SERMÓN XLII[1]
Adolescens, tibi dico: surge.
En el Evangelio, escrito por mi señor San Lucas, se lee sobre «un joven que estaba muerto. Entonces, Nuestro
Señor llegó hasta él y se acercó y se compadeció de él y lo tocó y
dijo: “Joven, te digo y te ordeno: ¡levántate!”» (Cfr. Lucas 7, 12
ss.).
Ahora habéis de saber: En todas las personas buenas Dios se halla por
entero y hay un algo en el alma en cuyo interior vive Dios, y hay un algo en
el alma donde el alma vive en Dios. Y cuando el alma se vuelve hacia fuera,
hacia las cosas exteriores, entonces muere y Dios muere también para el alma.
[Pero], por eso no muere en absoluto en Él mismo, sino que sigue viviendo en
sí mismo. Cuando el alma se separa del cuerpo, el cuerpo está muerto y el
alma vive en sí misma; de igual modo Dios está muerto para el alma y vive en
sí mismo. Sabedlo, pues: hay una potencia en el alma[2],
que es más extensa que el cielo —que es increíblemente extenso y tan
extenso que no es posible enunciarlo bien— mas, esa misma potencia todavía
es mucho más extensa[3].
¡Hola, esforzaos mucho y prestad atención! Resulta que el Padre
celestial, en esta potencia noble, le dice a su Hijo unigénito: «¡Joven,
levántate!» Hay una unión tan grande entre Dios y el alma que es increíble,
y Dios en sí mismo es tan alto que no puede llegar hasta allí ningún
conocimiento ni anhelo alguno. El anhelo llega más lejos que todo aquello que
se puede aprehender por el conocimiento. Aquél es más extenso que todos los
cielos, ah sí, [y] que todos los ángeles, y eso que todo cuanto hay en la
tierra, vive por una chispita del ángel. El anhelo es extenso, desmedidamente
extenso. Todo cuanto el conocimiento puede aprehender y el anhelo puede
desear, no es Dios. Ahí donde terminan el conocimiento y el anhelo, ahí está
oscuro, ahí luce Dios[4].
Nuestro Señor dice, pues: «¡Joven, te digo: levántate!» Ojo, si he
de escuchar en mi interior el habla de Dios, tengo que haberme extrañado tan
completamente de todo cuanto es mío —en especial, en el reino de lo
temporal— como me resulta extraño aquello que se halla allende el mar. El
alma es, en sí misma, tan joven como cuando fue creada, y la edad que le
corresponde, sólo vale con miras al cuerpo, por cuanto ella actúa en los
sentidos. Dice un maestro[5]: «Si un hombre
anciano tuviera los ojos de un joven, vería tan bien como un joven». Ayer
estaba sentado en un lugar y dije allí una palabra que suena bastante increíble…
dije, pues, que Jerusalén queda tan cerca de mi alma, como el lugar en donde
estoy ahora. Ah sí, con toda verdad: aquello que dista de Jerusalén más de
mil millas, queda tan cerca de mi alma como mi propio cuerpo, y de ello estoy
tan seguro como del hecho de ser hombre, y es [cosa] fácil de comprender para
los frailes doctos. ¡Sabed[lo]: mi alma es tan joven como cuando fue creada,
¡ah sí! y mucho más joven todavía! Y ¡sabed!: si mañana fuera más joven
qué hoy, no me sorprendería[6].
El alma tiene dos potencias que nada tienen que ver con el cuerpo; y éstas
son [el] entendimiento y [la] voluntad: ellas operan por encima del tiempo. ¡Ojalá
estuvieran abiertos los ojos del alma de modo que el conocimiento mirara
claramente la verdad! ¡Sabed[lo]: a tal hombre le resultaría tan fácil
renunciar a todas las cosas como a un garbanzo o una lenteja o una nonada; ¡ah
sí, por mi alma, todas estas cosas serían nonada para semejante hombre!
Ahora bien, hay algunas personas que se despojan de estas cosas por amor, pero
consideran muy grandes las cosas que han dejado. Pero aquel hombre que
reconoce en la verdad que, si bien renuncia a sí mismo y a todas las cosas,
esto no es nada aún… por cierto, el hombre que vive así, posee en la
verdad todas las cosas.
En el alma hay una potencia[7]
para la cual todas las cosas son igualmente dulces; ah sí, lo peor y lo mejor
de todo le resultan completamente iguales a esta potencia; ella toma a todas
las cosas por encima de «aquí» y «ahora». «Ahora»… esto es tiempo, y
«aquí»… esto es lugar, el lugar donde me encuentro ahora. Mas, si hubiera
salido enteramente de mí mismo, desasiéndome por completo, entonces ¡albricias!
el Padre engendraría a su Hijo unigénito en mi espíritu con tanta pureza
que el espíritu volvería a darlo a luz. Ah sí, [lo digo] con toda verdad:
Si mi alma estuviera tan dispuesta como el alma de Nuestro Señor Jesucristo,
el Padre obraría en mi interior tan puramente —y nada menos— como en su
Hijo unigénito; porque me ama a mí con el mismo amor con el que se ama a sí
mismo. San Juan dice: «Al comienzo
era el Verbo y el Verbo estaba con Dios y Dios era el Verbo» (Juan 1, 1). Ea,
aquel que ha de escuchar el Verbo en el Padre —allí reina gran silencio—
debe estar muy tranquilo y apartado de todas las imágenes, ah sí, y de todas
las formas. Ea, este hombre debería vincularse a Dios con tanta lealtad que
todas las cosas juntas no fueran capaces de alegrarlo ni entristecerlo. Ha de
recibir todas las cosas en Dios, tales como son en Él.
Ahora dice: «¡Joven, te digo: levántate!». Él mismo quiere hacer la
obra. Si alguien me mandara que transportase una sola piedra, lo mismo me podría
ordenar transportar mil piedras en vez de una, siempre y cuando él mismo
quisiera llevarlas. O, si mandara a alguien que transportase un quintal, lo
mismo podría ordenar que transportara mil quintales en vez de uno, siempre y
cuando él mismo quisiera llevarlos. Ea, Dios mismo quiere hacer esta obra, el
hombre sólo ha de obedecer y no oponerse. Ay, si el alma sólo se dispusiera
a vivir adentro, tendría presentes todas las cosas. Hay una potencia[8]
en el alma y no sólo una potencia sino: [una] esencia y no sólo [una]
esencia, sino algo que desliga de [la] esencia… esto es tan acendrado y tan
elevado y tan noble en sí mismo que ninguna criatura puede entrar sino sólo
Dios que mora ahí. Ah sí, [lo digo] con plena verdad: Dios mismo no puede
entrar tampoco, en cuanto tiene modo de ser ni en cuanto es sabio ni en Cuanto
es bueno ni en cuanto es rico. Ah sí, Dios no puede entrar ahí con ningún
modo [de ser]. Dios puede entrar ahí sólo con su desnuda naturaleza divina.
Ea, daos cuenta, pues, que dice: «¡Joven te digo!». Y ¿qué es el «decir»
de Dios? Es la obra de Dios, y esta obra es tan noble y tan elevada que sólo
Dios la hace. Sabed pues: toda nuestra perfección y toda nuestra
bienaventuranza dependen de que el hombre atraviese y sobrepase toda
criaturidad y toda temporalidad y toda esencia, y vaya al fondo carente de
fondo.
Pedimos a Dios, Nuestro querido Señor, que logremos ser uno y moremos
adentro y que Dios nos ayude a [llegar] a ese mismo fondo. Amén.
[1] Encabezamiento: «El domingo XVI después de Trinidad». El mismo texto se halla en el antiguo misal de los dominicos para el día indicado arriba.
[2] La chispita del entendimiento supremo.
[3] Quint (t. II p. 302 n. 2) explica que bajo «la potencia más extensa que el cielo» se entiende el anhelo, mientras «esa misma potencia» corresponde a «algo en el alma» mencionado arriba.
[4] En su traducción al alto alemán moderno Quint intercala «pero» antes de «ahí luce Dios». Acaso no haga falta, pues la oscuridad de Dios y su luz son dos aspectos paradójicos que, sin embargo, en la concepción mística van juntos.
[5] Aristóteles, De an. I t. 65. Véase también Thomas, In De anima 1. I lect. 10.; y S. theol. I q. 77 a. 8 obi. 3; y Albertus Magnus, Met. II tr. 2 c. 16.
[6] Texto según la traducción al alto alemán moderno de Quint. Parece, empero, que el giro en alto alemán medio «mir versmahte daz» significa más bien «me disgustaría» de modo que la frase diría: «Si mañana mi alma no fuera más joven que hoy, me disgustaría».
[7] Una potencia = el entendimiento.
[8] Se trata otra vez de la «chispita del entendimiento supremo».