SERMÓN XXIX[1]
Convescens praecepit eis, ab Ierosolymis ne discederent etc.
Estas palabras que acabo de pronunciar en latín, las leemos en la misa
de la Fiesta de hoy; Nuestro Señor las dijo a sus discípulos cuando estaba
por ascender al cielo: «Quedaos juntos en Jerusalén sin separaros y esperad
el cumplimiento de la promesa que os ha hecho el Padre: que seréis bautizados
con el Espíritu Santo luego de estos días que no son muchos sino [antes
bien] pocos» (Cfr. Hechos de los apóstoles 1, 4 a 5).
Nadie puede recibir al Espíritu Santo a no ser que more por encima del
tiempo en [la] eternidad. En las cosas temporales el Espíritu Santo no puede
ser ni recibido ni dado. Cuando el hombre se aparta de las cosas temporales y
se vuelve hacia su fuero íntimo, percibe allí una luz celestial[2]
que ha venido del cielo. Se halla por debajo del cielo y, sin embargo, es del
cielo. En esta luz el hombre queda satisfecho, y, sin embargo, ella es [aún]
corpórea; dicen que es materia. Un [trozo de] hierro cuya naturaleza consiste
en caer hacia abajo, se levanta hacia arriba en contra de su naturaleza y se
apega a la piedra imán a causa de la noble influencia que la piedra ha
recibido del cielo. Dondequiera se dirija la piedra, hasta ahí se dirige
también el hierro. Lo mismo hace el espíritu: no se contenta así sin
embargo con esa luz; va avanzando siempre por el firmamento y penetra a través
del cielo hasta llegar al espíritu que hace girar al cielo, y debido a la
rotación del cielo reverdece y se cubre de hojas todo cuanto hay en el mundo.
Pero el espíritu aún no está satisfecho si no avanza hasta la cima y la
fuente primigenia donde el espíritu tiene su origen. Este espíritu [= el espíritu
humano] comprende de acuerdo con el número sin
número, y semejante número [sin número] no existe en el tiempo de la
caducidad. En la eternidad [en cambio], nadie tiene otra raíz, allí nadie
carece de número[3].
Este espíritu tiene que ir más allá de todo número atravesando toda
cantidad, y luego es atravesado por Dios; y así como Él me atraviesa, lo
atravieso yo, a mi vez. Dios conduce a este espíritu al desierto y a la
unidad suya allí donde Él es un Uno puro y [sólo] brota en sí mismo. Este
espíritu [ya] no tiene porqué; si tuviera algún porqué [también] debería
tener su porqué la unidad. Este espíritu se halla en unidad y en libertad.
Ahora bien, dicen los maestros[4]
que la voluntad es tan libre que, a excepción de Dios, nadie es capaz de
someterla. [Pero] Dios no somete a la voluntad sino que la ubica en la
libertad de tal manera que no quiere otra cosa que aquello que es Dios mismo y
la misma libertad. Y el espíritu no puede querer otra cosa fuera de lo que
quiere Dios; y eso no es falta de libertad sino libertad por excelencia.
Pues bien, ciertas personas dicen[5]:
«Si tengo a Dios y el amor de Dios, puedo hacer muy bien todo cuanto quiero».
Esta palabra la interpretan mal. Mientras eres capaz de [hacer] cualquier cosa
que esté en contra de Dios y de sus mandamientos, no posees el amor de Dios,
por más que engañes al mundo [pretendiendo] que lo tengas. Al hombre que se
halla afianzado en la voluntad y el amor divinos, le resulta placentero hacer
todo cuanto le gusta a Dios y dejar todo cuanto está en contra de Dios; y le
resulta tan imposible dejar de hacer algo que Dios quiere que se haga, como
hacer algo que esté en contra de Dios. Pasa exactamente lo mismo con quien
tiene atadas las piernas; tan imposible como sería para él caminar, tan
imposible le sería al hombre afianzado en la voluntad divina, hacer algo
malo. Dijo alguien: Aunque Dios mismo hubiera mandado hacer [el] mal y huir de
[la] virtud, yo no sería capaz de hacer el mal. Pues nadie ama a la virtud
sino aquel que es la virtud misma. El hombre que ha dejado a sí mismo y a
todas las cosas, que no busca nada de lo suyo en cosa alguna y hace todas sus
obras sin porqué y por amor, semejante hombre está muerto para todo el mundo
y vive en Dios y Dios en él.
Hay, empero, gente que dice: «Nos echáis hermosos sermones, mas
nosotros no notamos nada de ello». ¡Yo también me lamento de lo mismo! Este
ser[6]
es tan noble y tan universal que no necesitas comprarlo ni por un cuarto ni
por medio penique. Ten sin embargo una disposición recta y una voluntad
libre, entonces lo poseerás. El hombre que ha dejado así a todas las cosas
en su ser más bajo y en cuanto son perecederas, las recibe de vuelta en Dios
donde son verdad. Todo cuanto aquí está muerto, vive allí, y todo cuanto es
materia gruesa aquí, allí, en Dios, es espíritu. Es exactamente como si
alguien vertiera agua pura en un recipiente limpio, que fuera completamente
puro y límpido, y lo dejara sin mover; y si luego una persona pusiera
[encima] su rostro, lo vería en el fondo exactamente como es en sí mismo.
Esto se debe al hecho de que el agua es pura y limpia e inmóvil. Lo mismo
sucede con todos los hombres que se mantienen libres y unidos en sí mismos,
y, si reciben a Dios en medio de la paz y tranquilidad, deben recibirlo también
en la discordia e intranquilidad; entonces todo anda perfectamente bien. Pero
si lo aprehenden menos en la discordia e intranquilidad, que en la
tranquilidad y la paz, las cosas andan mal. Dice San Agustín[7]:
A quien el día le resulta enojoso y el tiempo se le hace largo, que se
dirija hacia Dios donde no hay «tiempo largo» [= tiempo que dura] y en quien
descansan todas las cosas. Aquel que ama a la justicia, será aprehendido por
la justicia y se convertirá en justicia.
Pues bien, dijo Nuestro Señor: «No os he llamado siervos, os he
llamado amigos, porque el siervo no sabe qué es lo que quiere su Señor»
(Juan 15,15). También mi amigo podría saber algo que yo no sabía, por
cuanto no querría comunicármelo. Mas Nuestro Señor dijo: «Todo cuanto he
escuchado de mi Padre, os lo he revelado». Me sorprende, pues, que algunos
frailes, que pretenden ser muy doctos y grandes frailes, se contenten tan
pronto y se dejen engañar. Al referirse a la palabra que dijo Nuestro Señor:
«Todo cuanto he escuchado de mi Padre, os lo he revelado»… quieren
interpretarla diciendo que nos ha revelado cuanto nos hace falta para nuestra
eterna bienaventuranza, mientras «estamos en camino». Yo no opino que se
deba interpretar así, porque no es verdad. Dios ¿por qué se hizo hombre?
Para que yo mismo naciera como el mismo Dios. Dios murió para que yo muriera
para todo el mundo y todas las cosas creadas. Así hay que interpretar la
palabra pronunciada por Nuestro Señor: «Todo cuanto he escuchado de mi
Padre, os lo he revelado». ¿Qué es lo que el Hijo escucha de su Padre? El
padre no puede sino engendrar, el Hijo no puede sino nacer. Todo cuanto el
Padre tiene y cuanto es, [o sea] la esencia abismal del ser divino y de la
naturaleza divina, lo engendra todo en su Hijo unigénito. Esto es lo que el
Hijo escucha del Padre, esto es lo que nos ha revelado para que seamos [cada
uno] el mismo hijo. Todo cuanto tiene el Hijo, o sea, el ser y la naturaleza,
lo tiene de su Padre, para que seamos [cada uno] el mismo hijo unigénito.
[Por otra parte], nadie tiene el Espíritu Santo si no es el hijo unigénito.
[Pues], allí donde se hace espíritu al Espíritu Santo, lo hacen espíritu
el Padre y el Hijo; porque esto es esencial y espiritual. Puedes recibir, por
cierto, los dones del Espíritu Santo o la semejanza con el Espíritu Santo;
pero no permanece en tu interior, es inestable. Sucede lo mismo cuando una
persona se ruboriza por vergüenza y [luego] palidece; es un accidente y
pasajero. Mas el hombre que es rubicundo y hermoso por naturaleza, siempre
sigue siéndolo. Así [también] le pasa al hombre que es el hijo unigénito:
el Espíritu Santo permanece en él esencialmente. Por eso está escrito en el
Libro de la Sabiduría: «Hoy te he engendrado» al reflejo de mi
luz eterna, en la plenitud y «en la claridad de todos los santos» (Cfr.
Salmos 2,7; 109,3). Lo engendra ahora y «hoy». Ahí se está de parto en la
divinidad, ahí se los «bautiza en el Espíritu Santo» —«ésta es la
promesa que les ha hecho el Padre»—. «Luego de estos días que no son
muchos sino pocos»: esto es la «plenitud de la divinidad» (Cfr. Col. 2, 9)
donde no hay ni día ni noche; aquello que se halla a [una distancia de] mil
millas, allí se encuentra tan cerca de mí como el lugar donde estoy parado
ahora, allí hay plenitud y magnificencia de toda la divinidad, allí hay
unidad. El alma, mientras percibe [aún] cualquier diferencia, anda mal;
mientras todavía hay algo que mira hacia fuera o hacia dentro, no hay unidad.
María Magdalena buscaba a Nuestro Señor en la tumba, buscaba a un muerto y
encontró a dos ángeles vivos; por eso se sintió aún desconsolada. Entonces
dijeron los ángeles: «¿De qué te preocupas? ¿Qué estás buscando? Un
muerto y encuentras a dos vivos». Entonces dijo ella: «Justamente esto es mi
desconsuelo que yo encuentre a dos y, sin embargo, busco a uno solo». (Cfr.
Juan 20,11 ss.).
Mientras [aún] es posible que alguna diferencia de cualquier cosa
creada mire al interior del alma, ella sentirá aflicción. Digo, como ya he
dicho a menudo: Donde el alma tiene su ser natural creado, allí no hay
verdad. Digo que hay algo por encima de la naturaleza creada del alma. Mas,
algunos frailes no comprenden que pueda haber algo tan afín a Dios y tan uno
[con Él]. No tiene nada en común con nada. Todo lo creado o creable no es
nada; pero a aquello le resulta alejado y extraño toda índole de creado y
creable. Es uno solo en sí mismo que no recibe nada desde fuera de sí mismo.
Nuestro Señor ascendió al cielo por encima de toda luz y de todo
conocimiento y de toda comprensión. El hombre que es llevado así por encima
de toda luz, mora en [la] eternidad. Por eso dice San Pablo:
«Dios mora en una luz a la cual no hay acceso» (Cfr. 1 Timoteo 6,16), y
que es, en sí misma, un puro Uno. Por eso el hombre debe estar mortificado y
completamente muerto y no ser nada en sí mismo, enteramente despojado de toda
igualdad y ya no ser igual a nadie, entonces es verdaderamente igual a Dios.
Porque ésta es la peculiaridad de Dios y su naturaleza: que es sin par y no
igual a nadie.
Que Dios nos ayude para que seamos de tal manera uno en la unidad que es
Dios mismo. Amén.
[1] En el encabezamiento de uno de los manuscritos se indica que el sermón estaba destinado para la Fiesta de «La Ascensión de Nuestro querido Señor». El texto bíblico pertenece a la Epístola de ese día.
[2] La luz celestial, o sea, la luz del «entendimiento supremo», la «chispita».
[3] Se trataría de un número metafísico carente de cantidad. Nadie tiene otra raíz que ese número carente de cantidad. Véase la explicación detallada en Quint, tomo II p. 76 n. 1.
[4]
Cfr. Thomas, S. theol. I q. 105 a. 4.
[5] Se refiere a los «hermanos y hermanas del espíritu libre».
[6] «Este ser», o sea, el haber muerto para todo el mundo y vivir en Dios.
[7] Augustinus, En. in Ps. 36, Sermo 1 n. 3.