SERMÓN LIX[1]
El profeta Daniel dice: Te seguimos…
El profeta Daniel dice: «Te
seguimos de todo corazón y te tememos y buscamos tu rostro» (Daniel 3, 41).
Esta sentencia cuadra bien con lo que dije ayer: «Lo llamé y lo invité
y lo atraje, y el espíritu de la sabiduría ha entrado en mi fuero íntimo, y
lo he apreciado más que todos los reinos y [el] poder y [el] dominio, y más
que [el] oro y [la] plata, y más que [las] piedras preciosas, y en comparación
con el espíritu de la sabiduría he considerado todas las cosas como grano de
arena y fango y nada» (Sabiduría 7, 7 a 9). Constituye evidente señal de que
posee «el espíritu de la sabiduría» aquel hombre que considera pura nada a
todas las cosas. «El espíritu de la sabiduría» no vive en aquel que mira a
alguna cosa como [si fuera] algo. Cuando él [= el sabio] dijo «como un grano
de arena», esto era demasiado poco; cuando dijo «como fango», también era
demasiado poco; cuando dijo: «como nada», estaba bien dicho, porque todas las
cosas son pura nada en comparación con «el espíritu de la sabiduría». «Lo
llamé y lo atraje y lo invité, y el espíritu de la sabiduría ha entrado en
mi fuero íntimo». Quien lo llama dentro de lo más entrañable, en éste entra
«el espíritu de la sabiduría».
En el alma hay una potencia que es más extensa que todo este mundo.
Tiene que ser muy extensa ya que Dios mora allí adentro. Alguna gente no «invita
al espíritu de la sabiduría»; «invita» a [la] salud y a [las] riquezas y a
[la] voluptuosidad, pero en éstas no entra «el espíritu de la sabiduría».
La cosa que solicitan, la prefieren a Dios —como cuando alguien da un penique
por un pan, él prefiere el pan al penique—, convierten a Dios en servidor de
ellos. «¡Hazme esto y sáname», diría acaso un hombre rico, «pide lo que
quieras, yo te lo daré!». Y si alguien luego solicitara un cuarto sería una
necedad; y si le solicitara cien marcos, el [otro] se los daría gustosamente.
Por eso es una enorme necedad cada vez que alguien le pide a Dios otra cosa que
[no sea] Él mismo. Para Él [semejante pedido] es indigno porque no existe nada
que dé tan gustosamente como a sí mismo. Dice un maestro: Todas las cosas tienen un porqué, pero Dios no tiene ningún
porqué; y el hombre que le solicita a Dios otra cosa que [no sea] Él mismo, le
crea a Dios un porqué.
Pues bien, él [= el sabio] dice: «Con el espíritu de la sabiduría he
recibido a la vez todas las cosas buenas» (Sabiduría 7, 11). Por entre los
siete dones, el don de la sabiduría es el más noble. Dios no da ninguno de
estos dones sin darse primero Él mismo, y de modo igual y de manera
engendrante. Todo cuanto es bueno y puede traer gozo y consuelo, lo poseo todo
en el «espíritu de la sabiduría» y [también] toda la dulzura, de manera que
no permanece fuera [del espíritu] ni tanto como la punta de una aguja; y, sin
embargo, sería nonada si uno no lo poseyera tan perfecta e igual y rectamente
como lo goza Dios, así gozo yo lo mismo de modo igual en su naturaleza[2].
Porque Él, en «el espíritu de la sabiduría», opera en forma completamente
igual de modo que lo mínimo llega a ser como lo máximo, pero no lo máximo
como lo mínimo. Es como si alguien injertara un vástago noble en un tronco
tosco, luego todos los frutos salen según la nobleza del vástago y no según
la tosquedad del tronco. Así sucede también en este espíritu: allí todas las
obras se vuelven iguales, porque lo mínimo llega a ser como lo máximo, y no lo
máximo como lo mínimo. Él [= Dios] se entrega de manera engendrante, porque
la obra más noble en Dios es engendrar, con tal de que en Dios una cosa fuera más
noble que otra; porque todo el placer de Dios está cifrado en engendrar. Todo
cuanto me es congénito no me lo puede quitar nadie, a no ser que me quite a mí
mismo. [En cambio] todo cuanto me puede caer en suerte, lo puedo perder; por
eso, Dios nace íntegramente en mí para que no lo pierda nunca; pues, todo
cuanto me es congénito, no lo pierdo. Dios tiene todo su placer en el
nacimiento, y por eso engendra a su Hijo en nuestro fuero íntimo para que
tengamos en ello todo nuestro deleite y engendremos junto con Él al mismo Hijo
natural; porque Dios cifra todo su placer en el nacimiento y por eso nace dentro
de nosotros para tener todo su deleite en nuestra alma y para que nosotros
tengamos todo nuestro deleite en Él. Por eso dijo Cristo, según escribe San Juan
en el Evangelio: «Me siguen» (Juan 10, 27). Seguir a Dios en sentido
propio, eso está bien: que obedezcamos a su voluntad, como dije ayer: «¡Hágase
tu voluntad!» (Mateo 6, 10). San Lucas escribe
en el Evangelio que Nuestro Señor dijo: «Quien quiere seguirme, que renuncie a
sí mismo y tome su cruz y sígame» (Lucas 9, 23). Quien renunciara a sí mismo
en sentido propio, éste pertenecería a Dios por antonomasia, y Dios le
pertenecería a él por antonomasia; de ello estoy tan seguro como del hecho de
ser hombre. Para semejante hombre resulta tan fácil renunciar a todas las cosas
como a una lenteja; y a cuanto más renuncia, tanto mejor.
Por amor de Dios, San Pablo deseaba ser apartado de Cristo por [la salud
de] sus hermanos (Cfr. Romanos 9, 3). Este [aspecto] preocupa mucho a los maestros
y les produce grandes dudas. Algunos dicen que [sólo] se refería a un
tiempo determinado. Esto, en absoluto es verdad; de tan mal grado por un
instante como eternamente, y también con tanto gusto eternamente como por un
instante. Siempre y cuando ponga sus miras en la voluntad de Dios, será más de
su agrado cuanto más dure, y cuanto mayor sea el suplicio, tanto más lo querrá,
exactamente como [sucede con] un mercader. Si él estuviera seguro de que
aquello que compraba por un marco, le rendiría diez, pondría todos los marcos
que poseyese, y todo el trabajo necesario, con tal de estar seguro de que volvería
a casa con vida y ganaría tanto más… todo esto le resultaría agradable.
Justamente esto le sucedió a San Pablo: la cosa de la que sabía que era la
voluntad de Dios… cuanto más tiempo, tanto más querida, y cuanto mayor [el]
suplicio, tanto mayor [la] alegría; porque cumplir con la voluntad divina, es
el reino de los cielos; y cuánto mayor [sea] el suplicio [sufrido] de acuerdo
con la voluntad divina, tanto mayor [será] la bienaventuranza.
«¡Renuncia a ti mismo y toma tu cruz!» (Cfr. Lucas 9, 23). Los maestros
dicen que el suplicio consiste en ayunar y otros sufrimientos [= ejercicios
de penitencia]. Mas, yo digo que esto[3]
no constituye sino un librarse del suplicio porque a tal actitud no la sigue
sino alegría. Luego [de Juan 10, 27] dice Él: «Les doy la vida» (Juan 10,
28). Muchas otras cosas que se hallan en los entes racionales, son accidentes;
mas la vida es propia de toda criatura racional, como ser suyo. Por eso dice: «Yo
les doy la vida», porque su ser es su vida; pues Dios se da por completo cuando
dice: «Yo doy». Ninguna criatura sería capaz de darla [= la vida]; si fuera
posible que alguna criatura pudiera darla, Dios amaría [no obstante] tanto al
alma que no podría tolerarlo, sino que Él mismo quiere darla. Si alguna
criatura la diera, le repugnaría al alma; le importaría tan poco como una
mosca. Exactamente como si un Emperador le diese una manzana a un hombre, éste
la apreciaría más que si otra persona le regalara un jubón[4]
del mismo modo el alma tampoco puede admitir que reciba la [vida] de otro que no
sea Dios. Por eso, dice: «Yo doy», para que sea perfecta la alegría del alma
por el don.
Ahora bien, Él dice: «Yo y el Padre somos uno» (Juan 10, 30): el alma
en Dios y Dios en ella. Si alguien vertiera agua en un recipiente, éste
circundaría el agua, mas el agua no se hallaría en medio del recipiente ni el
recipiente en medio del agua; pero el alma es tan uno con Dios, que el uno no
puede entenderse sin el otro. El calor, sí, se entiende sin el fuego, y el
resplandor, sin el sol, pero Dios no se puede conocer sin el alma ni el alma sin
Dios; tan uno son.
El alma no tiene diferencia frente a Nuestro Señor Jesucristo, sólo
que el alma tiene un ser más burdo, porque su ser [de Cristo] está vinculado a
la persona eterna [del Hijo]. Pues, en cuanto ella se deshiciera de su tosquedad
—y si pudiera deshacerse de ésta por completo—, ella sería perfectamente
lo mismo [que Cristo]; y todo cuanto se puede decir de Nuestro Señor
Jesucristo, se podría decir del alma.
Un maestro dice[5]:
Todas las criaturas están repletas de lo ínfimo de Dios, y su grandeza no se
encuentra en ninguna parte. Os relataré un cuento. Una persona preguntó a un
hombre bueno qué significaba que algunas veces lo atraían mucho la devoción y
las oraciones y otras veces no lo atraían. Entonces le dio la siguiente
contestación: El perro, cuando ve a la liebre y la olfatea y halla su rastro,
corre en pos de la liebre; los otros [perros] lo ven correr y entonces ellos
corren, pero pronto se cansan y desisten. Así sucede con un hombre que ha visto
a Dios y lo ha olfateado: él no desiste, todo el tiempo corre [tras Él]. Por
eso dice David: «¡Gustad y mirad lo
dulce que es Dios!» (Salmo 33, 9). Ese hombre no se cansa, pero los otros se
cansan pronto [de correr detrás de Dios]. Algunas personas corren adelantándosele
a Dios, algunos [corren] al lado de Dios, algunos lo siguen a Dios. Quienes se
le adelantan, son los que siguen a su propia voluntad y no quieren aprobar la
voluntad de Dios; eso está del todo mal. Otros, aquellos que van al lado de
Dios, dicen: «Señor, no quiero otra cosa que la que Tú quieres» (Cfr. Mateo
26, 39). Mas, cuando están enfermos, desean que Dios quiera que estén sanos, y
eso se puede perdonar. Los terceros le siguen a Dios adonde quiera [ir], ellos
lo siguen de buena voluntad, y ésos son perfectos. De ello habla San
Juan en el Libro de la Revelación:
«Ellos siguen al cordero dondequiera que va» (Apocalipsis 1-4, 4). Esa
gente sigue a Dios a dondequiera Él la guía: en los días de enfermedad o en
[la] salud, hacia [la] buena suerte o [el] infortunio. San Pedro se iba
adelantando a Dios; entonces dijo Nuestro Señor: «¡Satanás, vete detrás de
mí!» (Mateo 16, 23). Resulta que Nuestro Señor dijo: «Yo estoy en el Padre y
el Padre está en mí» (Juan 14, 11). Del mismo modo, Dios está en el alma y
el alma está en Dios.
Ahora bien, él dice: «Buscamos tu rostro». [La] verdad y [la] bondad
son una vestimenta de Dios; Dios se halla por encima de cuanto podemos expresar
con palabras. [El] entendimiento «busca» a Dios y lo toma en la raíz donde
salen el Hijo y toda la divinidad; pero [la] voluntad permanece afuera y está
adherida a la bondad, porque [la] bondad es una vestimenta de Dios. Los ángeles
supremos toman a Dios en su vestuario, antes de que sea vestido con [la] bondad
o cualquier cosa que se pueda expresar con palabras. Por eso dice: «Buscamos tu
rostro», porque el «rostro» de Dios es su esencia.
Que Dios nos ayude a comprender eso y a poseerlo de buena voluntad. Amén.
[1] En un encabezamiento se dice que el sermón corresponde a la Vigilia de la Ascensión, en otro: «Un sermón sobre San Agustín».
El texto bíblico está tomado de la Epístola del jueves después del Domingo de Pasión.
El título no figura en los textos de la edición crítica. Véase nota 1 del Sermón XLVIII.
[2] «En su naturaleza» = «en el espíritu de la sabiduría».
[3] «Esto», o sea, el ayuno y los ejercicios de penitencia.
[4] Quint (t. II p. 631 n. 2) señala que existe la variante «un caballo» en vez de «un jubón» pero la considera poco verosímil.
[5] Quint supone que Eckhart piensa en Liber XXIV philos. prop. 18.