SERMÓN XLIX[1]

Beatus venter, qui te portavit, et ubera, quae suxisti.

Hoy se lee en el Evangelio que «una mujer, le dijo a Nuestro Señor: “Bienaventurado es el seno que te llevó, y bienaventurados son los pechos que mamaste”. A lo cual respondió Nuestro Señor: “Dices la verdad. Bienaventurado es el seno que me llevó y bienaventurados son los pechos que mamé. Pero, es mayor aún la bienaventuranza del que escucha mi palabra y la guarda”» (Cfr. Lucas 11, 27 ss.).

Ahora fijaos empeñosamente en esta palabra que dijo Cristo: «Mayor es la bienaventuranza del que escucha. mi palabra y la guarda, antes que del seno que me llevó y de los pechos que mamé». Si yo hubiera dicho estas palabras y fueran las mías propias, según las cuales es más bienaventurado aquel que escucha la palabra de Dios y la guarda, de lo que lo es María a causa del Nacimiento por el cual es la madre carnal de Cristo… repito, si yo lo hubiera dicho, la gente se sorprendería. [Pero] resulta que lo dijo Cristo mismo. Por eso hay que creérselo a Él en cuanto verdad, porque Cristo es la Verdad.

Ahora fijaos en qué es lo que oye «quien escucha la palabra divina». Escucha a Cristo nacido del Padre en completa igualdad con el Padre y habiendo adoptado nuestra humanidad. [Ambas cosas] se hallan unidas en su persona. Dios verdadero y hombre verdadero, un solo Cristo: he aquí la palabra que escucha íntegramente quien escucha la palabra de Dios y la guarda con toda perfección.

San Gregorio nos prescribe cuatro puntos[2] que debe observar el hombre que ha de «escuchar y guardar la palabra de Dios». El primero es que se debe haber mortificado él mismo con respecto a todo deseo carnal, habiendo aniquilado en su fuero íntimo todas las cosas perecederas, y él mismo también debe estar muerto para todo lo perecedero. Segundo: que se halle totalmente y para siempre elevado hasta Dios con conocimiento y amor y con ternura verdadera [e] íntegra. El tercer punto consiste en que no le haga a nadie lo que le apenaría que se lo hicieran a él. El cuarto punto implica que sea generoso en cuanto a las cosas materiales y bienes espirituales, que lo dé todo generosamente. Hay muchas personas que aparentan dar y en verdad no lo hacen. Son aquellos que dan sus dones a quienes tienen más que ellos del don que dan, donde acaso ni se apetece ese [regalo], o donde aspiran que a trueque de su don se les haga algún servicio o se les devuelva algo en cambio o se les reverencie. El don de semejante gente se llamaría, más propiamente, una petición en vez de un don, porque en verdad no dan nada. Nuestro Señor Jesucristo era libre y pobre en todos sus dones que nos dio caritativamente: en todos sus dones no buscó nada suyo, más aún: aspiraba sólo a [la] loa y gloria del Padre y a nuestra bienaventuranza, y por el amor verdadero se entregó Él mismo a la muerte. El hombre, pues, que quiere dar por amor de Dios, ha de dar los bienes materiales puramente por Dios de modo que no piense en [recibir] ni un servicio ni una retribución ni honras perecederas, y que no busque para sí nada que no sea [la] loa y [la] honra de Dios, y que, por amor de Dios, ayude a su prójimo necesitado de alguna cosa para su sustento. Y del mismo modo habrá de dar también los bienes espirituales[3], allí donde sabe que su hermano en Cristo[4] los recibe de buen grado para corregir así su vida por amor de Dios, y no ha de apetecer ni agradecimiento ni recompensa de ese hombre ni ventaja alguna y tampoco debe pedir ninguna recompensa de parte de Dios por el servicio [prestado], excepto que Dios sea loado. De tal modo ha de mantenerse libre con respecto a su dádiva, tal como Cristo permaneció libre y pobre con respecto a todos sus dones que nos dio. Dar de este modo significa dar en realidad. Quien cumple con estos cuatro puntos, puede confiar de veras en que ha escuchado y también guardado la palabra de Dios.

Toda la santa Cristiandad le atribuye gran honra y dignidad a Nuestra Señora por haber sido la madre carnal de Cristo; y así corresponde. La santa Cristiandad implora su gracia y ella puede obtenerla [de Dios] y esto corresponde. Y si la santa Cristiandad le rinde honores tan grandes, como corresponde, mucha más alabanza y honor puede rendir la santa Cristiandad a aquel hombre que ha escuchado y guardado la palabra divina, porque él es todavía más bienaventurado de lo que es Nuestra Señora por el [mero] hecho de ser la madre carnal de Cristo, según dijo Cristo mismo. Tanta honra e incontablemente más recibe el hombre que escucha y guarda la palabra divina. Este preámbulo os lo he dicho para que os concentréis mientras tanto. Perdonadme por haberos detenido de tal manera. Ahora quiero predicar.

Tomamos del Evangelio tres pasajes; sobre ellos quiero predicaros. El primero reza: «Bienaventurado es aquel que escucha y guarda la palabra de Dios». El otro dice: «Si el grano de trigo no cae a tierra y no muere allí, queda solo. Pero, si cae a tierra y muere allí, produce cien veces más fruto» (Juan 12, 24 ss.). El tercero [se refiere a] que Cristo dijo: «Entre los hijos nacidos de mujer, nadie es mayor que Juan Bautista» (Cfr. Mateo 11, 11). Por de pronto paso por alto los dos últimos [pasajes] y hablo del primero.

Y Cristo dijo: «Bienaventurado es aquel que escucha y guarda la palabra de Dios». ¡Ahora fijaos empeñosamente en este significado! El Padre mismo no escucha nada fuera del susodicho Verbo, no conoce nada más que este Verbo, no dice nada más que este mismo Verbo, no engendra nada más que este mismo Verbo. En este mismo Verbo escucha el Padre y conoce el Padre y engendra a sí mismo y también a este mismo Verbo y a todas las cosas y a su divinidad, totalmente hasta el fondo, a sí mismo de acuerdo con la naturaleza, y a este Verbo con la misma naturaleza en otra persona. ¡Ea, fijaos ahora en este modo de hablar! El Padre enuncia, racionalmente, con fecundidad su propia naturaleza íntegra en su Verbo eterno. No es que pronuncie el Verbo voluntariamente, como un acto de voluntad, como cuando se dice o se hace algo a fuerza de voluntad, y a causa de esa misma fuerza uno también podría omitirlo si quisiera. Así no son las cosas con el Padre y con su Verbo eterno, sino que Él, quiéralo o no, debe pronunciar, y engendrar sin cesar, este Verbo, porque se halla de manera natural junto al Padre como una raíz [de la Trinidad], dentro de la naturaleza del Padre, tal como es el Padre mismo. Mirad, por ello el Padre pronuncia el Verbo voluntariamente y no por [fuerza de] la voluntad, y naturalmente y no por [fuerza de] la naturaleza[5]. En este Verbo el Padre enuncia mi espíritu y tu espíritu y el espíritu de cada hombre [como] igual al mismo Verbo. En este mismo [acto de] hablar tú y yo somos [cada uno] un hijo por naturaleza, de Dios como [lo es] el mismo Verbo. Pues, según dije antes: El Padre no conoce nada fuera de este mismo Verbo y de sí mismo y de toda la naturaleza divina y de todas las cosas en este mismo Verbo, y todo cuanto conoce en Él es igual al Verbo y es, por naturaleza, el mismo Verbo en la Verdad. Cuando el Padre te da y te revela este conocimiento, te da de veras [y] del todo su vida y su ser y su divinidad en la Verdad. En esta vida, el padre, [o sea] el padre carnal, le comunica su naturaleza a su hijo, mas no le da su propia vida ni su propio ser, porque el hijo tiene otra vida y un ser distinto del que tiene el padre. Este hecho se demuestra por lo siguiente: El padre puede morir y el hijo, vivir; o, el hijo puede morir y el padre, vivir. Si los dos tuvieran una sola vida y un solo ser, tendría que suceder necesariamente que ambos muriesen o viviesen juntos, ya que la vida y el ser de ambos sería uno solo. Pero, así no es. Y por eso, cada uno es ajeno al otro y están diferenciados en cuanto a vida y ser. Si saco [el] fuego de un lugar y lo coloco en otro, por más que sea fuego, se halla dividido: éste puede arder y aquél apagarse, o éste puede apagarse y aquél arder; y por ende, no es ni uno solo ni eterno. Pero, como dije antes: El Padre en el reino de los cielos te da su Verbo eterno y en el mismo Verbo te da su propia vida y su propio ser y su divinidad toda; porque el Padre y el Verbo son dos personas y una sola vida y un solo ser indiviso. Cuando el Padre te recoge en esta misma luz para que tú contemples, de modo cognoscitivo, a esta luz en esta luz, de acuerdo con la misma peculiaridad con la cual Él, con su poder paterno, se conoce en este Verbo [= esta luz] a sí mismo y a todas las cosas, [así como conoce] al mismo Verbo, según [la] razón y [la] verdad, tal como he dicho, entonces te da poder para engendrar, junto a Él, a ti mismo y a todas las cosas y [te concede] su propio poder igual que a este mismo Verbo. Así pues, estás engendrando sin cesar, junto con el Padre por la fuerza del Padre, a ti mismo y a todas las cosas en un «ahora» presente. Dentro de esta luz, según he dicho, el Padre no conoce ninguna diferencia entre Él y tú y ninguna ventaja, ni menor ni mayor, que entre Él y su mismo Verbo. Porque el Padre y tú mismo y todas las cosas y el mismo Verbo son uno dentro de la luz.

Ahora me voy a referir a la segunda sentencia pronunciada por Nuestro Señor: «Si el grano de trigo no cae a tierra y no muere allí, queda solo y no produce fruto. Pero, si cae a tierra y muere allí, produce cien veces más fruto». «Cien veces», dicho con significado espiritual, equivale a innumerables frutos. Pero ¿qué es el grano de trigo que cae a tierra, y qué es la tierra a la cual ha de caer? Este grano de trigo —según expondré ahora— es el espíritu al que se llama o se dice alma humana, y la tierra a la cual ha de caer, es la muy bendita humanidad de Jesucristo; porque ésta es el campo más noble que haya sido creado jamás de tierra o preparado para cualquier fecundidad. A este campo lo han preparado el mismo Padre y este mismo Verbo y el Espíritu Santo. Ea, ¿cuál era el fruto de este precioso campo de la humanidad de Jesucristo? Era su alma noble, desde el momento en que sucedió que, por la voluntad divina y el poder del Espíritu Santo, la noble humanidad[6] y el noble cuerpo fueron formados en el seno de Nuestra Señora para la salvación de los hombres, y que fue creada el alma noble, de modo que el cuerpo y el alma en un solo instante fueron unidos con el Verbo eterno. Esta unión se hizo tan rápida y verdaderamente que, tan pronto como el cuerpo y el alma se enteraron de que Él [Cristo] estaba, en ese mismo momento Él se comprendió como naturalezas humana y divina unidas, [como] Dios verdadero y hombre verdadero, un solo Cristo que es Dios.

¡Ahora fijaos en el modo de su fecundidad! Por esta vez llamo a su alma noble un grano de trigo que [caído] a la tierra de su noble humanidad, pereció por [el] sufrimiento y [la] acción, por [la] aflicción y [la] muerte, según dijo Él mismo, cuando debía padecer, con estas palabras: «Mi alma está entristecida hasta la muerte» (Mateo 26, 38; Marcos 14, 34). Entonces no se refirió a su noble alma según la manera como ella contempla de modo cognoscitivo el bien supremo, con el cual se halla unido en la persona y [que] es Él mismo según la unión y según la persona: este [bien] lo contemplaba sin cesar con su potencia suprema en medio del sufrimiento máximo, tan de cerca y exactamente como lo hace ahora; ahí adentro no podía caer ninguna tristeza ni pena ni muerte. Verdaderamente es así, porque en momentos en los que el cuerpo moría atrozmente en la cruz, su noble espíritu vivía en tal presencia [= la contemplación del bien supremo]. Pero, en la medida en que el noble espíritu se hallaba racionalmente unido a los sentidos y a la vida del santo cuerpo, hasta ese punto Nuestro Señor llamaba alma a su espíritu creado, por cuanto le daba vida al cuerpo y estaba unida con los sentidos y la facultad intelectual. En ese aspecto [y] hasta ese punto su alma «estaba entristecida hasta la muerte» junto con el cuerpo, porque el cuerpo debía morir.

Ahora diré, pues, de esta destrucción que el grano de trigo, su noble alma, pereció en el cuerpo de dos maneras. Primero —según dije antes—, el alma noble junto con el Verbo eterno tenía una contemplación cognoscitiva de toda la naturaleza divina. A partir del primer momento en que Él [= el Cristo de cuerpo y alma] fue creado y unido [con su naturaleza divina], ella [= el alma de Cristo] pereció en la tierra, en el cuerpo, de modo que ya no tenía nada que ver con él [es decir, con su cuerpo], fuera de estar unida a él y de vivir [con él]. Pero su vida, [si bien] se realizaba con el cuerpo, [se hallaba] por encima del cuerpo en Dios, inmediatamente, sin impedimento alguno. De tal manera pereció en la tierra, en el cuerpo, de modo que ya nada tenía que ver con éste, fuera de estar unida a el.

La otra manera de su destrucción en la tierra, en el cuerpo, acaeció —según dije antes— cuando dio vida al cuerpo y se hallaba relacionada con los sentidos, entonces estaba junto al cuerpo cargada de trabajos y penas y molestias y angustias «hasta la muerte», de modo que ella junto al cuerpo y el cuerpo junto a ella —de acuerdo con esa manera— nunca consiguieron descanso ni comodidad ni satisfacción sin caducidad, mientras el cuerpo era mortal. Y ésa es la otra manera por la cual el grano de trigo, el alma noble, pereció así en cuanto a comodidad y descanso.

Ahora ¡fijaos en el fruto céntuplo e innumerable de este grano de trigo! El primer fruto consiste en que ha dado loa y gloria al Padre y a toda la naturaleza divina por el hecho de que Él, con sus potencias superiores, no se apartó, ni por un momento ni por un punto [de la contemplación del bien supremo], por causa de todo cuanto debía realizar la facultad intelectual ni por todo cuanto tenía que sufrir el cuerpo: así [y] a pesar de todo, seguía contemplando sin cesar a la divinidad con ininterrumpida loa, otra vez engendrada, de la dominación paterna. Esta es una de las maneras de la fecundidad del grano de trigo desde la tierra de su noble humanidad. La otra manera es la siguiente: todo el sufrimiento fecundo de su santa humanidad, que soportó en esta vida por el hambre, la sed, el calor, los vientos, las lluvias, los granizos, la nieve, por muchas penas y además, por su muerte amarga, todo esto lo ofrendó para honrar al Padre divino. Esto redunda en gloria para Él mismo y en fecundidad para todas las criaturas que, con su gracia [= la de Cristo], quieren imitarlo en su vida [poniendo] todos sus esfuerzos. Mirad, ésta es la otra fecundidad de su santa humanidad y del grano de trigo [que es] su alma noble, la cual en esa [condición] se ha hecho fértil para gloria de Él mismo y para [la] bienaventuranza de la naturaleza humana. Ahora acabáis de escuchar cómo el alma noble de Nuestro Señor Jesucristo se ha vuelto fecunda en su santa humanidad. Habéis de observar además, cómo también el hombre ha de llegar a esta [meta]. Aquel hombre que intenta arrojar su alma, o sea el grano de trigo, al campo de la humanidad de Jesucristo, para que perezca ahí y se vuelva fecunda, también debe perecer de dos modos. Un modo tiene que ser corpóreo, el otro espiritual. Al corpóreo hay que interpretarlo como sigue: cuanto sufre a causa del hambre, de la sed, del frío, del calor y de que se lo desprecie y [tenga que soportar] muchos sufrimientos inmerecidos, cualquiera que sea la forma en que Dios lo disponga, [todo] esto lo habrá de aceptar de buen grado, alegremente, justo como si Dios no lo hubiera creado para nada que no fuese padecimiento e infortunio y trabajo, y no habrá de buscar y apetecer en ello cosa alguna para sí mismo, ni en el cielo ni en la tierra, y todo su sufrimiento le tendrá que parecer poco, como una gota de agua en comparación con el mar embravecido. Debes considerar tu sufrimiento así de pequeño frente al gran padecimiento de Jesucristo. De esta manera se vuelve fecundo el grano de trigo, [o sea] tu alma, en el noble campo de la humanidad de Jesucristo, y perece en él de forma tal que se abandona totalmente a sí mismo. Éste es el primero de los modos, [propio] de la fecundidad del grano de trigo que ha caído al campo y a la tierra de la humanidad de Jesucristo.

¡Ahora fijaos en el otro modo [propio] de la fecundidad del espíritu, [o sea] el grano de trigo! Es el siguiente: toda el hambre espiritual y la amargura, en las que lo sumerge Dios, lo habrá de soportar todo pacientemente; y aun cuando hace todo cuanto es capaz de hacer interior y exteriormente, no debe apetecer nada en recompensa. Y si Dios quisiera aniquilarlo o arrojarlo al infierno, no debería querer ni desear que Dios lo conservara en su ser o que lo librase del infierno, sino que debe dejar que Dios haga con él todo cuanto Él quiere o como si tú ni siquiera existieras: Dios ha de ser tan poderoso en todo cuanto eres tú, como en su propia naturaleza increada. Otra cosa más debes tener. Esto es: en el caso de que Dios te librara de la pobreza interior y te donara riqueza íntima y mercedes y te uniera con Él mismo en un grado tan alto como es capaz de experimentarlo tu alma, entonces deberías mantenerte tan libre de la riqueza y rendirle honor sólo a Dios, tal como tu alma se mantuvo libre cuando Dios la creó como algo desde la nada. Esta es la otra forma de la fecundidad que el grano de trigo, [o sea] el alma, ha recibido de la tierra [que es] la humanidad de Jesucristo, la que se mantuvo libre, por alta [que fuera] su fruición [del sumo bien], como dijo Él mismo en contra de los fariseos: «Si buscara mi gloria, mi gloria no sería nada; busco la gloria de mi Padre que me ha enviado» (Cfr. Juan 8, 54 y 50).

La tercera parte de este sermón se refiere a lo que dijo Nuestro Señor: «Juan Bautista es grande; es el mayor que alguna vez haya nacido por entre todos los hijos de las mujeres. Pero, si alguien fuera inferior a Juan, sería mayor que él en el reino de los cielos» (Cfr. Mateo 11, 11). ¡Ea, observad ahora lo maravillosas y peculiares que son estas palabras de Jesucristo con las que elogiaba la grandeza de Juan que sería el mayor que hubiera nacido alguna vez del seno de una mujer! y, sin embargo dijo: «Si alguien fuera inferior a Juan, sería mayor que él en el reino de los cielos». ¿Cómo hemos de entender tal cosa? Os lo demostraré.

Nuestro Señor no contradice su propia palabra. Cuando elogiaba a Juan por ser mayor, quería decir que era pequeño a causa de su verdadera humildad, ésta era su grandeza. Lo sabemos por el hecho de que Cristo mismo dijera: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón» (Mateo 11, 29). Todo cuanto en nosotros son virtudes, en Dios es ser puro y su propia naturaleza. Por ello dijo Cristo: «Aprended de mí que soy manso y humilde de corazón». Por humilde que fuera Juan, su virtud tenía, sin embargo, una medida, y más [allá] de esa medida no era ni más humilde ni mayor ni mejor de lo que era. Luego dijo Nuestro Señor: «Si alguien fuera inferior a Juan, sería mayor que él en el reino de los cielos», como si quisiera decir: Si hubiera alguien que sobrepasara esa humildad, aunque fuera por una pizca[7] o por cualquier cosa, y fuese proporcionalmente más humilde que Juan, ése sería mayor en el reino de los cielos por toda la eternidad.

¡Ahora fijaos bien! Ni Juan ni ninguno de todos los santos nos han sido señalados como fin que debemos perseguir, o como meta limitada por debajo de la cual hemos de permanecer. Sólo Cristo, Nuestro Señor, es nuestro fin, a Él hemos de seguir y [Él es] nuestra meta por debajo de la cual hemos de permanecer y a la que debemos ser unidos, iguales a Él en toda su gloria, así como nos corresponde la unificación. En el reino de los cielos no hay ningún santo tan santo ni perfecto que su vida [en esta tierra], en cuanto a sus virtudes, no se haya realizado dentro de [determinada] medida, y según esa medida es también la jerarquía de su vida eterna, y toda su perfección [en el cielo] corresponde por completo a esa medida. Por cierto [y] en verdad: si existiera un solo hombre que sobrepasara la medida correspondiente al santo más destacado que ha vivido virtuosamente y recibido por ello su bienaventuranza… si existiese, pues, un solo hombre que sobrepasara en algo esa medida de la virtud, él sería en la manifestación de la virtud todavía más santo y más bienaventurado que aquel santo lo haya sido jamás. Digo por Dios —y es tan verdadero como que Dios vive—: No hay ningún santo tan perfecto en el cielo que tú no pudieras sobrepasar el grado de su santidad con [tu] santidad y [tu forma de] vida, y que no pudieses llegar más alto que él en el cielo y permanecer [así] por la eternidad. Por eso digo: Si alguien fuera más humilde que Juan e inferior [a él], habría de ser eternamente mayor que él [= Juan] en el reino de los cielos. La verdadera humildad es esta: que un hombre con todo cuanto es por naturaleza, como ser creado de la nada, no se empeñe en nada, ni en el hacer ni en el dejar de hacer, fuera de esperar la luz de la gracia. Que uno sea prudente en [su] hacer y dejar de hacer, ésta es la verdadera humildad de la naturaleza. [La] humildad del espíritu consiste en el hecho de que él [= el hombre] se adjudique o atribuya tan poco de todo el bien que Dios le hace continuamente, como hacía cuando aún no existía.

Que Dios nos ayude para que lleguemos a ser tan humildes. Amén.




[1] Atribución: «Maestro Egghart». En el encabezamiento de un manuscrito se dice: «Para la Vigilia de la Asunción de Nuestra Señora». El texto bíblico figura en el Evangelio del tercer domingo de cuaresma; además, para la Vigilia de la Asunción de la Virgen y (según el antiguo misal de los dominicos) para las Fiestas de la Virgen entre Navidad y la Fiesta de la Candelaria.

Se trata de un «sermón desacostumbradamente largo» (Quint, t. II p. 424).

[2] Cfr. Gregorius M., Hom in Evang. I hom. 18 n. 1.

[3] El don espiritual. Según Quint (t. II p. 431 n. 1) ese don espiritual es la virtud que permite al hermano en Cristo (el no-cristiano) corregir su vida.

[4] Hermano en Cristo. El texto original dice: «ebenkristen» = «co-cristiano».

[5] «Por fuerza de la naturaleza» o también «por impulso de la naturaleza».

[6] «La noble humanidad» en el sentido de «la naturaleza humana».

[7] En el texto original dice: «por un cabello».