SERMÓN XLI[1]
Qui sequitur iustitiam, diligetur a Domino. Beati, qui esuriunt, et sitiunt iustitiam: quoniam ipsi saturabuntur.
He sacado una palabrita de la Epístola que se lee hoy con referencia a dos santos, y otra palabra del Evangelio. Hoy, el rey Salomón dice en la Epístola: «Quienes siguen a la justicia, a éstos los ama Dios» (Prov. 15, 9). La otra palabrita la pronuncia mi señor, San Mateo: «Bienaventurados son los pobres y quienes tienen hambre y sed de justicia» y «la siguen» (Mateo 5, 6).
Prestad atención a esta palabra: «Dios ama». Para mí constituye una
recompensa grande, y más que grande, en caso de que lo ansiemos —como ya he
dicho varias veces— que Dios me ama a mí. ¿Qué es lo que ama Dios?. Dios
no ama nada a excepción de sí mismo y de aquello que se le asemeja, en la
medida en que lo encuentra en mí y [me halla] a mí dentro de Él. Está
escrito en el Libro de la Sabiduría: «Dios no ama a nadie sino a aquel que mora
en la sabiduría» (Sab. 7, 28). En la Escritura
se encuentra también otra palabra que es mejor todavía: «Dios ama a
quienes siguen a la justicia» «en la sabiduría» (Prov. 15, 9). Los maestros están todos de acuerdo en que la sabiduría de Dios es su
Hijo unigénito. Aquella palabra dice: «quienes siguen a la justicia» «en
la sabiduría», y por lo tanto, ama a quienes lo siguen a Él, porque no
ama nada en nosotros sino en cuanto nos encuentra en Él. El amor de Dios y lo
amado por nosotros se hallan a gran distancia, uno de otro. Nosotros amamos
solamente en la medida en la que hallamos a Dios en lo que amamos. Aun
habiendo jurado [otra cosa] yo no podría amar sino a la bondad [= bondad
divina = Dios]. Dios, empero, ama [sólo] en cuanto Él es bueno —no es
pues, que Él descubra en el hombre alguna cosa digna de amarla, fuera de su
propia bondad— y con nosotros [lo hace] en la medida en que nos hemos
adentrado en Él y en su amor. Esta es la recompensa esto es lo que nos da su
amor: que nos hallemos en Él y «moremos en la sabiduría».
San Pablo dice: «Somos
trasladados en [su Hijo] en el amor» (Cfr. Colos. 1, 13). Observad esta
palabra: «Dios ama». ¡Qué milagro! ¿Qué es el amor de Dios? Su
naturaleza y su ser, éste es su amor. Quien le quitara a Dios el amor a
nosotros, le quitaría su ser y su divinidad, porque su ser depende de que Él
me ama. Y de esta manera emana el Espíritu Santo. ¡Por la gracia de Dios! ¡qué
milagro es éste! Si Dios me ama con toda su naturaleza —porque ésta pende
de ello— Dios me ama exactamente como si dependiesen de ello su devenir y su
ser. Dios no tiene sino un solo amor: con el mismo amor con el cual el Padre
ama a su Hijo unigénito, me ama a mí.
Veamos ahora otro significado. Observadlo bien: La Escritura es muy
concluyente para quien la descubre y está dispuesto a descifrarla a fondo. Él
dice: «quienes siguen a la justicia» «en la sabiduría». Al hombre justo
la justicia le hace tanta falta que no puede amar nada fuera de la justicia.
Si Dios no fuera justo, él no se fijaría en Dios, según ya he dicho varias
veces. [La] sabiduría y [la] justicia son una sola cosa en Dios y quien ahí
ama la sabiduría, ama también la justicia; y si el diablo fuera justo, [este
hombre] lo amaría en cuanto fuera justo y ni un pepino más1a.
El hombre justo no ama en Dios ni esto ni aquello; y si Dios le diera toda su
sabiduría y todo cuanto puede ofrecer fuera de Él mismo, no le daría
importancia y no le gustaría porque no quiere nada ni busca nada, pues no
conoce ningún porqué por el cual haría alguna cosa, así como obra Dios sin
porque y no conoce ningún porqué. Tal como obra Dios, obra también el
justo, sin porqué; y así como la vida vive por ella misma y no busca ningún
porqué por el cual vive, así también el justo no conoce ningún porque por
el cual haga alguna cosa.
Ahora prestad atención a la palabrita que dice: «Tienen hambre y sed
de justicia». Nuestro Señor dice: «Quienes me coman tendrán más hambre;
quienes me beban tendrán más sed» (Eclesiástico 24, 29). Esto ¿cómo hay
que entenderlo? Porque no sucede lo mismo con las cosas corpóreas; cuanto más
se come de ellas, tanto más se sacia uno. Pero, con respecto a las cosas
espirituales, no hay saciedad; pues, cuanto más se tiene de ellas, tanto más
se las apetece. Por ello dice esta palabra: «Habrán de tener más sed aún
quienes me beban, y más hambre quienes me coman». Esos tienen tanta hambre
de [que se cumpla] la voluntad de Dios, y ella les sabe tan bien que todo
cuanto Dios les inflige, los contenta y les gusta tanto que no serían capaces
de querer ni de pretender otra cosa. Mientras el hombre tiene hambre, la
comida le gusta; y cuanto mayor sea el hambre, tanto más placer le dará
comer. Lo mismo sucede a quienes tienen hambre de [que se cumpla] la voluntad
de Dios: a ésos, su voluntad [= la de Dios] les gusta tanto, y todo cuanto Él
quiere y les inflige los satisface tanto, que aun si Dios les quisiera ahorrar
[el infortunio], no querrían que así se hiciese; tanto les gusta esa primera
voluntad de Dios[2].
Si yo quisiera congraciarme con una persona y gustarle a ella sola, entonces
preferiría a cualquier otra cosa todo cuanto fuera placentero a esa persona y
con lo cual yo le resultaría agradable. Y si sucediera que yo le gustara más
con un vestido sencillo que con uno de terciopelo, indudablemente preferiría
el vestido sencillo a cualquier otro. Lo mismo sucede con aquel a quien le
gusta la voluntad de Dios; todo cuanto le da Dios, sea enfermedad o pobreza o
lo que fuera, lo prefiere a cualquier otra cosa. Justamente, porque lo quiere
Dios, le resulta más sabroso que nada.
Ahora bien, os gusta decir: «¿Qué sé yo si es la voluntad de Dios?»
Yo contesto: Aunque por un solo instante no fuera la voluntad de Dios, tampoco
sería; ha de ser siempre su voluntad. Entonces, si te gustara la voluntad de
Dios, te hallarías exactamente como en el reino de los cielos con lo que te
sucediera o no sucediera; y quienes quieren otra cosa que no sea la voluntad
de Dios, tienen su merecido porque viven siempre con lamentaciones e
infelicidad; siempre se les vuelve a hacer fuerza e injusticia, y por doquier
tienen penas. Y es justo que sea así, porque hacen como si vendieran a Dios,
tal como lo vendió Judas. Aman a Dios por una cosa cualquiera que no es Dios.
Y luego, si reciben lo que aman, no piensan en Dios. Ya sea devoción o placer
o cualquier cosa que te venga bien, todo lo creado no es Dios. Dice un Escrito: [la Escritura]: «El mundo está hecho por Él y lo que ha
sido hecho, no lo conoció» (Cfr. Juan 1, 10). Quien se imaginara que,
agregando mil mundos a Dios, se poseería en algún modo más que a Dios solo,
no conocería a Dios ni sabría en lo más mínimo[3]
lo que es Dios, y sería un palurdo. Por ello, el hombre no debe fijarse en
nada fuera de Dios. Quien busca alguna cosa en Dios, no sabe qué es lo que
busca, según he dicho varias veces.
El Hijo nace en nosotros del siguiente modo: cuando no conocemos ningún
porqué y, [por nuestra parte], volvemos a nacer en el Hijo. Orígenes
anota una palabra muy noble[4]
y si yo la pronunciara os parecería increíble. «No nacemos solamente en el
Hijo, sino que nacemos hacia fuera y otra vez nacemos en Él y nacemos de
nuevo y nacemos inmediatamente en el Hijo. Digo —y es verdad—: En
cualquier pensamiento bueno o buena intención u obra buena, todo el tiempo
nacemos de nuevo en Dios». Por ello —según dije el otro día—[5]:
El Padre no tiene sino un único Hijo, y en la medida en que pongamos menor
intención o atención en otra cosa que no sea Dios, y miremos menos hacia
alguna cosa de afuera, en la misma medida seremos transfigurados en la imagen
del Hijo y en la misma medida nacerá el Hijo en nosotros y nosotros naceremos
en el Hijo y llegaremos a ser un solo Hijo: Nuestro Señor Jesucristo es el único
Hijo del Padre y Él sólo es hombre y Dios. Ahí no hay sino un solo Hijo en
una sola esencia, y ésta es esencia divina. De este modo, nosotros llegamos a
ser uno en Él, siempre y cuando fijemos nuestra mente sólo en Él. Dios
siempre quiere estar solo; ésta es una verdad necesaria y no puede ser de
otro modo: tenemos que fijar la mente siempre en Dios solo.
Es cierto que Dios infundió suficiencia y placer en las criaturas; pero la raíz de toda suficiencia y la esencia de todo placer se las ha reservado Dios en Él solo. [Escuchad] un símil: El fuego, es cierto, arroja junto con el calor su raíz en el agua, pues, cuando se quita el fuego, el calor permanece por un rato en el agua y también en la madera; luego de la presencia del fuego, el calor perdura tanto tiempo como ha sido poderoso el fuego. Mas el sol, si bien alumbra el aire dejándolo traslúcido, no arroja en el su raíz; pues, cuando el sol ya no se halla presente, tampoco tenemos luz. Así procede Dios con las criaturas: arroja el resplandor de su suficiencia en las criaturas; pero la raíz de toda suficiencia la mantiene sólo en Él mismo porque quiere que existamos únicamente para Él mismo y para nadie más. Dios se adorna, pues, para el alma y se le ofrece y se ha esforzado con toda su divinidad para resultarle agradable al alma; porque Dios quiere gustar, Él solo, al alma y no quiere tener rival. Dios no tolera ninguna limitación; tampoco quiere que se anhele o apetezca ninguna otra cosa fuera de Él.
Ahora sucede que algunas personas se imaginan que son muy santas y
perfectas, y pretenden [hacer] grandes cosas y [usar] grandes palabras y, sin
embargo, anhelan y apetecen muchísimo y también quieren poseer mucho y se
fijan mucho en sí mismas y en esto y aquello, y piensan que son propensas al
recogimiento, y [no obstante] no son capaces de aceptar ninguna palabra [sin
contestar]. Por cierto, tened la seguridad de que se hallan lejos de Dios y
fuera de la unión mencionada. Dice el profeta:
«Vertí mi alma dentro de mí» (Salmo 41, 5). Mas, San Agustín pronuncia una palabra superior[6]
él dice: Vertí mi alma por encima de mí. Si el alma ha de ser uno con el
Hijo, es necesario que llegue por encima de sí misma; y cuanto más salga de
sí misma, tanto más será uno con el Hijo. Dice San Pablo:
«Hemos de ser transformados en la misma imagen que es Él» (Cfr. 2 Cor.
3, 18).
Dice un Escrito[7]:
La virtud nunca es virtud a no ser que provenga de Dios o por Dios o en
Dios [= con Dios]; una de estas tres [cosas] debe haber siempre. Si le pasara
algo distinto, no sería virtud; porque aquello que se anhela sin Dios, es
demasiado pequeño. La virtud es Dios o [se halla] inmediatamente en Dios. Mas
cuál sería lo mejor, de esto no quiero deciros nada por el momento. Ahora
podríais preguntar: «Decid, señor, ¿cómo es esto? ¿cómo podríamos
hallarnos inmediatamente en Dios de modo que no anheláramos ni buscáramos
nada mas que Dios, y como podríamos ser tan pobres y renunciar a todo? ¡Es
una afirmación muy dura [decir] que no debiéramos desear ninguna recompensa!»…
Tened la certeza de que Dios no dejará de dárnoslo todo; y aunque hubiera
renegado [de hacerlo], no podría renunciar a ello, tendría la obligación de
dárnoslo. Le hace mucha más falta a Él darnos que a nosotros recibir; pero
no debemos anhelarlo; porque, cuanto menos lo deseemos y apetezcamos, tanto más
dará Dios. Pero, con ello Dios no pretende sino que lleguemos a ser mucho más
ricos y que recibamos mucho más.
A veces cuando he de rezar, suelo decir la siguiente palabrita: «¡Señor,
aquello que te pedimos es tan pequeño! Si alguien me lo solicitara, se lo haría,
y a ti te resulta cien veces más fácil, que a mí, y también lo harías con
mayor gusto. Y, si sucediera que te pidiésemos algo más importante, te
resultaría fácil concederlo; y cuanto mayor sea, lo darás con mayor gusto».
Porque Dios está dispuesto a dar grandes cosas con tal de que seamos capaces
de renunciar a todas las cosas en la justicia.
Que Dios nos ayude para que así «sigamos a la justicia» «en la
sabiduría» y «tengamos hambre y sed» para que «se nos satisfaga». Amén.
[1] Atribución: «Maestro Eckhart». Encabezamiento: «Para el día de todos los Santos». A pesar de ello, Quint señala (t. II p. 285 n. 1) que los dos santos a que se refiere Eckhart son Cosme y Damián ya que los dos textos bíblicos corresponden a su Fiesta en el antiguo misal de los dominicos. Por lo tanto, el sermón habría sido pronunciado en un día 27 de septiembre.
1a El texto original dice: «ni un cabello más».
[2] Quint explica (t. II p. 290 n. 3): «La primera voluntad es lo que quiere Dios […] frente a la (segunda) voluntad posible de conmutar la pena».
[3] «En lo más mínimo». Eckhart se expresa con mayor plasticidad en el texto original donde dice «ni por un cabello».
[4] Origenes, Homiliae in Ieremiam 11, según indicación del propio Eckhart en las obras latinas.
[5] Sería una referencia al Sermón XVI b.
[6]
Cfr. Augustinus, Ps. 41 n. 8.
[7] Cfr. Thomas, S. theol. I II q. 61 a. 5 obi. 1; y Augustinus, Contra Julianum IV c. 3 n. 21.