SERMÓN XLV[1]
Beatus es, Simon Bar Iona, quia caro et sanguis etc.
Nuestro Señor dice: «¡Simón Pedro, tú eres bienaventurado; esta
revelación no te la han hecho ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está
en el cielo» (Mateo 16, 17).
San Pedro tiene cuatro nombres: se llama «Pedro» (Mateo 16, 16 a 18) y
se llama «Bar Jonás» y se llama «Simón» y se llama «Cefas» (Juan 1,
42).
Nuestro Señor dice, pues: «¡Tú eres bienaventurado!» Todo el mundo
anhela [la] bienaventuranza. Resulta que dice un maestro[2]: Todo el mundo anhela
ser elogiado. Ahora bien, San Agustín dice[3]:
Un hombre bueno no anhela ser elogiado, mas sí desea ser digno de elogio.
Nuestros maestros afirman[4],
pues, que la virtud, en su fondo y peculiaridad, es tan acendrada y se halla
tan sustraída y separada de todas las cosas corpóreas que nada puede caer en
ella sin manchar la virtud, y [así] ella se convierte en defecto. Un solo
pensamiento o la búsqueda de su propio provecho: [ya] no es una virtud
genuina, más aún: se convierte en defecto. Así es la virtud por naturaleza.
Ahora bien, un maestro pagano
dice[5]:
Cuando alguien ejerce la virtud por amor de algo que no sea la virtud, [su
actitud] nunca llega a ser virtud. Si busca elogios o alguna otra cosa, vende
la virtud. Una virtud por naturaleza no se debe abandonar por nada en este
mundo. Por eso, un hombre bueno no anhela ser elogiado, pero sí anhela ser
digno de elogio. El hombre no debe sentir pena porque estén enojados con él;
se debe apenar porque merezca el enojo.
Pues bien, Nuestro Señor dice: «¡Tú eres bienaventurado!» La
bienaventuranza depende de cuatro cosas, [a saber]: que se posea todo cuanto
tiene ser y es placentero para desearlo y trae gozo, y que uno lo tenga
enteramente indiviso, con toda el alma, habiéndolo recogido en Dios, en lo más
acendrado y elevado, puro [y] no encubierto en el primer efluvio violento y en
el fondo del ser, y todo eso tomado allí donde [lo] toma Dios mismo: esto es
[la] bienaventuranza.
Ahora dice [Mateo]: «Pedro», esto significa lo mismo que «el que ve a
Dios»[6].
Pues bien, los maestros preguntan si
el núcleo de la vida eterna reside más en el entendimiento o en la voluntad.
[La] voluntad tiene dos clases de obras: [el] anhelo y [el] amor. La obra del
entendimiento [empero], es simple; por eso es mejor; su obra es conocer, y
nunca descansa hasta que toque desnudo a aquello que conoce. Y de esta manera
precede a la voluntad dándole a conocer aquello que ama. Mientras uno apetece
las cosas, no las tiene. Cuando las tiene, las ama; así el deseo deja de
existir.
¿Cómo ha de ser el hombre destinado a ver a Dios? Ha de estar muerto.
Nuestro Señor dice: «Nadie me puede ver y vivir» (Exodo 33, 20). Resulta
que San Gregorio dice[7]:
Está muerto quien ha muerto para el mundo. Ahora fijaos vosotros mismos en cómo
es un muerto y en lo poco que le atañe todo cuanto hay en el mundo. Si se
muere para este mundo, no se muere para Dios. San Agustín
rezó muchas clases de oraciones. Dijo[8]:
Señor, dame que te conozca a ti y a mí. «Señor, apiádate de mí y muéstrame
tu rostro y dame que muera, y dame que no muera para verte por toda la
eternidad». Esta es la primera [condición]: si uno quiere ver a Dios, debe
estar muerto. Esto significa el primer nombre: «Pedro».
Dice un maestro: Si no hubiera
ningún medio [= cosa intermediaria], se vería una hormiga en el firmamento.
Mas, otro maestro dice[9]:
Si no hubiera medio, no se vería nada. Ambos tienen razón. El color que hay
en la pared, si ha de ser traído a mi ojo, debe ser cribado y refinado al
aire y a la luz, y así espiritualizado se lo tiene que presentar a mi ojo.
Del mismo modo, el alma que ha de ver a Dios, debe ser cribada en la luz y en
la gracia. Por eso tiene razón aquel maestro que dijo: Si no hubiera medio,
no veríamos. También tiene razón el otro maestro que dijo: Si no hubiera
medio, veríamos la hormiga en el firmamento. Si no hubiera ningún medio en
el alma, ella vería a Dios desnudo.
El segundo nombre: «Bar Jonás» significa lo mismo que «un hijo de la
gracia»[10],
en la cual el alma es purificada y llevada hacia arriba y preparada para la
contemplación de Dios.
El tercer nombre es: «Simón», esto quiere decir tanto como «algo que
es obediente» y «algo que es sumiso»[11].
Quien ha de escuchar a Dios, tiene que estar separado [y] a gran distancia de
la gente. Por ello dice David: «Me
quiero callar y escuchar lo que dice Dios dentro de mí. Dice paz para su
pueblo y sobre sus santos y a todos aquellos que han regresado a su corazón»
(Salmo 84, 9). Bienaventurado es el hombre que escucha afanosamente a cuanto
Dios dijere en su interior, y él se ha de doblegar directamente bajo el rayo
de la luz divina. El alma que se ha ubicado con toda su fuerza por debajo de
la luz divina, se torna enardecida e inflamada en el amor divino. [La] luz
divina entra con su irradiación directamente desde arriba. Si el sol diera
verticalmente sobre nuestra cabeza, casi nadie sobreviviría. De esta manera,
la potencia suprema del alma, que es la cabeza, debería erguirse
equilibradamente bajo el rayo de la luz divina para que pudiera brillar dentro
de ella esa luz divina, de la cual he hablado a menudo: ésta es tan pura y
flota tan por encima y es tan elevada que en comparación con esta luz todas
las luces son tinieblas y nonadas. Todas las criaturas, tal como son, son como
nada; cuando se proyecta sobre ellas la luz, dentro de la cual reciben su ser,
entonces son algo. Por eso, el conocimiento natural nunca puede ser tan noble
que toque o aprehenda inmediatamente a Dios, a no ser que el alma posea las
seis cualidades a las que me he referido antes. La primera: que uno haya
muerto para toda desigualdad. La segunda: que uno se halle bien purificado en
la luz [divina] y en la gracia. La tercera: que se carezca de medios. La
cuarta: que uno, en su fondo más íntimo, escuche la palabra de Dios. La
quinta: que uno se someta a la luz divina. La sexta es la que menciona un maestro
pagano[12]:
Esta es la bienaventuranza de que uno viva de acuerdo con la suprema potencia
del alma; ella debe tender continuamente hacia arriba y recibir su
bienaventuranza en Dios. Allí, en el primer efluvio violento, donde recibe el
Hijo mismo, allí en lo más excelso de Dios, hemos de recibir también
nosotros; [mas] entonces, nosotros también debemos presentar parejamente lo más
elevado que poseemos.
«Cefas» significa lo mismo que «una cabeza»[13].
La cabeza del alma es [el] entendimiento. Quienes se expresan del modo más
burdo, dicen que lo que precede es el amor; pero aquellos que hacen la
afirmación más acertada dicen expresamente —y también es verdad— que el
núcleo de la vida eterna reside en el conocimiento antes que en el amor. ¡Y
sabed el porqué! Dicen nuestros más insignes maestros
—de los cuales no hay muchos— que el conocimiento y el entendimiento
suben directamente hacia Dios. Mas, el amor se dirige hacia lo que ama; de
ello infiere qué es lo que es bueno. Pero el conocimiento percibe aquello por
lo cual es bueno. [La] miel es, en sí misma, más dulce que ninguna cosa que
se pueda hacer con ella. El amor toma a Dios porque es bueno; pero [el]
conocimiento se eleva y toma a Dios porque es ser. Por eso dice Dios: «¡Simón
Pedro, tú eres bienaventurado!» Dios le da al hombre justo un ser divino y
lo llama con el mismo nombre que pertenece a su [propio] ser. Por eso dice
luego: «Mi Padre que está en el cielo».
Por entre todos los nombres, ninguno es más acertado que «El que es».
Pues, si alguien quiere señalar una cosa [y] dice «es», parecería una
necedad; si dijera «es un leño o una piedra», se sabría qué es lo que
quiere decir. Por eso decimos: [Hallarse] completamente separado y reducido y
pelado para que no quede nada fuera del único «es»: en esto reside la
peculiaridad de su nombre. Por eso, Dios le dijo a Moisés: «Di: El que es me
ha enviado» (Exodo 3, 14). A causa de ello, Nuestro Señor llama a los suyos
con su propio nombre. Nuestro Señor dijo a sus discípulos: «Quienes son mis
seguidores, se sentarán a mi mesa en el reino de mi Padre y comerán mi
comida y tomarán mi bebida que mi Padre me ha preparado; así os la he
preparado yo también» (Cfr. Mateo 19, 28 y Lucas 22, 29 ss.). Bienaventurado
es el hombre que ha llegado a recibir junto con el Hijo de lo mismo de lo cual
recibe el Hijo. Justamente ahí recibiremos nosotros también nuestra
bienaventuranza, y allí donde reside su bienaventuranza, en el interior donde
Él tiene su ser, en ese mismo fondo todos sus amigos recibirán y sacarán su
bienaventuranza. Esta es la «mesa en el reino de Dios».
Que Dios nos ayude a llegar a esa mesa. Amén.
[1] Atribución: «S<er>mo m<a>g<ist>ri Eghardi». En un encabezamiento se dice: «De los cuatro nombres de San Pedro». Quint señala (t. II p. 360 n. 1) que el texto de la Escritura fue tomado del Evangelio para la Fiesta de la Cátedra de San Pedro (22 de febrero) o la Fiesta de las Cadenas de San Pedro (1º de agosto) o la Fiesta de San Pedro y San Pablo (29 de junio).
[2] Eckhart explica en uno de sus sermones latinos (Sermo XXXVIII n. 379) que se trata de Ennius, según una cita en Augustinus, De trin. XIII c. 3. n. 6.
[3]
Cfr. Augustinus, Confess. 1. X c.
37 n. 61.
[4]
Cfr. Thomas, S. theol. II II q. 153 a.
2 ad. 1.
[5] Se trataría de Seneca, De clementia 1 c. 1 n. 1.
[6]
Cfr. Hieronymus, Liber interpret.
Hebr. nom. 65, 18; 70, 16.
[7] Glossa ordinaria, Exod. 33, 20; y Gregorius Magnus, Moralia in Iob 18 c. 54 n. 89.
[8] Augustinus, Soliloq. II c. 1 n. 1; y luego Confess. 1. X c. 4 n. 5; y 1. IV c. 10 n. 15.
[9] Aristóteles (De an. II t. 74, B c. 7 419 a 15 ss.) es el «otro maestro»; el maestro mencionado en primer término es Demócrito.
[10]
Véase Hieronymus, In Matth. III
c. 16.
[11]
Véase Hieronymus, Liber interpret.
Hebr. nom.
[12]
Cfr. Aristóteles, Eth. Nicom. X
c. 7.
[13]
Cfr. Isidorus Hispalensis, Etymologiae
VII c. 9 n. 3; y Albertus Magnus, In
Ioh. c. 1, 43.