SERMÓN XLVIII[1]

Todas las cosas iguales…

Dice un maestro[2]: Todas las cosas iguales se aman recíprocamente y se unen unas con otras, y todas las cosas desiguales se huyen y se odian unas a otras. Y ahora dice un maestro[3] que no hay nada tan desigual entre sí como el cielo y la tierra. La tierra ha experimentado en su naturaleza que se halla alejada del cielo y [que le es] desigual. Por eso huyó de él hasta el lugar más bajo y por eso la tierra es inmóvil para no aproximarse al cielo. Este, en su naturaleza, notó que la tierra huyera de él ocupando el lugar más bajo. Por lo tanto se derrama totalmente, de manera fecundante, sobre la tierra, y los maestros opinan que el cielo ancho y extenso no se reserva ni el anchor de la punta de una aguja, sino que engendra a sí mismo sin restricciones, y de modo fecundante, en la tierra. Debido a ello se dice que la tierra es la criatura más fértil por entre todas las cosas sujetas al tiempo.

De la misma manera digo yo con respecto a aquel hombre, que se ha anonadado a sí mismo, en sí mismo y en Dios y en todas las cosas: ese hombre ha ocupado el lugar más bajo y Dios tiene que verterse completamente en él, o… no es Dios. Digo por la verdad buena, eterna y perpetua, que Dios tiene que verterse del todo y de acuerdo con toda su capacidad, en cualquier hombre que haya renunciado a sí mismo hasta el fondo, y [Dios ha de hacerlo] de manera tan completa que no se reserve nada de toda su vida ni de todo su ser ni de su naturaleza ni de toda su divinidad, sino que debe verterlo del todo y de manera fecundante en ese hombre que se ha entregado a Dios, ocupando el lugar más bajo.

Hoy, estando en camino para aquí, medité sobre cómo podría predicaros tan inteligiblemente que me comprendierais bien. Entonces se me ocurrió un símil y si lo comprendierais bien, comprenderíais el sentido en que pienso y la esencia de todos mis pensamientos sobre la cual he predicado desde siempre. Y el símil tenía que ver con mi ojo y con el madero: Cuando mi ojo se abre, es un ojo; cuando está cerrado es el mismo ojo, y a causa de la vista, el madero no gana ni pierde nada. ¡Ahora comprendedme bien! Si sucede, empero, que mi ojo es uno y simple en sí mismo y, una vez abierto, fija la vista en el madero, cada uno de ellos sigue siendo lo que es y, sin embargo, en el proceso visual ambos se hacen una sola cosa de modo que se puede decir en verdad: Ojo-madero, y el madero es mi ojo. Mas, si el madero fuera incorpóreo y puramente espiritual como la vista de mis ojos, se podría decir, con toda verdad, que en el procedimiento de mi vista el ojo y el madero se hallaban en un solo ser. Si eso es cierto con respecto a las cosas corpóreas, ¡cuánto más vale para las espirituales! Debéis saber que mi ojo tiene mucha más semejanza con el ojo de una oveja que se encuentra allende el mar y a la que nunca vi, de la que tiene mi ojo con mis oídos, con los cuales comparte la unidad del ser; y esto se debe al hecho de que el ojo de la oveja tiene la misma actuación que tiene, también, mi ojo; y por ello les atribuyo más solidaridad en su actuación que a mis ojos y mis oídos, ya que estos se hallan separados en sus procedimientos.

A veces he hablado de una luz sita en el alma, que es increada y no creable. En mis prédicas siempre acostumbro a referirme a esa luz, y Dios recibe esa misma luz sin medio ni velo y desnudo tal como Él es en sí mismo; se trata de una acogida en el proceso del engendramiento. Entonces puedo decir de veras que esa luz tiene más unidad con Dios de la que tiene con cualquier potencia [del alma] con la cual es, sin embargo, una en la esencia. Porque debéis saber que esa luz no es más noble en la esencia de mi alma que la potencia más baja o más burda, como son el oído, o la vista u otras potencias susceptibles de sufrir hambre o sed, frío o calor; y esto se debe al hecho de que la esencia es uniforme. Las potencias [del alma], en cuanto uno las toma dentro de la esencia, son todas las mismas e igualmente nobles; mas, cuando las potencias se toman en su actuación, una es mucho más noble e insigne que otra.

Por eso digo: Cuando el hombre da la espalda a sí mismo y a todas las cosas creadas,… en la medida en que procedas así, serás unido y hecho feliz en la chispa del alma que nunca jamás tocó ni [al] tiempo ni [al] espacio. Esta chispa renuncia a todas las criaturas y no quiere nada fuera de Dios desnudo, tal como Él es en sí mismo. No se contenta ni con el Padre ni con el Hijo ni con el Espíritu Santo ni con las tres personas [juntas] en cuanto cada una subsiste en su peculiaridad. Digo por cierto que esa luz tampoco se contenta con la uniformidad de la índole fructífera de la naturaleza divina. Diré algo más todavía que suena más sorprendente aún: Digo por la verdad buena y eterna y perpetua que esa misma luz no se contenta con la esencia divina simple [e] inmóvil, que ni da ni recibe, más aún: ella quiere saber de dónde proviene esa esencia; quiere [penetrar] en el fondo simple, en el desierto silencioso adonde nunca echó mirada alguna la diferencia, ni [el] Padre ni [el] Hijo ni [el] Espíritu; en lo más íntimo que no es hogar para nadie. Allí esa luz se pone contenta y allí reside más entrañablemente que en sí misma, porque ese fondo constituye un silencio simple que es inmóvil en sí mismo; y esa inmovilidad mueve todas las cosas y [de ella] se reciben todas las vidas que viven [como] racionales en sí mismas.

Que la Verdad perpetua, de la cual acabo de hablar, nos ayude a vivir así, racionalmente. Amén.




[1] El título abreviado no figura ni en la versión medieval ni en la traducción al alto alemán moderno de Quint. Aparece, empero, en el índice de la edición crítica.

Atribución: «El Maestro Eckhart dice» y «un sermón del Maestro Eckhart». El encabezamiento de uno de los manuscritos reza: «Una enseñanza buena y casi breve, basada en un símil por el cual se puede comprender propiamente el sentido y el fundamento de todos los sermones del maestro Eckart, según los cuales generalmente acostumbra a predicar». Quint (t. II p. 412) supone que el sermón probablemente fue dictado en Colonia, por lo cual se lo debería fechar en los últimos años de la vida de Eckhart.

[2] Entre varias posibilidades, Quint opina que es posible o hasta verosímil que Eckhart haya pensado en Thomas, S. theol. III q. 29 a. 1.

[3] Cfr. Maimonides, Dux neutrorum II c. 27; y Aristóteles, De caelo et mundo, passim.