SERMÓN XLIV[1]
Postquam completi erant dies, puer Iesus portabatur in templum. Et ecce, homo erat in Ierusalem.
San Lucas escribe en el Evangelio: «Cuando se cumplieron los días, Cristo fue llevado al templo. Y fijaos que allí en Jerusalén había un hombre llamado Simeón, éste era justo y temeroso de Dios; esperaba la consolación del pueblo de Israel y en él estaba el Espíritu Santo» (Cfr. Lucas 2, 22 ss.).
«Y fijaos»: esta palabra «et» [= y] significa en latín una unión y
un atar y encerrar. Todo cuanto está atado y encerrado por completo,
significa unión. Con ello quiero decir que el hombre esté atado a Dios y
encerrado y unido con Él. Nuestros maestros
dicen lo siguiente[2]: [La] unión requiere
semejanza. No puede haber unión sin que haya semejanza. Lo que está atado y
encerrado produce unión. Aquello que se halla cerca de mí, por ejemplo,
cuando estoy sentado junto a ello o me encuentro en el mismo lugar, eso no
produce semejanza. Por ello dice Agustín[3]:
Señor, cuando me hallaba lejos de ti, eso no se debía a una distancia de
lugar, sino que era a causa de la desigualdad en la que me hallaba yo. Dice un
maestro[4]:
Aquel cuyo ser y obra están ubicados completamente en la eternidad, y
aquel otro cuyo ser y obra se dan por completo en el tiempo, ésos nunca
concuerdan; jamás se encontrarán. Nuestros maestros
dicen[5]:
Entre aquellas cosas cuyo ser y obra se hallan en la eternidad, y aquellas
cosas cuyo ser y obra se dan en el tiempo, debe haber, necesariamente, un
medio [separador]. [Mas], donde hay un encierro y una atadura perfectos, ahí
debe haber, necesariamente, igualdad. Donde Dios y el alma han de estar
unidos, ello debe ser a causa de [la] igualdad. Donde no hay desigualdad, debe
haber, obligadamente, uno solo; no está unido solamente por el encierro, sino
que se vuelve uno; no sólo [es] igualdad sino igual. Por ello decimos que el
Hijo no es igual al Padre, sino que es la
igualdad; es uno con el Padre.
Nuestros maestros más
insignes dicen[6]: Una imagen que se halla
en una piedra o en una pared —si por debajo no hubiera ningún agregado—,
esta imagen sería —para quien la toma en su carácter de imagen—
totalmente una con aquello cuya imagen es. Cuando el alma entra en la imagen
[en el alma] en la cual no hay nada extraño sino sólo la imagen [divina],
con la cual constituye una sola imagen, entonces [esa alma] está bien
aleccionada. Donde uno se halla traspuesto en la imagen en la cual se asemeja
a Dios, ahí aprehende a Dios, ahí encuentra a Dios. Donde algo está
dividido hacia fuera, no se encuentra a Dios. Cuando el alma entra en aquella
imagen y se mantiene exclusivamente en la imagen, [entonces] encuentra a Dios
en esa imagen; y el hecho de que se halle a sí y a Dios, implica una sola
obra que es atemporal: ahí encuentra a Dios. En la medida en que se halla ahí
adentro, en esa misma medida es uno con Dios; él quiere decir: en la medida
en que uno se halla encerrado allí donde el alma es imagen de Dios. En cuanto
el [hombre] se halle ahí adentro, en tanto será divino; en cuanto ahí
adentro, en tanto en Dios, no encerrado ni unido, más bien: es uno.
Dice un maestro[7]
que cada igualdad significa un nacimiento. Afirma además: La naturaleza
nunca encuentra cosa igual a sí, sin que haya, necesariamente, un nacimiento.
Nuestros maestros dicen: El fuego,
por fuerte que sea, no encendería nunca si no esperara un nacimiento. Por
seca que estuviera la leña que se colocase adentro, jamás ardería si no
fuera capaz de adquirir igualdad con él [= el fuego]. El fuego desea nacer en
la leña y que todo se haga un solo fuego y que éste se conserve y perdure.
Si se extinguiera y deshiciera, ya no sería fuego; por eso desea ser
conservado. La naturaleza del alma nunca contendría lo igual [= a Dios] a no
ser que desease que Dios naciera en ella. Nunca se ubicaría en su naturaleza,
ni desearía hacerlo si no esperara el nacimiento y éste lo opera Dios; y
Dios nunca lo operaría si no quisiera que el alma naciese dentro de Él. Dios
lo opera y el alma lo desea. De Dios es la obra y del alma, el deseo y la
capacidad de que Dios nazca en ella y ella en Dios. El que el alma se le
asemeje, lo obra Dios. Ella ha de esperar, necesariamente, que Dios nazca en
ella y que sea sostenida dentro de Dios y ansíe la unión, para que sea
sostenida en Dios. La naturaleza divina se derrama en la luz del alma, y es
sostenida allí adentro. Con ello Dios se propone nacer en ella y serle unido
y sostenido en ella. Esto ¿cómo puede ser? ¿Si decimos que Dios es su
propio sostenedor? Cuando Él tira al alma hacia ahí adentro [= a su
naturaleza divina], ella descubre que Dios es su propio sostenedor y entonces
permanece ahí, de otro modo no se quedaría nunca. Dice Agustín[8]:
«Exactamente así como amas, así eres: si amas a la tierra, te vuelves
terrestre; si amas a Dios, te vuelves divino. Si amo, pues, a Dios ¿me
convierto en Dios? Esto no lo digo yo, os remito a la Sagrada Escritura. Dios
ha dicho por intermedio del profeta: “Sois
dioses e hijos del Altísimo”» (Salmo 81, 6). Y por eso digo: Dios da el
nacimiento en lo igual. Si el alma no contara con ello, nunca desearía entrar
ahí. Ella quiere ser sostenida dentro de Él; su vida depende de Él. Dios
tiene un sostén, una permanencia en su ser; y por ello no hay otra
alternativa que pelar y separar todo cuanto es del alma: su vida, [sus]
potencias y [su] naturaleza, todo ha de ser quitado, manteniéndose ella en la
luz acendrada donde constituye una sola imagen con Dios, allí encuentra a
Dios. Es esta la peculiaridad de Dios de que no cae en Él nada extraño, nada
sobrepuesto, nada agregado. Por ello, el alma no ha de recibir ninguna impresión
ajena, nada sobrepuesto, nada agregado. Esto es lo [que decimos] del primer
[punto] [= et].
«Y fijaos»: «ecce». «Ecce», esta palabrita contiene en sí todo
cuanto pertenece al verbo, no se le puede añadir nada [=no tiene flexión].
Verbo, esto es Dios, Dios es un Verbo, el Hijo de Dios es un Verbo. El [= el
evangelista] opina que toda nuestra vida, todo nuestro anhelo deberían estar
encerrados y suspendidos por completo en Dios y dispuestos hacia Él. Por eso
dice Pablo: «Soy lo que soy por la
gracia de Dios» (1 Cor. 15, 10), y además dice: «Yo vivo, mas no yo, sino
que Dios vive del todo en mí» (Gal. 2, 20). ¿Qué más [tenemos]?
«Homo erat». Él dice: «Fijaos, un hombre». Nosotros usamos la
palabra «homo» para mujeres, y varones, pero los romanos no quieren concedérsela
a las mujeres a causa de su debilidad[9].
«Homo», significa lo mismo que «aquello que es perfecto» y «a lo cual no
le falta nada». «Homo», «el hombre», tiene el sentido de «quien está
hecho de tierra», y significa «humildad»[10].
La tierra es el elemento más bajo y yace en el medio y está rodeada
completamente por el cielo y recibe del todo el influjo del cielo. Todo cuanto
obra y vierte el cielo, es recibido en medio del fondo de la tierra. En otro
aspecto «homo» significa lo mismo que «humedad» y tiene el sentido de «quien
está regado con mercedes», afirmando que el hombre humilde recibe en seguida
el influjo de la gracia. Por este influjo de la gracia asciende en el acto la
luz del entendimiento; ahí [arriba] irradia Dios su resplandor en una luz que
no sufre ser encubierta. Quien se hallara poderosamente rodeado por esa luz,
sería, comparado con otra persona, tanto más noble como [lo es] un hombre
vivo a otro pintado en la pared. Esa luz es tan poderosa que no sólo está
privada en sí de tiempo y espacio, sino que, además, le quita a aquello
sobre lo cual se derrama, el tiempo y el espacio y todas las imágenes corpóreas
[= representaciones] y todo cuanto [le] es ajeno. Ya he dicho varias veces: Si
no hubiera ni tiempo ni espacio ni otras cosas, todo sería una sola esencia.
Quien de tal manera fuera uno y se postrara en el fondo de la humildad, sería
inundado allí mismo con mercedes.
En tercer lugar: esa luz quita el tiempo y el espacio. «Había un
hombre». ¿Quién le dio esa luz?… La pureza. La palabra «erat» pertenece
a Dios por antonomasia. En lengua latina no existe ninguna palabra que
pertenezca tanto a Dios como «erat». Por eso acude Juan en su Evangelio,
diciendo muchas veces: «erat», «era», y con ello se refiere a un ser puro.
Todas las cosas añaden, pero aquello [= erat] no añade sino en el
pensamiento, mas no en un pensamiento que agregue, sino en un pensamiento que
quita [= abstrae]. [La] bondad y [la] verdad agregan por lo menos en el
pensamiento, pero, el ser desnudo al cual no se ha añadido nada, éste
significa «erat». Por otra parte, «erat» significa un nacimiento, un
devenir perfecto. He venido ahora, hoy estaba viniendo[11], y si el tiempo fuera
quitado al hecho de que estaba viniendo y que he venido, entonces «viniendo»
y «he venido» serían aunados y serían uno. Donde «viniendo» y «he
venido» se aúnan en una sola cosa, ahí nacimos y somos creados y formados
otra vez en la imagen primigenia. También he dicho ya varias veces: Mientras
alguna parte de una cosa se halla en su ser, no es creada otra vez; es cierto
que se la pinta o renueva como un sello que ha envejecido; a éste lo colocan
otra vez renovándolo. Dice un maestro pagano[12]:
Lo que es, ningún tiempo lo hace envejecer; ahí hay bienaventurada vida en
un siempre jamás donde no existe ninguna curvatura, donde nada está
encubierto, donde hay un ser puro. Salomón
dice: «No hay nada nuevo bajo el sol» (Eclesiástico 1, 10). Esto se
entiende raras veces de acuerdo con su significado. Todo cuanto se halla bajo
el sol, envejece y disminuye; pero allí no hay sino un ser nuevo. [El] tiempo
produce dos cosas: [la] vejez y [la] disminución. Aquello sobre lo cual
brilla el sol, se halla en el tiempo. Todas las criaturas son ahora y son de
Dios; mas, allí donde están en Dios, son tan desiguales a lo que son aquí,
como el sol [lo es] a la luna, y mucho más [todavía]. Por eso, dice [Lucas]:
«erat in eo». «El Espíritu Santo estaba en él», donde se hallan el ser
[puro] y un devenir [perfecto].
«Un hombre estaba». ¿Dónde estaba? «En Jerusalén». «Jerusalén»
quiere decir «una visión de la paz[13]»;
en fin, significa que el hombre sea pacífico y se halle bien orientado. Y
acaso signifique más. Pablo dice:
«Os deseo la paz que supera todo concepto. Que ella guarde vuestros corazones
y vuestro entendimiento» (Cfr. Filip. 4, 7).
Roguemos a Nuestro Señor que seamos de tal modo «un hombre» y que
seamos trasladados a esa paz que es Él mismo. Que Dios nos ayude a lograrlo.
Amén.
[1] Se atribuye a «Fray Eghart» y también a «maestro eckhart». El texto está tomado del Evangelio para la Fiesta de la Candelaria (2 de febrero). En el encabezamiento de un manuscrito se dice también: «Un buen sermón para la Fiesta de la Candelaria».
[2]
Aristóteles, Met. V t. 20; y Thomas, S.
theol I q. 93 a. 9.
[3]
Augustinus, Confess. I. VII c. 10 n. 16.
[4]
Cfr. Thomas, S. theol. III q. 5 a. 5 ad 3.
[5] Véase Thomas, De veritate q. 3 a. 2 obi. 5.
[6]
Se remite a Augustinus, De trin. VI
c. 10 n. 11; y De divers. quaest. LXXXIII
q. 74; y Thomas, S. theol. I q. 93
a. 1.
[7]
En la edición de las obras latinas se remite a Aristóteles, De
an. II t. 34.
[8]
Augustinus, In ep. Ioh. ad Parthos tr. 2 n. 14.
[9] Cfr. Quint (t. II p. 345 n. 3) En alemán se dice «Mensch» tanto para hombres como para mujeres, pero en latín «homo», en francés «homme» y en italiano «uomo» se aplica sólo al varón.
[10] Para la definición de «homo» cfr. Aristóteles, De an. III según referencia de Eckhart en In Ioh. n. 318 (Obras latinas t. III p. 265, 4 ss.).
[11] En el primer caso se trata de un estado definitivo, en el segundo, de un movimiento todavía imperfecto.
[12] En la edición de las Obras latinas se remite a Aristóteles, Phys. IV, t. 117.
[13] Véase Isidorus Hispalensis, Etymologiae XV c. 1 n. 5.