SERMÓN LVII[1]

Vidi civitatem sanctam Ierusalem novam descendentem de caelo a Domino etc.

 

San Juan vio «una ciudad» (Apocalipsis 21, 2). Una «ciudad» significa dos cosas. Primero: que está fortificada de modo que nadie puede dañarla; segundo: la armonía entre la gente. «Esa ciudad no tenía oratorio, Dios mismo era el templo. No se necesita ninguna luz, ni del sol ni de la luna; la claridad de Nuestro Señor la ilumina» (Apocalipsis 21, 22 s.).

Esa «ciudad» significa cualquier alma espiritual, según dice San Pablo: «El alma es un templo de Dios» (Cfr. 1 Cor. 3, 16), y es tan fuerte, de acuerdo con lo dicho por San Agustín[2], que nadie puede dañarla, a no ser que ella misma se haga daño por capricho.

En primer lugar, uno debe fijarse en la paz que ha de reinar en el alma. Por eso, se la llama «Jerusalén». San Dionisio dice[3]: «La paz divina atraviesa y ordena y termina todas las cosas; y si la paz no lo hiciera, todas las cosas se desparramarían y no habría orden en ellas»… En segundo lugar: la paz hace que las criaturas se viertan y fluyan por amor y no para dañar… En tercer lugar hace que las criaturas se vuelvan serviciales unas con otras de manera que mutuamente se den estabilidad. Aquello que una no puede tener por sí misma, lo recibe de otra. Por ello, una criatura proviene de otras… En cuarto lugar hace que [las criaturas] se vuelvan a plegar otra vez hasta su primer origen, es decir: hasta Dios.

El otro [significado se ve] cuando afirma que la «ciudad» es «santa». San Dionisio dice[4] que [la] «santidad es pureza total, libertad y perfección». [La] pureza reside en que el hombre se halla apartado de los pecados; este hecho libera al alma. El deleite y la alegría máximos que existen en el cielo, se constituyen en [la] semejanza; y si Dios entrara en el alma y ella no fuera semejante a Él, ese hecho la atormentaría, pues San Juan dice: «Quien comete el pecado, es siervo del pecado» (Juan 8, 34). Podemos afirmar de los ángeles y de los santos que son perfectos, pero de los santos no en sentido pleno, ya que todavía abrigan amor a sus cuerpos que yacen aún en cenizas; solamente en Dios hay completa perfección. Me sorprende que San Juan alguna vez haya osado decir que existen tres personas [divinas] a no ser que lo haya visto en el espíritu: cómo el Padre, con toda perfección, se vierte en el Hijo en el nacimiento, y se vierte con bondad en el Espíritu Santo como en [un flujo de] amor.

En segundo término: «santidad» significa «aquello que ha sido tomado de la tierra»[5]. Dios es un algo y un ser puro, y el pecado es [la] nada y aleja de Dios. Dios creó a los ángeles y al alma de acuerdo con un algo, quiere decir, de acuerdo con Dios [= a su imagen]. El alma fue creada como a la sombra del ángel y, sin embargo, ellos comparten una naturaleza común[6] y todas las cosas corpóreas fueron creadas de acuerdo con [la] nada y distanciadas de Dios. El alma, por el hecho de que se derrama sobre el cuerpo, es oscurecida y hace falta que, junto con el cuerpo, sea elevada nuevamente hacia Dios. Cuando el alma está libre de las cosas terrestres, entonces es «santa». Mientras Zaqueo se hallaba al nivel de la tierra, no podía ver a Nuestro Señor (Cfr. Lucas 19, 2 a 4). San Agustín dice[7]: «Si el hombre desea volverse puro, que deje las cosas terrestres». Ya he dicho varias veces que el alma no puede volverse pura si no es empujada otra vez a su pureza primigenia, tal como Dios la creó; del mismo modo, que no se puede hacer oro del cobre que se afina por el fuego dos o tres veces, a no ser que uno lo haga retroceder a su naturaleza primigenia. Porque todas las cosas que se derriten por el calor o se endurecen por el frío, tienen una naturaleza totalmente acuosa. Por lo tanto, hay que hacerlas retroceder del todo al agua, privándolas por completo de la naturaleza en que se encuentran en este momento; de tal manera, el cielo y el arte prestan auxilio para que [el cobre] sea transformado íntegramente en oro. Es cierto que [el] hierro se compara con [la] plata, y [el] cobre con [el] oro: [pero] cuanto más se lo compara [el uno con el otro], sin privarlo [de su naturaleza], tanto mayor es la equivocación. Lo mismo sucede con el alma. Es fácil señalar las virtudes o hablar de ellas; pero, para poseerlas en verdad, son muy raras.

En tercer término dice que esa «ciudad» es «nueva». «Nuevo» se llama aquello que no está ejercitado o se halla cerca de su comienzo. Dios es nuestro comienzo. Cuando estamos unidos a Él, nos tornamos «nuevos». Alguna gente, por necia, se imagina que Dios habría hecho eternamente, o retenido en Él mismo, las cosas que vemos ahora, y que las dejaría salir a luz en el tiempo[8]. Debemos entender que la obra divina no implica trabajo, según quiero explicaros: Yo estoy parado aquí, y si hubiera estado parado aquí hace treinta años, y si mi rostro hubiese estado desembozado sin que nadie lo hubiera visto, yo habría estado aquí lo mismo. Y si se tuviera a mano un espejo y lo colocaran delante de mí, mi rostro se proyectaría y configuraría en él sin trabajo mío; y si ello hubiera sucedido ayer, sería nuevo, y otra vez, [si fuera] hoy, sería más nuevo todavía, y lo mismo luego de treinta años o en la eternidad, sería [nuevo] eternamente; y si hubiera miles de espejos, sería sin trabajo mío. Así [también] Dios contiene en sí, eternamente, todas las imágenes, [y esto] no como alma o como cualquier criatura, sino como Dios. En Él no hay nada nuevo ni imagen alguna, sino que —tal como he dicho del espejo— en nosotros es tanto nuevo como eterno. Cuando el cuerpo está preparado, Dios le infunde el alma y la forma de acuerdo con el cuerpo, y ella tiene semejanza con él y a causa de esta semejanza, amor [por él]. Por eso no existe nadie que no se ame a sí mismo; se engañan a sí mismos quienes se imaginan que no se quieren a sí mismos. Deberían odiarse y [ya] no podrían existir. Debemos amar correctamente las cosas que nos conducen a Dios; sólo esto es amor junto con el amor divino. Si mi amor se cifrara en atravesar el mar, y me gustara tener un barco, ello sería tan sólo porque desearía estar allende el mar; y cuando hubiera logrado cruzar el mar, el barco ya no me haría falta. Dice Platón[9]: Qué es lo que es Dios, no lo sé —y quiere decir: El alma, mientras se encuentra en el cuerpo, no puede conocer a Dios— pero lo que no es, lo sé bien, como se puede observar en el sol cuyo brillo no lo puede aguantar nadie, a no ser que primero sea envuelto en el aire y que luego alumbre así la tierra. San Dionisio dice[10]: «Si la luz divina ha de alumbrar mi fuero íntimo, tiene que estar insertada [en él] tal como está insertada mi alma [en el cuerpo]. Él dice también: La luz divina aparece en cinco clases de personas. Las primeras no la recogen. Son como los animales, incapaces de recibir, como se puede ver en un símil. Si me acercara al agua y ésta estuviera revuelta y turbia, no podría ver en ella mi cara a causa del desnivel [de la superficie del agua]… A los segundos se les hace visible sólo un poco de luz, como [por ejemplo] el destello de una espada cuando alguien la está forjando… Los terceros reciben más [de la luz divina], [algo así] como un fuerte destello que ora es luz y ora oscuridad; son todos aquellos que reniegan de la luz divina, [cayendo] en pecado… Los cuartos reciben más todavía de ella; pero a veces los elude [Dios con su luz], sólo para incitarlos y ampliar sus anhelos. Es cierto, si alguien quisiera llenar el regazo de cada uno de nosotros, cada cual ensancharía su regazo para poder recibir mucho. Agustín[11]: Quien quiere recibir mucho, que amplíe su anhelo… Los quintos reciben una gran luz, como si fuera de día, y, sin embargo, es como si se hubiera colado por una fisura. Por eso dice el alma en El Libro de Amor: «Mi amado me ha mirado a través de una fisura; [y] su rostro era agraciado» (Cfr. Cantar de los Cant. 2, 9 y 14). Por ello dice también San Agustín[12]: «Señor, tú das a veces una dulzura tan grande que, si ella se hiciera completa [y] esto no fuera el reino de los cielos, yo no sabría qué es el reino de los cielos». Un maestro dice: Quien quiere conocer a Dios sin estar adornado con obras divinas, será echado atrás hacia las cosas malas. Mas ¿no hace falta ningún medio para conocer a Dios por completo?… Ah sí, de esto habla el alma en El Libro de Amor: «Mi amado me miraba a través de una ventana» (Cantar de los Cant. 2, 9) —esto quiere decir: sin impedimento—, «y yo lo percibía, estaba parado cerca de la pared» —esto quiere decir: cerca del cuerpo que es decrépito—, y dijo: «¡Ábreme, amiga mía!» (Cantar 5, 2), esto quiere decir: Ella me pertenece por completo en el amor porque «Él es para mí, y yo soy sólo para él» (Cfr. Cant. 2, 16); «paloma mía» (Cantar 2, 14) —esto quiere decir: simple en el anhelo—, «hermosa mía» —esto quiere decir: en las obras—, «¡Levántate rápido y ven hacia mí! El frío ha pasado» (Cfr. Cantar 2, 10 y 11) por el cual mueren todas las cosas; por otra parte, todas las cosas viven por el calor. «Ha desaparecido la lluvia» (Cantar 2, 11) —ésta es la concupiscencia de las cosas perecederas—. «Las flores han brotado en nuestra tierra» (Cantar 2, 12) —las flores son el fruto de la vida eterna—. «¡Vete, aquilón» que resecas! (Cantar 4, 16) —con ello Dios le manda a la tentación que ya no estorbe al alma—. «¡Ven, auster[13] y sopla por mi jardín para que mis aromas se desparramen!» (Cfr. Cantar 4, 16) —con ello Dios le ordena a toda la perfección que se adentre en el alma.




[1] En una atribución se habla de «maestro eckhart». El texto bíblico está tomado de la epístola de la Fiesta de la consagración de una iglesia.

[2] Véase Pseudo-Augustinus, Julianii Sententiae, expressae ex eius opusculis, cum illarum refutatione. Venerabilis Beda presbyter, in praefatione libri in Cantica canticorum c. 5 n. 9.

[3] Cfr. Dionysius Areopagita, De div. nom. c. 11 5 1.

[4] Ibídem c. 12 5 2.

[5] En este contexto «tomado de la tierra» significa, según Quint (t. II p. 597 n. 2), «sacado, alejado de la tierra, sin tierra».

[6] «Ellos comparten una naturaleza común» se refiere —según Quint (t. II p. 598 n. 1)— a la naturaleza espiritual del ángel y del alma.

[7] Véase Augustinus, Sermo 216 c. 2 n. 2.

[8] Quint (t. II p. 601 n. 4 de p. 600) explica que, según él puede ver, «ciertas personas tienen neciamente la idea de que Dios había hecho o se había reservado para Él desde la eternidad las cosas que vemos ahora (en este mundo) y que (en cada caso) las deja salir a luz en el tiempo». Quint opina que Eckhart posiblemente habría pensado en la eternidad del mundo sostenida por Aristóteles y refutada por Eckhart y la teología medieval.

[9] Se referiría vagamente a la ideología de Platón.

[10] Véase Dionysius, De cael. hierar. c. 1 § 2.

[11] Augustinus, En in Ps. 83 n. 3.

[12] Augustinus, Confess. 1. X c. 40 n. 65. Según P. R. Banz, Eckhart habría tomado la cita de Santo Tomás. Véase Thomas, Serm. in Dom. Sexag. III. (Cfr. Quint, t. II p. 604 s. n. 5).

[13] Eckhart dice: «viento del norte» y «viento del sur». Hemos traducido «aquilón» y «auster» de acuerdo con el texto de la Vulgata.