída original. Pero el soneto se cierra con la confianza inquebrantable en el perdón divino:

"Mas tú, perdonador no perdonado

por tu enemigo, mudarás mi suerte

y has de llevarme a Ti transfigurado."

 

Ante esa debilidad de la naturaleza humana, el poeta suplica constantemente la presencia de Dios en su alma:

"¡Éntrate por las puertas de mi casa

e inúndala, Señor, de tu dulzura;

trueca mi hierba en rosas de ternura

y con la adelfa del pecado arrasa!"

 

En una simbología muy especial, ese territorio interior se transforma, por obra de la gracia, en "rosas", a la vez que se reitera la connotación negativa de la adelfa.

Reiteradamente recurre Bufano a la imaginería vegetal para presentar las cambiantes alternativas del alma. Por su parte, Dios es luz; es también rocío. Este sí es un símil de reconocida procedencia bíblica; se encuentra en el profeta Oseas (6, 5) y fundamentalmente en Isaías (55, 10-11): la Palabra de Dios desciende en forma de agua fecundante y espera el fruto maduro que rinde el alma bien dispuesta; en palabras de Bufano:

"Desciende a mí, Dios Santo, hecho rocío,

y veré transformarse mi maleza

en nardos fieles para el llanto mío."

(Laude V).

 

Y también:

"Haz que una dulce sosegada lluvia

trueque a mi corazón de triste broza

en rosa, en heno en flor o espiga rubia."

(Laude XXXII)

 

La gracia presente en el alma del justo es ya un destello de la Bienaventuranza prometida; es la inhabitación de la Trinidad en el alma, que nuestro poeta entrevé a través del misterio de la Cruz:

"Fulgor de gloria entre mis sombras veo,

y es, Señor, el que tu Cruz me envía

.................................

Tu Santo Nombre apenas balbuceo

y el alba se hace en mi melancolía..."

(Laude XLII).

 

Es la aurora de la redención, el segundo motivo para el canto que nuestro poeta celebra en este conjunto de sonetos religiosos.

 

2.2. Laudes del júbilo

Hay un segundo movimiento del alma presente en este libro y es, como decíamos, expansivo y cordial. El poeta descubre a Dios en la belleza de sus creaturas, capta la armonía intrínseca del mundo recién salido de las manos del Creador, percibe además que toda esa creación es un acto de infinito amor cuyo último destinatario es el hombre, y canta; canta como San Francisco ("-oh verso mío de sayal de lino!-"), o con entonación bíblica en el Laude IX, que el mismo Bufano declara "Paráfrasis del Salmo Octavo";

"Cuando miro los cielos que formaste,

las estrellas remotas y la lunas,

y las bestias del campo que una a una

de la asolada tierra levantaste...

..............................

doy a volar la fe que en mí se encierra,

y digo en jubiloso hondo suspiro:

¡Cuán grande eres, Señor, sobre la tierra!"

 

La actitud común a todo este grupo de sonetos (II, IV, VIII, IX, XI, XIII, XIV, XV, XIX, XXII, XXIII, XXV, XXVII, XXVIII, XXX, XXXIII, XXXIV, XLII) es la alabanza.

Todo ha sido creado para que, en su perfección, manifieste la gloria de Dios; los seres inanimados y los animales, dentro de su limitación ontológica, son obra acabada, concluida, y no pueden desmerecer su alto destino de alabanza, como no pueden tampoco transformar, enriquecer o empobrecer su ser; de allí su proclamada felicidad:

"Feliz tú, verde grama, y tú, jilguero;

feliz, oh escarabajo reluciente;

.................................

Vosotros, cual las dulces Siete Estrellas

puros salisteis de sus bellas manos,

y aún más puros volveréis a Ellas."

(Laude XXXIII).

 

Por eso el poeta convida a toda la naturaleza en un canto de glorificación a la Pascua del Señor;

"(...) vientos del mundo, hierbas matinales,

peces del mar, altísimos joyeles,

madreselvas, olivos y laureles,

multicordes hayedos y encinales;

cantad conmigo en este claro día

en que vuelve el Señor a las alturas..."

(Laude XXII).

 

Es también una verdad teológica que el hombre, por su libertad, es el único ser capaz de acrecentar o disminuir ese caudal recibido de manos del Señor (la famosa "Parábola de los talentos"); y si, como enseña el catecismo, ha sido creado "para amar, servir y glorificar", no menos cierta es la frecuencia con que, voluntariamente, se aparta del designio divino. Nuestro poeta es bien consciente de ello, y por eso suplica a las demás creaturas:

"Cielo azul, alta estrella, agua dorada,

rosada aurora, leve golondrina,

flores del mundo, blanda nieve fina,

luciérnagas; del árbol sombra amada...

........................................

¡Dadle un poco de luz a mi bajeza,

y así podré en mi amor y en mi alegría

loarte, oh Dios, con algo de pureza!

(Laude XXVII).

 

Además, como poeta cabal, Bufano tiene conciencia de que el don recibido -en su caso- no es otro que el canto; por ello:

"Si tú me diste el puro don del canto,

réstame a mí el hacerte noche y día

motivo de él, mojado en dulce llanto."

(Laude XXX).

 

En esa exaltación gozosa de la naturaleza circundante se percibe nuevamente el franciscanismo de nuestro autor. Sin por ello caer en en panteísmo (10), Bufano descubre la presencia de Dios en cuanto existe, desde lo más humilde a lo más elevado; de allí las enumeraciones aparentemente caóticas con que menciona los motivos de su canto:

"Y alabaré, Dios mío, tu grandeza

en la tierra, en las aguas y en el cielo;

en las guijas yacentes y en el vuelo

del buitre, y en el pan de nuestra mesa."

(Laude XIV)

 

La idea de la creación obra de Dios se corporiza, en el Laude XXIII, a través de la figura del Celeste Jardinero:

"¿Quién estas flores de los montes cuida

sino tus dulces manos jardineras?".

 

Pero el más conmovedor de todos los descubrimientos es encontrar, en lo profundo del alma, a despecho de todas las culpas y todos los sinsabores, esa presencia:

"¿Quién sino tú, Cordero dulce y santo,

hace de mi alma un copo de alba nieve

sobre las hierbezuelas de mi canto?"

(Laude XXIII).

 

De allí la exclamación jubilosa:

"Oh claro gozo mío de mirarte

en el agua, en la nube y en la rosa

.................................

Oh gozo triste, oh torturado gozo,

de ver, Dios y Señor, que aún destellas

en mi alma, en mi dolor y en mi sollozo."

 

De allí también la confesión de amor, como la del Laude IV, que recuerda en su espíritu el famoso "No me mueve, mi Dios, para quererte...", atribuido a Santa Teresa:

"Razón de amor es la que a ti me lleva,

y no el miedo, Señor, de tu castigo.

Tú estás en mi alma, y mi alma está contigo,

y en ti mi amor por tu alma se renueva."

 

Hay otro soneto, el XIII, que es una verdadera plegaria de unión con Dios, a través de la imagen del fuego. En la Sagrada Escritura es posible encontrar la referencia a Dios -fundamentalmente el Espíritu de Amor- en apariencia de llama. También es adecuado símil para expresar el vibrante anhelo del alma:

"Arder quisiera como un triste leño

si tú, Señor, fueras la dulce llama;

arder en ti, mi Dios, es lo que clama

mi corazón en su divino sueño."

 

La Trinidad se completa con la figura de Dios Hijo Redentor, el dulce Jesús de quien se evocan especialmente manos y ojos, como el Laude XXXI:

"Ah, si no hubiera visto tu mirada

a través de las sombras de mi pena

.......................................

Ah, si tu suave mano ensangrentada

no me trocase en alas mi cadena."

 

Tanto las unas como los otros hablan al pecador a la vez de aflicción, por cuanto recuerdan el sacrificio de la Cruz:

"¡Celestes, puras, luminosas, buenas,

oh tus manos, Señor, de amor henchidas!

Hasta de la impiedad de tus heridas

brotaron rutilantes azucenas."

(Laude VIII).

 

y el juicio merecido:

"Dulces tus ojos míranme y severos,

juglar celeste y claro juez temido"

 (Laude XIX)

 

pero también son, en sí mismos, cálida promesa de perdón. Esta dualidad es, por otra parte, la que preside la composición íntegra de este libro de los Laudes de Cristo Rey.

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NOTAS

  1. Como señala Gloria VIDELA de RIVERO, "El Laude es una parte del Oficio Divino que, unido a las Maitines, forma con ellos la primera de las Horas Canónicas en el Breviario Romano y se reza en la aurora. El nombre proviene de los Salmos 148 y 150 ("Laudate Dominum de coelis" y "Laudate Dominum in sanctis ejus") a los cuales San Benito llama Laudes pues en ellos se exhorta a la alabanza. Se asocia también el género con el Cántico de San Francisco de Asís". En: Estudio Preliminar a Alfredo BUFANO. Poesías Completas, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1983, p. 90.

  2. "Misticismo es el conocimiento experimental de la presencia divina, en que el alma tiene, como una gran realidad, un sentimiento de contacto con Dios". Definición dada por D. ATTAWATER. A Catholic Dictionary, New York, Mc. Millan, 1942, p. 356 (citado por H. HATZFELD. Estudios literarios sobre Mística española, Madrid, Gredos, 1955, p. 13.

  3. Cfr. STA. TERESA, Las Moradas, lo referente a la Séptima Morada.

  4. DE LA TORRE, Antonio, Prólogo a la antología de Alfredo Bufano, Buenos Aires, Ediciones Culturales Argentinas, 1962, p. 19.

  5. Ibíd. p. 19.

  6. Cito por la edición de las Poesías Completas, op. cit.

  7. "(...) mi pobre alma que en silencio abreva/ el trágico silencio en que he caído", dice el Laude XXVIII.

  8. VIDELA DE RIVERO, G., op. cit., p. 48.

  9. Cfr. H. HATZFELD, Op. cit., p. 75 ss.

  10. La diferencia esencial estriba en que subsiste, bien clara, la diferencia entre Dios y la "obra de sus manos"; el Creador no se confunde con sus creaturas, si bien en éstas es posible hallar su huella.